Incertidumbre
Entonces yace intranquila la cabeza que lleva una corona.
Enrique IV (segunda parte)
Cuarenta soldados, llevando alternativamente espadas y antorchas encendidas, iban de escolta, o más bien de guardia del rey Luis, desde el hall del Ayuntamiento en Peronne al castillo, y cuando penetró en esta fortaleza, obscura y tétrica, parecía como si una voz gritase en su oído aquella advertencia que el Florentino ha escrito sobre el pórtico de las regiones infernales: ¡Abandonad toda esperanza!
En ese momento, quizá, pudo haber cruzado por la cabeza del rey algún sentimiento de remordimiento si hubiese pensado en los cientos y aun miles a quienes, sin causa o sólo por ligeras sospechas, había enviado a los abismos de sus calabozos, privado de toda esperanza de libertad y sintiendo hastío por la vida, a la que se agarraban por instinto animal.
El vivo resplandor de las antorchas humillando a la pálida luna, que estaba más obscura en esta noche que en la anterior, y la luz rojiza que esparcían envuelta en humo, daban un tono más sombrío a la gigantesca torre que llevaba el nombre del conde Herbert. Era la misma que Luis había visto con presentimiento temeroso la noche anterior, y de la que ahora estaba llamado a ser huésped, bajo el terror de cuantas violencias el temperamento colérico de su vasallo, demasiado crecido, podía intentar ejercer en aquel recinto secreto del despotismo.
Para agravar los sentimientos dolorosos del rey vio, cuando cruzó el patio, varios cuerpos, sobre los cuales se había echado a la ligera un capote militar. No tardó mucho en descubrir que eran los cadáveres de arqueros de la Guardia escocesa que, habiendo discutido, como el conde de Crèvecoeur le informó, el mandato que se les dio de abandonar el puesto cerca de las habitaciones del rey, dieron lugar a una disputa entre ellos y la guardia valona del duque, y antes de que pudieran intervenir oficiales de ambas fuerzas, resultaron varias vidas perdidas.
—¡Mis fieles escoceses! —dijo el rey al mirar este melancólico espectáculo—; si se hubiera tratado de un combate individual, ni Flandes ni Borgoña hubieran encontrado campeones para rivalizar con vosotros.
—Es verdad —dijo Balafré, que iba detrás del rey—; pocos hombres pueden combatir con más de dos a una vez. Yo mismo procuré no encontrar más de tres, de no ser en un caso especial, en el que no se debe reparar en el número de adversarios.
—¿Estás ahí, viejo conocido? —dijo el rey mirando hacia atrás—. Entonces puedo contar aún con un verdadero súbdito.
—Y un fiel ministro, bien para vuestros consejos o en sus oficios cerca de vuestra real persona —murmuró Oliver le Dain.
—Todos somos leales —dijo Tristán l’Hermite ásperamente—; pues si se atreviesen condenar a muerte a vuestra majestad no consentirían que ninguno de nosotros le sobreviviese, aunque quisiésemos.
—Éstos son servidores verdaderamente leales —dijo Le Glorieux, quien, como ya dijimos, con el desasosiego propio de un cerebro enfermo, se había unido al cortejo del rey.
Mientras tanto, el senescal, citado con premura, daba vueltas con laborioso esfuerzo a la pesada llave que abría la puerta de gigantesca torre gótica, y tuvo que llamar por fin en su auxilio a uno de los acompañantes de Crèvecoeur. Cuando entre ambos lo lograron, entraron seis hombres con antorchas y mostraron el camino a través de un pasadizo estrecho y que daba vueltas, dominado en diferentes puntos por troneras abiertas en el espesor de las macizas paredes. Al final del pasillo comenzaba una escalera formada por bloques gigantes de piedra a medio desbastar y de altura desigual. Subida la escalera, una puerta con fuertes remaches de hierro les dio acceso a lo que había sido el gran zaguán de la torre, alumbrado muy débilmente aun de día (pues las aberturas resultaban disminuidas por el excesivo espesor de los muros y más se asemejaban a tragaluces que a ventanas), y ahora, de no ser por el resplandor de las antorchas, casi en la obscuridad más perfecta. Dos o tres murciélagos y otros pájaros de mal agüero, asustados por el resplandor no corriente, volaron contra las luces y amenazaron apagarlas, mientras el senescal se excusó ante el rey por no haber sido todo dispuesto en el zaguán de la torre dada la prisa con que se le participó la noticia de su llegada, añadiendo que la torre no se había utilizado desde hacía veinte años, y pocas veces antes de ese período, por lo que había oído, desde el tiempo del rey Carlos el Simple.
—¡El rey Carlos el Simple! —murmuró Luis—; entonces conozco la historia de la torre. Aquí fue asesinado por su traidor vasallo, Heriberto, conde de Vermandois, según dicen las crónicas. Sabía que había algo relativo al castillo de Peronne que rondaba en mi magín, aunque no daba con ello. Aquí, pues, fue asesinado mi antepasado.
—No aquí, no precisamente aquí —dijo el viejo senescal andando con el aire de un cicerone que muestra las curiosidades de aquel sitio—; no aquí, sino en la cámara lateral, un poco más allá, que da al dormitorio de vuestra majestad.
Abrió de prisa una portezuela en el extremo superior del zaguán que conducía a un dormitorio, pequeño, como es corriente en esos viejos edificios, pero quizá por ese motivo un poco más confortables que el desolado zaguán que acababan de atravesar. Algunos rápidos preparativos para el alojamiento del rey se habían hecho allí. Se habían clavado en las paredes tapices de Arras; un fuego lucía en la mohosa parrilla del hogar, largo tiempo sin usar, y se habían tendido jergones para aquellos caballeros que habían de pasar la noche en su cámara, como entonces era costumbre.
—Colocaremos camas en el hall para el resto de vuestros acompañantes —dijo el locuaz viejo—, pues no hemos tenido tiempo para más. Si vuestra majestad se digna mirar esta portezuela detrás de los tapices sabrá que da al viejo gabinete, en el espesor del muro en donde fue Carlos asesinado, y allí hay un pasaje secreto que viene de abajo que dio paso a los hombres que se entendieron con él. Y vuestra majestad, cuya vista, espero, es mejor que la mía, puede distinguir aún la sangre en el suelo de roble, aunque el hecho ocurrió hace quinientos años.
Mientras así hablaba intentaba abrir la portezuela a la que se había referido, hasta que el rey le dijo:
—Abstente, anciano, abstente por un poco de tiempo, hasta que tengas que contar un nuevo cuento y sangre fresca que mostrar. Señor de Crèvecoeur, ¿qué tenéis que decir?
—Sólo puedo decir, señor, que estos dos aposentos interiores están a la disposición de vuestra majestad como los de vuestro castillo de Plessis, y que Crèvecoeur, cuyo nombre nunca fue envilecido por la traición o el asesinato, tiene la custodia de las defensas exteriores del edificio.
—¿Pero ese pasaje privado a ese gabinete del cual habla ese buen hombre?
Esto fue dicho por el rey Luis en voz baja y ansiosa, teniendo sujeto el brazo de Crèvecoeur con una mano y señalando a la puerta excusada con la otra.
—Debe de ser alguna fantasía de Mornay —dijo Crèvecoeur— o alguna absurda y vieja tradición del lugar, pero lo veremos.
Iba a abrir la portezuela cuando Luis contestó.
—No, Crèvecoeur, no. Me basta con tu palabra. ¿Pero qué hará conmigo vuestro duque, Crèvecoeur? No puede esperar tenerme prisionero largo tiempo; y en una palabra, dime tu opinión, Crèvecoeur.
—Mi señor y soberano —dijo el conde—, vuestra majestad juzgará lo que el duque de Borgoña debe de sentir esta horrible crueldad cometida en la persona de su pariente cercano y aliado, y sólo vos sabréis con qué derecho puede creer que ha sido instigada por los emisarios de vuestra majestad. Pero mi señor es de temperamento noble e incapaz, aun en el ardor de sus pasiones, de ninguna acción indigna. Cualquier cosa que haga lo hará a la luz del día, y de cara a las dos naciones, y puedo añadir que será el deseo de todo consejero en torno suyo —exceptuando quizá uno— que se comporte, en este asunto con indulgencia y generosidad, así como con justicia.
—¡Ah! Crèvecoeur —dijo Luis cogiendo su mano como si le afectasen algunos recuerdos dolorosos—. ¡Qué feliz es el príncipe que tiene consejeros junto a él que pueden preservarle de los efectos de sus pasiones coléricas! Sus nombres deberán figurar en letras de oro cuando se repase la historia de su reinado. Noble Crèvecoeur, ¿por qué no habrá tenido la suerte de tener a individuos como tú junto a mi persona?
—La preocupación de vuestra majestad hubiera sido en ese caso el libraros de ellos lo antes posible —dijo Le Glorieux.
—¡Ah, señor sabio! ¿Estás ahí? —dijo Luis, volviéndose y cambiando en el acto el tono patético en que se había dirigido a Crèvecoeur y adoptando con facilidad otro más alegre—. ¿Nos has seguido hasta aquí?
—Ay, señor —contestó Le Glorieux—. El sabio debe seguir con traje de bufón a la Locura, que enseña el camino con traje de púrpura.
—¿Cómo he de interpretar eso, señor Salomón? —contestó Luis—. ¿Te cambiarías por mí?
—Yo, no —contestó Le Glorieux—, aunque me diesen cincuenta coronas de beneficio.
—¿Y por qué eso? Creo que me daría por bien satisfecho tenerte por rey mío.
—Ay, señor —replicó Le Glorieux—, pero la cuestión es si, juzgando del talento de vuestra majestad por haberle elevado a alojarse aquí, no tendría motivos para avergonzarme de tener un tonto tan torpe.
—¡Alto, pícaro! —dijo el conde de Crèvecoeur—. Tu lengua va demasiado de prisa.
—Déjale que se desahogue —dijo el rey—; no conozco asunto más propio de burla como las locuras de aquéllos que debían conocerlas mejor que nadie. Mi sagaz amigo, toma esta bolsa de oro, y con ella mi consejo de no ser nunca un tonto tan grande que te juzgues más sabio que los demás. Hazme el favor de preguntar por mi astrólogo Martins Galeotti y de enviármelo aquí en seguida.
—Lo haré, desde luego, señor —contestó el bufón—, y juraría que lo encontraré en casa de Juan Dopplethur, pues los filósofos, como los tontos, son los que saben dónde se vende el mejor vino.
—Permíteme que te pida libre entrada para esa erudita persona a través de tus centinelas, señor de Crèvecoeur —dijo Luis.
—Para su entrada no hay duda —contestó el conde—; pero siento tener que decir que mis instrucciones no me autorizan para permitir que nadie abandone los aposentos de vuestra majestad. Le deseo a vuestra majestad una buena noche —añadió—, y mandaré hacer aquellos arreglos en el zaguán exterior que permitan mayores comodidades a los caballeros que lo van a habitar.
—No te molestes por ellos, señor conde —replicó el rey—; están acostumbrados a desafiar las adversidades, y, a decir verdad, exceptuando que tengo interés en ver a Galeotti, desearía no tener más trato con nadie del exterior durante esta noche, si eso es compatible con tus instrucciones.
—Éstas son, dejar a vuestra majestad —replicó Crèvecoeur— dueño absoluto de vuestras habitaciones. Tales son las órdenes de mi amo.
—Tu amo, conde Crèvecoeur —contestó Luis—, a quien también puedo llamar mío, es un amo muy gracioso. Mis dominios —añadió— son algo reducidos de dimensiones, pues están limitados a un viejo zaguán y a un dormitorio, pero son lo bastante amplios para todos los súbditos de que ahora puedo vanagloriarme.
El conde de Crèvecoeur se despidió, y poco después pudieron oír el ruido de los centinelas dirigiéndose a sus puestos, acompañados de las voces de mando de los oficiales y los pasos apresurados de los soldados relevados. Por fin, todo quedó en silencio, y el único sonido que se percibía era el murmullo perezoso del río Somme, que se deslizaba profundo y enturbiado bajo los muros del castillo.
—Id al zaguán, compañeros míos —dijo Luis a su séquito—, pero no echaros a dormir. Estad preparados, pues hay algo que hacer esta noche, y es urgente.
Oliver y Tristán se retiraron al zaguán conforme a estas palabras, en el cual Le Balafré y los dos empleados del capitán preboste habían permanecido cuando los otros penetraron en la habitación. Se encontraron con que los de fuera habían arrojado bastante leña al fuego con el doble fin de tener luz y calor a un tiempo, y arropados en sus capas, estaban sentados en el suelo en posturas que expresaban la agitación y abatimiento de sus espíritus. Oliver y Tristán no vieron nada mejor que hacer que seguir su ejemplo, y como nunca hicieron buenas migas en los días de su prosperidad en la Corte, ambos sentían igual repugnancia para depositar confianza en el otro, en este revés extraño y repentino de fortuna. De suerte que toda la partida reposaba silenciosa con ánimos decaídos.
En el ínterin, su jefe sufría en el retiro de su cámara secreta agonías que podían servir de expiación a las muchas que habían sido provocadas por órdenes suyas. Recorría la habitación con pasos cortos y desiguales, a menudo permanecía silencioso y cruzaba juntas las manos, y exteriorizaba, en suma, una agitación que en público había sido capaz de contener con tanto éxito. Por fin, deteniéndose y torciéndose las manos, se colocó enfrente de la portezuela que había sido señalada por el viejo Mornay como paso al escenario del asesinato de uno de sus antepasados y gradualmente expresó sus sentimientos en soliloquio entrecortado.
—¡Carlos el Simple! ¡Carlos el Simple! ¿Cómo llamará la posteridad al onceno Luis, cuya sangre probablemente refrescará pronto las manchas de la tuya? ¡Luis el tonto; Luis el fatuo; Luis el bobo, todos son términos demasiado ligeros para señalar el colmo de mi idiotez! ¡Pensar que estos tercos vecinos de Lieja, para quienes la rebelión es tan natural como el alimento, habrían de permanecer quietos; soñar que la Bestia Salvaje de las Ardenas habría de interrumpir por un momento su carrera de brutalidad ávida de sangre; suponer que podía yo emplear los argumentos y la razón para buen fin con Carlos de Borgoña, mientras no hubiera probado la fuerza de semejantes exhortaciones con éxito en un toro salvaje! ¡Qué tonto e idiota fui! Pero el villano Martins no se escapará. Ha estado en el fondo de todo esto, él y el vil sacerdote, el detestable Balue[68]. Si alguna vez escapo de este peligro, arrancaré de la cabeza del cardenal su capelo, aunque arranque con él simultáneamente su cuero cabelludo. ¡Pero el otro traidor está en mis manos! ¡Soy aún lo bastante rey, tengo aún un imperio lo bastante dilatado para el castigo de ese impostor charlatán, traficante de palabras, observador de estrellas, forjador de mentiras! La conjunción de las constelaciones; ay, la conjunción. ¡Puede hablar tonterías, que soy lo bastante idiota para creer que entiende! Pero ahora veremos lo que la conjunción ha presagiado realmente. Mas primero haré mis devociones.
Encima de la portezuela, en memoria quizá de la hazaña que se había cometido dentro, había un tosco nicho que contenía un crucifijo tallado en piedra. En este emblema fijó el rey los ojos, como si se preparase a arrodillarse, pero se detuvo cual si aplicase a la sagrada imagen las reglas de la política terrenal y juzgase temerario aproximarse a su presencia sin haberse asegurado, la intercesión privada de algún santo favorito. Se apartó, pues, del crucifijo como indigno de mirarle, y escogiendo de entre las imágenes, que como a menudo hemos mencionado estaba su sombrero completamente guarnecido, una de la Virgen de Clery, se arrodilló ante ella e hizo la siguiente extraordinaria plegaria, en la que llama la atención que su grado de superstición le indujese en cierto modo a considerar a la Virgen de Clery como persona distinta de la Madona de Embrun, ídolo favorito suyo y a quien frecuentemente hacía ofrendas.
—¡Bondadosa Virgen de Clery! —exclamó cruzando sus manos y golpeándose el pecho mientras hablaba—. ¡Bendita Madre de misericordia! ¡Tú que eres omnipotente con la omnipotencia, ten compasión de mí, pecador! Es cierto que te he olvidado algo por tu bendita hermana de Embrun; pero soy rey, mi poder es grande, mi riqueza inmensa, y si no fuese así, doblaría la gabela a mis súbditos antes de no pagarte mis deudas. ¡Abre estas puertas de hierro; rellena estos tremendos fosos; condúceme como una madre guía a un niño, fuera de este peligro apremiante de ahora! Si he dado a tu hermana el condado de Bolonia, en propiedad perpetua, ¿no tengo medios de demostrarte también a ti mi devoción? Tendrás la amplia y rica provincia de Champaña, y sus viñedos verterán su abundancia en tu convento. Había prometido la provincia a mi hermano Carlos; pero éste, como sabes, está muerto, ¡envenenado por ese perverso abad de San Juan d’Angely, a quién, si vive, castigaré! Te prometí esto antes de ahora; pero esta vez mantendré mi palabra. Si tuve algún conocimiento del crimen, créeme, mi queridísima patrona, fue porque no supe de ningún otro método mejor para pacificar a los rebeldes de mi reino. ¡Oh, no tengas presente esa antigua deuda para mi cuenta de hoy; pero sé, como siempre has sido, amable, benigna y amable a los ruegos! Dulce señora, intercede con tu hijo para que perdone todos los pecados pasados, y uno, una pequeña acción que debo hacer esta noche, no es pecado, mi queridísima Señora de Clery, no es pecado, sino un acto de justicia ejercido privadamente, pues el villano es el mayor impostor que ha vertido falsedades en oídos de príncipe y se inclina, además, a la asquerosa herejía de los griegos. No merece tu protección; déjalo a mi cuidado y considera como un buen servicio el que libre al mundo de él, pues el hombre es un nigromántico y un hechicero, que no es digno que pienses ni cuides de él, un perro, cuya muerte debe ser de tan poca importancia a tus ojos como la chispa que salta del fuego. ¡No pienses en esta cuestión, gentil y amable señora, y considera sólo cómo mejor me puedes ayudar en mis pesares! Y ahora uno mi sello real a tu efigie en señal de que mantendré mi palabra respecto al condado de Champaña, y de que será la última vez que te molestaré en estas cuestiones de sangre, sabiendo que eres tan amable, gentil y compasiva.
Después de este extraordinario contrato con el objeto de su adoración, Luis recitó, aparentemente con profunda devoción, los siete salmos penitenciales en latín y varias avemarías y rezos de los dedicados a la Virgen. Después se levantó satisfecho de haberse asegurado la intercesión de la Virgen a quien había rezado, tanto más cuanto reflexionó ladinamente que la mayoría de los pecados para los que en anteriores ocasiones había impetrado su mediación habían sido de clase distinta, y que, por consiguiente, la Señora de Clery era menos probable que considerase como persona acostumbrada a hacer derramar sangre que los otros santos a quienes había con más frecuencia hecho confidentes de sus crímenes[69].
Cuando de este modo hubo descargado su conciencia, o más bien, la hubo blanqueado de nuevo como un sepulcro, el rey asomó la cabeza a la puerta que daba al zaguán y llamó a Le Balafré para que viniese a su habitación.
—Mi buen soldado —dijo—, me has servido durante largo tiempo y has ascendido poco. Aquí estamos en un caso en el que o salgo con vida o muero, pero no me gustaría morir como hombre desagradecido, o dejar, en cuanto los santos me lo permitan, ni a amigo ni a enemigo sin recompensa. Ahora tengo un amigo que debe ser recompensado, que eres tú; un enemigo para castigarlo según sus merecimientos, que es el villano vil y traidor Martins Galeotti, que con sus imposturas y falsedades me ha conducido en brazos de mi mortal enemigo con tan firme propósito de mi destrucción como el carnicero la tiene de matar la bestia que conduce al matadero.
—Le desafiaré por este motivo, ya que dicen que es batallador, aunque algo corpulento —dijo Le Balafré—. No dudo que ya que el duque de Borgoña es tan amigo de los hombres que manejan la espada nos permitirá que luchemos en campo abierto con espacio razonable, y si vuestra majestad vive lo bastante y goza de libertad, me verá luchar por su derecho y tomar venganza tan adecuada en este filósofo como vuestro corazón lo pueda desear.
—Reconozco tu bravura y tu adhesión a servirme —dijo el rey. Pero este traidor villano es un hombre vigoroso y no quiero voluntariamente que arriesgues tu vida, mi bravo soldado.
—No sería soldado bravo —dijo Balafré— si no me atreviese a hacer frente a un hombre como él. ¡Estaría bonito que a mí, que no sé leer ni escribir, me diese miedo de un gordo que apenas ha hecho otra cosa en su vida!
—Sin embargo —dijo el rey—, no me agrada que te metas por mí en esta aventura, Balafré. Este traidor viene aquí citado de orden mía. Consentiré, tan pronto encuentres ocasión, que te encierres con él y le hieras bajo la quinta costilla. ¿Me entiendes?
—Desde luego —contestó Le Balafré—; pero si me lo permite vuestra majestad, éste es un asunto que se sale por completo de mi práctica. No puedo matar un perro, de no ser en el ardor de una acometida, o persecución, o por desafío previo, o cosa parecida.
—¡Cómo! ¿Vas a alabarte de ternura de corazón —dijo el rey—, tú, que has sido el primero en el asalto y el más ansioso, según me han contado, de los placeres y ventajas que se logran en esos casos, con corazón empedernido y mano sanguinaria?
—Señor —contestó Le Balafré—, no tuve miedo, ni me importaron vuestros enemigos con la espada en la mano. Y un asalto es asunto desesperado, con riesgos que calientan tanto la sangre de un hombre, que, por San Andrés, tarda uno mucho después en tranquilizarse. Dios se compadece de nosotros, pobres soldados, que primero nos volvemos locos con el peligro, y después más locos con la victoria. He oído hablar de una legión compuesta enteramente de santos, y me parece que todos ellos se ocuparán en rezar e interceder por el resto del ejército y por todos aquéllos que llevan plumas y coseletes, coletos de ante y espadones. Pero lo que vuestra majestad propone se sale de mi práctica corriente, aunque no puedo negar que es bastante amplia. En cuanto al astrólogo, si es un traidor, que sufra la muerte de un traidor; no quiero mezclarme en ello. Vuestra majestad dispone de su capitán preboste y de dos de sus ayudantes, que están ahí fuera, y son más adecuados para tratar con él que un caballero escocés como yo que está en el servicio.
—Dices bien —dijo el rey—; pero, por lo menos, incumbe a tu deber el prevenir ninguna interrupción y el guardar la ejecución de mi justa sentencia.
—Eso lo haré en contra de todo Peronne —dijo Le Balafré—. Vuestra majestad no debe dudar de mi fidelidad en lo que pueda reconciliarla con mi conciencia, la cual, por conveniencia mía y del servicio de vuestra majestad, debo confesar que es muy ancha; por lo menos, sé que he hecho algunas hazañas por vuestra majestad, que antes hubiera preferido verme inválido que hacerlas por cualquier otro.
—Déjate de eso —dijo el rey—, y escucha: cuando entre Galeotti y se cierre la puerta detrás de él, ponte sobre las armas y guarda la entrada al interior de la habitación. Que nadie penetre; esto es todo lo que se te pide. Ve y envíame al capitán preboste.
Balafré salió de la habitación, y un minuto después entraba en ella Tristán l’Hermite procedente del zaguán.
—Bien venido, compadre —dijo el rey—; ¿qué piensas de nuestra situación?
—Que somos hombres sentenciados a muerte —dijo el capitán preboste—, de no ser que el duque suspenda la ejecución de la sentencia.
—La suspenda o no, aquél que nos ha atraído con añagaza a este garlito será nuestro fourrier en el otro mundo para tomarnos habitaciones —dijo el rey con sonrisa feroz y terrible—. Tristán, tú has hecho muchos actos de justicia valerosa, finis; hubiera dicho funis coronat opus[70]. Debes estar junto a mí hasta el final.
—Estaré —dijo Tristán—; soy un individuo tosco, pero agradecido. Haré mi deber dentro de estos muros o en cualquier otro sitio, y mientras yo esté vivo, bastará la menor indicación de vuestra majestad condenando a alguien para que vuestra sentencia sea ejecutada literalmente, lo mismo que cuando ocupabais vuestro trono. Luego podrán hacer conmigo lo que quieran; no me importa.
—Eso es lo que esperaba de ti, mi querido compadre —dijo Luis—; pero ¿cuentas con buena ayuda?; el traidor es fuerte y no dejará de implorar auxilio. El escocés sólo guardará la puerta, y ya es bastante haberlo conseguido con halagos y bromas. Oliver no sirve para nada si se le saca de sus mentiras, halagos y de sus consejos peligrosos, y, ventre Saint dieu!, creo que merece más la soga del ahorcado que cualquier otro. ¿Dispones de hombres y medios para actuar rápida y eficazmente?
—Tengo conmigo a Trois Eschelles y a Petit André —dijo—: Hombres tan expertos en su oficio, que de cada tres hombres, colgarían a uno antes de que sus dos compañeros se enterasen. Y todos hemos resuelto vivir o morir con vuestra majestad, sabiendo que nos quedará tan poco tiempo para respirar cuando desaparezcáis, como a cualquier lote de nuestros pacientes. Pero ¿cuál va a ser nuestro asunto de ahora? Quiero asegurarme de su hombre, pues, como vuestra majestad a veces gusta de recordarme, de vez en cuando he equivocado al criminal y ahorcado en su lugar a un honrado artesano que no había ofendido a vuestra majestad.
—Tienes mucha razón —dijo el otro—. Entérate, pues, Tristán que la persona condenada es Martins Galeotti. Te asombras, pero ésa es la verdad. El villano nos ha arrastrado a todos aquí con argumentos falsos y traicioneros para ponernos indefensos en manos del duque de Borgoña…
—¡Pero no sin venganza! —dijo Tristán—. ¡Aunque estuviera en el último trance, le picaría como avispa que muere, sin importarme que me hiciesen pedazos en seguida!
—Conozco tu espíritu leal —dijo el rey— y el placer que, como otros buenos hombres, encuentras en el cumplimiento de tu deber, ya que la virtud, como dice el proverbio, es tu recompensa. Pero márchate y prepara los oficiantes, porque la víctima se aproxima.
—¿Quiere que se realice en vuestra presencia, mi soberano? —dijo Tristán.
Luis rehusó este ofrecimiento; pero encargó al capitán preboste que lo tuviese todo dispuesto, para la puntual ejecución de sus mandatos, en el momento en que el astrólogo dejase su habitación; pues —dijo el rey— quiero ver una vez más al villano para observar cómo se conduce con el amo, a quien ha metido en estos afanes. Me gustará ver la sensación de la muerte que se aproxima, cambiando el color de esos carrillos encendidos y apagando el brillo de esos ojos que sonreían al mentir. ¡Oh, que no hubiese en este momento otro con él, cuyos consejos ayudaron a sus presagios! Pero si sobrevivo a esto, despídete de tu púrpura, ¡señor cardenal!, pues la protección de Roma no te servirá de nada. ¿Por qué te detienes? Ve y prepara a tus servidores. Espero de un momento a otro al villano. ¡Ruego a Dios que no le dé miedo y no quiera venir! Eso sería una contrariedad. Márchate. Tristán, no deberías ser tan calmoso cuando hay asuntos pendientes.
—Por el contrario, vuestra majestad acostumbraba a decirme que iba demasiado de prisa y equivocaba sus órdenes, pagando justos por pecadores. Le ruego que me dé una señal cuando despida a Galeotti, para saber si se prosigue el negocio o no. He conocido a vuestra majestad cambiando de criterio una o dos veces y regañarme después por obrar demasiado aprisa[71].
—Criatura indecisa —contestó el rey Luis—, te anuncio que no cambiaré de modo de pensar; pero, para acallar tus remordimientos, fíjate en que si digo al bribón, al tiempo de despedirle: «¡Hay un cielo sobre nosotros!», entonces el asunto marcha; pero si digo: «Vete en paz», debes interpretarlo como que mi propósito ha sido modificado.
—Mi cabeza está hoy muy torpe —dijo Tristán l’Hermite—. Permítame que lo repita. Si le dice que se marche en paz, ¿tengo que ocuparme de él?
—¡No, no; idiota, no! —dijo el rey—; en ese caso le dejas el paso libre. Pero si digo. «¡Hay un cielo sobre nosotros!», entonces álzale hasta una yarda o dos de los planetas, de los que tanto le gusta ocuparse.
—Me gustaría tener aquí los medios para ello —dijo el preboste.
—Entonces, lo mismo me da arriba que abajo con él, —contestó el rey sonriendo siniestramente.
—¿Y qué haremos con el cuerpo? —dijo el preboste.
—Déjame un momento de reflexión —dijo el rey—; las ventanas del zaguán son demasiado estrechas; pero ese mirador saliente es bastante ancho. Lo arrojaremos al Somme y le pondremos un papel en su pecho, con la leyenda: «Dejad paso libre a la justicia del rey».
El capitán preboste salió del aposento de Luis y llamó a consejo a sus dos ayudantes en un rincón del gran zaguán, donde Trois Eschelles colocó una antorcha en el muro para alumbrarlos. Hablaron en voz baja, sin ser notado por Oliver le Dain, que parecía muy abatido, ni Le Balafré, que estaba dormido.
—Camaradas —dijo el preboste a sus servidores—, quizá hayáis pensado que había terminado nuestra misión, o que, por lo menos, era más probable que fuésemos materia para ejercitar el deber de otros, que no nosotros los encargados de realizar un deber. Pero ánimo, camaradas; nuestro noble amo nos ha reservado una misión, y debe ser bien ejecutada, como hombres que han de pasar a la historia.
—Adivino de lo que se trata —dijo Trois Eschelles—: Nuestro patrón es como los antiguos emperadores de Roma, quienes, cuando las cosas llegaban a un límite, acostumbraban a elegir de entre sus ministros de justicia alguna persona experimentada que pudiera evitar a sus sagradas personas los temibles intentos de un novicio en nuestro ministerio. Era una bonita costumbre para los paganos; pero, como buen católico, sentiría cierto escrúpulo en poner las manos sobre el cristianísimo rey.
—Hermano, siempre has sido demasiado escrupuloso —dijo Petit André—. Si exigiere de palabra o por escrito que se le ejecutase, no sé cómo legalmente podríamos impedirlo. El que habita en Roma debe obedecer al Papa; los hombres del capitán preboste deben cumplir las órdenes de su amo, y éste las del rey.
—¡Silencio, pícaros! —dijo el capitán preboste—. Aquí no hay asunto alguno que se refiera a la persona del rey, sino a la de ese pagano, herético, griego y hechicero mahometano Martins Galeotti.
—¡Galeotti! —contestó Petit André—. Eso es bien natural. Nunca conocí a prestidigitador alguno que pasase su vida, por decirlo así, bailando sobre una cuerda tirante sin que al final diera el batacazo.
—Mi único interés sería —dijo Trois Eschelles mirando hacia arriba— el que la pobre criatura no muera sin confesión.
—¡Bah!, ¡bah! —dijo el capitán preboste—; es un hereje insigne y un nigromántico; todo un conclave de sacerdotes no podría absolverle de la sentencia a muerte que ha merecido. Además, si se le antoja tirar por ese camino, tienes tú el don, Trois Eschelles, de servirle de padre espiritual. Pero lo que me temo es que tendréis que usar vuestros puñales, compañeros, pues no disponéis aquí de los instrumentos adecuados para el ejercicio de vuestra profesión.
—¡Nuestra Señora de París prohíba —dijo Trois Eschelles— que el mandato del rey me coja desprovisto de mis utensilios! Siempre llevo alrededor de mi cuerpo el cordón de San Francisco, doblado cuatro veces, con un hermoso lazo al final del mismo, pues soy de la orden de San Francisco y puedo llevar su cogulla cuando me halle in extremis, gracias a Dios y a los buenos padres de Saumur.
—Y en cuanto a mí —dijo Petit André—, siempre llevo en mi bolsa una polea con un fuerte tomillo para fijarla donde me parezca en caso que viajemos por donde haya escasez de árboles o sus ramas queden muy altas del suelo. Lo he encontrado cosa muy conveniente.
—En ese caso —dijo el capitán preboste sólo tienes que atornillar tu polea en aquella viga, encima de la puerta, y pasar por ella la soga. Daré conversación al individuo cerca del sitio hasta que ajustes el lazo corredizo bajo su barbilla, y entonces…
—Y entonces tiramos de la cuerda —dijo Petit André, y nuestro astrólogo subirá a las cercanías del cielo.
—Pero ¿estos caballeros —dijo Trois Eschelles mirando hacia la chimenea— no ayudan, y debutan así en nuestra profesión?
—No —contestó el preboste—; el barbero sólo idea maldades que deja a otros hombres el realizar; y en cuanto al escocés, guarda la puerta mientras se realiza el hecho, ya que no tiene corazón suficiente para tomar más parte activa en él; cada cual a lo suyo.
Con gran destreza, y aun con una especie de deleite profesional que endulzaba la idea de la precaria situación en que se encontraban los dignos ejecutantes de los mandatos del capitán preboste, prepararon la cuerda y polea para llevar a cabo la sentencia que había sido promulgada contra Galeotti por el cautivo monarca, pareciendo gozar con que esta última acción estuviese tan en consonancia con su vida pasada. Tristán l’Hermite miraba sus preparativos con una especie de satisfacción, mientras Oliver no se fijaba en ellos ni poco ni mucho, y Ludovico Lesly, aunque se despertó con el ruido y los miró, consideró que estaban ocupados en asuntos que no tenían nada que ver con su deber, y por los cuales no podía él tener responsabilidad ninguna[72].