La rendición
Rescatado o no, señor caballero, soy vuestro cautivo;
tráteme como su nobleza le sugiera…
Piense que la suerte de la guerra
puede colocarle un día
en mi situación actual,
en la lista de melancólicos prisioneros.
Anónimo.
La escaramuza entre los Schwarzreiters y los soldados borgoñeses duró escasamente cinco minutos, pues bastó ese poco tiempo para que los primeros resultasen derrotados, tal era la superioridad de los segundos en armaduras, tamaño de caballos y espíritu militar. En menos tiempo del que se tarda en decirlo, el conde de Crèvecoeur, enjugando la sangre de su espada en las crines de su caballo antes de envainarla, volvió al lindero del bosque, en donde Isabel había permanecido como espectadora del combate. Parte de su gente le siguió, mientras el resto continuó persiguiendo durante algún tiempo al enemigo, que huía por un camino lateral.
—Es una lástima —dijo el conde— que las armas de los nobles y caballeros se manchen con la sangre de esos cerdos brutales.
Después de decir esto metió su arma en su vaina y añadió:
—Ésta es una llegada algo azarosa a tu país, querida prima, pero las princesas errantes deben esperar aventuras de ese género. A buen tiempo llegué, pues; te aseguro que los Jinetes negros respetan tan poco la corona de una condesa como la cofia de una moza campesina, y me parece que tu séquito no estaba en condiciones de resistir mucho.
—Señor conde —dijo lady Isabel—, sin rodeos, dígame si soy su prisionera y adónde me va a conducir.
—Ya sabes, chiquilla —contestó el conde—, cómo contestaría a esa pregunta si dependiese de mí. Pero tú y tu casamentera tía habéis hecho últimamente tan mal uso de vuestras alas que me temo os veáis obligadas a tenerlas plegadas durante algún tiempo en una jaula. Por mi parte, mi obligación, que es bien triste, habrá terminado cuando te haya llevado a la corte del duque, en Peronne, para cuyo fin juzgo necesario entregar el mando de esta partida de reconocimiento a mi sobrino el conde Esteban, mientras yo regreso contigo allá, ya que me parece necesitarás un mediador. Espero que el ligero de cascos de mi sobrino desempeñará bien su deber.
—Querido tío —dijo el conde Esteban—, si duda de mi capacidad para mandar soldados, puede quedarse con ellos y yo me ofrezco a ser el servidor y guardián de la condesa Isabel de Croye.
—Sin duda, querido sobrino —contestó su tío—, esto sería una buena modificación de mi plan; pero me parece mejor como te lo he dicho. Fíjate, pues, en que tu misión ahora no es perseguir y concluir con estos jabalíes negros, por los que ahora pareces sentir una vocación especial, sino la de reunir y traerme noticias auténticas de lo que sucede en la comarca de Lieja, respecto a la cual hemos oído rumores tan alarmantes. Que me acompañen hasta media docena de lanzas y el resto permanezca con el pendón bajo tus órdenes.
—Aun un momento, primo Crèvecoeur —dijo la condesa Isabel—, y permítame al entregarme prisionera que pida la libertad de los que me han acompañado en mis desgracias. Permita que este buen individuo, mi fiel guía, regrese sin sufrir daño a Lieja, su ciudad nativa.
—Mi sobrino —dijo Crèvecoeur después de mirar atentamente el rostro bonachón de Glover— protegerá a este buen individuo, que parece haber sufrido poco daño, hasta aquel sitio del territorio donde penetre y después le dejará en libertad.
—No olvide de darle recuerdos de mi parte a la simpática Gertrudis —dijo la condesa a su guía, y añadió, tomando una sarta de perlas de debajo de su velo—: Dígale que acepte esto en recuerdo de su infeliz amiga.
El buen Glover tomó la sarta de perlas y besó con gesto cómico, pero con amabilidad sincera, la blanca mano que había encontrado tan delicado modo de remunerar sus trabajos y peligros.
—¿Regalitos, eh? —dijo el conde—. ¿No tienes que hacer ningún encargo más, querida prima? Es tiempo de marcharnos.
—Sólo —añadió la condesa haciendo un esfuerzo para hablar— que se sirva favorecer a este… a este joven caballero.
—¡Caramba! —dijo Crèvecoeur arrojando la misma penetrante mirada sobre Quintín que había otorgado a Glover, pero aparentemente con resultado mucho menos satisfactorio e imitando, aunque sin pretender ofender, el embarazo de la condesa—. ¡Caramba! Ésta es harina de otro costal. Te ruego me digas, querida sobrina, ¿qué ha hecho este joven caballero para merecer que intercedas de ese modo por él?
—Ha salvado mi vida y mi honra —dijo la condesa ruborizándose de vergüenza y resentimiento.
Quintín también enrojeció indignado, pero pensó sabiamente que dar suelta a ésta empeoraría las cosas.
—¿Vida y honra? ¡Bah! —dijo de nuevo el conde de Crèvecoeur—; creo que hubiera sido mejor, prima, si no hubieras dado lugar a que aquéllas hubieran necesitado ser protegidas por este joven caballero. Pero pasemos por ello. El señor puede acompañarnos si su calidad se lo permite y me encargo de que no sufra daño alguno, si bien en lo futuro seré yo el que me encargue de proteger tu vida y honor, y quizá pueda encontrar para él, alguna misión más adecuada que la de ser escudero de damas trotamundos.
—Señor conde —dijo Durward, incapaz de permanecer más tiempo callado—, por temor de que pueda hablar de un forastero en términos desconsiderados, que luego puede deplorar, me permito indicarle que soy Quintín Durward, arquero de la Guardia escocesa, en la que, como sabe usted muy bien, sólo se alistan los caballeros y hombres de honor.
—Le agradezco su información y beso sus manos, señor arquero —dijo Crèvecoeur en el mismo tono zumbón—. Tenga la bondad de cabalgar junto a mí para ponernos al frente de la partida.
Al avanzar Quintín obedeciendo al conde, que tenía ahora el poder, ya que no el derecho, de mandar en sus acciones, observó que lady Isabel siguió sus movimientos con una mirada ansiosa y tímida que casi rayaba en la ternura, la cual le produjo tal impresión, que sus ojos se humedecieron. Pero recordó que tenía que sostener su papel varonil ante Crèvecoeur, quien quizá, entre todos los caballeros de Francia y Borgoña, era el menos indicado para experimentar otra cosa que risa al enterarse de una verdadera pena amorosa. Determinó, por tanto, no esperar que el otro le hablara, sino abrir, desde luego, la conversación en un tono que trasluciese su derecho a ser bien tratado y a más respeto de lo que el conde, ofendido quizá de encontrar a una persona de categoría tan inferior merecer tan de cerca la confianza de su noble y rica sobrina, parecía dispuesto a guardarle.
—Mi señor conde de Crèvecoeur —dijo en tono de voz moderado, pero firme—, ¿puedo rogarle me diga, antes de que prosigamos juntos, si me encuentro en libertad o me tengo que considerar prisionero suyo?
—Cuestión peliaguda —replicó el conde—, que ahora sólo puedo contestar con otra pregunta: ¿Están Francia y Borgoña, a tu juicio, en paz o en guerra entre sí?
—Eso —replicó el escocés— usted, señor mío, lo sabrá ciertamente mejor que yo. He estado ausente de la corte de Francia, y desde hace tiempo carezco de noticias.
—Fíjate, pues —dijo el conde—, lo fácil que es hacer preguntas, pero lo difícil que es contestar a ellas. Yo mismo, que he estado en Peronne con el duque durante esta semana, no puedo resolver este acertijo mejor que tú, y, sin embargo, señor escudero, de la respuesta a esa pregunta depende el mencionado extremo de saber si eres hombre libre o estás prisionero, y por el momento debes considerarte en esta última condición. Sólo si has servido leal y honradamente a mi parienta y eres franco para responder a las preguntas que haga, las cosas mejorarán para ti.
—La condesa de Croye —dijo Quintín— es el mejor juez de los servicios que haya yo podido prestarle, y a ella debe dirigirse para conocerlos. De mis respuestas juzgará usted cuando me haga preguntas.
—Bastante orgulloso —murmuró el conde de Crèvecoeur—, como persona que goza del favor de una dama y cree que debe mostrarse altanero para honrarla. Bien, señor, espero no creo sea degradante para tu dignidad el que me respondas a esta pregunta: ¿Cuánto tiempo llevas cerca de lady Isabel de Croye?
—Conde de Crèvecoeur —dijo Quintín Durward—, si contesto a preguntas hechas en tono próximo al insulto, es sólo ante el temor de que con mi silencio se saquen deducciones injuriosas respecto de persona a quien ambos estamos obligados a hacer justicia. He actuado de guardián de lady Isabel desde que dejó Francia para retirarse a Flandes.
—¡Ah! —dijo el conde—. ¿Esto quiere decir desde que huyó de Plessis-les-Tours? ¿Tú, arquero de la Guardia escocesa, la acompañaste por orden expresa del rey Luis?
Aunque Quintín no se considerase muy obligado al rey Luis que, al imaginar la sorpresa de la condesa Isabel por Guillermo de la Marck, había probablemente descontado que el joven escocés sería muerto al intentar defenderla, no se consideró en libertad para traicionar ninguna prueba de confianza que Luis hubiese puesto en él, y por eso replicó a la pregunta del conde de Crèvecoeur «que a él, le bastaba tener la autorización de su jefe para hacer lo que había hecho, y que no preguntó nada más».
—Es suficiente —dijo el conde—. Sabemos que el rey no permite a sus oficiales que envíen a los arqueros de su Guardia a actuar de paladines de damas errantes a no ser que le guíe algún fin político. Le será difícil al rey Luis continuar declarando tan descaradamente que ignoraba se hubiesen escapado de Francia las damas de Croye, desde el momento en que fueron escoltadas por un soldado de su propia Guardia. ¿Y hacia dónde, señor arquero, dirigisteis vuestros pasos?
—A Lieja, señor —contestó el escocés—, donde las señoras esperaban acogerse a la protección del difunto obispo.
—¿Del difunto obispo? —exclamó el conde de Crèvecoeur—. ¿Ha muerto Luis de Borbón? Ni una sola palabra de su enfermedad ha llegado a noticias del duque. ¿De qué ha muerto?
—Duerme en una fosa sangrienta, señor; esto es, si sus asesinos han concedido alguna a sus restos.
—¡Asesinado! —exclamó Crèvecoeur de nuevo—. ¡Santa Madre de Dios! ¡Joven, es imposible!
—Presencié por mí mismo el hecho y otros muchos actos de horror.
—¡Lo presenciaste! ¿Y no hiciste nada para auxiliar al prelado? —exclamó el conde—. ¿O para animar a los servidores del castillo a que atacasen a los asesinos? ¿No sabes que el presenciar semejante hecho, sin oponerse a él, es un sacrilegio?
—Antes de realizarse el hecho, señor —dijo Durward—, el castillo fue asaltado por el sangriento Guillermo de la Marck, ayudado por los insurgentes de Lieja.
—¡Estoy asombrado! —dijo Crèvecoeur—. ¡Lieja insurreccionada! ¡Schonwaldt tomado! ¡El obispo asesinado! ¡Mensajero de tristezas, nunca un hombre aportó noticias tan desconsoladoras! Habla; ¿sabías algo de ese asalto, de esa insurrección de ese asesinato? Habla; eres uno de los arqueros de confianza del rey Luis, y es él quien ha apuntado esta dolorosa flecha. ¡Habla o te mandaré descuartizar por caballos salvajes!
—Aunque sea así descuartizado, señor, no puedo decir más de lo que sé como corresponde a un verdadero caballero escocés. No sé más de esas villanías que usted; he estado tan distante de ser copartícipe de ellas, que hubiera hecho frente a las mismas con toda mi energía. ¿Pero qué podía hacer? Eran cientos y yo estaba solo. Mi única preocupación fue rescatar a la condesa Isabel, y eso felizmente lo conseguí. Sin embargo, si hubiese estado lo bastante próximo cuando se cometió el hecho rufianesco, hubiera vengado al anciano; y de todos modos, mi protesta fue lo bastante ostensible para prevenir otros horrores.
—Te creo, joven —dijo el conde—; no tienes ni edad ni carácter para confiarte esa misión sangrienta, aunque sirvas para ser escudero de damas. Mas ¡qué lástima! ¡Haber sido asesinado prelado tan amable y generoso en el mismo local donde tan a menudo agasajaba al extranjero con caridad cristiana y munificencia de príncipe! ¡Y por ese monstruo! ¡Prodigio de crueldad! ¡Criado en el mismo hall en que ha manchado sus manos en la sangre de su bienhechor! Pero no conocería a Carlos de Borgoña; hasta dudaría de la justicia del cielo si la venganza no es tan fulminante y severa como esta villanía se merece. Y si nadie persigue al asesino —aquí se detuvo, empuñó su espada y, soltando las riendas, golpeó con ambas manos, provistas de manoplas, su pecho hasta hacer crujir el coselete, y, finalmente, las elevó hacia el cielo, mientras continuaba solemnemente—: ¡Yo, yo, Felipe de Crèvecoeur de Cordés, hago un voto a Dios, a San Lamberto y a los Tres Reyes de Colonia, que poco me interesaré por los asuntos terrenos hasta que tome venganza plena de los asesinos del buen Luis de Borbón, bien los encuentre en el bosque o en el campo, en la ciudad o en despoblado, en monte o llano, en corte de rey o en la iglesia de Dios! Y para ello comprometo tierras y rentas, amigos y partidarios, vida y honor. ¡Ayudadme, pues, Dios y San Lamberto de Lieja, y los Tres Reyes de Colonia!
Cuando el conde de Crèvecoeur hubo hecho su promesa pareció algo aliviado su espíritu de la abrumadora pena y asombro que la noticia de la tragedia de Schonwaldt le había producido, y procedió a interrogar a Durward más minuciosamente sobre los detalles de ese asunto tan desgraciado, que el escocés, deseoso de aumentar el espíritu de venganza que el conde sentía contra Guillermo de la Marck, le dio con toda amplitud.
—Pero esos vecinos de Lieja, ciegos, inconstantes, infieles, bestias, ¡parece mentira que se hayan podido combinar con este inexorable ladrón y asesino para asesinar a su príncipe legítimo!
Durward informó al borgoñés que los de Lieja, o, por lo menos, los de superior categoría social, aunque habían secundado con rapidez la rebelión contra su obispo, no tenían intención, o por lo menos así le parecía a él, de ayudar a la execrable hazaña de De la Marck, sino que, al contrario, lo hubieran evitado de haber contado con medios para ello, y se aterrorizaron cuando lo presenciaron.
—¡No me hables de la plebe, infiel o inconstante! —dijo Crèvecoeur—. Cuando cogen las armas contra un príncipe, que no tiene más falta que la de ser demasiado amable y demasiado bueno con esos desagradecidos esclavos; cuando se arman contra él, e irrumpen en su casa pacífica, ¿qué intención podía animarles sino el asesinato?; cuando se alían con el Jabalí salvaje de las Ardenas, el mayor homicida en los pantanos de Flandes, ¿qué otro fin podía guiarles sino el asesinato, que es el verdadero objeto de su vida? Me gustaría ver los pedazos de sus cuerpos chorreando sangre a la luz de sus casas incendiadas. ¡Oh! ¡El lord noble y generoso a quién han asesinado! Otros vasallos se han rebelado contra la presión de los impuestos y de la penuria; pero no se concibe en los hombres de Lieja, que nadan en la abundancia.
De nuevo abandonó las riendas de su corcel y se retorció, las manos, enrabiado. Quintín se percató fácilmente que la pena que le manifestaba resultaba aumentada por el amargo recuerdo de su antiguo trato y amistad con la víctima, y permaneció callado, respetando sentimientos que no deseaba aumentar y, al mismo tiempo, comprendía no podía consolar.
Pero el conde de Crèvecoeur volvía una y otra vez al tema: le preguntaba cada detalle de la sorpresa de Schonwaldt y de la muerte del obispo; y entonces, repentinamente, como si hubiese recordado algo que se le había olvidado, preguntó qué había sido de lady Hameline y por qué no estaba con su pariente.
—No es —añadió despreciativamente— que considere su ausencia como una pérdida para la condesa Isabel, pues aunque sea su tía y en general una mujer de distinción, sin embargo, la corte de Cocagne no produjo nunca una tonta mayor, ¡y doy por seguro que su sobrina, a quien siempre consideré como joven modesta y ordenada, se metió en la absurda aventura de huir de Borgoña, a Francia por esa idiota romántica, vieja, casamentera y que desea casarse!
¡Qué discurso para ser escuchado por un amante romántico!, y más cuando hubiera sido en él ridículo intentar lo que era imposible lograr, a saber: el convencer al conde por la fuerza de las armas que injuriaba a la condesa, la sin igual en inteligencia y belleza, al llamarla joven, modesta y ordenada, cualidades que podían haberse aplicado con justicia a la hija de un labriego, tostada por el sol, que viniese cuidando el ganado mientras su padre manejaba el arado. ¡Y suponerla además bajo la dominación y guía suprema de una tía tonta y romántica! La calumnia debía tragársela el calumniador. Pero la fisonomía franca, aunque severa, del conde de Crèvecoeur, el desprecio total que parecía tener por esos sentimientos, que eran los dominantes en el pecho de Quintín, le intimidaron no por temor a la fama que el conde tenía en el manejo de las armas —ése era un riesgo que hubiera aumentado su deseo de lanzar un desafío—, sino por miedo al ridículo, arma la más temida por los entusiastas en general, y que, por su predominio sobre tales espíritus, a menudo refrena lo que es absurdo, y otras veces ahoga lo que es noble.
Bajo la influencia de este temor de llegar a ser un objeto más de desprecio que de resentimiento, Durward, aunque con alguna pena, limitó su respuesta a un relato embrollado de la huida de lady Hameline del castillo de Schonwaldt antes del ataque del mismo. No podía aclarar mucho la historia sin proyectar el ridículo sobre la parienta de Isabel, y quizá incurriendo él mismo en alguno, por haber sido el blanco de sus esperanzas absurdas. Añadió que tenía noticia vaga de haber caído de nuevo lady Hameline en manos de Guillermo de la Marck.
—Confío en San Lamberto que él se casará con ella —dijo Crèvecoeur—, ya que él es muy capaz de eso por sus talegas de monedas, así como es muy probable que le machaque la cabeza tan pronto como se haya apoderado de ellas.
El conde procedió entonces a preguntar tantas cuestiones respecto a la conducta observada por ambas damas durante el viaje, el grado de intimidad en que se mostraron con Quintín y otros detalles exasperantes, que, vejado, avergonzado y disgustado, el joven apenas fue capaz de ocultar su embarazo al avispado cortesano y soldado, que pareció de pronto dispuesto a despedirse de él, diciéndole al mismo tiempo:
—Veo que es cierto lo que me supuse, por lo menos de una parte; espero que la otra parte habrá tenido más juicio. Ven, señor escudero, y quédate en vanguardia, mientras yo me vuelvo para hablar con lady Isabel. Me parece que me he enterado por tu mediación de tantas cosas, que puedo hablarla de estas tristes cuestiones sin dañar su delicadeza, aunque he irritado un poco la tuya. Quédate aún, joven galante; una palabra antes de separarnos. Debes haber tenido, por lo que me imagino, un feliz viaje por tierras de quimeras; todas llenas de heroicas aventuras, muchas esperanzas y grandes ilusiones, como los jardines de Morgaine el hada. Olvídalo todo, joven soldado —añadió, golpeándole en el hombro—; recuerda sólo aquella dama como a la honorable condesa de Croye; olvídala en su calidad de dama errante y aventurera. Y sus amigos —de uno de ellos respondo— recordarán, por su parte, sólo los servicios que le has prestado; y olvida la irrazonable recompensa que has tenido el atrevimiento de proponerte a ti mismo.
Indignado por haber sido incapaz de ocultar al sagaz Crèvecoeur sentimientos que el conde tomaba a broma, Quintín replicó:
—Señor conde, cuando quiera consejo de usted, lo pediré; cuando quiera ayuda de usted, será la ocasión de concederlo o rehusarlo; cuando aprecie de un modo particular su opinión sobre mí, será la ocasión de expresarla.
—¡Hola! —dijo el conde—. Me he interpuesto entre Amadís y Oriana, y debo esperar quizá un desafío.
—Habla como si eso fuera imposible —dijo Quintín—. Cuando me opuse al duque de Orleáns, fue contra una persona por la que corre mejor sangre que la de Crèvecoeur. Cuando medí mi espada con Dunois, peleé con mejor guerrero.
—¡Joven gentil! —dijo Crèvecoeur, aun riéndose del enamorado—. Si hablas verdad, has tenido mucha suerte en este mando; y si la Providencia ha permitido que te veas en pruebas semejantes sin pelo de barba, te vas a volver muy vanidoso antes de que llegues a hombre formal. No puedes despertar mi cólera, aunque sí mi buen humor. Créeme: aunque hayas luchado con príncipes y actuado de campeón con condesas, por veleidades de la fortuna, no eres en modo alguno igual a ninguno de ésos de los que has sido adversario casual o compañero del momento. Se comprende que como joven que ha leído romances, te imagines un paladín y te forjes sueños bonitos; pero no debes enfadarte con un amigo de buena intención porque a veces te sacuda por los hombros para despertarte.
—Señor de Crèvecoeur —dijo Quintín—, mi familia…
—No hablaba para nada de familia —dijo el conde—, sino de rango, fortuna, alta posición y demás cosas que establecen las distancias entre las personas. Por nacimiento, todos los hombres descendemos de Adán y Eva.
—Señor conde —replicó Quintín—, mis antepasados los Durwards de Glen Houlakin…
—Bien —dijo el conde—; si pretendes mejor descender de ellos que de Adán, lo mismo me da. Buenas tardes.
Volvió grupas a su caballo y se unió a la condesa, a quien sus insinuaciones y consejos, aunque bien intencionados, resultaron aún más desagradables que al propio Quintín, el cual, a medida que proseguía su marcha, se decía para su capote:
«¡Mequetrefe, insolente y presuntuoso! ¡Ojalá el primer arquero escocés que tenga su arcabuz apuntado hacia ti no te deje marchar con la facilidad con que yo lo hice!».
Por la tarde llegaron a la población de Charleroi, sobre el Sambre, donde el conde de Crèvecoeur había determinado dejar a la condesa Isabel, a quien el terror y la fatiga del día anterior, y las diversas sensaciones deprimentes que experimentó en el transcurso del mismo, la imposibilitaban para seguir viajando sin riesgo para su salud. El conde la confió, en estado de gran agotamiento, al cuidado de la abadesa de un convento cisterciense, en Charleroi, noble dama con quien estaban emparentadas las familias de Crèvecoeur y Croye, y en cuya prudencia y amabilidad podía confiar.
El propio Crèvecoeur sólo se detuvo para recomendar la máxima cautela al gobernador de una pequeña guarnición borgoñesa que estaba en el lugar, y le mandó también que montase una guardia de honor en el convento durante la residencia de la condesa Isabel de Croye: aparentemente, para protegerla; pero quizá, en el fondo, para impedir que intentase escapar. El conde sólo alegó como motivo para que la guarnición estuviese vigilante, ciertos rumores confusos que había oído sobre disturbios en el obispado de Lieja. Pero estaba decidido a ser él en persona el que llevase la impresionante noticia de la insurrección y asesinato del obispo, en toda su horrible realidad, al duque Carlos; y para ese fin, habiéndose procurado caballos de repuesto para él y su séquito, montó con el propósito de continuar su viaje a Peronne sin detenerse para descansar, e informando a Quintín Durward que debía acompañarle, expresó al mismo tiempo su sentimiento por separarle de compañera tan agradable, aunque esperaba que, para escudero tan devoto de damas, un viaje de noche, a la luz de la luna, sería más agradable que echarse boca arriba para dormir como cualquier mortal.
Quintín, ya suficientemente afligido al ver que tenía que partir sin Isabel, deseó contestar a este vituperio con un desplante; pero conocedor de que el conde sólo se reiría de su cólera y despreciaría su desafío, resolvió esperar a tiempos mejores, en que podría encontrar oportunidad de resarcirse de las ofensas de este orgulloso señor, quien, aunque por razones diferentes, se le había hecho tan odioso como el propio Jabalí salvaje de las Ardenas. Asintió, pues, a la proposición de Crèvecoeur, ya que no le quedaba opción para rehusar, y siguieron juntos, con toda la velocidad que pudieron, el camino entre Charleroi y Peronne.