La francachela
Cade.— ¿Dónde está Dick, el carnicero de Ashford?
Dick.— Aquí, señor.
Cade.— Cayeron ante ti como ovejas y
bueyes, y te comportaste como
si hubieras estado en tu propio matadero.
El Rey Enrique VI (segunda parte).
Apenas puede concebirse un cambio más extraño y horrible que el que había tenido lugar en el hall del castillo de Schonwaldt desde que Quintín había participado en el de la comida del medio día. Este cambio expresaba, con sus rasgos extremos, las miserias de la guerra —más especialmente cuando era sostenida por los agentes más implacables, los soldados mercenarios de una edad bárbara, hombres quienes por hábito y profesión se habían familiarizado con todo lo que era cruel y sanguinario en el arte de la guerra, a la vez que estaban desprovistos de patriotismo y del espíritu romántico de caballería—.
En vez de la comida ordenada y decente, en la que empleados civiles y eclesiásticos se habían sentado confundidos unas pocas horas antes, en el mismo local en donde una broma ligera sólo podía pronunciarse en voz baja, y en donde aun en medio de la efusión propia de la ocasión reinaba un decoro que casi rayaba en hipocresía, había ahora tal escena de salvajismo y alboroto que ni el propio Satán la podía haber mejorado, de sentarse en el sillón presidencial de la fiesta.
A la cabecera de la mesa se sentaba, en el trono del obispo, que había sido traído allí desde su gran salón de consejos, el temible Jabalí de las Ardenas, que bien merecía ese nombre con el que parecía gozar, ya que hacía todo lo posible para merecerlo. Su cabeza estaba libre del casco, pero llevaba el resto de su pesada y brillante armadura, de la que rara vez se despojaba. Sobre sus hombros colgaba un recio abrigo hecho de la piel curtida de un gigantesco jabalí, con las pezuñas hechas de plata maciza y los colmillos del mismo metal. La piel de la cabeza estaba de tal modo dispuesta que echada sobre el casco cuando el barón estaba armado, o sobre su cabeza desnuda a la manera de una capucha, como hacía con frecuencia cuando no se colocaba el casco, y sucedía en esta ocasión, le comunicaban el aspecto de un monstruo terrible, no obstante no requerir el rostro que aquella piel encuadraba, dada su ordinaria expresión, nada para realzarla.
La parte superior de la cara de De la Marck, tal como estaba constituida por la Naturaleza, casi hacía formarse una idea falsa de su carácter, pues, aunque su pelo, cuando estaba al aire, se asemejaba a las cerdas ásperas de la capucha, que se echaba sobre ellos, su frente desarrollada y varonil, sus carrillos encendidos y anchos, sus ojos grandes y de color claro, y una nariz como el pico de un águila, prometían algo valiente y generoso. Pero el efecto de estos rasgos más favorables resultaba del todo borrado por sus hábitos violentos e insolentes, lo que, unido a su libertinaje e intemperancia, habían estampado sobre sus facciones un carácter no en consonancia con la tosca gallardía que de otro modo hubiera reflejado. Aquellos hábitos, al ser practicados con frecuencia, habían hinchado los músculos de los carrillos y los que existen alrededor de los ojos, especialmente los últimos; habían empañado los ojos, enrojecido la parte de aquéllos, que debería ser blanca, y comunicado a toda la cara el aspecto odioso del monstruo, con el que el barón sentía el horrible placer de parecerse. Pero por una rara contradicción, De la Marck, mientras tenía en muchos aspectos la apariencia de un jabalí salvaje, y aun parecía contento con llevar este nombre, por otra parte intentaba, por la longitud y desarrollo de su barba, ocultar la circunstancia que desde un principio le había valido ese apodo. Ésta era un espesor y un resalte desusado de la boca y mandíbula superior, lo que, unido a los colmillos que salían mucho por los costados de la boca, le daban esa apariencia con la bestia salvaje, que, unido al deleite que De la Marck sentía por cazar en el bosque de ese nombre, le había valido el sobrenombre de Jabalí de las Ardenas. La barba ancha, grisácea y desgreñada no ocultaba el natural horror de su rostro, ni dignificaba su brutal expresión.
Los soldados y oficiales estaban sentados alrededor de la mesa, entremezclados con los hombres de Lieja, algunos de ellos de la más baja estofa, entre los cuales, Nikkel Blok el carnicero, colocado cerca del propio De la Marck, se distinguía por sus mangas alzadas que dejaban ver brazos manchados de sangre hasta los codos, como lo estaba la cuchilla de carnicero que tenía colocada en la mesa delante de él. La mayoría de los soldados usaban barbas largas y terribles, a imitación de la de su jefe; presentaban el polo hirsuto y despeinado de la manera más adecuada para realzar la natural ferocidad de su aspecto; y embriagados, en parte con la sensación de triunfo y en parte con las largas libaciones de vino efectuadas, constituían un espectáculo a la vez odioso y repugnante. El lenguaje que sostenían y las canciones que cantaban eran tan licenciosas y llenas de blasfemias que Quintín dio gracias a Dios porque el exceso de ruido impedían que fuesen oídas de su compañera.
Sólo resta por decir de la otra clase mejor de ciudadanos que estaba asociada con los soldados de Guillermo de la Marck en esta francachela terrible, que los rostros pálidos y las miradas ansiosas de la mayoría de ellos indicaban o que no les gustaba el festín o que temían a sus compañeros, mientras que algunos de menos educación o de un natural más brutal veían sólo en los excesos de la soldadesca una conducta que debían imitar, y cuyo tono trataban de coger en lo posible, y se estimulaban a la tarea injiriendo inmensas cantidades de vino y de schwarz bier (cerveza negra), practicando un vicio que en todo tiempo fue muy corriente en los Países Bajos.
Los preparativos de la fiesta habían sido tan desordenados como la calidad de los comensales. Toda la vajilla del obispo, aun la perteneciente al servicio de la Iglesia —pues el Jabalí de las Ardenas despreciaba la imputación de sacrílego— alternaba con escudillas de metal o grandes recipientes de cuero y cuernos para beber de las formas más ordinarias.
Queda por mencionar un detalle espeluznante, y dejamos el resto de la escena a la imaginación del lector. Entre las escenas de libertinaje realizadas por los soldados de De la Marck figuraba la ejecutada por uno que estaba excluido de la mesa (un lanzknecht, notable por su valor y su comportamiento atrevido durante el asalto de la noche); se había apoderado con todo descaro de una gran fuente de plata, declarando que su posesión le compensaría de no poder tomar parte en el festín. El caudillo rió a mandíbula batiente una broma tan en consonancia con el carácter de los presentes; pero cuando otro, menos renombrado, al parecer, por su audacia en la batalla, se aventuró a tomarse la misma libertad, De la Marck puso freno instantáneo a una práctica divertida, que pronto hubiera hecho desaparecer de la mesa todos sus ornamentos más valiosos.
—¡Rayos y centellas! —exclamó—. Aquéllos que no se atreven a conducirse como hombres cuando hacen frente al enemigo, no pueden aspirar a ser ladrones entre sus amigos. ¿Cómo tú, vil cobarde, tú, tú que esperaste que estuviese abierta la puerta y bajado el puente, cuando Conrado Horst forzó su camino sobre foso y muralla, eres además desvergonzado? ¡Atarle a los pies derechos de la ventana del hall!
Sentencia pronunciada, sentencia ejecutada, y en un momento el infeliz se debatía en su última agonía, suspendido de las barras de hierro. Su cuerpo aun colgaba allí cuando Quintín y los otros penetraron en el hall, e interceptando aquél un pálido rayo de luna, arrojaba sobre el piso del hall una sombra incierta que hacía sospechar la naturaleza del objeto que la producía.
Cuando el síndico Pavillon fue anunciado de boca en boca en este tumultuoso meeting, intentó asumir, por derecho de su autoridad e influencia, un aire de importancia, que una mirada al fúnebre objeto que colgaba en la ventana, y a la escena de barbarie a su alrededor, hicieron muy difícil para él de sostener, no obstante las exhortaciones de Pedro que murmuró a su oído con algo de azoramiento:
—¡Arriba ese ánimo, señor, o somos hombres perdidos!
El síndico conservó lo mejor que pudo su dignidad durante un breve discurso, en el que cumplimentó a los presentes por la gran victoria lograda por los soldados de De la Marck y los buenos ciudadanos de Lieja.
—Ya —contestó De la Marck sarcásticamente— hemos cogido al fin la pieza. Pero, señor burgomaestre, viene usted como Marte con la Belleza a su lado. ¿Quién es esa mujer? Que se quite el velo; ninguna mujer tiene derecho a considerar esta noche su belleza como suya.
—Es mi hija, noble caudillo —contestó Pavillon—, y le ruego la perdone por llevar puesto un velo, pues con ello cumple un voto a los Tres Santos Reyes.
—La desligaré de él ahora —dijo De la Marck—, pues aquí con un golpe de cuchilla me consagraré obispo de Lieja, y espero que un obispo vivo valga por tres reyes muertos.
Hubo un murmullo y un estremecimiento entre los comensales, pues la comunidad de Lieja y aun algunos de los rudos soldados reverenciaban a los reyes de Colonia, como ordinariamente se les llamaba, aunque no respetaban nada más.
—No quiero traicionar a sus difuntas majestades —dijo De la Marck—; sólo estoy determinado a ser obispo. Un príncipe a la vez secular y eclesiástico, con poder para hacer y deshacer, convendrá mejor a una banda de réprobos como vosotros, a quien nadie daría la absolución. Pero venga aquí, noble burgomaestre, siéntese junto a mí. Que traigan a mi predecesor en el sagrado sitial y me verá producir una vacante para mi promoción.
Se originó un murmullo en el hall, mientras Pavillon, excusándose del sitio de honor, se colocó cerca del fondo de la mesa, y junto a él sus acompañantes, parecidos a rebaños de ovejas que al ver un perro extraño se aglomeran a retaguardia del viejo carnero guion, que es, por su oficio y autoridad, juzgado por ellos como poseedor de mayor valor. Cerca de aquel sitio estaba sentado un joven guapo, hijo natural, según se decía, del feroz De la Marck, y a quien algunas veces demostraba afecto y aun ternura. La madre del muchacho, una preciosa concubina, había muerto de un golpe que le fue asestado por el feroz caudillo en un acceso de borrachera o de celos; y su fin había producido al tirano todo el remordimiento que era capaz de sentir. Su apego al huérfano superviviente podía ser en parte debido a esta circunstancia. Quintín, que se había enterado de este detalle de la vida de Guillermo por el viejo obispo, se colocó tan cerca como pudo del joven en cuestión, decidido, a hacer de él, de un modo o de otro, bien un rehén o un protector, de fracasarle los otros medios de salvación.
Mientras todo permanecía en suspenso, esperando el resultado de las órdenes que el tirano había dictado, uno de los de la comitiva de Pavillon dijo en voz baja a Peters:
—¿Cómo es posible que nuestro amo llame hija suya a esta moza? No es posible que sea nuestra Trudchen. Esta mocetona es más de dos pulgadas más alta que ella y un rizo negro de pelo asoma por debajo de su velo. ¡Por San Miguel del Mercado, también se podía confundir con la misma razón a una piel de buey negro con la de una novilla blanca!
—¡Silencio! ¡Silencio! —dijo Pedro con presencia de ánimo.
—¿Y suponte que nuestro amo tiene intención de robar una cierva del parque del obispo y no quiere que se sepa? ¿Me compete a mí o a ti el espiarle?
—De ningún modo, hermano —contestó el otro—, aunque no hubiese pensado que se hubiese hecho ladrón de ciervas al cabo de sus años. ¡Córcholis! ¡Qué moza más tímida! Mire cómo se agachapa en aquel sitial detrás de la gente para que no la vean los partidarios de De la Marck. Pero quieto, quieto; ¿qué piensan hacer con el pobre anciano obispo?
Mientras hablaba, el obispo de Lieja, Luis de Borbón, fue introducido en el hall de su propio palacio por la brutal soldadesca. El estado desordenado de su cabello, barba y traje eran prueba del mal trato que ya había recibido, y algunos de sus hábitos sacerdotales, colocados de cualquier modo sobre él, parecían haberlo sido para hacer escarnio y burla de su ministerio. Afortunadamente, la condesa Isabel, cuyos sentimientos al ver a su protector en tal situación podían haber traicionado su secreto y comprometido su salvación, según se le ocurrió a Quintín, estaba situada de modo que ni podía oír no ver lo que iba a tener lugar, y Durward asiduamente interponía su persona delante de ella para evitar que la vieran y que ella viese.
La escena que siguió fue corta y brutal. Cuando el infeliz obispo fue traído ante el banquillo del salvaje caudillo, aunque en su vida anterior se había distinguido por su temperamento bondadoso y asequible, mostró en este trance apurado un sentimiento de dignidad y de nobleza de sangre que concordaba bien con la alta estirpe de que descendía. Su mirada no denotaba abatimiento; su porte, cuando las manos brutales que le habían conducido le soltaron, era noble y, al mismo tiempo, resignado, algo entre el porte de un noble feudal y de un mártir cristiano; y tanto le impresionó al mismo De la Marck la firme presencia de su prisionero y el recuerdo de los antiguos beneficios que de él había recibido, que parecía irresoluto: bajó la mirada, y sólo fue después de vaciar una gran copa de vino cuando, adoptando su característica insolencia de modales y mirada, se dirigió así al infortunado cautivo.
—Luis de Borbón —dijo el feroz soldado, respirando fuerte, cerrando los puños, apretando los dientes y empleando los demás recursos mecánicos para suscitar y sostener su ferocidad nativa de carácter: busqué tu amistad y rechazaste la mía. ¿Qué no darías ahora por que así no hubiese sido? Nikkel, prepárate.
El carnicero se puso de pie, cogió su herramienta y, deslizándose por detrás del sitial de De la Marck, lo mantuvo levantado con su brazo desnudo y musculoso.
—Mira a ese hombre, Luis de Borbón —dijo De la Marck de nuevo—. ¿Qué condiciones ofrecerás ahora para escapar a esta hora peligrosa?
El obispo lanzó una mirada melancólica, pero tranquila, sobre el feroz satélite, que parecía preparado para ejecutar la voluntad del tirano, y después dijo con firmeza:
—Escúchame, Guillermo de la Marck, y todos los hombres buenos, si hay aquí alguno que merezca ese nombre; escuchen las únicas condiciones que puedo ofrecer a este rufián: Guillermo de la Marck, has promovido una sedición en la ciudad imperial; has asaltado y tomado el palacio de un príncipe del Sacro Imperio Romano, matado a su gente, saqueado sus bienes, maltratado su persona; por esto te has hecho acreedor al destierro del Imperio; has merecido ser declarado fuera de la ley y fugitivo, sin bienes y sin derechos. Has hecho mucho más de todo esto. Has quebrantado algo más que meras leyes humanas; has merecido más que mera venganza humana. Has asaltado el santuario del Señor, acometido a un padre de la Iglesia, profanado la casa del Señor con sangre y rapiña como un ladrón sacrílego…
—¿Has terminado ya? —dijo De la Marck interrumpiéndole fieramente y golpeando el suelo con sus pies.
—No —contestó el prelado—, pues aun no te he dicho las condiciones que querías oír de mí.
—Prosigue —dijo De la Marck— y haz que las condiciones sean más de mi agrado que el prefacio, o ¡ay si no de tu cabeza canosa!
Y echándose atrás en su asiento frotó sus dientes entre sí hasta que la espuma fluyó de sus labios, como de los colmillos del salvaje animal cuyo nombre y despojos llevaba.
—Tales son tus crímenes —resumió el obispo, con calma—; ahora escucha las condiciones que, como príncipe misericordioso y prelado cristiano, desechando toda ofensa personal, perdonando toda injuria especial, condesciendo a ofrecer. Renuncia a tu deseo de mando; suelta a tus prisioneros; devuelve lo saqueado; distribuye todo lo que tengas de bienes para socorrer a aquéllos que has hecho huérfanos y viudas; vístete de tela de saco y cúbrete de ceniza; coge en tu mano un báculo de peregrino y marcha descalzo a Roma, y seré intercesor tuyo cerca de la Cámara Imperial de Ratisbona, por tu vida; cerca de nuestro Santo Padre el Papa, por tu alma miserable.
Mientras Luis de Borbón proponía estas condiciones en tono tan decidido como si aun ocupase su silla episcopal y como si el usurpador estuviese arrodillado, suplicante, a sus pies, el tirano se elevó lentamente de su asiento, y la sorpresa que al principio le invadió, fue cediendo el paso a la rabia, hasta que, al cesar de hablar el obispo, miró a Nikkel Blok y elevó su dedo sin decir palabra. El rufián golpeó como si hubiese estado ejerciendo su oficio en el matadero, y el asesinado obispo se desplomó, sin un gemido, al pie de su propio trono episcopal[53]. Los vecinos de Lieja presentes, que no estaban preparados para catástrofe tan horrible, y que habían tenido esperanza de que la conferencia concluyese en algún acuerdo, se levantaron a una, con gritos de execración mezclados con voces de venganza.
Pero Guillermo de la Marck, elevando su tremenda voz y agitando su puño cerrado y su brazo extendido, gritó:
—¡Cómo, cochinos de Lieja! ¡Que os revolcáis en el cieno del Maes! ¿Os atrevéis a competir con el Jabalí salvaje de las Ardenas? ¡Arriba vosotros, raza del Jabalí! —expresión por la que él y otros designaban a menudo a sus soldados—. Que estos cerdos flamencos conozcan vuestros colmillos.
Cada uno de sus secuaces se puso de pie a esta voz de mando, y, mezclados como estaban con sus aliados, cada cual se hizo cargo en un instante de su vecino más próximo, al que cogió por el cuello, mientras en su mano derecha blandía una ancha daga, que brillaba a la luz de la luna y de las lámparas. Cada brazo fue levantado, pero ninguno hirió, pues las víctimas resultaron muy sorprendidas para resistir, y era probable que el objeto de De la Marck fuese sólo imponer terror en sus confederados civiles.
Mas el valor de Quintín Durward, alerta y resuelto siempre a manifestarse, estimulado en este momento por todo lo que podía añadir energía a su natural inclinación, dio un nuevo giro a la escena. Quitando la acción de los partidarios de De la Marck, saltó sobre Carlos Eberson, el hijo de éste, y, dominándole con facilidad, colocó su daga junto al cuello del muchacho, mientras exclamaba:
—¿Es ése su juego? Entonces juego también yo en él.
—¡Alto! ¡Alto! —exclamó De la Marck—. Es una broma, una broma. ¿Creéis que iba a injuriar a mis buenos amigos y aliados de la ciudad de Lieja? Soldados, soltad vuestras presas; sentaos; que se lleven este cadáver —dando un puntapié al cuerpo del obispo— que ha producido esta contienda entre amigos y ahoguemos la disidencia bebiendo más vino.
Todos soltaron su presa, y los ciudadanos y soldados se quedaron mirándose mutuamente, como si no estuviesen seguros de ser amigos o enemigos. Quintín Durward sacó ventaja del momento.
—Escúcheme —dijo—, Guillermo de la Marck, y vosotros, ciudadanos de Lieja; y usted, joven señor, permanezca quieto —pues el joven Carlos intentaba escapar de su sujeción—; ningún daño le acontecerá, de no ser que vuelva a ocurrir otra de estas bromas pesadas.
—¿Quién eres tú, en nombre del diablo —dijo el atónito De la Marck—, que has venido a imponer condiciones y tomar rehenes en nuestro propio cubil; de nosotros, que exigimos rehenes de otros, pero no los concedemos a nadie?
—Soy un servidor del rey Luis de Francia —dijo Quintín atrevidamente—, un arquero de la Guardia escocesa, como mi lenguaje y traje pueden, en parte, hacerle conocer. Estoy aquí para contemplar y referir vuestro proceder, y veo con asombro que es más bien el de gente pagana, que cristiana; de locos, y no de hombres de razón. Las huestes de Carlos de Borgoña se pondrán al instante en movimiento en contra vuestra, y si deseáis ayuda de Francia, debéis conduciros de modo diferente. A vosotros, hombres de Lieja, os recomiendo que retornéis en seguida a vuestra ciudad, y si hubiese algún impedimento para que podáis partir, denuncio a aquéllos que lo pongan como enemigos de mi amo, el cristianísimo rey de Francia.
—¡Francia y Lieja! ¡Francia y Lieja! —gritaron los que habían seguido a Pavillon y varios otros ciudadanos, cuyo valor comenzó a despertarse con las palabras atrevidas de Quintín—. ¡Francia y Lieja, y que viva muchos años el valiente arquero! ¡Viviremos y moriremos con él!
Los ojos de Guillermo de la Marck brillaron, y empuñó su daga como si fuese a hundirla en el corazón del audaz muchacho; pero mirando a su alrededor, leyó algo en las miradas de los soldados que aun él se vio obligado a respetar. Muchos de ellos eran franceses, y todos conocían el auxilio reservado que Guillermo había recibido, tanto en hombres como dinero, de aquel reino, y algunos estaban sorprendidos de la violenta y sacrílega acción que se acababa de cometer. El nombre de Carlos de Borgoña, persona que había de sentir muchísimo los acontecimientos de aquella noche, no podía caer bien, y la política inoportuna de pelear a la vez con los de Lieja y provocar al monarca de Francia, hizo una impresión deprimente en sus espíritus. De la Marck vio, en una palabra, que no sería ayudado, ni aun por los de su bando, en ningún nuevo acto de violencia inmediato, y, desechando la expresión terrorífica de su rostro, declaró «que no tenía la menor intención en contra de sus buenos amigos de Lieja, todos los cuales quedaban libres para abandonar Schonwaldt en cuanto quisiesen, aunque esperaba que pasasen, por lo menos, una noche con él de jarana para celebrar su victoria». Añadió con más calma de la usual en él, que «estaba dispuesto a entrar en negociaciones respecto al reparto del botín y a la adopción de medidas para su mutua defensa, bien al día siguiente, o tan pronto como ellos quisiesen. Mientras tanto, confiaba en que el joven escocés honraría su fiesta permaneciendo toda la noche en Schonwaldt».
El joven escocés dio las gracias; pero dijo que sus movimientos se atemperarían a los de Pavillon, al que acompañaba en esta ocasión; pero que, sin duda, le visitaría la primera vez que volviese a la morada del valiente Guillermo de la Marck.
—Si depende usted de mis movimientos —dijo Pavillon en voz alta—, es probable que abandone Schonwaldt sin perder momento, y si no vuelve a Schonwaldt más que en mi compañía, no es probable que lo vuelva a ver tan de prisa.
Esta última parte de su sentencia la dijo el honrado ciudadano para su capote, temeroso de las consecuencias de expresar en voz alta sus pensamientos, que, sin embargo, era incapaz de suprimir del todo.
—Manteneos junto a mí, mis decididos partidarios —dijo a los suyos—, y saldremos todo lo aprisa que podamos de esta cueva de ladrones.
La mayoría de los habitantes acomodados de Lieja allí presentes parecían ser de la misma opinión que el síndico, y casi la misma alegría se originó entre ellos cuando se apoderaron de Schonwaldt, que ahora, ante la perspectiva de salir incólumes del edificio, se les permitió salir del castillo sin oposición de ninguna clase, y Quintín se puso contento cuando volvió su espalda a estas formidables murallas.
Por primera vez desde que penetraron en este espantoso hall se aventuró Quintín a preguntar a la joven condesa cómo se encontraba.
—Bien, bien —contestó con prisa febril—, muy bien. No se detenga a hacer preguntas; no perdamos un instante en hablar. ¡Huyamos, huyamos!
Intentó acelerar su paso mientras hablaba; pero con tan poco éxito, que hubiera caído extenuada si Durward no la hubiera auxiliado. Con la ternura de una madre cuando libra a su hijo de un peligro, el joven escocés elevó en sus brazos su preciosa carga, y mientras ella rodeaba su cuello con un brazo, no pensando más que en su deseo de escapar, daba él por bien empleados los riesgos de la noche, ya que así concluía.
El honrado burgomaestre fue a su vez auxiliado y sostenido en su marcha por su fiel consejero Pedro y otro de sus partidarios, y de este modo, a toda prisa, alcanzaron las orillas del río, tropezando con numerosos grupos de ciudadanos que deseaban conocer los incidentes del sitio y la verdad de ciertos rumores circulados respecto a que los conquistadores habían reñido entre sí.
Evitando satisfacer su curiosidad como mejor pudieron, lograron Pedro y algunos de sus compañeros habilitar un bote para su uso, gozando así de algún reposo, tan favorable para Isabel, que continuaba sin movimiento en brazos de su salvador, como para el digno burgomaestre, quien, después de dar un sinfín de gracias a Durward, cuyo espíritu estaba ahora muy embargado para contestarle, comenzó una larga arenga, que dirigió a Pedro sobre su propio valor y benevolencia, y los peligros a que le exponían estas virtudes en ésta y otras ocasiones.
—Pedro, Pedro —dijo, resumiendo su queja de la tarde anterior—: Si yo no hubiese tenido un corazón atrevido no me hubiera metido en el fregado de ayer, ni en esa otra batalla de Saint Tron, donde un guerrero de Hainault me arrojó con su lanza en una zanja llena de barro, sin que nadie me ayudase hasta que la batalla terminó. Peter, esta misma noche mi valor me engañó, y me coloqué un coselete demasiado estrecho, que hubiera sido mi muerte si no es por la ayuda de este valiente joven caballero, cuyo oficio es la lucha, en la que le deseo grandes triunfos. La ternura de mi corazón, Pedro, ha hecho de mí un pobre hombre, y sólo el cielo sabe qué sinsabores me reserva aún con damas, condesas, y por guardar secretos, que me temo me puedan costar la mitad de mi fortuna y aun mi cuello.
Quintín no pudo permanecer silencioso por más tiempo; pero le aseguró que cualquier peligro o daño que corriese por motivo de la joven dama, ahora bajo su protección, sería motivo de reconocimiento y, en lo posible, pagado.
—Se lo agradezco, joven escudero arquero, se lo agradezco —contestó el ciudadano de Lieja—; pero ¿quién le ha dicho que deseo ninguna clase de pago por cumplir con el deber de un hombre honrado? Sólo me lamento de que me pueda costar esto o lo otro, y espero poder tener permiso para decir lo que me parezca a mi teniente.
Quintín dedujo de esto que su amigo pertenecía a esa clase numerosa de bienhechores de la Humanidad que se cobraban en gruñidos, sin guiarles otra cosa, al publicar sus molestias, que la de exaltar la idea del valioso servicio prestado, y por eso permaneció prudentemente en silencio, y consintió que el síndico continuase comentando con su teniente el riesgo y las pérdidas a que se había visto expuesto por su celo por el bien público y sus desinteresados servicios a las personas hasta que llegaron a su casa.
La verdad era que el honrado ciudadano sentía que había perdido un poco de importancia al consentir que el joven extranjero llevase la dirección de los acontecimientos en el hall del castillo de Schonwaldt, y aunque satisfecho con el efecto de la intervención de Durward en el momento, le parecía, al reflexionar, que había sufrido una disminución de prestigio, por lo que trató de lograr una compensación exagerando los derechos que tenía para la gratitud de su país en general, de sus amigos en particular, y más especialmente de la condesa de Troye y su joven protector.
Pero cuando el bote se detuvo en el fondo de su jardín y fue ayudado a desembarcar por Pedro, pareció como si al contacto con su casa se disipasen, desde luego, aquellos sentimientos heridos de opinión propia, y se convirtiese el obscuro y descontento demagogo en el patrón honrado, amable, hospitalario y amigo; llamó en alta voz a Trudchen, que apareció en seguida, pues el temor y la ansiedad habían sido causa de que muy pocos durmiesen aquella memorable noche en Lieja. Le recomendó que dedicase toda su atención al cuidado de la hermosa y medio desmayada forastera, y admirando sus encantos personales, mientras compadecía su desgracia, Gertrudis desempeñó su hospitalario deber con el celo y el afecto de una hermana.
Aunque era tarde y el síndico estaba fatigado, Quintín, por su parte, no pudo rehusar el ofrecimiento de un frasco de vino escogido y costoso, tan viejo como la batalla de Azincour, y hubiera tenido que someterse a participar de él, aunque involuntariamente, de no haberse presentado la madre de la familia, a quien Pavillon llamó en alta voz para que trajese de su alcoba las llaves de la bodega. Era una mujercilla alegre, que había sido bonita en su tiempo, pero cuya principal característica, desde hacía años, había sido una nariz roja y afilada, una voz chillona, y su determinación de que el síndico, por lo mismo que ejercía en el exterior su autoridad, debía permanecer en casa bajo la debida disciplina.
Tan pronto se percató de la naturaleza del debate entre su marido y su huésped, declaró ella rotundamente que el primero, en vez de buscar ocasión para más vino, había bebido ya demasiado; y lejos de utilizar, correspondiendo a su ruego, ninguno de los manojos grandes de llaves que colgaban de una cadena de plata de su cintura, le volvió la espalda sin más ceremonia y acompañó a Quintín al lindo y confortable aposento en donde debía pasar la noche, rodeado de tal confort como hasta ahora era probable que desconociese: en tanto exceden los poderosos flamencos no sólo a los pobres y rudos escoceses, sino a los mismos franceses, en todas las comodidades de la vida doméstica.