Capítulo XXV

El huésped no invitado

Ninguna cualidad humana está tan bien tejida

de trama y urdimbre, que no presente una marra:

He conocido a un hombre valiente huir

ante un perro de ganado.

El hombre astuto y de mundo teje sus propias redes

tan finas, que a menudo es cogido en ellas.

Antigua Comedia.

Quintín, durante la primera parte de su viaje nocturno, tuvo que luchar con ese amargo dolor de corazón que se siente cuando un joven se separa, y probablemente para siempre, de la amada. Mientras tanto, acuciados por la urgencia del momento y la impaciencia de Crèvecoeur, recorrían veloces las feraces tierras de Hainault, bajo la luz de una hermosa luna llena, que alumbraba ricos pastos, bosques y campos de trigo, en donde los campesinos se aprovechaban de aquélla para recoger el grano: tal era la laboriosidad de los flamencos aun en aquel período; brillaba la luna sobre anchos y fertilizantes ríos, por los que se deslizaban las blancas velas de los barcos comerciales, cuyo curso no interrumpían ni rocas ni torrentes, junto a tranquilas poblaciones, cuya limpieza aparente denotaba el confort de sus habitantes; lucía el astro de la noche sobre los castillos feudales de barones y caballeros, con sus profundos fosos, patios almenados y altos campanarios, pues tenían fama entre los nobles de Europa los caballeros de Hainault; y su luz permitía ver a distancia las torres gigantes de más de una altiva catedral.

Por muy diferente que fuese este paisaje del agreste y árido de su país, no bastaba para distraer el ánimo de Quintín de sus pesares y tristezas. Había dejado tras de sí, en Charleroi, su corazón, y la única reflexión que el viaje le inspiraba era que cada paso le alejaba de Isabel. Su imaginación se consolaba recordando cada palabra hablada, cada mirada que ella le había dirigido; y como sucede frecuentemente en tales casos, la impresión que el recuerdo de esos detalles le producía era aun mayor que el de las mismas realidades.

Por fin, después de medianoche, a pesar del amor y de la pena, la extrema fatiga que Quintín había sufrido los dos días precedentes comenzó a manifestarse en él, a quien sus hábitos de ejercicio de todo género y su singular viveza y actividad de carácter, junto con la naturaleza dolorosa de las reflexiones que ocupaban sus pensamientos, habían impedido hasta ahora experimentar. Las ideas de su espíritu comenzaron a ser tan poco corregidas por los esfuerzos de sus sentidos, amortiguados como estaban por la extrema fatiga, que las visiones que embargaban al primero reemplazaban o pervertían la información aportada por los embotados órganos de la vista y del oído, y Durward sólo se percataba que seguía despierto por los esfuerzos que, sensible del peligro de su situación, hacía de vez en cuando para resistir caer en profundo y mortal sueño. En ocasiones, percatándose del riesgo de caer del caballo o junto con él, volvía a momentos de lucidez; pero pronto sus ojos se cerraban con confusas visiones de todas clases: el paisaje, alumbrado por la luna, se esfumaba, y resultaba tan dominado por la fatiga, que el conde de Crèvecoeur, observando su estado, se decidió ordenar a dos de sus acompañantes que se hiciesen cargo cada uno de una de las riendas de Durward, con el fin de prevenir que se cayese de la montura.

Cuando, por fin, llegaron a la población de Landrecy, el conde, compadeciéndose del joven, que no había dormido durante tres noches, dispuso un alto de cuatro horas para descansar y tomar alimentos.

Profundo y saludable fue el sueño de Quintín hasta el momento de ser interrumpido por el sonido de la trompeta del conde y los gritos de sus fouriers[56] y heraldos:

Debout!, debout! Messieres, en route, en route[57]!

Por poco agradable que resonasen en sus oídos estas exclamaciones, al despertar se encontró fortalecido de cuerpo y espíritu. La confianza en sí volvió con el sol naciente. No pensó en el amor por más tiempo, como en un sueño fantástico y desesperado, sino como en un principio, noble y vigorizador, que debía acariciar en el fondo de su corazón, aunque nunca se propusiese, dadas las dificultades que le rodeaban, lograr alcanzarlo.

«El piloto —reflexionó— guía su embarcación por la estrella polar, aunque nunca espera llegar a poseerla, y el pensamiento de Isabel de Croye hará de mí un soldado digno, aunque no la vuelva a ver más. Cuando oiga que un soldado escocés, llamado Quintín Durward, se distinguió en un combate o dejó su cuerpo en la brecha de una fortaleza disputada, recordará al compañero de su viaje como a uno que hizo todo lo posible para frustrar las acechanzas y desgracias que le rodearon, y quizá honrará su memoria con una lágrima; su ataúd, con una corona».

En este humor varonil para sobrellevar su desgracia, Quintín se sintió más capaz de recibir y replicar a las bromas del conde de Crèvecoeur, que le gastó algunas a propósito de su supuesta incapacidad para resistir a la fatiga. El joven escocés se acomodó tan de buen talante a las chanzas del conde y le replicó tan oportuna y respetuosamente, que el cambio de su tono y conducta hizo impresión más favorable en el conde que la que había formado durante la tarde anterior con la conducta de su prisionero, cuando, irritado por su situación, alternaba sus ratos de silencio con otros de argumentos desabridos.

El soldado veterano comenzó, por fin, a fijarse en su joven compañero y a considerarle como un individuo simpático, del que podía esperarse algo; y hasta llegó a insinuarle que si cesase como arquero de la Guardia escocesa, le recomendaría para que fuese colocado en la casa del duque de Borgoña, en empleo honroso, y que se interesaría por su porvenir. Y aunque Quintín, con expresiones adecuadas de gratitud, renunció a este favor por ahora, mientras averiguase hasta qué punto eran fundadas sus quejas contra su primer patrón, el rey Luis, quedó en términos amistosos con el conde de Crèvecoeur, y aun cuando su entusiasta manera de pensar y su modo de expresarse en idioma extranjero provocaban a menudo una sonrisa en el rostro serio del conde, esa sonrisa había perdido todo lo que tenía de sarcástica y amarga, y no rebasaba los límites del buen humor y buenos modales.

Viajando así en mejor armonía que el día anterior, la pequeña partida llegó por fin hasta dos millas de la famosa plaza fuerte de Peronne, cerca de la cual estaba acampado el ejército del duque de Borgoña, dispuesto, según se decía, a invadir Francia; y para hacerle frente, Luis XI había reunido bastantes fuerzas cerca de Saint Maxence con el fin de reducir a la razón a su vasallo poderoso.

Peronne, situada junto a profundo río, en país llano y rodeada por fuertes baluartes y profundos fosos, era tenida en Francia, en tiempos antiguos y modernos, como una de las más fuertes fortalezas[58]. El conde de Crèvecoeur, su acompañamiento y su prisionero se aproximaban a la fortaleza cerca de las tres de la tarde, cuando, cabalgando bajo las agradables umbrías de un gran bosque, que en aquella época cubría la llegada a la ciudad por la parte de levante, encontraron dos hombres distinguidos, como se deducía por su numeroso séquito, vestidos con trajes de los usados en tiempos de paz, y quienes, a juzgar por los halcones que llevaban en sus muñecas y el número de lebreles y sabuesos que llevaban sus servidores, estaban dedicados al deporte de la cacería con halcones. Pero al ver a Crèvecoeur, al que parecían conocer bien, abandonaron la busca que hacían de una garza a lo largo de las orillas de un largo canal, y se dirigieron al galope hacia él.

—¡Noticias, noticias, conde de Crèvecoeur! —gritaron ambos a una—. ¿Nos dará noticias o las recibirá? ¿O cambiamos unas por otras?

—Las cambiaré, caballeros —dijo Crèvecoeur después de saludarles cortésmente—, si puedo llegar a concebir que tengan noticias de suficiente importancia para rivalizar con las mías.

Los dos cetreros se miraron y sonrieron, y el mayor de los dos, de figura varonil y elegante, de rostro moreno, en el que aparecía reflejada esa tristeza que algunos fisonomistas atribuyen a los temperamentos melancólicos, y otros, como el escultor italiano auguró del rostro de Carlos I, consideran cual anuncio de muerte desgraciada[59], volviéndose hacia su compañero, dijo:

—Crèvecoeur ha estado en Brabante, el país del comercio, y ha aprendido todas sus artimañas; será muy duro con nosotros si nos metemos a negociar.

—Messires —dijo Crèvecoeur—, el duque debe, en justicia, poseer los géneros el primero, así como el señor cobra su portazgo antes de comenzar el mercado. Pero díganme: ¿son sus noticias de carácter triste o alegre?

La persona a quien particularmente se dirigía era un hombre animado, con mirada muy viva, que aparecía corregida por una expresión de gravedad y reflexión en su boca y labio superior; el conjunto de su fisonomía indicaba un hombre que veía y juzgaba rápidamente, pero que era lento y prudente en formar resoluciones o en expresar opiniones. Era el famoso caballero de Hainault, hijo de Collart, o Nicolás de l’Elite, conocido en la historia y entre los historiadores por el venerable nombre de Felipe des Comines, por entonces muy ligado con la persona del duque Carlos el Temerario[60], y uno de sus consejeros más estimados. Contestó a la pregunta de Crèvecoeur relativa a la naturaleza de las noticias de las que él y su compañero el barón D’Hymbercourt eran depositarios:

«Que eran como los colores del arco iris, de matices diferentes, según se las contemplase desde distintos puntos de vista y se proyectasen sobre un cielo obscuro o de fondo claro. Semejante arco iris nunca fue visto en Francia o Flandes desde el arca de Noé».

—Mis nuevas —replicó Crèvecoeur— se asemejan a un cometa: espantosas, salvajes y terribles en sí, deben considerarse como anticipos de males aun mayores y más temibles que han de suceder.

—Debemos destapar nuestro fardo —dijo Comines a su compañero—, o nuestra mercancía va a ser descubierta por algún nuevo recién llegado, pues nuestra noticia es de carácter público. En una palabra, Crèvecoeur, escuche y asómbrese: ¡el rey Luis está en Peronne!

—¡Cómo! —dijo el conde, atónito—. ¿Se ha retirado el duque sin pelear? ¿Y usted permanece aquí con su traje de tiempo de paz, después que la ciudad está sitiada por los franceses? Pues no puedo suponer que ha sido tomada.

—No, seguramente —dijo D’Hymbercourt—; los estandartes de Borgoña no han retrocedido un solo paso, y, sin embargo, el rey Luis está aquí.

—Entonces, Eduardo de Inglaterra debe de haber venido del otro lado de los mares con sus arqueros —dijo Crèvecoeur— y, como sus antepasados, ganado una segunda batalla de Poitiers.

—Tampoco —dijo Comines—. Ni un solo estandarte francés ha sido abatido, ni una vela desplegada desde Inglaterra, en donde Eduardo se encuentra muy divertido entre las viudas de los ciudadanos de Londres para pensar en jugar al Príncipe Negro. Escuche la verdad extraordinaria. ¿Recuerda que cuando nos dejó, la conferencia entre los representantes de Francia y Borgoña fue interrumpida, sin que se vislumbrase reconciliación alguna?

—Es cierto, y sólo veíamos la guerra en perspectiva.

—Lo que ha sucedido se parece tanto a un sueño —dijo Comines—, que casi espero despertar y encontrar que es así. Hacía sólo un día que el duque había protestado en consejo tan furiosamente contra todo ulterior retraso, que se resolvió a enviar un desafío al rey y marchar en seguida contra Francia. Comisionado para ese fin Toison d’Or, se había puesto en traje oficial y tenía ya el pie en el estribo para montar su caballo, cuando el heraldo francés Montjoie entró a caballo en nuestro campamento. Sólo se nos ocurrió que Luis se había adelantado a nuestro desafío, y comenzamos a pensar lo mucho que el duque sentiría el consejo, que le había hecho desistir de ser el primero en declarar la guerra. Reunido aprisa un consejo, ¡cuál no fue nuestra sorpresa cuando el heraldo nos informó que el rey Luis de Francia se hallaba escasamente a una hora de marcha a caballo intentando visitar a Carlos, duque de Borgoña, con una pequeña escolta, con el objeto de que sus diferencias se allanasen en una entrevista personal!

—Me sorprenden ustedes, caballeros —dijo Crèvecoeur—, y, sin embargo, me sorprenden menos de lo que esperaba, pues cuando estuve últimamente en Plessis-le-Tour, el fiel cardenal Balue, ofendido con su amo, y borgoñés de corazón, me insinuó que podía actuar de tal modo sobre el lado flaco de Luis hasta inducirle a colocarse en tal posición respecto a Borgoña, que el duque podría hacer que fuesen a su gusto las condiciones de paz. Pero nunca sospeché que zorro tan viejo como Luis hubiese podido ser inducido a caer en la trampa por su propio acuerdo. ¿Qué dijeron los consejeros borgoñeses?

—Como puede adivinar —contestó D’Hymbercourt—, hablaron mucho de la lealtad con que había que obrar y poco de las ventajas que podían sacarse de dicha visita, aunque era visible que sólo se preocupaban de esta última y estaban ansiosos de encontrar algún medio de reconciliarla, con la necesaria fórmula para conservar las apariencias.

—¿Y qué dijo el duque? —continuó el conde de Crèvecoeur.

—Habló breve y decidido, como tiene costumbre —replicó Comines—. ¿Quién de vosotros —preguntó— presenció el encuentro de mi primo Luis y yo después de la batalla de Montlhéry[61], cuando fui tan incauto que lo acompañé hasta dentro de los atrincheramientos de París con media docena de acompañantes, poniendo así mi persona a la disposición del rey? Yo contesté que la mayoría de nosotros había estado presente, y ninguno podrá nunca olvidar la alarma que entonces experimentamos. Bien, dijo el duque; me censurasteis mi locura, y reconocí ante vosotros que había obrado como un niño atolondrado; y también sé que al vivir mi padre, de feliz memoria, como entonces vivía, mi pariente Luis hubiera sacado menos ventaja apoderándose de mi persona que la que podría yo sacar aprisionándole ahora. Pero, no obstante, si mi real pariente viene en esta ocasión con la misma nobleza de corazón bajo la cual entonces obré yo, será bien recibido. Si pretende, bajo esta apariencia de confianza, enredarme y ofuscarme para poder realizar alguno de sus planes políticos, ¡por San Jorge de Borgoña, que lo intente! Y atusándose los bigotes, nos ordenó a todos que montásemos nuestros caballos para recibir a huésped tan extraordinario.

—¿Y salieron todos ustedes al encuentro del rey? —preguntó el conde—. ¡Los milagros no han cesado! ¿De quién iba acompañado?

—Por muy poca gente —contestó D’Hymbercourt—: Sólo por veinte o cuarenta de sus guardias escoceses y unos pocos caballeros de su casa, entre los que el astrólogo Galeotti era la figura más divertida.

—Ese individuo —dijo Crèvecoeur— tiene alguna confianza con el cardenal Balue. No me sorprendería que hubiese en parte influido para decidir al rey a dar este paso de política dudosa. ¿Y de nobleza de mayor rango?

—Estaban monsieur de Orleáns y Dunois —replicó Comines—. Pero ¿habrá oído decir que ambos estaban en desgracia y reducidos a prisión?

—Estuvieron ambos arrestados en el castillo de Loches, ese delicioso lugar de retiro de la nobleza francesa —dijo D’Hymbercourt—; pero Luis les ha puesto en libertad para que le acompañasen ahora, quizá porque no le convenía dejar atrás a Orleáns. De sus otros acompañantes, el capitán preboste, con dos o tres de su séquito, y Oliver, su barbero, quizá sean los más importantes; y todo el grupo tan mal vestido, que el rey se asemejaba a un viejo usurero que marchaba a cobrar deudas difíciles acompañado por una partida de alguaciles.

—¿Y dónde están alojados? —dijo Crèvecoeur.

—Eso es lo más maravilloso de todo —replicó Comines—. Nuestro duque se prestaba a confiar a los arqueros de la guardia del rey una de las puertas de la ciudad y un puente de barcas sobre el Somme, y asignar a Luis la casa contigua, que pertenecía a un burgués opulento, Giles Orthen; pero al ir allí, el rey divisó los estandartes de De Lau y Pencil de Rivière, a quienes había desterrado de Francia, y, asustado, al parecer, con la idea de alojarse tan próximo a los refugiados y descontentos por culpa suya, deseó ser alojado en el castillo de Peronne, y allí se le ha proporcionado alojamiento.

—¡Dios bendito! —exclamó Crèvecoeur—. ¡Esto no sólo es meterse en la jaula del león, sino poner su cabeza entre sus propias garras!

D’Hymbercourt no le ha dicho el discurso de Le Glorieux[62], que, a mi parecer, es la opinión más sagaz que se ha dado.

—¿Y qué dice su ilustrísima sabiduría? —preguntó el conde.

—Como el duque —replicó Comines— dispusiese que a toda prisa se preparasen objetos artísticos para ser ofrecidos al rey y su séquito, para celebrar su llegada, dijo Le Glorieux: «No te calientes la cabeza, amigo Carlos: daré a tu primo Luis un regalo más noble y adecuado del que tú puedas hacerle, y es mi gorro y campanillas, pues es mayor tonto que yo al ponerse en tu poder». «Pero ¡si no le doy motivo para arrepentirse de ello!», dijo el duque. «Entonces, Carlos, el gorro debes ponértelo tú, por ser el mayor tonto de los tres». Le aseguro que esta cuchufleta del bufón le llegó a lo hondo al duque: le vi cambiar de color y morder su labio. Y ahora que hemos dado nuestras noticias, noble Crèvecoeur, ¿a qué le parece se asemejan?

—A una mina cargada con pólvora de cañón —contestó Crèvecoeur—, a la que, mucho me temo, es mi sino arrimar la mecha encendida. Las noticias de ustedes y la mía son como mecha y fuego que no pueden encontrarse sin producir llama, o como ciertas substancias químicas que no pueden mezclarse sin que se produzca una explosión. Amigos, caballeros, cabalgad junto a mí, y cuando sepan ustedes lo que ha sucedido en el obispado de Lieja, me parece que compartirán conmigo la opinión de que el rey Luis podía haber emprendido con mayor margen de seguridad una peregrinación a las regiones infernales, que esta visita inoportuna a Peronne.

Los dos nobles se colocaron a ambos costados del conde, y escucharon, con exclamaciones medio contenidas y gestos del más profundo asombro e interés, su relato de lo ocurrido en Lieja y Schonwaldt. Fue luego llamado Quintín, y examinado y vuelto a examinar sobre los detalles de la muerte del obispo, hasta que al fin se negó a contestar a más interrogatorios, ignorando por qué se los hacían o qué empleo podía hacerse de sus respuestas.

Llegaron por fin a las ricas orillas del Somme, y a las antiguas murallas de la pequeña población de Peronne la Pucelle, y las praderas contiguas, de un verde obscuro, aparecían blancas, con las numerosas tiendas del ejército del duque de Borgoña, que sumaba unos quince mil hombres.