Capítulo XXVII

La explosión

Fue mudo asombro y temor contenido,

cuando lejos, en el Sur, apareció, ante el ojo sobrecogido,

el repentino resplandor procedente de la nube.

El verano, de Thomson.

El anterior capítulo, agradable por su título, fue ideado como un resumen retrospectivo que pudiese capacitar al lector para comprender en qué relaciones de amistad estaban el rey de Francia y el duque de Borgoña, cuando el primero, impulsado en parte por su creencia en la Astrología, que le representó como favorable el resultado de su determinación, y en gran parte, sin duda, por la superioridad consciente de su poder de imaginación sobre Carlos, adoptó la extraordinaria, y fuera de esas razones, inexplicable resolución de confiar su persona a un enemigo fiero y exasperado; resolución tanto más temeraria e inesperada cuando había varios ejemplos en aquellos azarosos tiempos que demostraban que los salvoconductos, por muy solemnemente que se concediesen, habían resultado ineficaces para aquéllos en cuyo favor se habían concedido, y sin ir más lejos, el asesinato del abuelo del duque en el puente de Montereau, en presencia del padre de Luis, y en una entrevista solemnemente convenida para restablecer la paz y conceder una amnistía, era un precedente horrible si el duque estuviese dispuesto a hacer uso de él.

Pero el temperamento de Carlos, aunque áspero, fiero, terco e inflexible, no era, por lo menos en momentos de extrema pasión, incrédulo o poco generoso, faltas que pertenecen usualmente a caracteres más fríos. No se esforzó para demostrar al rey más cortesía de la que las leyes de hospitalidad demandaban; pero, por otro lado, no evidenció propósito alguno de rehusar sus sagradas barreras.

Al día siguiente de la llegada del rey hubo una parada general de las tropas del duque de Borgoña, que eran tan numerosas y estaban tan bien equipadas, que aquél no sintió tener ocasión de mostrarlas a su gran rival. Mientras hacía el cumplimiento obligado de un vasallo a su soberano, al declarar que estas tropas eran las del rey, y no suyas, el pliegue de su labio superior y su mirada orgullosa traslucían su convencimiento de que las palabras que decía eran de mero cumplido, y que su brillante ejército, del que disponía incondicionalmente, estaba tan dispuesto para marchar contra París como en cualquier otra dirección. Debe añadirse, para mortificación de Luis, que reconoció cómo formaban parte de esas huestes muchas banderas de la nobleza francesa, no sólo de Normandía y Bretaña, sino de provincias sujetas más de cerca a su autoridad; las que, por varias causas de descontento, se habían unido y hecho causa común con el duque de Borgoña.

Leal a su carácter, sin embargo, Luis pareció fijarse poco en estos descontentos, mientras en el fondo de su imaginación pasaba revista a los medios posibles para apartarles de las banderas de Borgoña y traerlos de nuevo a la suya, y resolvió para ese fin que aquéllos a los que concedía la mayor importancia serían secretamente, sondeados por Oliver y otros agentes.

El mismo laboró diligentemente, pero al mismo tiempo con cautela, para atraerse la atención de los principales empleados y consejeros del duque, empleando para ese propósito los medios usuales de cortesía no regateada, halagos hábiles y regalos pródigos, no, como quiso hacer constar, para enajenar sus fieles servicios de su noble amo, sino para que pudiesen prestar su ayuda en mantener la paz entre Francia y Borgoña; fin tan excelente en sí mismo, y que de un modo tan obvio tendía al bienestar de ambos países y al de ambos príncipes reinantes.

La noticia de un rey tan grande y tan sabio era por sí un poderoso soborno; las princesas hicieron mucho, y los regalos directos, que las costumbres de la época permitían que los cortesanos borgoñeses aceptasen sin escrúpulo, hicieron aun más. Durante una cacería de jabalíes en el bosque, mientras el duque, siempre ansioso del fin inmediato, bien fuese negocio o placer, se entregaba por completo al ardor de la caza, Luis buscó y encontró los medios de hablar secreta y aisladamente a muchos de aquéllos que, según sus informes, tenían más interés con Carlos, entre los que incluyó a D’Hymbercourt y Comines; ni se olvidó de mezclar los avances que hizo hacia esas dos distinguidas personas con alabanzas del valor y habilidad militar del primero, y de la profunda sagacidad y talento literario del futuro historiador de aquel período.

Semejante oportunidad de reconciliarse personalmente, o, si el lector lo prefiere, de sobornar a los ministros de Carlos, fue quizá lo que el rey se había propuesto como objeto principal de su visita, aun cuando su astucia hubiese fracasado para conquistarse al propio duque. La unión entre Francia y Borgoña era tan íntima, que la mayoría de los nobles que pertenecían al último país tenían esperanzas de poseer o poseían intereses reales en el primero, que la influencia de Luis podía adelantar o su desagrado personal, destruir. Gracias a ésta y a las demás especies de intrigas, munífico hasta el derroche cuando era necesario adelantar sus planes, y hábil para presentar con los colores más vivos sus propuestas, se dio maña el rey para reconciliar el espíritu del orgulloso con el beneficio que recibía, y para convencer al pretendido o efectivo patriota que el bien, tanto de Francia como de Borgoña, era el motivo ostensible, mientras el interés particular del partícipe, como rueda oculta de algún mecanismo, trabajaba con tesón para que sus actuaciones se mantuviesen secretas. Para cada hombre tenía un aliciente adecuado, un sistema conveniente de presentar las cosas: dejaba la recompensa en la manga de aquéllos que eran demasiado orgullosos para extender la mano, y confiaba en que sus mercedes, aunque descendían como el rocío, sin ruido e imperceptiblemente, no dejarían de producir en tiempo oportuno una gran cosecha de buena voluntad, al menos, y quizá de buenos servicios, al donante. En resumen, aunque había estado preparando el camino durante tiempo, por medio de sus ministros, para el establecimiento de aquellos intereses en la corte de Borgoña, que podrían ser convenientes a los de Francia, los esfuerzos personales de Luis, dirigidos sin duda por la información que previamente poseía, hicieron más para conseguir su objeto en pocas horas, que lo que sus agentes habían efectuado en años de negociaciones.

Un solo hombre le falló al rey, a quien tenía especial interés en atraerse, y ése fue el conde de Crèvecoeur, cuya firmeza durante su conducta como enviado en Plessis, lejos de excitar el resentimiento de Luis, había servido para desear que se pasase a él a todo trance. No le agradó mucho el enterarse que el conde, al frente de cien lanzas, había marchado a la frontera de Brabante para ayudar al obispo, en caso de necesidad, contra Guillermo de la Marck y sus súbditos descontentos; pero se consoló con la idea de que la presencia de estas fuerza, junto con las instrucciones que había enviado con mensajeros leales, servirían para prevenir cualquier disturbio prematuro en ese país, cuyo estallido preveía podía hacer muy precaria su actual situación.

La corte comió esta vez en el bosque cuando llegó el mediodía, cual era costumbre en estas grandes partidas de caza; circunstancia que le fue muy agradable al duque en esta ocasión, deseoso como estaba de abreviar aquella solemnidad ceremoniosa y respetuosa con la que de otro modo tendría necesidad de recibir al rey Luis. El conocimiento que el rey poseía de la naturaleza humana le había fracasado en un detalle en esta memorable ocasión. Pensó que el duque resultaría muy halagado por haber recibido tal prueba de condescendencia y confianza; pero olvidó que la dependencia de este ducado de la corona de Francia era privadamente objeto de mortificación para un príncipe tan poderoso, tan rico y tan orgulloso como Carlos, cuyo anhelo era, a no dudar, establecer un reino independiente. La presencia del rey en la corte del duque de Borgoña imponía a ese príncipe la necesidad de mostrarse con el carácter subordinado de un vasallo y de practicar muchos ritos de carácter feudal, que, para uno de su disposición altanera, parecían una derogación del carácter de príncipe soberano, que en todas las ocasiones se esforzaba por sostener.

Pero aunque fue posible evitar mucha ceremonia al efectuar la comida sobre la hierba, con sonidos de cuernos, apertura de barriles y toda la libertad de un ágape campestre, era necesario que la comida de la noche se celebrase, por esa misma razón, con más solemnidad que de ordinario.

Ordenes previas con este fin se habían dado, y al regresar a Peronne, el rey Luis se encontró con un banquete preparado con tal esplendor y magnificencia como convenía a la riqueza de este formidable vasallo, poseedor de la mayoría de los Países Bajos, entonces la comarca más rica de Europa. En la cabecera de la larga mesa, que resplandecía con la vajilla de oro y plata, y llena de los más exquisitos platos, se sentaba el duque, y a su mano derecha, en un sillón más elevado que el suyo, estaba colocado su huésped real. Detrás de él, estaba, de pie, a un lado, el hijo del duque de Gueldres, que actuaba como su gran trinchante (carver); al otro, Le Glorieux, su bufón, de quien rara vez prescindía, pues, como la mayoría de los hombres de carácter vivo y descortés, Carlos exageraba el gusto general de aquella época por los tontos de corte y los bufones; experimentando ese placer en la exhibición de excentricidad y pobreza mental que su rival más agudo, pero no más benévolo, prefería sacar, señalando las imperfecciones de la Humanidad en sus más nobles ejemplares, y encontrando motivo de alegría en los «temores de los bravos y locuras de los sabios». Y si la anécdota referida por Brantome es verdadera, de que un bufón, habiendo escuchado que Luis, en uno de sus accesos de arrepentimiento durante sus devociones, confesó su consentimiento para envenenar a su hermano Enrique, conde de Guyena, divulgó la noticia al día siguiente en un banquete, ante la corte reunida, podía suponerse que ese monarca quedó harto para el resto de sus días de las chanzas de los bufones profesionales.

Pero en la ocasión presente, Luis no desdeñó fijarse en el bufón favorito del duque y aplaudir sus salidas, lo que hizo de preferencia por parecerle que las tonterías de Le Glorieux, aunque a veces eran dichas toscamente, encerraban en sí más ingenio cáustico de lo corriente en los de su profesión.

En realidad, Tiel Wetzweiler, conocido por Le Glorieux, no era en modo alguno un bufón de estilo corriente. Era un hombre alto, de buen aspecto, excelente en muchos ejercicios que apenas parecían reconciliables con la imbecilidad mental porque debían haber requerido paciencia y atención para lograrlos. Ordinariamente acompañaba al duque a la caza y a la guerra, y en Montlhéry, cuando Carlos pasó por un grave peligro personal, herido en el cuello y a punto de caer prisionero de un caballero francés que había cogido las riendas de su caballo, Tiel Wetzweiler arremetió contra el asaltante con tal brío, que lo tiró al suelo y pudo librar a su amo. Quizá temió haber sido éste un servicio demasiado serio para una persona de su condición, y que podía producirle enemigos entre aquellos caballeros y nobles que habían dejado la defensa de la persona del duque al bufón. En todo caso, prefirió que se riesen de él a verse alabado por su hazaña, e hizo jactancias tan exageradas de sus proezas en la batalla, que la mayoría de la gente creyó que el rescate de Carlos era tan fantástico como el resto de su cuento, y fue en esta ocasión cuando alcanzó el título de Le Glorieux (o el jactancioso), por el que se le conoció en lo sucesivo.

Le Glorieux estaba ricamente vestido, pero con pocos de los distintivos usuales de su profesión, y ese poco, más bien de carácter simbólico que literal. Su cabeza no estaba rapada; por el contrario, llevaba mucho pelo largo y rizado, que le descendía por debajo de su gorro, lo que, unido a una barba bien cortada y muy cuidada, encuadraban unas facciones que, de no haber sido por el brillo salvaje de los ojos, merecía el calificativo de hermosa. Un adorno de terciopelo escarlata a través de lo alto de su gorro indicaba, más bien que representaba, a las claras el gorro de bufón que caracterizaba al tonto oficial. Su bastón, de ébano, remataba en un puño con una cabeza de tonto, como era costumbre, con orejas hechas de plata; pero tan pequeña y tan minuciosamente labradas, que hasta que se la examinaba muy de cerca podía tomarse por un bastón oficial de un personaje más solemne. Eran las únicas muestras del oficio que mostraban su traje. En otros aspectos era tal, que podía rivalizar con el de los nobles más encopetados. Su gorro ostentaba una medalla de oro; llevaba una cadena del mismo metal alrededor del cuello, y la moda de sus ricas prendas de vestir no era mucho más fantástica que la de los jóvenes petimetres a quienes les gusta exagerar los detalles de la última moda en el vestir.

A este personaje, Carlos, y Luis imitando a su anfitrión, se dirigieron a menudo durante el banquete; y ambos parecían manifestar, por sus carcajadas espontáneas, lo que les divertían las respuestas de Le Glorieux.

—¿Qué asientos son los que están vacíos? —dijo Carlos al bufón.

—Uno de ellos, por lo menos, es mío, por derecho de sucesión, Carlos —replicó Le Glorieux.

—¿Por qué así, pícaro? —dijo Carlos.

—Porque pertenecen a los señores D’Hymbercourt y Des Comines, que se han marchado tan lejos para volar sus halcones, que se han olvidado de su comida. Aquéllos que prefieren mirar a un milano volando más que a un faisán en la fuente, son parientes del tonto, y éste les heredará en la mesa como parte de su herencia mueble.

—Ése es un chiste viejo, mi amigo Tiel —dijo el duque—; pero, tontos o sabios, aquí llegan los delincuentes.

Mientras hablaba, entraron en la habitación Comines y D’Hymbercourt, y después de haber hecho sus reverencias a los dos príncipes tomaron en silencio los asientos reservados para ellos.

—¡Hola, señores! —exclamó el duque dirigiéndose a ellos—. Vuestro deporte ha sido o muy bueno o muy malo, para conduciros tan lejos y tan tarde. Señor Felipe des Comines, ¿estás abatido?, ¿te ha ganado D’Hymbercourt una apuesta tan importante? Eres filósofo y debes poner buena cara a la mala suerte. ¡Por San Jorge! D’Hymbercourt, está tan triste como tú. ¿Qué ocurre, señores? ¿No habéis encontrado caza? ¿Habéis perdido vuestros halcones, o habéis tropezado con una bruja o el Cazador Salvaje[66] se os ha aparecido en el bosque? Por mi honor que parece como si hubierais venido a un funeral y no a un festival.

Mientras el duque hablaba, los ojos de los presentes estaban todos dirigidos hacia D’Hymbercourt y Des Comines, y el abatimiento y turbación de sus rostros, al no tratarse de personas en las que era natural semejante expresión de melancolía, se hizo tan visible, que la alegría de los reunidos, que la rápida circulación de copas de excelente vino habla elevado a un alto grado, fue disminuyendo poco a poco, y sin ser capaz de dar razón alguna por semejante cambio en su ánimo, los hombres se hablaban en voz baja unos con otros como en vísperas de esperar recibir extrañas e importantes noticias.

—¿Qué significa este silencio, señores? —dijo el duque elevando su voz, que, era por naturaleza áspera—. Si vais a traer estas miradas extrañas y este silencio extraño a la fiesta, vamos a echar de menos que no hayáis continuado por los pantanos buscando hurones o chochas.

—Señor —dijo Des Comines—: Cuando nos disponíamos a regresar del bosque nos encontramos al conde de Crèvecoeur.

—¡Cómo! —dijo el duque—. ¿Ha regresado ya de Brabante? ¿Pero habrá encontrado todo bien por allá, sin duda?

—El propio conde le dará cuenta a vuestra alteza de las noticias —dijo D’Hymbercourt—, que conocemos de un modo imperfecto.

—Pero ¿dónde está el conde? —dijo el duque.

—Cambia de traje para presentarse ante vuestra alteza —contestó D’Hymbercourt.

—¿Qué cambia de traje? Saint bleu! —exclamó el impaciente príncipe—, ¿qué me importa su traje? ¡Voy a creer que habéis conspirado con él para volverme loco!

—O más bien, para ser sinceros —dijo Des Comines—, desea comunicar las noticias en una audiencia privada.

Tête-dieu!, mi rey —dijo Carlos—; ésta es siempre la manera como nos sirven nuestros consejeros. Si saben algo que consideran importante para nosotros, adoptan un aire tan serio y están tan orgullosos con su carga, como borrico con albarda nueva. ¡Que alguien diga a Crèvecoeur que venga en seguida! Viene de las fronteras de Lieja, y yo, al menos —puso algún énfasis en el pronombre—, no tengo secretos en esa parte que trate de esquivar sean proclamados ante el mundo entero.

Todos notaron que el duque había bebido tanto vino, que resultaba incrementada la natural obstinación de su carácter; y aunque muchos hubieran de buena fe hecho la observación que el momento no era el más oportuno para oír noticias o tomar consejo, todos también conocían la impetuosidad de su carácter, demasiado bien para aventurarse a intervenir, y aguardaban sentados, con ansiosa expectación, las nuevas que el conde podía comunicar.

Siguió un breve intervalo, durante el cual el duque permaneció mirando ansiosamente a la puerta, lleno de impaciencia, mientras los huéspedes aguardaban con los ojos fijos sobre la mesa, como deseosos de ocultar su curiosidad y ansiedad. Sólo Luis, que conservaba perfecta tranquilidad, continuaba su conversación alternativamente con el gran trinchante y con el bufón.

Por fin penetró Crèvecoeur, que fue en seguida saludado por el duque con esta pregunta:

—¿Qué noticias traes de Lieja y de Brabante, señor conde? La noticia de tu llegada ha desterrado la alegría de nuestra mesa; esperamos que tu presencia nos la devolverá.

—Mi amo y señor —contestó el conde con tono firme, pero melancólico—, las noticias que le aporto son más propias para ser expuestas en un consejo que en la mesa de un festín.

—Afuera con ellas, hombre; ¡ni que fueran noticias del Anticristo! —dijo el duque—; pero creo, adivinarlas: los de Lieja se han amotinado de nuevo.

—Efectivamente, señor —dijo Crèvecoeur con mucha gravedad.

—He acertado de primera intención, hombre, —dijo el duque—, lo que tanto miedo tenías de decirme: los ciudadanos sin seso han cogido las armas de nuevo. No pudo haber ocurrido en ocasión más oportuna, pues ahora podemos tener el consejo de nuestro soberano —inclinando la cabeza al rey Luis con ojos que delataban el más amargo, aunque contenido, resentimiento— para saber cómo debe tratarse a esos amotinados. ¿Tienes más noticias reservadas? Dilas, desde luego, y después dinos por qué no fuiste a auxiliar al obispo.

—Señor mío, las noticias que quedan son difíciles de decir, y afligirán su corazón. Ni mi ayuda ni la de nadie podían haber salvado al excelente prelado: Guillermo de la Marck, unido a los rebeldes habitantes de Lieja, han tomado el castillo de Schonwaldt y le han asesinado en su propio hall.

¡Qué lo han asesinado! —repitió el duque en tono bajo y profundo, pero que fue, sin embargo, oído de un extremo al otro del hall, en el que estaban reunidos—. ¡Eso tiene que ser, Crèvecoeur, alguna noticia falsa; es imposible!

—¡Ay!, señor —dijo el conde—; me la ha dado un testigo de vista, un arquero de la Guardia escocesa del rey de Francia, que estaba en el hall cuando se cometió el asesinato, de orden de Guillermo de la Marck.

—¡Y que sin duda estaba ayudando y excitando al horrible sacrilegio! —exclamó el duque, poniéndose de pie y dando una patada con tanta furia, que rompió en pedazos el taburete que tenía delante de él—. ¡Echad el cerrojo a las puertas de este hall, caballeros; asegurad las ventanas; que ningún forastero se mueva de su asiento, bajo pena de muerte instantánea! Caballeros de mi cámara, desenvainad vuestras espadas.

Y volviéndose a Luis, movió su mano lenta y deliberadamente hacia el puño de su espada, mientras el rey, sin mostrar miedo o adoptar postura defensiva, sólo dijo:

—Estas noticias, querido primo, te han trastornado la razón.

—¡No! —replicó el duque en un tono terrible—. Pero han despertado un justo resentimiento que he sufrido demasiado tiempo para ser ocultado por triviales consideraciones de circunstancia y lugar. ¡Asesino de tu hermano!, ¡rebelde contra tu padre!, ¡tirano con tus súbditos!, ¡aliado traidor!, ¡rey perjuro!, ¡caballero deshonrado!, estás en mi poder, y doy gracias a Dios de ello.

—Más bien da gracias por mi insensatez —dijo el rey—; pues cuando nos encontramos en iguales condiciones en Montlhéry me parece que deseabas estar más lejos de mí que lo estás ahora.

El duque aún conservaba su mano en la empuñadura de la espada; pero se contuvo para sacarla y para atacar a un enemigo que no ofrecía resistencia alguna que pudiese provocar violencia.

Mientras tanto, se propagaba por el hall gran conmoción. Las puertas fueron cerradas y guardadas de orden del duque; pero varios de los nobles franceses, aunque eran pocos, se levantaron de sus asientos y se prepararon para la defensa de su soberano. Luis no había hablado una sola palabra ni a Orleáns ni a Dunois desde que fueron libertados del castillo de Loches, si puede llamarse libertad el ser incorporados al séquito del rey Luis, objetos de sospecha evidente más que de respeto y consideración; pero, sin embargo, la voz de Dunois fue la primera que dominó el tumulto, dirigiéndose al duque de Borgoña.

—Señor duque, habéis olvidado que sois un vasallo de Francia, y que somos sus huéspedes, como franceses. Si osáis levantar una mano contra vuestro monarca, preparaos a sufrir los máximos efectos de nuestra desesperación, pues, créame, nos festejaremos tanto con la sangre de Borgoña como hemos festejado su vino. Valor, señor de Orleáns, ¡y vosotros, caballeros de Francia, formad alrededor de Dunois y haced lo que él haga!

Fue en este momento cuando un rey pudo ver en qué personas podía realmente confiar. Los pocos nobles y caballeros independientes que acompañaban a Luis, la mayoría de los cuales sólo habían recibido de él mohines de desagrado, sin atemorizarse por el despliegue de fuerza infinitamente superior y la certeza de ser aniquilados, en caso de llegar a las armas, se precipitaron a colocarse alrededor de Dunois y, guiados por él, se dirigieron a la cabecera de la mesa en donde estaban sentados los príncipes contendientes.

Por el contrario, los agentes que Luis había sacado de sus puestos naturales y adecuados para darles otros de importancia inmerecida para ellos, demostraron cobardía y poco corazón, y, permaneciendo quietos en sus asientos, parecían resueltos a no provocar su suerte entremetiéndose, sea lo que fuere lo que le ocurriese a su bienhechor.

El primero del bando más generoso fue el venerable lord Crawford, quien, con agilidad que nadie hubiera esperado a sus años, se abrió camino, a través de los contrarios, los que se opusieron menos de lo que podía esperarse; pues muchos de los borgoñeses, bien por puntillo de honor o por una secreta inclinación para impedir la suerte fatal que amenazaba a Luis, le abrieron camino, y se interpuso entre el rey y el duque. Después se colocó su gorro, del que se le escapaban sus cabellos blancos, en desorden, por un lado de su cabeza; su pálido semblante estaba coloreado, y su mirada cansada, brillante, con el fuego de un joven que se arriesga en una acción desesperada. Su capa colgaba de un hombro, y sus movimientos denotaban su intención de envolvérsela en el brazo izquierdo, mientras desenvainaba su espada con el derecho.

—He luchado por su padre y su abuelo —fue todo lo que dijo—, y, ¡por San Andrés!, concluya la cuestión como sea, no le abandonaré en este trance.

Lo que ha necesitado algún tiempo para ser contado, sucedió en realidad con la velocidad de un relámpago, pues tan pronto como el duque adoptó su postura amenazadora, Crawford se interpuso entre él y el objeto de su venganza, y los caballeros franceses, apresurándose todo lo que pudieron, convergían hacia el mismo sitio.

El duque de Borgoña aún permanecía con su mano en la espada, y parecía que iba a dar la señal para un ataque general, que necesariamente debía concluir en el sacrificio de la parte más débil, cuando Crèvecoeur se adelantó rápidamente y exclamó con voz estentórea:

—¡Mi soberano señor de Borgoña, fíjese en lo que hace! Ésta es vuestra casa; sois el vasallo del rey; no derramad la sangre de vuestro huésped en vuestro hogar, la sangre de vuestro soberano en el trono que le habéis erigido, y al que vino bajo su salvaguardia. ¡Por el honor de vuestra causa, no intente vengar un horrible asesinato por otro aun peor!

—¡Fuera de mi camino, Crèvecoeur —contestó el duque—, y deja paso a mi venganza! ¡Apártate de mi camino! La cólera de los reyes debe temerse como la del cielo.

—Sólo cuando, como la del cielo, es justa —contestó Crèvecoeur con firmeza—. Permítame, señor que ruegue modere la violencia de su carácter, por muy ofendido que se encuentre. Y a vosotros, señores de Francia, para los que la resistencia sería infructuosa, permitidme que os recomiende el abstenerse de todo lo que pueda conducir al derramamiento de sangre.

—Tiene razón —dijo Luis, cuya sangre fría no le abandonó en ese momento terrible, y quien fácilmente previo que si comenzaba una contienda, sería de temer más violencia realizada en el ardor de los ánimos excitados, que en el caso de conservar la paz—. Mi primo Orleáns, amable Dunois y tú, mi fiel Crawford, no aportéis la ruina y el derramamiento de sangre tomando venganza precipitadamente. Mi primo el duque se ha excitado con la noticia de la muerte de un amigo querido, el venerable obispo de Lieja, cuyo asesinato lamentamos lo mismo que él. Antiguos y, desgraciadamente, recientes motivos de resentimiento le condujeron a sospechar de mí como instigador de un crimen que soy el primero en detestar. En el caso de que nuestro anfitrión me asesine aquí, a mí, su rey y pariente, bajo una falsa impresión de tener que ver con este desgraciado accidente, mi suerte no sólo será poco mejorada, sino muy empeorada con vuestra excitación. Por consiguiente, retrocede, Crawford. Aunque fuese mi última palabra, hablo como un rey a su subordinado, y exijo obediencia. Retrocede, y si te la piden, entrega tu espada. Te lo mando, y tu juramento te obliga a obedecer.

—Tenéis razón, señor —dijo Crawford dando unos pasos hacia atrás y volviendo a la vaina la hoja que había medio sacado—. Todo es verdad; pero, por mi honor, si estuviese a la cabeza de setenta de mis bravos muchachos, en vez de estar cargado con más de ese mismo número de años, probaría a decir las verdades a esos caballeros con sus cadenas doradas y gorros adornados.

El duque permaneció con los ojos fijos en el suelo durante mucho tiempo, y después dijo con amarga ironía:

—Crèvecoeur, dices bien; y es cuestión de honor que mis obligaciones hacia este gran rey, mi querido huésped, no sean tan rápidamente ajustadas como en mi precipitada cólera me había propuesto al principio. Obraré de modo que toda Europa reconozca la justicia de mi actuación. ¡Caballeros de Francia, rendid las armas a mis oficiales! Vuestro señor ha quebrantado la tregua y no tiene derecho a beneficiarse más de ella. En consideración, sin embargo, a vuestros sentimientos de honor y por respeto al rango que ha rebajado y a la raza de que proviene, no pido la espada de mi primo Luis.

—Ninguno de nosotros —dijo Dunois— entregará sus armas o abandonará este hall si no se nos asegura la salvación de nuestro rey.

—Ni hombre alguno de la Guardia escocesa —exclamó Crawford— entrega sus armas de no mandarlo el rey de Francia o su gran condestable.

—Bravo Dunois —dijo Luis—, y tú, mi fiel Crawford, vuestro celo sólo me hará daño en vez de beneficio. Confío —añadió con dignidad— en la rectitud de mi causa más que en una resistencia vana, que costaría la vida de mis hombres mejores y más bravos. Entregad vuestras espadas; los nobles borgoñeses que aceptan prendas tan honrosas serán más capaces que tú para protegeros a vosotros y a mí. Entregad vuestras espadas. Soy yo quien lo manda.

De este modo, en este apuro terrible, demostró Luis la rapidez de decisión y la claridad de juicio, únicas que pudieron salvar su vida. Sabía que hasta ahora podía contar con la mayoría de los nobles presentes para moderar la furia de su príncipe; pero que en el caso de comenzar una mêlée, él mismo y los suyos serían asesinados en el acto. Al mismo tiempo sus peores enemigos confesaron que su conducta no tenía en sí nada de bajeza o cobardía. Evitó que se transformase en frenesí la cólera del duque, pero ni imploró ni aparentó tenerla, y continuó mirándole con la atención tranquila con que un hombre bravo contempla los gestos amenazadores de un loco, y que está al mismo tiempo consciente de que su propia entereza y serenidad actúan de freno sensible y poderoso sobre la rabia de aquél.

Crawford, ante el mandato del rey, arrojó su espada a Crèvecoeur, diciendo:

—¡Tomadla!, y que el diablo le haga gozar de ella. No es deshonra para el legítimo propietario que la entrega, pues el juego ha sido desigual.

—Alto, caballeros —dijo el duque con voz entrecortada como persona a quien la pasión casi ha privado de la facultad de hablar—; conservad vuestras espadas; hasta que prometáis no hacer uso de ellas. Y vos, Luis de Valois, debéis consideraros como mi prisionero hasta que se aclare si habéis sido instigador de sacrilegio y asesinato. Que lo lleven al castillo; que lo conduzcan a la torre del conde Herbert. Que seis caballeros de su séquito, escogidos a gusto suyo, le acompañen. Lord de Crawford, vuestra guardia debe abandonar el castillo y ser honrosamente acuartelada en otro sitio. Que suban todos los puentes levadizos y bajen los rastrillos. Que las puertas de la ciudad sean reforzadas con triple guardia. Que el puente flotante sea arrastrado a la orilla derecha del río. ¡Colocad alrededor del castillo mi partida de Valones Negros y triplicar los centinelas en todos los puestos! Tú, D’Hymbercourt, cuida que patrullas a pie y a caballo hagan la ronda de la ciudad cada media hora durante la noche y cada hora al día siguiente, si en realidad semejante vigilancia fuese necesaria después de amanecer, pues es probable que se actúe de prisa en este asunto. ¡Cuida de la persona de Luis si aprecias tu vida!

Se levantó de la mesa precipitadamente, y con modales bruscos lanzó una mirada de odio al rey y salió rápido del hall.

—Señores —dijo el rey mirando con dignidad a su alrededor—, la pena por la muerte de su aliado ha vuelto frenético a vuestro príncipe. Confío en que conoceréis mejor vuestro deber, como nobles y caballeros, para no secundarle en su traicionera violencia contra la persona de su señor soberano.

En este momento se escucharon en las calles el sonido de tambores batiendo y de cuernos llamando a los soldados por todas partes.

—Somos —dijo Crèvecoeur, que actuaba de mariscal de la casa del duque— súbditos de Borgoña, y como tales debemos cumplir con nuestro deber. Nuestras esperanzas y ruegos y nuestros esfuerzos no han de faltar para lograr la paz y unión entre vuestra majestad y nuestro señor soberano. Mientras tanto, debemos obedecer sus mandatos. Estos otros señores se sentirán orgullosos de ser útiles al ilustre duque de Orleáns, al bravo Dunois y al resuelto lord Crawford. Yo seré el chambelán de vuestra majestad y le conduciré a sus habitaciones de modo distinto a como hubiera sido mi deseo, recordando la hospitalidad de Plessis. Sólo os queda elegir vuestros acompañantes, que el mandato del duque limita a seis.

—En ese caso —dijo el rey mirando a su alrededor y pensando un momento—, deseo la compañía de Oliver le Dain, de un soldado de mi guardia personal llamado Balafré, que puede ser desarmado si es preciso; de Tristán l’Hermite, con dos de los suyos, y de mi leal y fiel filósofo Martins Galeotti.

—Vuestra majestad será obedecido en sus deseos —dijo el conde de Crèvecoeur—; Galeotti —añadió después de una breve indagación— está en estos momentos cenando con alguna mocetona, pero se enviará por él en seguida; los otros obedecerán al instante el mandato de vuestra majestad.

—Adelante, pues, a la nueva morada que la hospitalidad de mi primo me proporciona —dijo el rey—. Sabemos que es sólida, y sólo nos queda la esperanza de que debe ser segura en grado correspondiente.

—¿Os habéis fijado en la elección que el rey Luis ha hecho de sus servidores? —dijo Le Glorieux aparte al conde de Crèvecoeur mientras seguían a Luis, que salía del hall.

—Seguramente, mi alegre compadre —replicó el conde—. ¡Qué objeción tienes que hacer a ella?

—¡Ninguna, ninguna; sólo que es una elección bien rara! Un barbero alcahuete, un escocés cortacabezas alquilado, un jefe de verdugos y dos de sus ayudantes y un charlatán rapaz. Le acompañaré, Crèvecoeur y tomaré una lección en los grados de bellaquería, observando vuestra habilidad para dirigirlos. El mismo diablo apenas podía haber soñado semejante sínodo o haber actuado de mejor presidente entre ellos.

Conforme a lo dicho, el bufón, que gozaba de todas las libertades, cogió familiarmente el brazo del conde, marchando con él, mientras, bajo una fuerte guardia, que no olvidaba, sin embargo, guardar apariencias de respeto, condujo al rey a su nuevo alojamiento[67].