La huida
Ahora pídeme que corra,
y me esforzaré en cosas imposibles,
para sacar el mejor partido de ellas.
Ponte en pie,
y con corazón enardecido
te seguiré para hacer no sé qué.
Julio Cesar.
A pesar de la mezcla de temor y alegría, duda, ansiedad y otras pasiones, la fatiga agotadora del día anterior fue lo suficiente para sumir al joven escocés en un profundo sueño, que duró hasta avanzado el día siguiente, en que su digno anfitrión penetró en su aposento con señales de preocupación en su rostro.
Se sentó junto a la cama de su huésped y comenzó un largo y complicado discurso sobre los deberes domésticos de la vida matrimonial, y especialmente sobre la autoridad y supremacía que los hombres casados deben sostener en todas las diferencias de criterio con sus esposas. Quintín escuchó con alguna ansiedad. Sabía que los maridos, como otros poderes beligerantes, estaban dispuestos a veces a cantar Tedeum y a ocultar más bien un defecto que a celebrar una victoria, y se precipitó a sondear el asunto más de cerca, «esperando que su llegada no habría sido acompañada de inconveniente para la buena señora de la casa».
—¡Inconveniente! No —contestó el burgomaestre—. Ninguna mujer puede ser cogida menos desprevenida que madre Mabel, siempre feliz de ver a sus amigos, siempre con una limpia habitación y una buena comida dispuesta para ellos, gracias a Dios. No hay mujer en la tierra que sea más hospitalaria; sólo es una lástima que su carácter sea a veces algo raro.
—¿Nuestra estancia aquí le es desagradable, en suma? —dijo el escocés saltando de la cama y comenzando a vestirse de prisa. Si estuviese seguro que lady Isabel estaba en condiciones de viajar después de los horrores de la última noche, no aumentaríamos la ofensa permaneciendo aquí ni un instante más.
—Eso es precisamente —dijo Pavillon— lo que la joven dama dijo a madre Mabel, y desearía que hubiera visto el color que se le subió a la cara mientras lo decía: una lechera que hubiese patinado durante varias millas, de cara al viento helado, para ir al mercado, es una azucena comparada con ella.
—¿Ha salido, pues, de su habitación lady Isabel? —dijo el joven, continuando su tarea de vestirse con más prontitud que antes.
—Sí —replicó Pavillon—, y espera su presencia con mucha impaciencia para determinar qué camino seguirá usted, ya que ambos están decididos a marchar. Pero ¿confío en que se detendrán a almorzar?
—¿Por qué no me dijo usted eso antes? —dijo Durward impaciente.
—Demasiado pronto se lo he dicho —dijo el síndico—, ya que le ha puesto en estado de aturdimiento. Ahora tengo algo más que decirle si tiene paciencia para escucharme.
—Hable, digno señor, tan pronto como pueda; escucho atentamente.
—Entonces le diré —prosiguió el burgomaestre— que sólo tengo una palabra que decir, y es que Trudchen, que siente tanto tener que separarse de la joven dama, como si hubiese sido su hermana, desearía de usted que adoptase algún disfraz, pues se dice por la ciudad que las damas de Croye viajan por el país en traje de peregrinas, acompañada por un guardia de los arqueros escoceses del rey Luis; y también se dice que una de ellas fue traída a Schonwaldt la última noche por un bohemio, después que nosotros salimos de allí, y se añade, además, que este mismo bohemio ha asegurado a Guillermo de la Marck que usted no tenía que entregar mensaje ninguno ni a él ni al buen pueblo de Lieja, y que usted ha robado a la joven condesa y viajado con ella en calidad de amante suyo. Todas estas noticias han llegado esta mañana de Schonwaldt, y se nos ha dicho a mí y a otros consejeros, que no saben bien qué aconsejar, pues aunque nuestra opinión es que Guillermo de la Marck se ha comportado muy bruscamente con el obispo y con nosotros, se cree por muchos que, en el fondo, tiene buen corazón, cuando no está borracho, y que es el único caudillo en el mundo capaz de mandarnos contra el duque de Borgoña; y en realidad, tal como están los asuntos, yo mismo opino que debemos estar en buena armonía con él, pues hemos avanzado mucho para retroceder.
—Su hija aconseja bien —dijo Quintín Durward, absteniéndose de reproches que, a su juicio, no servirían para modificar una resolución que había sido adoptada por el digno magistrado para satisfacer a la vez los prejuicios de los de su clase y la inclinación de su esposa—. Su hija aconseja bien. Debemos disfrazarnos, y en seguida. ¿Podemos confiar en usted para el secreto necesario y para los medios de huir?
—Con todo mi corazón, con todo mi corazón —dijo el honrado ciudadano, que, no muy satisfecho con la dignidad de su conducta, estaba ansioso de encontrar algún medio de disculparse—. No puedo olvidar que le debo mi vida en la pasada noche: primero, por haberme desabrochado aquel maldito coselete de acero, y después, por ayudarme a salir del otro aprieto, que era peor, pues aquel Jabalí y su cría parecían más diablos que personas. Así, le seré tan fiel como una hoja a su vaina, según dicen nuestros cuchilleros, que son los mejores del mundo. Ahora que está listo, venga por aquí: verá la mucha confianza que usted me inspira.
El síndico le condujo de la alcoba donde había dormido a su propio gabinete, en el que despachaba sus negocios, y después de cerrar la puerta con cerrojo y de arrojar una mirada penetrante a su alrededor, abrió un espacio abovedado, oculto tras la tapicería, en el que se veían más de un arca de hierro. Abrió una de ellas, que estaba llena de florines, que puso a la disposición de Quintín, diciéndole que cogiese la suma que juzgase necesaria para sus gastos y los de su compañera.
Como el dinero que habían entregado a Quintín a la salida de Plessis estaba casi agotado, no dudó en aceptar la suma de doscientos florines, y con ello quitó a Pavillon un gran peso de encima, quien consideró esta transacción, en la que voluntariamente se hacía él acreedor, como una compensación por la falta de hospitalidad que le forzaban a cometer diverso género de consideraciones.
Habiendo cerrado cuidadosamente su cámara-tesoro el opulento flamenco, condujo después a su huésped al recibimiento, en el que encontró a la condesa vestida a la usanza de una doncella flamenca de la clase media, ágil de espíritu y activa de cuerpo, aunque pálida por las escenas de la noche pasada. Sólo estaba con ella Trudchen, que estaba muy ocupada en completar el traje de la condesa y en darle instrucciones de cómo debía conducirse. Alargó Isabel la mano a Quintín, y una vez que éste se la besó con respeto, le dijo ella:
—Señor Durward, tenemos que separarnos de nuestros amigos si no queremos atraer sobre ellos una parte de la desgracia que me ha perseguido desde la muerte de mi padre. Debe usted cambiar de traje y venir conmigo, a no ser que esté cansado de proteger a ser tan desdichado.
—¡Yo cansado de ser vuestro protector! ¡Hasta el fin de la tierra la acompañaría! Pero ¿usted podrá continuar por el camino emprendido? ¿Puede usted, después de los terrores de la última noche…?
—No me los recuerde —contestó la condesa—; se me representan como un horrible sueño. ¿Ha escapado el excelente obispo?
—Confío en que esté en libertad —contestó Quintín, haciendo señas a Pavillon, que parecía dispuesto a dar detalles de la terrible historia, para que se callase.
—¿Nos es posible unirnos a él? ¿Tiene fuerzas consigo? —dijo la dama.
—Su única esperanza es el cielo —dijo el escocés—; pero donde quiera usted ir estaré junto a usted como guía y guardián decidido.
—Lo pensaré —dijo Isabel; y después de un momento de silencio, añadió—: Un convento sería lo que prefiriese; pero temo que ofrezca poca defensa contra aquéllos que me persiguen.
—No puedo recomendar ningún convento en el distrito de Lieja, porque el Jabalí de las Ardenas, aunque sea un bravo jefe, un fiel aliado y un defensor de nuestra ciudad, tiene, sin embargo, sus ratos de mal humor, y entonces respeta poco los claustros, conventos, monjas y cosas análogas. La gente dice que hay muchas monjas, es decir, supuestas monjas, que marchan siempre con su compañía.
—Esté usted preparado pronto, señor Durward —dijo Isabel interrumpiendo este detalle—, ya que necesariamente debo confiarme a usted.
Tan pronto como el síndico y Quintín abandonaron la habitación, Isabel comenzó a preguntar a Gertrudis detalles del camino con tal presencia de espíritu, que esta última no pudo por menos de exclamar:
—¡Señora, la admiro! He oído hablar de firmeza masculina; pero la vuestra me parece que excede a todas.
—La necesidad —contestó la condesa— es la madre del valor y la invención. No hace mucho tiempo me hubiera desmayado si hubiese visto derramarse una gota de sangre de una herida insignificante. Después he visto fluir la sangre a borbotones a mi alrededor, y, sin embargo, he conservado el dominio de mí misma. No crea que fue tarea fácil —añadió, poniendo su mano temblorosa sobre el brazo de Gertrudis, aunque seguía hablando con voz firme—. El pequeño mundo en mi interior es como una guarnición sitiada por miles de enemigos, que sólo la más tenaz voluntad impide ser atacada a cada momento. ¡Si mi situación fuese menos peligrosa de lo que es; si no estuviese convencida que mi única probabilidad para evitar un porvenir más horrible que la muerte es conservar mi dominio sobre mí, me arrojaría, Gertrudis, en este momento en sus brazos y aliviaría mi pecho acongojado con tantas lágrimas como nunca vertió corazón humano!
—¡No haga eso, dama! —dijo la simpática flamenca—; tenga valor; confíese al cuidado del cielo, y seguramente si el cielo quiere enviar un salvador a alguien próximo a perecer, ese caballero atrevido y emprendedor está reservado para vos. Hay también uno —añadió, ruborizándose intensamente— por quien siento interés. No diga nada a mi padre; pero he indicado a mi novio, Hans Glover, que la espere en la puerta de Levante, y que nunca me vuelva a mirar a la cara hasta que me asegure haberla guiado sana y salva fuera del territorio.
El único medio que se le ocurrió a la condesa para expresar su agradecimiento a la bondadosa y franca doncella fue besarla cariñosamente, añadiendo con una sonrisa:
—Si dos doncellas y sus solícitos galanes no consiguen un disfraz y organizar una huida, el mundo debe haber cambiado mucho.
Un pasaje de esta frase atrajo de nuevo el color a las mejillas de la condesa, que no disminuyó al aparecer Quintín de repente. Penetró disfrazado de campesino holandés de clase acomodada, con un traje que le prestó Pedro, el cual demostraba su interés por el joven escocés, por la facilidad con que prescindía de su uso, y juró al mismo tiempo que, aunque hubiese de ser curtido como piel de buey, no sacarían palabra de él que pudiese traicionar a la joven pareja. Dos buenos caballos habían sido preparados por las gestiones de madre Mabel, quien realmente deseaba que la condesa y su acompañante no sufriesen daño alguno, una vez que hubiese librado a su casa y su familia de los peligros que podrían surgir de seguir hospedándose en ella. Los vio montar y partir con gran satisfacción, después de recomendarles que encontrarían el camino hacia la puerta de Levante, conservando su vista en Peter, que marcharía en esa dirección actuando de guía, pero sin mantener comunicación visible con ellos.
En el instante en que partieron los huéspedes, madre Mabel aprovechó la oportunidad para soltar una reconvención a Trudchen sobre la locura de leer novelas, que habían sido causa de que las ostentosas damas de la corte se hubiesen vuelto tan atrevidas y aventureras, que en vez de dedicarse a aprender algún quehacer doméstico, montaban a caballo, recorriendo la comarca sin más compañía que la de un ocioso escudero, paje libertino o arquero alocado de país extranjero, con grave peligro de su vida e irreparable prejuicio para su reputación.
Todo esto lo escuchó Gertrudis en silencio y sin hacer objeción alguna; pero teniendo en cuenta su carácter, cabía dudar si sacó de ello la consecuencia práctica que su madre pretendía.
Mientras tanto, los viajeros habían alcanzado la puerta de Levante de la ciudad, atravesando grupos de personas que, afortunadamente, estaban muy entretenidas con los acontecimientos y rumores políticos del día para prestar atención a una pareja tan poco llamativa. Pasaron los puestos de centinelas en virtud de un permiso que les obtuvo Pavillon a nombre de su colega Ronslaer, y se despidieron de Pedro Geislaer con un breve, pero amistoso, saludo por ambas partes. Inmediatamente después se les unió un joven fornido, montando un buen caballo gris, que se presentó como Hans Glover, el novio de Trudchen Pavillon. Era un joven flamenco, de rostro agraciado, no de la clase más intelectual, que demostraba más buen humor que ingenio, y, a juicio de la condesa, apenas digno de ser pretendiente de la generosa Trudchen. Parecía, sin embargo, muy deseoso de serles útil, pues, al saludarles respetuosamente, preguntó a la condesa, en flamenco, por cuál camino quería que los acompañase.
—Guíeme —dijo— a la población más cercana a la frontera de Brabante.
—¿Ha decidido, pues, la finalidad de su viaje? —dijo Quintín, aproximando su caballo al de Isabel y hablando en francés, que su guía no comprendía.
—Ciertamente —replicó la joven dama—, pues en mi situación actual no puede conducir a nada el prolongar un viaje, aunque al final, encuentre una prisión rigurosa.
—¡Una prisión! —dijo Quintín.
—Sí, mi amigo, una prisión; pero procuraré que usted no la comparta.
—No hable, no piense en mí —dijo Quintín—. En viéndola salva, no hay para qué ocuparse de mí.
—No hable tan alto —dijo lady Isabel—, para no llamar la atención del guía; ya ve cómo se ha puesto a cabalgar delante de nosotros —pues el bondadoso flamenco, adivinando el pensamiento de los jóvenes, había apartado de ellos la cohibición de una tercera persona en cuanto Quintín se acercó a la dama—. Sí —continuó ella cuando observó que el guía no se fijaba en ellos—, a usted, mi amigo, mi protector, ¿por qué había de avergonzarme de llamarle de este modo?, a usted tengo el deber de decirle que mi resolución es volver a mi país natal e implorar la clemencia del duque de Borgoña. Fue un consejo equivocado, aunque dado con buena intención, el que me indujo a rehuir su protección y a colocarme bajo la del artero y falso Luis de Francia.
—¿Y está usted entonces resuelta a ser la esposa del conde de Campobasso, el indigno favorito de Carlos?
Pronunció estas palabras Quintín con voz en que su agonía interna luchaba con su deseo de adoptar un tono indiferente, como el de un pobre criminal condenado, cuando afectando una firmeza que está lejos de sentir, pregunta si ha llegado la sentencia de muerte.
—No, Durward, no —dijo lady Isabel enderezándose en su silla—; todo el poder de Borgoña será incapaz de obligar a una hija de la casa de Croye a aceptar ese lazo fatal. Borgoña puede apoderarse de mis tierras y de mis feudos; puede encerrarme en un convento; pero eso es lo peor que puedo esperar, y más que eso sufriré antes de entregar mi mano a Campobasso.
—¿Más que eso? —dijo Quintín—. ¿Y qué más puede haber que el despojo y la prisión? Mientras se encuentre libre, como ahora, y uno junto a usted que se compromete a conducirla a Inglaterra, a Alemania, aun a Escocia, en cuyos sitios encontrará generosos protectores; mientras éste sea el caso, no se decida tan precipitadamente a abandonar los medios de libertad, ¡el mejor don que el cielo concede! ¡Oh!, bien canta un poeta de mi tierra:
¡Ah!, libertad es una noble cosa.
Libertad hace al hombre tener inclinaciones.
Libertad proporciona el incentivo para el placer.
Vive a su gusto el que libre vive.
Penas, enfermedades, pobreza, necesidades, todas
se condensan en la palabra esclavitud.
Escuchó con sonrisa melancólica los versos recitados por su guía, y contestó después de un momento de silencio:
—La libertad es sólo para el hombre; la mujer debe buscar un protector, ya que la Naturaleza la hizo incapaz de defenderse por sí misma. ¿Y dónde he de encontrar uno? En ese voluptuoso Eduardo de Inglaterra, en el borracho Wenceslao de Alemania. ¿En Escocia? ¡Ah, Durward, si fuese su hermana y me pudiese prometer albergue en algunos de esos valles de su país que tanto le gusta describir, donde, por caridad o por las pocas joyas que he conservado, pudiese llevar una vida tranquila y olvidar mi triste sino; si me pudiese prometer la protección de alguna honrosa matrona del país —de algún varón cuyo corazón fuese tan leal como su espada—, ésa sería una perspectiva que merecería el riesgo de nuevas censuras por seguir errante por esos mundos!
Hubo una sensación de ternura en su voz al hacer esta confesión la condesa Isabel, que llenó de alegría a Quintín y le llegó al corazón. Dudó un momento antes de contestar, pasando rápida revista en su imaginación a las posibilidades de procurarle albergue en Escocia; pero la triste realidad le decía que sería a la vez mezquino y cruel aconsejarla el emprender un camino a país donde no tenía la menor probabilidad de que estuviese segura.
—Traicionaría, señora —dijo al fin—, mi fe de caballero si la consintiese hacer plan alguno sobre la idea de que puedo proporcionarle protección distinta de la de mi pobre brazo, como ahora. Apenas sé si corre sangre mía por las venas de algún otro individuo en mi tierra nativa. El caballero de Inurquharity asaltó nuestro castillo a medianoche y arrasó todo lo que pertenecía a mi nombre. En Escocia tengo enemigos feudales numerosos y poderosos, y allí me encontraría solo y desamparado, y aunque el rey quisiese hacerme justicia, no se atrevería, para reparar las injusticias cometidas con un pobre hombre, provocar a un jefe que posee quinientos caballos a sus órdenes.
—¡Ay! —dijo la condesa—. ¡Entonces no existe rincón en el mundo que se vea libre de opresión, ya que reina sin freno entre esas salvajes colinas, que tan pocos objetos presenta a la codicia, lo mismo que si se tratase de nuestro rico y abundante País Bajo!
—Es una triste verdad y no me atrevo a negarla —dijo el escocés—, que sólo por el placer de la venganza y el ansia de derramamiento de sangre nuestros bandos enemigos se sacrifiquen mutuamente, y Ogilvies y otros de su calaña obran del mismo modo en Escocia como De la Marck y sus ladrones lo hacen en este país.
—No hablemos más de Escocia, pues —dijo Isabel con tono de indiferencia, ya real o fingida— que sólo mencioné de broma para ver si usted realmente me recomendaba como sitio de reposo el reino más alborotado de Europa. Sólo fue para probar su sinceridad, y me regocija ver que puede uno confiar en ella. Así, no pensaré en cualquier protección que me pueda proporcionar el primer varón honrado que tropiece, súbdito del duque Carlos, pues estoy decidida a entregarme a éste.
—¿Y por qué no se guarece usted en sus posesiones propias y en su fuerte castillo, como lo pensaba cuando se encontraba en Tours? —dijo Quintín—. ¿Por qué no llama a los vasallos de su padre y hace un tratado con Borgoña antes de intentar entregarse al duque? Con seguridad habrá muchos corazones valerosos que lucharían por su causa, y sé por lo menos de uno que entregaría su vida de buena gana para dar ejemplo.
—¡Ay! —dijo la condesa—. Ese proyecto, sugestión del astuto Luis, y que como todas las suyas, era más ventajosa para él que para mí, resulta impracticable desde que fue delatado a Borgoña por el doble traidor Zamet Maugrabin. Mi pariente fue entonces reducido a prisión y mis casas vigiladas. Cualquier intento mío expondría a mi dependencia a la venganza del duque Carlos, ¿y para qué iba a ser ocasión de más derramamiento de sangre del que ya ha tenido lugar por motivo tan fútil? ¡No, me someteré a mi soberano, como vasallo sumiso, en todo lo que no ataque a mi libertad personal para escoger marido, tanto más cuanto que confío en que mi parienta, la condesa Hameline, que fue la que primero me aconsejó y metió prisa para mi huida, habrá ya adoptado esta prudente y honrosa decisión!
—¡Su parienta! —repitió Quintín rememorando cosas desconocidas para la joven condesa y que la rápida sucesión de acontecimientos peligrosos y emocionantes había borrado de su memoria.
—Mi tía, la condesa Hameline de Croye, ¿sabe algo de ella? —dijo la condesa Isabel—. Confío en que ahora estará bajo la protección de la bandera de Borgoña. ¡Se calla usted! ¿Sabe algo de ella?
La última pregunta, hecha en tono que denotaba gran ansiedad, obligó a Quintín a decir algo de lo que sabía sobre la suerte corrida por la condesa. Le dijo cómo fue citado para acompañarla en su huida de Lieja, en la que él no dudó la acompañaría lady Isabel; mencionó el descubrimiento que había hecho después que llegaron al bosque, y, finalmente, contó su retorno al castillo y lo que en él encontró. Pero se reservó el fin que perseguía lady Hameline al abandonar el castillo de Schonwaldt y la opinión pública de que había caído en manos de Guillermo de la Marck. Un sentimiento de delicadeza le impidió hacer mención de lo primero, y el respeto a los sentimientos de su compañera en un momento en que era necesario en ella el máximo esfuerzo, le impidió aludir a lo último, que sólo había llegado a él, por lo demás, como mero rumor.
Esta narración, aun con la supresión de detalles tan importantes, impresionó mucho a la condesa Isabel, la cual, después de cabalgar un rato en silencio, dijo al fin con tono de disgusto:
—¿De suerte que usted abandonó a mi infeliz parienta en un bosque, dejándola a la merced de un vil bohemio y de una traidora doncella? ¡Pobre parienta, que acostumbrabas a celebrar la buena fe de este joven!
—Si no hubiese procedido así, señora —dijo Quintín un poco ofendido por el giro dado a su galantería—, ¿cuál hubiera sido la suerte de una persona a cuyo servicio estaba más de lleno dedicado? Si no hubiese dejado a la condesa Hameline de Croye al cuidado de aquéllos que ella misma escogió por consejeros, la condesa Isabel sería ahora la esposa de Guillermo de la Marck, el Jabalí salvaje de las Ardenas.
—Tiene usted razón —dijo la condesa Isabel en su tono usual—, y yo, que gozo de la ventaja de su incondicional devoción, le he ofendido. Pero me acuerdo de mi infeliz parienta y de Marthon, que tanto gozaba de su confianza y tan poco la merecía; fue ella la que presentó a mi parienta a Zamet y Hayraddin Maugrabin, quienes con sus pretendidos conocimientos de Astrología obtuvieron gran ascendencia sobre ella; fue ella la que, fortaleciendo sus predicciones, la inculcó —no sé cómo llamarlas— ilusiones relativas a amantes y matrimonios que la edad de mi parienta hacían fruto casi prohibido. No dudo que desde un principio estuvimos rodeadas por esos malvados, puestos por Luis de Francia, para determinamos a tomar refugio en su corte, o más bien para entregarnos en poder suyo; después de esa acción irreflexiva por parte nuestra, usted, Quintín Durward, es testigo de lo poco caballerosamente y lo innoblemente que se condujo con nosotros. ¿Pero cuál puede ser la suerte de mi parienta? ¿Qué piensa usted de ello?
Tratando de inspirar confianza que apenas sentía, Durward contestó que la avaricia de esa gente era mayor que cualquier otra pasión; que Marthon, cuando él se separó de ellas, parecía actuar más bien como protectora de lady Hameline; y, en suma, que era difícil concebir que estos malvados sacasen provecho del asesinato de la condesa, mientras resultarían gananciosos tratándola bien y poniéndola a rescate.
Para apartar los pensamientos de la condesa Isabel de este asunto enojoso, Quintín le contó la traición de Maugrabin, que había descubierto una noche cerca de Namur y que parecía ser el resultado de un convenio entre el rey y Guillermo de la Marck. Isabel se estremeció horrorizada, y después dijo:
—Estoy avergonzada y he pecado en permitirme dudar de la protección de los santos, así como por un instante el haber juzgado posible la realización de proyecto tan bajo, cruel y deshonroso, mientras haya ojos misericordiosos en el cielo que se preocupen de las miserias humanas. Pero ahora veo plenamente por qué esa hipócrita de Marthon parecía cultivar tan a menudo toda semilla de pequeña discordia o descontento entre mi pobre parienta y yo, mientras mezclaba con adulación, dirigida a la persona que estaba presente, todo lo que pudiera indisponerla con su parienta ausente. Sin embargo, nunca pude imaginarme hubiese llegado a conseguir el que, mi parienta, que antes tanto me quería, me abandonase en los peligros de Schonwaldt mientras ella escapaba.
—¿No le comunicó entonces lady Hameline —dijo Quintín— su proyectada fuga?
—No —replicó la condesa—, aunque aludió a cierta noticia que Marthon tenía que decirme. En realidad, mi pobre parienta se volvió tan loca con el lenguaje misterioso del miserable Hayraddin, a quien aquel día concedió una larga y secreta conferencia e hizo insinuaciones tan extrañas que, en una palabra, no me preocupé de insistir con ella, al verla en aquel humor, para que me diese una explicación. Sin embargo, fue cruel que me dejase sola.
—Quizá pueda excusarse ese proceder de lady Hameline —dijo Quintín—, pues era tal la agitación del momento y la obscuridad de la hora, que es fácil que lady Hameline se creyese acompañada de su sobrina, así como yo en la misma ocasión, engañado por el traje y porte de Marthon, me creí en la compañía de ambas damas de Croye, y de ella especialmente —añadió con voz baja, pero decidida—, sin la cual todas las riquezas del mundo no me hubiesen inducido a dejar Schonwaldt.
Isabel inclinó su cabeza hacia adelante y apenas pareció darse cuenta del énfasis que puso Quintín en sus palabras. Pero volvió su cara a él de nuevo cuando comenzó a hablar de la política de Luis, y no fue difícil para ellos, cambiando impresiones, el asegurarse que los hermanos bohemios, con su cómplice Marthon, habían sido los agentes de aquel astuto monarca, aunque Zamet, el mayor de ellos, con una perfidia peculiar de su raza, había intentado hacer un doble juego y había sido castigado por ello. En el mismo ambiente de mutua confianza y olvidando la singularidad de su situación, así como los peligros del camino, prosiguieron los viajeros su viaje, deteniéndose sólo para cambiar de caballos en una aldea retirada, hasta donde fueron guiados por Hans Glover, que en todo, y particularmente en dejarles en libertad de hablar, se condujo como persona de reflexión y discreción.
Por aquel entonces la separación artificial que parecía establecida entre los dos amantes (pues ya le podemos dar ese título) desapareció por las circunstancias en que estaban colocados, pues si la condesa se jactaba de ser de alto rango y, por nacimiento, dueña de una fortuna incalculablemente mayor que la del joven, cuya renta estaba en su espada, hay que tener presente que en la actualidad era tan pobre como él, y su seguridad, honra y vida dependían exclusivamente de la presencia de ánimo, valor y devoción de Quintín. No hablaron de amor, porque aunque la joven condesa con su corazón rebosante de gratitud y confianza podía haber perdonado una declaración de esa índole, Quintín, en cuya lengua habían puesto un freno su timidez natural y sus sentimientos caballerescos, hubiera juzgado un abuso de la situación en que ella se encontraba el haber dicho algo que pudiera tener la apariencia de sacar indebida ventaja de las oportunidades que aquélla le proporcionaba. No hablaron de amor, pero el pensamiento de éste fue inevitable en ambos, y de este modo se vieron colocados en esa situación, uno respecto del otro, en la que los sentimientos de consideración mutua se sobrentienden más que se proclaman, y la cual, con las libertades que permite y las incertidumbres que le acompañan, constituye a menudo las horas más deliciosas de la existencia humana.
Serían las dos de la tarde cuando se alarmaron al oír al guía decirles, con palidez y temor reflejados en el rostro, que les perseguía una cuadrilla de los Schwarzreiters de De la Marck. Estos soldados, o más bien bandidos, eran bandas reclutadas en las bajas esferas de Alemania, y se asemejaban a los lansquenetes en todo, excepto en que los primeros actuaban con caballería ligera. Para justificar el título de Jinetes negros, y para aumentar el terror que producían en sus enemigos, cabalgaban de ordinario en corceles negros y untaban de ungüento negro sus armas y pertrechos, en cuya operación participaban con frecuencia sus manos y sus caras. En moral y ferocidad emulaban estos Schwarzreiters a sus hermanos a pie los lanzknechts[54].
Al mirar hacia atrás y descubrir a lo largo de camino llano que habían recorrido una nube de polvo que avanzaba, producida por una o dos partidas de tropas que cabalgaban furiosamente, Quintín dijo a su compañera:
—Mi amiga Isabel, no tengo más arma que mi espada; pero ya que no puedo luchar por usted, huiremos juntos. Si logramos alcanzar aquel bosque ante nosotros, encontraremos medios fáciles para huir.
—Podemos intentarlo, mi único amigo —dijo Isabel poniendo su caballo al galope—; y tú buen compañero —añadió dirigiéndose a Hans Glover—, márchate por otro camino para que no participes de nuestra desgracia y peligro.
El honrado flamenco movió su cabeza y contestó a la generosa exhortación de ella con:
—¡Nein, Nein!; das geht nicht![55], y continuó acompañándoles, los tres cabalgando en busca de la protección del bosque todo lo de prisa que sus jadeantes caballos podían ir, perseguidos al mismo tiempo por los Schwarzreites, que aceleraron su marcha al verles huir. No obstante la fatiga de sus caballos, como los fugitivos se encontraban desarmados y podían cabalgar más de prisa, por consiguiente, que sus perseguidores, llevaban esta ventaja sobre éstos, pero cuando faltaba un cuarto de milla para llegar al bosque, vieron avanzar hacia ellos, procedente de éste, otra cuadrilla de jinetes, a cuyo frente iba un caballero con un pendón, con lo que su fuga quedaba interceptada.
—Llevan armaduras brillantes —dijo Isabel—; deben de ser borgoñeses. Pero sea lo que fueren, debemos entregarnos a ellos antes que a esos malandrines fuera de la ley que nos persiguen.
Un momento después exclamó ella fijándose en el pendón:
—¡Conozco el corazón partido que ostenta! ¡Es el estandarte del conde de Crèvecoeur, un noble borgoñés; a él me rendiré!
Quintín Durward suspiró. ¿Pero qué otra alternativa le quedaba? ¿Y qué feliz hubiera sido un momento antes de tener sólo la seguridad del escape de Isabel, aun en peores condiciones? Pronto se encontraron con los de la partida de Crèvecoeur, y la condesa pidió hablar con el jefe de la misma, que había mandado detener su gente hasta cerciorarse de ser los Jinetes negros los que se veían en lontananza; como él la mirase con cierta duda, dijo ella:
—Noble conde, Isabel de Croye, la hija de su antiguo compañero de armas, el conde Reinaldo de Croye, se entrega y pide protección para ella y los suyos.
—La tendrás, querida parienta, aunque fuese contra una hueste, siempre exceptuando a mi soberano el señor de Borgoña. Pero disponemos de poco tiempo para hablar. Los enemigos se han detenido como en consulta del caso. ¡Por San Jorge de Borgoña, tienen la insolencia de avanzar contra la insignia de Crèvecoeur! Damián, mi lanza. ¡Adelante, pendón! Poned las lanzas en posición de ataque. ¡Crèvecoeur, a la carga!
Lanzando su grito de guerra, y seguido por sus guerreros, galopó rápidamente para cargar a los Jinetes negros.