Capítulo XXVI

La entrevista

Cuando se reúnen los príncipes, los astrólogos deben señalar el hecho,

cual fatídica conjunción, llena de presagios, como la de Marte con Saturno.

Antigua comedia.

No sabe uno a ciencia cierta si considerar como un privilegio o una condena inherente a la cualidad de príncipes el que, en su trato mutuo, deben, por el respeto debido a su rango y dignidad, regular sus sentimientos y expresiones mediante una severa etiqueta, que excluye toda violencia y demostración manifiesta de pasión, y la cual podía pasar por profundo disimulo de no saber todo el mundo que está afectada complacencia es cuestión de ceremonia. Lo que sí es positivo es que el rebasar estos límites en las ceremonias, con el fin de dar rienda suelta a sus coléricas pasiones, tiene el efecto de comprometer su dignidad ante el mundo en general, como pudo observarse cuando aquellos distinguidos rivales Francisco I y el emperador Carlos desearon dirimir sus diferencias mano a mano, en singular combate.

Carlos de Borgoña, el más ligero e impaciente, el príncipe más imprudente de su tiempo, se encontró, sin embargo, cohibido dentro del mágico círculo que le prescribía la más profunda deferencia con Luis, como su soberano y señor, que se había dignado conferirle, vasallo de su corona, el distinguido honor de una visita personal. Ataviado con su manto ducal, y acompañado de sus altos empleados y principales nobles y caballeros, salió en brillante cabalgata a recibir a Luis XI. Su comitiva lucía con el oro y la plata que ostentaba, pues exhausta la riqueza de la corte de Inglaterra por las guerras con York y Lancaster, y limitado el gasto de la de Francia por la economía que practicaba su soberano, quedaba la de Borgoña como la más magnífica de Europa en aquel tiempo. El cortège de Luis, por el contrario, era poco numeroso y comparativamente humilde de apariencia, y el aspecto del mismo rey, en casaca raída, con su acostumbrado sombrero viejo y alto lleno de imágenes, hacían más evidente el contraste, y cuando el duque, ricamente ataviado con la corona y el mando de corte, se apeó de su noble corcel y, arrodillándose sobre una rodilla, se ofreció a sostener el estribo mientras Luis desmontaba de su pequeño caballo, el efecto fue casi grotesco.

El saludo entre los dos potentados estuvo, como era natural, lleno de afectada amabilidad, por lo mismo que estaba totalmente desprovisto de sinceridad. Pero el temperamento del duque hacían mucho más difícil para él el conservar las necesarias apariencias, en voz, modo de hablar y modales, mientras en el rey todo disimulo y fingimiento parecían formar parte tal de su naturaleza, que aquéllos más familiarizados con él no hubieran podido distinguir lo fingido de lo real.

Quizá la comparación más exacta, de no ser indigna de esos dos altos potentados, sería suponer al rey en la situación de un forastero, conocedor perfecto de las costumbres y disposiciones de la raza canina, el cual, para algún fin suyo, desea hacer amistad con un grande y fiero mastín, al que le es sospechoso y que está dispuesto a acometerle a los primeros síntomas, bien de desconfianza o de resentimiento. El mastín gruñe en su fuero interno, se la ponen los pelos de punta, enseña los dientes y, sin embargo, se avergüenza de precipitarse sobre el intruso, que resulta ser, a la vez, persona tan amable y de tanta confianza que el animal soporta avances que no le tranquilizan en modo alguno, vigilando al mismo tiempo la menor oportunidad que pueda justificar a sus propios ojos el coger a su amigo por el cuello.

El rey se percató, sin duda, por la voz alterada, modales contenidos y gestos bruscos del duque, que el juego que tenía que jugar era delicado, y se arrepintió quizá más de una vez por haberlo emprendido. Pero era ya tarde para el arrepentimiento y sólo le restaba ejercitar esa inimitable destreza en el proceder que el rey entendía tan bien como el que más.

La conducta que Luis empleó con el duque recordaba ese amable desbordamiento del corazón en momentos de sincera reconciliación con un amigo honorable y seguro, del que se ha visto distanciado por circunstancias temporales, ya pasadas y olvidadas tan pronto desaparecidas. El rey se censuró a sí mismo por no haber antes realizado el paso decisivo de convencer a su amable y buen pariente, con la muestra de confianza que ahora le otorgaba, de que se habían borrado de su recuerdo los disgustos pasados habidos entre ellos, que estaban contrapesados por la amabilidad con que le recibió cuando estuvo desterrado de Francia e indispuesto con su padre el rey. Habló del buen duque de Borgoña, como se solía llamar a Felipe, el padre del duque Carlos, y recordó mil ejemplos de su paternal amabilidad.

—Creo, primo —dijo—, que tu padre nos venía a querer por igual a ambos, pues recuerdo que cuando por un accidente me extravió en una partida de caza, encontró al buen duque regañándote por haberme dejado en el bosque, como si hubieses descuidado la salvación de un hermano mayor.

Las facciones del duque de Borgoña eran, naturalmente, duras y severas, y cuando intentaba sonreír, asintiendo cortésmente a la verdad de lo que el rey le decía, la mueca que hizo fue realmente diabólica.

—¡Príncipe de los hipócritas! —se dijo para sí—, quisiera poder recordarte cómo has correspondido a todos los beneficios de nuestra casa.

Y si los lazos de consanguinidad y gratitud —continuó el rey— no son suficientes para ligarnos, querido primo, tenemos los de nuestro parentesco espiritual, pues soy padrino de tu hija María, que es tan querida para mí como mis propias hijas, y cuando los santos (¡su sagrado nombre sea bendito!) me enviaron un pequeño fruto de bendición, que se marchitó en el período de tres meses, fue tu padre quien lo sostuvo en la pila y celebró la ceremonia del bautismo con mayor magnificencia que el propio París podía haber desplegado. ¡Nunca olvidaré la profunda e indeleble impresión que la generosidad del duque Felipe, y la tuya, mi queridísimo primo, hicieron en el corazón abatido del pobre desterrado!

—Su majestad —dijo el duque, esforzándose para dar una respuesta—, agradeció con palabras adecuadas todo lo que hizo entonces Borgoña para corresponder al honor que hacía a su príncipe.

—Recuerdo las palabras a que te refieres, querido primo —dijo el rey sonriendo—; me parece que fueron que para corresponder al beneficio recibido, yo, pobre caminante, no tenía nada que ofrecer, excepto mi persona, la de mi esposa y la de mi hijo. Bien, me parece que desde entonces he correspondido con creces a aquel beneficio.

—No deseo contradecir lo que su majestad declara —dijo el duque—, pero…

—¿Pero preguntas cómo mis acciones han estado acordes con mis palabras? —dijo el rey interrumpiéndole—. Fíjate en esto: el cuerpo de mi hijo Joaquín yace en tierra de Borgoña; esta misma mañana he colocado a mi persona bajo tu poder y sin reservas; respecto a la de mi esposa, no insistirás en que mantenga mi palabra en ese particular considerando el período de tiempo que ha pasado. Nació el día de la bendita Anunciación (se santiguó al decir esto y murmuró un Ora pro nobis) hace cincuenta años; pero no está más allá de Reims, y si insistes en que mi promesa sea cumplida al pie de la letra, aguardará lo que te parezca bien.

Irritado como el duque de Borgoña estaba con este insolente intento del rey para adoptar con él un tono de amistad e intimidad, no pudo por menos de reír ante esta respuesta fantástica de aquel singular monarca, y su risa fue tan disonante como los tonos abruptos de pasión con que a menudo hablaba. Habiendo reído más alto y por más tiempo de lo que en ese período se hubiera juzgado adecuado al lugar y ocasión, contestó en el mismo tono, renunciando lisa y llanamente el honor de la compañía de la reina, pero manifestando su deseo de aceptar la de la hija mayor del rey, cuya belleza era celebrada.

—Soy feliz, querido primo —dijo el rey con una de esas sonrisas dudosas que frecuentemente usaba—, al ver que no te has fijado en mi hija menor Juana. De no haber sido así, hubieras tenido un lance con mi primo el de Orleáns, y de haber tenido consecuencias, hubiera perdido un amigo amable y un primo afectuoso.

—En modo alguno, mi real soberano —dijo el duque Carlos—, el duque de Orleáns no se encontrará conmigo en la senda que ha escogido par amours. La causa por la que cruce mi lanza con la de Orleáns debe ser bella y recta.

Luis no llevó a mal esta brutal alusión a la deformidad personal de la princesa Juana. Por el contrario, le agradaba ver que el duque se limitaba a divertirse con chistes groseros, en los que también sobresalía él, y los cuales (según la frase moderna) ahorraban mucha hipocresía sentimental. Conforme con ello, situó rápidamente su conversación en un plan tal que Carlos, aunque sentía que le era imposible desempeñar el papel de un amigo afectuoso y reconciliado con un monarca cuyas malas artes había frecuentemente comprobado y cuya sinceridad en la presente ocasión tan en duda ponía, no tuvo inconveniente en actuar de señor generoso con un huésped jocoso, y así, la falta de reciprocidad en ambos de sentimientos más amables fue reemplazada por el tono de buen compañerismo que existe entre dos festivos compañeros, teoría natural en el duque por la franqueza, y podía añadirse, la ordinariez de su carácter, y en Luis, porque, aunque susceptible de asumir cualquier humor en la conversación en sociedad, el que mejor le iba estaba mezclado con ideas ordinarias y conversaciones cáusticas.

Ambos príncipes fueron, por fortuna, capaces de conservar, durante un banquete en el Ayuntamiento de Peronne, la misma clase de conversación en la que se encontraban como en terreno neutral, y la cual, como Luis fácilmente s e apercibió, era más adecuada que otra ninguna para conservar al duque de Borgoña en ese estado de tranquilidad que parecía necesario a su propia salvación.

Sin embargo se alarmó al observar que el duque estaba rodeado de aquellos nobles franceses, del más alto rango, en situaciones de gran confianza y poder, a los que su severidad e injusticia había conducido al destierro, y fue con el fin de asegurarse de los posibles efectos de su resentimiento y venganza por lo que (como ya se dijo) pidió ser alojado en el castillo o ciudadela de Peronne con preferencia a la ciudad[63]. Esto fue prontamente concedido por el duque Carlos, con una de esas equívocas sonrisas de las que era imposible decir si significaban bien o mal para la parte interesada.

Pero cuando el rey, expresándose con tanta delicadeza como pudo, y del modo que juzgó mejor para no despertar sospecha, preguntó si los arqueros escoceses de su Guardia no podían custodiar el castillo de Peronne mientras permaneciese en él, en vez de la puerta de la ciudad que el duque había ofrecido a su vigilancia, Carlos replicó con su acostumbrado tono de voz y tosquedad de modales, que hacían más alarmantes su hábito al hablar, bien de retorcerse los bigotes o de llevarse la mano a su espada o daga, la última de las cuales acostumbraba a sacar un poco de la vaina y volver a meterla en la misma[64]:

—No, mi soberano. Se encuentra en el campamento y ciudad de su vasallo —así me llaman los hombres por respeto a su majestad—; mi castillo y ciudad son suyos; y mis hombres son suyos, de suerte que es indiferente el que mis soldados o los arqueros escoceses sean los que guarden bien la puerta exterior o las defensas del castillo. ¡No, por San Jorge! Peronne es una fortaleza virgen; no perderá su reputación por un descuido mío. Las doncellas deben ser cuidadosamente vigiladas, mi querido primo, si queremos que continúen conservando su buena fama.

—Seguramente, querido primo, y estoy en todo conforme contigo —dijo el rey—, estando yo más interesado en la reputación de la buena y pequeña ciudad que tú, siendo Peronne, como sabes, una de esas poblaciones sobre el río Somme que, dadas en prenda a tu padre, de grato recuerdo, para amortización de una deuda, son susceptibles de ser redimidas por dinero. Y para hablar con sinceridad, viniendo como un honrado deudor, dispuesto a liquidar mis obligaciones de toda especie, he traído aquí varias acémilas cargadas de plata para la amortización; la suficiente para sostener el boato de tu lugar regio durante tres años.

—No recibiré ni un céntimo de ese dinero —dijo el duque atusándose los bigotes—; ha pasado el día de la amortización ni hubo nunca propósito serio que el derecho se ejercitase, ya que la cesión de estas poblaciones es la única recompensa que mi padre recibió de Francia, cuando, en hora feliz para su familia, consintió en olvidar el asesinato de mi abuelo y trocar la alianza con Inglaterra por la de Francia. ¡San Jorge!, si no hubiese así obrado, vuestra majestad, en vez de tener poblaciones en el Somme, apenas hubiera podido conservar las situadas más allá del Loira. No, no devolveré una sola piedra de ellas, aunque recibiese por cada piedra devuelta su peso en oro. Doy gracias a Dios y a la sabiduría y valor de mis antecesores, de que las rentas de Borgoña, aunque se trate de un ducado, sirven para mantener mi Estado, aun cuando tenga un rey por huésped, sin obligarme a traficar con mi herencia.

—Bien, querido primo —contestó el rey de la misma manera suave y plácida de antes, y sin alterarse por el tono altanero y los ademanes violentos del duque—, veo que eres tan buen amigo de Francia que no deseas separarte de lo que antaño perteneció a ésta. Pero necesitamos algún árbitro para estos asuntos cuando tengamos que tratarlos en consejo. ¿Qué dices de Saint Paul?

—Ni Saint Paul, ni Saint Peter, ni ningún santo del calendario —dijo el duque de Borgoña— me convencerán para que ceda la posesión de Peronne.

—Pero no me entiendes —dijo el rey Luis sonriendo—; me refiero a Luis de Luxemburgo, nuestro fiel condestable el conde de Saint Paul. ¡Ah! ¡Santa María de Embrun! ¡Falta su presencia en nuestra conferencia! ¡La mejor cabeza de Francia y la más útil para restablecer una armonía perfecta entre nosotros!

—¡Por San Jorge de Borgoña! —dijo el duque—, me maravilla oír hablar a su majestad de ese modo de un hombre falso y perjuro lo mismo con Francia que con Borgoña; uno que siempre ha intentado aventar en una llama nuestras frecuentes diferencias, y eso sólo con el propósito de atribuirse aires de mediador. ¡Juro por la orden que ostento que sus subterfugios no le han de valer de aquí en adelante!

—No te acalores tanto, primo —replicó el rey sonriendo y hablando en voz baja—. Cuando hablaba de la cabeza del condestable como medio de terminar nuestras diferencias sin importancia, no tenía deseo de que estuviese presente su cuerpo, que podía permanecer en San Quintín mucho más convenientemente.

—¡Ya!, ¡ya! Comprendo lo que quiere decir —dijo Carlos con la misma risa desentonada que le había promovido algunas de las otras bromas de sal gorda dichas por el rey, y añadió, golpeando el suelo con su tacón—: Concedo que desde ese punto de vista la cabeza del condestable podía ser útil en Peronne.

Éste y otros discursos, con los que el rey entremezclaba insinuaciones de asuntos serios con asuntos alegres y divertidos, no se sucedían consecutivamente, sino que eran diestramente introducidos durante la celebración del banquete en el Hotel de Ville, en una entrevista posterior en las habitaciones del duque y, en una palabra, en cuantas ocasiones parecían fácil y natural el tratar de asuntos tan delicados.

Por muy temerariamente que Luis se hubiese expuesto a un riesgo, que el temperamento fogoso del duque y los mutuos motivos de enemistad exasperada que subsistían entre ambos, hacían de salida dudosa y peligrosa, nunca piloto de costa desconocida se condujo con más firmeza y prudencia. Parecía sondear, con la máxima destreza y precisión, las profundidades y bajos del espíritu y carácter de su rival, y no manifestaba ni duda ni temor cuando el resultado de sus experimentos descubría más rocas sumergidas o bancos peligrosos que sitios convenientes para un anclaje seguro.

Por fin transcurrió un día que debió haber resultado enojoso para Luis por el constante esfuerzo, vigilancia, precaución y atención que su situación requería, así como para el duque fue un día de coacción sobre sí por la necesidad de suprimir los violentos sentimientos que tenía por costumbre exponer a los cuatro vientos.

Tan pronto se hubo retirado el último a su morada, después de haberse despedido del rey, dio suelta a una explosión de pasión tanto tiempo contenida, y muchos juramentos y epítetos abusivos, como su bufón Le Glorieux dijo, «cayeron aquella noche sobre cabezas para las que nunca se habían forjado», cosechando sus domésticos los beneficios de ese acumulamiento de lenguaje injurioso, que no podía decentemente dedicar a su huésped real, ni aun en su ausencia, y que, sin embargo, era demasiado grande para ser del todo suprimido. Las chanzas del bufón ejercieron algún defecto para apaciguar el mal humor del duque; rió alto, echó al chistoso una pieza de oro, se dejó desnudar con tranquilidad, se sorbió una buena copa de vino y especias, se marchó a la cama y durmió profundamente.

Fue más digna de fijar la atención la couchée del rey Luis que la de Carlos, pues la expresión violenta de pasión exasperada y temeraria, ya que pertenece más a la parte brutal que a la inteligente de nuestra naturaleza, nos interesa poco en comparación con los trabajos profundos de una inteligencia vigorosa y poderosa.

Luis fue escoltado a las habitaciones que había escogido en el castillo o ciudadela de Peronne por los chambelanes y heraldos del duque de Borgoña y fue recibido a la entrada por un fuerte retén de arqueros y guerreros.

Cuando descendió de su caballo para cruzar el puente levadizo sobre un foso de anchura y profundidad no corriente, miró a los centinelas y dijo a Comines, que le acompañaba en unión de otros caballeros nobles:

—Llevan cruces de San Andrés, pero no las de mis arqueros escoceses.

—Les encontrará dispuestos a morir en su defensa, señor —dijo el borgoñés, cuyo sagaz oído había descubierto en la manera de hablar del rey un sentimiento que sin duda Luis hubiese deseado ocultar—. Llevan la cruz de San Andrés como apéndice del collar del Toisón de Oro, la Orden del duque de Borgoña.

—¿Y eso no lo sé yo? —dijo Luis mostrando el collar que él mismo llevaba como atención a su anfitrión—. Es uno de los estimados lazos de fraternidad que existen entre mi amable hermano y yo. Somos hermanos en hidalguía, con parentesco espiritual, primos por nacimiento y amigos por los lazos de simpatía y vecindad que nos unen. ¡No más allá del patio del castillo, nobles lores y caballeros! No puedo permitir por más tiempo vuestro acompañamiento; bastante me habéis favorecido hasta aquí.

—Nos encargó el duque —dijo D’Hymbercourt— que acompañásemos a su majestad a su alojamiento. Confiamos en que su majestad nos permitirá obedecer el mandato de nuestro amo.

—En este asunto trivial —dijo el rey— confío me permitiréis que mi mandato tenga más autoridad que el suyo, aun tratándose de vosotros sus súbditos directos. Estoy algo indispuesto, señores míos, algo fatigado. El mucho placer tiene sus quebrantos lo mismo que una pena grande. Confío que mañana gozaré mejor de vuestra compañía. Y la de vos también, señor Felipe des Comines. Me han dicho que sois el cronista de la actualidad; los que como yo deseamos poseer un nombre en la Historia debemos hablarle con miramiento, pues dicen que su pluma tiene una punta afilada cuando queréis. Buenas noches, mis lores y gentiles señores, a todos y cada uno de vosotros.

Los señores de Borgoña se retiraron muy satisfechos de la finura de Luis y de la acertada distribución de sus atenciones; y el rey quedó solo con uno o dos de los acompañantes habituales de su persona, bajo el arco de entrada al patio de armas del castillo de Peronne, mirando a la gran torre que ocupaba uno de los ángulos, que era, en realidad, el donjon o principal torreón del lugar. Esta construcción alta, obscura, maciza, se distinguía claramente a la misma luz de la luna que alumbraba a Quintín Durward entre Charleroi y Peronne, que, como el lector sabe, lucía con brillo notable. El gran torreón se asemejaba bastante en la forma a la Torre Blanca de la ciudadela de Londres, pero era aún de arquitectura más antigua, y su origen databa, según algunos, de la época de Carlomagno. Los muros eran de un espesor tremendo; las ventanas eran pequeñas y provistas de barras de hierro, y la gigantesca mole de la construcción arrojaba una sombra obscura y portentosa sobre todo el patio.

—¡No he de ser alojado allí! —dijo el rey con un estremecimiento que tenía algo de nefasto.

—No —replicó el senescal de pelo gris que le acompañaba descubierto—. ¡Dios no lo quiera! Las habitaciones de su majestad están preparadas en aquellos edificios más bajos que están próximos y en los que el rey Juan durmió durante dos noches antes de la batalla de Poitiers.

—¡Ya! Tampoco es ésa señal de buena suerte —murmuró el rey—; ¿pero qué me dices de la torre, mi viejo amigo? ¿Y por qué implorabas a Dios para que no me alojase en ella?

—No creo que la torre sea peligrosa en modo alguno —dijo el senescal—; sólo los centinelas dicen que se ven luces y se oyen ruidos extraños por las noches; y hay razones para que así sea, porque antiguamente se utilizaba como prisión de Estado y hay muchas leyendas de hechos allí realizados.

Luis no hizo más preguntas, pues ningún hombre estaba más obligado que él a respetar los secretos de una prisión. A la puerta de las habitaciones destinadas para él, que, aunque de fecha más reciente que la torre, eran ambas antiguas y tenebrosas, había una pequeña partida de la Guardia escocesa, que el duque, aunque antes se había excusado de concederle a Luis, había posteriormente ordenado prestase allí servicio para que se encontrase cerca de su amo. Estaba mandada por el fiel lord Crawford.

—Crawford, mi honrado y fiel Crawford —dijo el rey—, ¿dónde has estado hoy durante el día? Son tan inhospitalarios los señores de Borgoña que desprecian al caballero más noble y más bravo que jamás pisó corte alguna. ¿No te vi en el banquete?

—Rehusé ir a él, señor —dijo Crawford—; los tiempos cambian para mí. Hubo época en que podía desafiar a correr una francachela al mejor hombre de Borgoña con el zumo de su propia uva; pero ahora me embriagan cuatro copas, y creo que los que estamos al servicio de su majestad debemos dar ejemplo en esto a nuestros subordinados.

—Eres siempre muy prudente —dijo el rey—; pero tu ocupación es seguramente menor cuando tienes que mandar tan pocos hombres, y un tiempo de asueto no exige por parte tuya abnegación tan severa como un tiempo de peligros.

—Aunque tengo que mandar pocos hombres —dijo Crawford—, tengo más necesidad de conservar a los muchachos en condiciones adecuadas, y respecto a que este negocio haya de concluir en fiestas o luchas, Dios y su majestad lo saben mejor que el viejo Juan de Crawford.

—¿Seguramente no husmeas peligro alguno? —dijo el rey de prisa, aunque en voz baja.

—Yo, no —contestó Crawford—; me gustaría saberlo, pues como el viejo conde Tineman[65] acostumbraba a decir: «los peligros conocidos son siempre peligros evitados». ¿La contraseña para la noche, si su majestad desea darla?

—Que sea Borgoña, en honor de nuestro anfitrión y de un líquido que tú amas, Crawford.

—No pelearé ni con duque ni con bebida que lleve ese nombre —dijo Crawford—, siempre que ambos sean buenos. ¡Deseo buenas noches a su majestad!

—Buenas noches, mi leal escocés —dijo el rey, que se retiró a sus habitaciones.

A la puerta de su alcoba fue colocado Le Balafré de centinela.

—Sígueme hasta allí —dijo el rey cuando pasó por delante de él y, obedeciéndole como una pieza de maquinaria puesta en movimiento por un artífice, marchó tras él en la habitación y permaneció allí fijo, silencioso y sin movimiento esperando la orden del rey.

—¿Tienes noticias de ese paladín andariego, sobrino tuyo? —dijo el rey—; pues está perdido para nosotros desde que, como un joven caballero que emprende sus primeras aventuras, nos envió a casa dos prisioneros como primer fruto de sus hazañas caballerescas.

—Señor, oí hablar algo de eso —dijo Le Balafré—, y espero que su majestad creerá que si ha obrado equivocadamente no fue por mandato o ejemplo mío, ya que siempre fui muy mirado en mis acciones y…

—Cállate respecto a ese particular —dijo el rey—; tu sobrino no hizo más que cumplir su deber en esta ocasión.

—En eso no hace más que seguir mis huellas. Quintín —le dije—, ocurra lo que ocurra, recuerda que perteneces a la Guardia de arqueros escoceses y cumple siempre con tu deber.

—Adiviné que había tenido tan exquisito instructor —dijo Luis—, pero me interesa contestes a mi primera pregunta: ¿Tienes noticias recientes de tu sobrino? Apártense, señores —añadió dirigiéndose a los caballeros en su habitación—, pues esto sólo interesa a mí.

—Puedo decir a su majestad —dijo Balafré— que esta misma tarde he visto al palafrenero Charlet, que mi pariente envió desde Lieja o desde algún castillo del obispo próximo a ésta, en donde ha alojado sanas y salvas a las damas de Croye.

—¡Gracias sean dadas a la Virgen! —dijo el rey—. ¿Estás seguro de ello? ¿Seguro de las buenas noticias?

—Del todo seguro —dijo Le Balafré—; el individuo en cuestión trae cartas de las damas da Croye para su majestad.

—Apresúrate a traerlas —dijo el rey—. Entrega tu arcabuz a uno de estos hombres, a Oliver, a cualquiera. ¡Qué Nuestra Señora de Embrun sea alabada! ¡De plata pondré el frontal de su altar!

Luis, en este acceso de gratitud y devoción, se quitó su sombrero, repasó de las imágenes que lo adornaban la que representaba su Virgen favorita, la colocó sobre la mesa y, arrodillándose, repitió devotamente el voto que había hecho.

El palafrenero que Durward había enviado desde Schonwaldt apareció a poco con sus cartas. Estaban dirigidas al rey por las damas de Croye, y se limitaban a darle las gracias en términos de gran frialdad por las atenciones guardadas con ellas mientras estuvieron en la corte, y con algún más calor por haberlas permitido retirarse y mandarlas salvas a sus dominios; el rey se rió de muy buena gana con el contenido de estas cartas en vez de sentirse molesto. Después preguntó a Charlet con interés manifiesto si no habían sufrido ningún ataque o alarma durante el camino. Charlet, individuo medio imbécil y escogido precisamente por esa condición suya, dio informes muy confusos de la refriega en que resultó muerto su compañero, el gascón, pero no sabía nada más. De nuevo Luis le preguntó minuciosamente y en particular el camino que los viajeros habían tomado para llegar a Lieja, y pareció muy interesado al enterase que al aproximarse a Namur habían seguido el camino más directo para Lieja, por la orilla izquierda del Maes en vez de la orilla derecha. El rey dispuso entonces que hiciesen al hombre un pequeño regalo, y le despachó, disimulando la ansiedad que había manifestado como si sólo le interesase la seguridad de las damas de Croye.

Aunque las noticias suponían el fracaso de uno de sus planes favoritos, parecieron implicar más satisfacción interna de parte del rey que la que hubiera exteriorizado en el caso de un éxito brillante. Suspiró como uno a quien se le quita un gran peso de encima, musitó sus oraciones de agradecimiento con aire de profunda santidad, elevó sus ojos y se precipitó a planear nuevos y más seguros planes de ambición.

Con ese fin, Luis ordenó que compareciese su astrólogo, Martins Galeotti, que apareció con su aire acostumbrado de dignidad, aunque con cierta sombra de recelo reflejada en su rostro, como si temiese una recepción poco amable por parte del monarca. Fue, sin embargo, favorable, y aun excedió en cordialidad a todas las anteriores. Luis le llamó su amigo, su padre en ciencias, el espejo en el que un rey podía distinguir el futuro lejano, y concluyó poniéndole en la mano un anillo de valor considerable. Galeotti, ignorante de las circunstancias que de pronto le habían realzado a los ojos de Luis, entendía bastante de su profesión para dejar traslucir su ignorancia. Recibió con grave modestia las alabanzas de Luis, que él juzgó sólo debidas a la nobleza de las ciencia que practicaba, ciencia digna de admiración por los milagros que obraba por el intermedio de un agente tan insignificante como él; y él y el rey se despidieron, muy satisfechos el uno del otro.

Después de la marcha del astrólogo, Luis se arrojó en un sillón, y, con muestras de gran cansancio, despidió al resto de sus acompañantes, excepto a Oliver, que, moviéndose en torno suyo con asiduidad manifiesta y pasos silenciosos, le ayudó en la labor preparatoria del descanso.

Mientras recibía su ayuda, el rey, contra su costumbre, se mostró tan silencioso y pasivo, que a su servidor le llamó la atención el cambio no usual de modales. Las peores personas tienen a menudo un buen fondo; los bandidos muestran fidelidad a su capitán, y a veces un favorito protegido siente interés sincero por el monarca a quien debe su engrandecimiento. Oliver le Diable, le Mauvais (o por cualquier otro nombre que se le llamase, expresivo de sus malas cualidades), no estaba, sin embargo, tan completamente identificado con Satanás como para no sentir alguna muestra de gratitud hacia su amo en este caso particular, en el que parecía que su suerte estaba profundamente afectada, y sus fuerzas, agotadas. Después de breve intervalo prestando al rey en silencio los servicios usuales que un sirviente hace a su amo durante su toilette, el servidor se atrevió a decir con la libertad que la indulgencia de su soberano le permitía en tales circunstancias:

Tête-dieu, señor; parece como si hubiera perdido una batalla, y, sin embargo, yo, que estuve junto a su majestad todo el día, nunca le vi combatir con más valentía en campo abierto.

—¡En campo abierto! —dijo el rey Luis, alzando la vista y adoptando su acostumbrada causticidad de tono y estilo—. Pasques dieu, amigo Oliver, di más bien que he lidiado en una corrida de toros, pues nunca existió un bruto más ciego, más obstinado, más indomable y menos gobernable que mi primo el de Borgoña, de no ser en forma de toro murciano, dedicado a los festivales taurinos. Bien, dejémosle pasar; le toreé bravamente. Pero Oliver, alégrate conmigo, porque mis planes en Flandes no se han realizado en lo que respecta a esas dos princesas ambulantes de Croye o a Lieja. ¿Me comprendes?

A fe que no, señor —replicó Oliver—; es imposible que felicite a su majestad por el fracaso de sus planes favoritos a no ser que me dé alguna razón por el cambio de sus puntos de vista y sus deseos.

—No hay cambio ni en unos ni en otros —contestó el rey—; pero, Pasques dieu!, mi amigo, en este día he aprendido a conocer mejor que nunca al duque Carlos. Cuando era conde de Charleroi, en tiempos del viejo duque Felipe y del desterrado delfín de Francia, bebíamos, cazábamos y correteábamos juntos, y más de una aventura escandalosa corrimos. Y en aquellos días tenía una decidida ventaja sobre él: la que un espíritu fuerte tiene, naturalmente, sobre uno débil. Pero desde entonces ha cambiado: se ha hecho un dogmático discutidor, atrevido, arrogante, terco, que alimenta un deseo visible de llevar las cosas a un límite cuando cree que domina el juego que se trae entre manos. Me vi obligado a escabullirme de todo asunto ofensivo, como si hubiese tocado un hierro al rojo. Sólo insinué la posibilidad de que esas errantes condesas de Croye, antes de llegar a Lieja (pues allí confesé francamente que creía habían ido), pudiesen caer en mano de algún bandolero en la frontera, y, Pasques dieu!, se hubiera dicho que había proferido un sacrilegio. No hay para qué contarte lo que dijo, y baste decir que hubiera corrido peligro mi cabeza si en ese momento hubiesen llegado informes del éxito de tu amigo Guillermo el de la Barba, en su honrado proyecto, también tuyo, de mejorar por matrimonio.

—No, amigo mío —dijo Oliver—; ni amigo ni el plan es mío.

—Verdad, Oliver —contestó el rey—; tu plan no era el de casar a ese novio, sino el de afeitarle. Bien; pero le deseaste un mal por el estilo cuando modestamente te referiste a ti mismo. Sin embargo, Oliver, feliz el hombre que no la posea, pues horca, arrastre y descuartizar son las palabras más amables que mi gentil primo dedicó a aquél que se casase con la joven condesa, su súbdita, sin su permiso ducal.

—¿Y, sin duda, se muestra tan interesado en cualquier disturbio que pueda promoverse en la buena ciudad de Lieja? —preguntó el favorito.

—Tanto o más —replicó el rey—, como puedes fácilmente comprender; pero desde que resolví venir aquí, mis mensajeros han estado en Lieja para reprimir cualquier movimiento hacia la insurrección, y mis muy activos y bullidores amigos Rouslaer y Pavillon tienen órdenes de estar tan quietos como un ratón hasta que se termine este feliz encuentro entre mi primo y yo.

—A juzgar, pues, por el relato de su majestad —dijo Oliver secamente—, lo mejor que puede resultar de esta entrevista es la de que vuestra condición no empeore. Esta situación puede compararse a la de la grulla que metió su cabeza dentro de la boca de la zorra y tuvo que agradecer la buena suerte de que no le diese una dentellada. Y, sin embargo, su majestad parece estar muy agradecido al sabio filósofo que le animó a jugar un juego con tanta esperanza de ganancia.

—Ningún juego —dijo el rey rápidamente puede considerarse desesperado hasta que es perdido, y tengo razón para esperar que no será ése mi caso. Por el contrario, si no ocurre nada que excite la cólera de este vengativo loco, estoy seguro de la victoria, y seguramente no le debo poco a la habilidad con que fue escogido el acompañante de las damas de Croye: un joven cuyo horóscopo está tan en consonancia con el mío, que me ha salvado del peligro, aun desobedeciendo mis órdenes y tomando el camino que evitó la emboscada de De la Marck.

—Su majestad —dijo Oliver— puede encontrar otros muchos agentes que le servirán siguiendo sus propias inclinaciones con preferencia a vuestros mandatos.

—No, Oliver —dijo Luis impaciente—; el poeta pagano habla de Vota diis exaudita malignis, esto es, de deseos que los santos nos conceden en su cólera, y éste, en estas circunstancias, hubiera sido el éxito de la hazaña de Guillermo de la Marck si se hubiera llegado a efectuar ahora y mientras me encuentro en poder de este duque de Borgoña. Esto lo previo mi propio arte, robustecido por el de Galeotti; esto es, preví no el fracaso de la empresa de De la Marck, sino que la expedición del joven arquero escocés concluiría felizmente para mí, y ése ha sido el resultado, aunque de un modo distinto de lo que esperaba, pues las estrellas, aunque presagian resultados generales, permanecen silenciosas respecto a los medios como se han de realizar, siendo a menudo lo contrario de lo que esperamos o deseamos. Pero ¡por qué hablarte de estos misterios, Oliver, que en tantas cosas eres peor que el propio diablo, que es tu apodo, ya que él cree y tiembla, mientras que tú eres un descreído, tanto para la religión como para la ciencia, y seguirás siéndolo hasta que se cumpla tu destino, el cual, según tu fisonomía y horóscopo, me aseguran será por intermedio de la horca!

—Y si así fuese —dijo Oliver con voz resignada—, será porque está así ordenado, porque soy un servidor demasiado agradecido para dudar en la ejecución de los mandatos de mi real amo.

Luis soltó su habitual risa sardónica con esta salida de tono de su servidor. Después le dijo:

—¿Has visto algo en las medidas tomadas por estos hombres con nosotros que pueda hacer sospechar algún mal?

—Señor —replicó Oliver—, vuestra majestad y el filósofo erudito miran a las estrellas y a los huéspedes celestiales para los augurios; yo soy un reptil terrestre y sólo considero las cosas ligadas con mi vocación. Pero creo que falta esa atención seria y minuciosa respecto a vuestra majestad que los hombres demuestran a un huésped bien recibido y que está tan por encima de ellos. El duque esta noche alegó cansancio, y sólo acompañó a vuestra majestad hasta la calle, dejando, a los empleados de su casa la tarea de llevarle a vuestro alojamiento. Las habitaciones han sido dispuestas precipitadamente y con descuido; la tapicería está colgada, torcida y en una de las piezas, como puede ver; las figuras están invertidas, y se mantienen de pie sobre sus cabezas, mientras los árboles crecen con las raíces hacia arriba.

—¡Bah!, casualidad y efecto de la prisa —dijo el rey—. ¿Cuándo me viste interesado en minucias como éstas?

—No merecen tenerse en cuenta por sí mismas —dijo Oliver—, sino como indicadoras del grado de estimación que los empleados de la casa del duque observan que vuestra majestad merece por parte de su amo. Créame que si éste hubiese deseado sinceramente que vuestra recepción se hubiese distinguido, en todo momento por una atención escrupulosa, el celo de su gente se hubiera manifestado en esos detalles. ¿Y cuándo —añadió, señalando a la bacía y al jarro— fueron los objetos del tocador de vuestra majestad de substancia distinta a la plata?

—Esa última observación —dijo el rey con sonrisa forzada— sobre los utensilios de afeitar, Oliver, es muy característica de tu peculiar oficio para ser discutida por nadie. Es verdad que cuando sólo era un refugiado era servido con vajilla de oro por orden del mismo Carlos, que juzgaba la plata demasiado modesta para el delfín, aunque parece creer que ese metal es demasiado rico para el rey de Francia. Bien, Oliver; marcharemos a la cama. Mi resolución ha sido tomada y ejecutada; no queda nada por hacer sino jugar varonilmente el juego en que me he metido. Sé que mi primo el de Borgoña, como otros toros salvajes, cierra los ojos cuando comienza su embestida. Sólo tengo que vigilar ese momento, como uno de los toreros que vimos en Burgos, y su impetuosidad le coloca a merced mía.