Capítulo XXI

El saqueo

Todas las puertas de la clemencia serán cerradas,

y el avezado soldado, áspero y duro de corazón,

tendrá libertad de actuar sanguinariamente,

con conciencia amplia como el infierno.

Enrique V.

La guarnición sorprendida y asustada del castillo de Schonwaldt había, sin embargo, durante algún tiempo, defendido bien la fortaleza contra los asaltantes; pero las inmensas avalanchas que, saliendo de la ciudad de Lieja se apiñaban para el asalto como abejas, distraían su atención y abatían su valor.

Hubo también al final deslealtad, ya que no traición, entre los defensores, pues algunos eran partidarios de rendirse, y otros, abandonando sus puestos, trataron de escapar del castillo. Muchos se arrojaron desde las murallas al foso, y los que escaparon de ahogarse arrojaron sus insignias y se salvaron mezclándose entre la muchedumbre de asaltantes. Unos pocos, adictos a la persona del obispo, se pusieron alrededor de él y continuaron defendiendo el gran torreón al que había huido; y otros, dudosos de recibir cuartel, o por un impulso de valor desesperado, defendían otros baluartes y torres destacadas del extenso edificio. Pero los asaltantes se habían apoderado de los patios y partes bajas del edificio, y estaban ocupados en perseguir a los vencidos y en buscar botín, mientras, cierto individuo, como si buscase esa muerte que todos los demás huían, intentaba abrirse paso en esta escena de tumulto y horror, bajo temores aun más horribles para su imaginación que lo eran para su vista y sentidos las realidades a su alrededor. Quien hubiera visto a Quintín Durward en aquella fatal noche, sin saber el móvil de su conducta, lo hubiera tomado por un hombre loco de atar; quien conociese sus motivos, le hubiera clasificado a la altura por lo menos de un héroe de romance.

Aproximándose a Schonwaldt por el mismo lado por el que le había dejado, el joven encontró a varios fugitivos que buscaban el bosque, los que naturalmente le evitaban como a un enemigo, porque venía en dirección opuesta de la que habían escogido. Cuando llegó más cerca pudo oír, y en parte vio, a hombres que se arrojaban desde la muralla del jardín al foso del castillo, y otros que parecían ser precipitados desde las almenas por los asaltantes. Su valor no decayó ni un momento. No había tiempo para encontrar el bote, aunque hubiese estado en condiciones de ser usado, y era inútil aproximarse a la puerta trasera del jardín que estaba llena de fugitivos, que de vez en cuando, a medida que rebasaban la puerta por el empuje de atrás, caían en el foso, que no tenían medios de cruzar.

Evitando ese paso, Quintín se arrojó al foso cerca de la que llamaban la pequeña puerta del castillo, y donde había un puente levadizo; que aún estaba levantado.

Evitó con dificultad el abrazo fatal de más de un náufrago que se hundía, y, nadando hasta el puente levadizo, se aseguró a una de las cadenas que colgaba, y haciendo un gran esfuerzo logró salir del agua y alcanzar la plataforma de la que estaba suspendido el puente. Cuando con manos y rodillas luchaba para asentar el pie, un lanzknecht, con su espada sangrienta en la mano, avanzó hacia él y levantó su arma para asestar un golpe que hubiera sido fatal.

—¿Cómo, compañero? —dijo Quintín en tono de autoridad—. ¿Es ésa la manera que tienes de ayudar a un camarada? Dame tu mano.

El soldado, en silencio, y no sin dudar un poco, le alargó su brazo y le ayudó a remontar la plataforma, y sin dejarle tiempo para reflexionar, continuó el escocés en el mismo tono de mando:

—¡A la torre occidental si quieres hacerte rico; el tesoro del obispado está en la torre occidental!

Y los rezagados, que escucharon estas palabras, como manada de lobos hambrientos tomaron dirección opuesta a la que Quintín estaba determinado a seguir a toda costa.

Conduciéndose como si fuera no uno de los conquistados, sino uno de los vencedores, penetró en el jardín y lo atravesó con menos interrupciones de las que podía esperar, pues el grito ¡A la torre occidental!, había desplazado un grupo de asaltantes y otro era convocado con gritos de guerra y toques de trompeta para ayudar a rechazar una salida desesperada intentada por los defensores del torreón, que abrigaban la esperanza de escapar del castillo, llevando consigo al obispo. Quintín cruzó el jardín con paso acelerado y corazón angustioso, encomendándose a aquellos poderes celestiales que le habían protegido en numerosos trances peligrosos de su vida y decidido a triunfar en su propósito o a dejar su vida en esta empresa desesperada. Antes de salir del jardín tres hombres se precipitaron sobre él, con lanzas dirigidas a su persona, gritando:

—¡Lieja! ¡Lieja!

Poniéndose a la defensiva, pero sin herir, replicó:

—¡Francia, Francia, amigo de Lieja!

—¡Viva Francia! —gritaron los vecinos de Lieja, y pasaron.

La misma frase resultó ser un talismán para evitar los ataques de cuatro o cinco de los secuaces de La Marck, a quienes encontró extraviados en el jardín, y que pretendían cargar sobre él, gritando:

—¡Sanglier!

En una palabra, Quintín tenía la esperanza de que su carácter de emisario del rey Luis, el instigador bajo cuerda de los insurrectos de Lieja, y el mantenedor secreto de Guillermo de la Marck, podía guiarle a través de los horrores de la noche.

Al llegar a la torrecilla se sobrecogió cuando encontró la pequeña puerta lateral, por la que Marthon y la condesa Hameline se habían, no hacía mucho, reunido con él, bloqueada por más de un cadáver.

Apartó de prisa a dos de ellos, y estaba poniendo el pie sobre el tercer cuerpo para penetrar en el vestíbulo cuando el supuesto hombre muerto se asió a su capa y le rogó se quedara y le ayudara a levantarse. Quintín se disponía a emplear procedimientos más radicales para librarse de este obstáculo inesperado, cuando el hombre caído continuó diciendo:

—¡Estoy ahogándome en mi armadura! ¡Soy el síndico Pavillon, de Lieja! ¡Si os ponéis de mi parte, le enriqueceré; si estáis de la parte contraria, le protegeré; pero no me deje morir como un cerdo, asfixiado!

En medio de esta escena de sangre y confusión, la presencia de ánimo de Quintín le sugirió que este dignatario podía disponer de medios para proteger su retirada. Le levantó sobre sus pies y le preguntó si estaba herido.

—No estoy herido; por lo menos no lo creo —contestó el ciudadano—; pero sí desfallecido.

—Siéntese en esta piedra y recobre fuerzas dijo Quintín; —vuelvo en seguida.

—¿Por qué país lucha usted? —dijo el ciudadano deteniéndole aún.

—Por Francia, por Francia —contestó Quintín intentando escaparse.

—¿Cómo, mi joven arquero? —dijo el digno síndico—. Ya que ha sido mi sino encontrar un amigo en esta terrible noche, le prometo que no le abandonaré. Vaya donde vaya, yo le seguiré, y si pudiese reunir a algunos de los mozos de mi gremio, podría ayudarle a mi vez, pero están todos diseminados por ahí. ¡Oh, es una noche terrible!

Durante este tiempo se arrastraba detrás de Quintín, que, conocedor de la importancia de asegurarse la ayuda de persona de tanta influencia, retardó su paso para ayudarle, aunque maldiciendo en el fondo de su corazón el impedimento que le retrasaba.

En lo alto de la escalera había una antecámara con cajas y baúles, que tenían señales de haber sido saqueados, ya que algunos de sus contenidos yacían por el suelo. Una lámpara, que se extinguía sobre la chimenea, arrojaba un débil rayo de luz sobre un hombre muerto o sin sentido que estaba caído delante de la chimenea.

Apartándose de un salto de Pavillon, como un galgo que huye del látigo de su amo, y con un esfuerzo que casi le derribó, Quintín recorrió una segunda y tercera habitación, la última de las cuales parecía ser el dormitorio de las damas de Croye. Ninguna persona se veía en ellas. Llamó a lady Isabel, primero en voz baja, y después más alto y con acento desesperado, pero no obtuvo contestación. Se retorció las manos, se tiró de los pelos y pateó el suelo con desesperación. Por fin, un débil rayo de luz, que lucía por una rendija a través del tabique, en un rincón de la alcoba, delató algún retiro o escondrijo detrás de la tapicería. Quintín no perdió tiempo para examinarla. Encontró que existía allí una puerta oculta, pero resistió a sus precipitados esfuerzos para abrirla. Sin preocuparse del daño personal que podía sufrir, se echó sobre la puerta con toda la fuerza y peso de su cuerpo; y fue tal el ímpetu de un esfuerzo incrementado por la esperanza y la desesperación, que hubiera derribado cierres mucho más fuertes.

Forzó así el paso, casi de cabeza, a un pequeño oratorio, en donde una figura femenina, que había estado arrodillada, en angustiosa súplica ante la sagrada imagen, ahora yacía tendida en el suelo, llena del pánico que este tumulto que se aproximaba le producía. La levantó rápidamente del suelo, y, ¡alegría de las alegrías!, era la que soñaba en salvar —la condesa Isabel—. La estrechó contra su pecho, la exhortó a que despertase, la rogó que cobrase ánimo, pues ya se encontraba bajo la protección de uno con corazón y brazo suficientes para defenderla contra ejércitos enteros.

—¡Durward! —exclamó cuando hubo vuelto en sí—. ¿Es usted? Entonces queda alguna esperanza. Creía que todos mis amigos me habían abandonado a mi suerte. ¡No me abandone de nuevo!

—¡Nunca, nunca! —dijo Durward—. ¡Ocurra lo que ocurra, cualquiera que sea el peligro, seré copartícipe de su suerte hasta que ésta sea feliz de nuevo!

—Muy patético y conmovedor —dijo una voz cascada y asmática detrás de la suya—. Un asunto de amor, por lo que veo, y compadezco a la tierna criatura como si fuese mi propia hija.

—Debe hacer algo más que compadecernos —dijo Quintín volviéndose hacia el que había hablado—; debe procurar ayudarnos, Meinheer Pavillon. Esté seguro que esta dama fue puesta bajo mi especial custodia por su aliado el rey de Francia; y si no me ayuda a protegerla contra toda ofensa y violencia, su ciudad perderá la protección de Luis de Valois. Sobre todo, debe ser preservada de las manos de Guillermo de la Marck.

—Eso será difícil —dijo Pavillon—, pues estos desalmados lanzknechts son muy constantes para buscar las mozas; pero haré todo lo que pueda. Pasaremos a la otra habitación y allí reflexionaré. La escalera es estrecha, y usted puede defender la puerta con una pica mientras yo miro por la ventana para tratar de reunir algunos de mis activos muchachos del gremio de curtidores de Lieja, que son tan fieles como los cuchillos que llevan en sus cinturones. Pero primero quíteme estos broches, pues no he llevado este coselete desde la batalla de Saint Tron[52], y peso cuarenta y dos libras más que entonces si no mienten las básculas holandesas.

El verse libre de la armadura de hierro fue un gran respiro para el buen hombre, que, al colocársela, había tenido más en cuenta su celo por la causa de Lieja que su capacidad para llevar armas. Después se averiguó que arrastrado hacia adelante involuntariamente y elevado sobre las murallas por sus compañeros cuando emprendieron el asalto, el magistrado había sido llevado de aquí para allá, según las fluctuaciones del ataque y la defensa, sin poder pronunciar una palabra hasta que, como trozo de madera a la deriva que el mar arroja en la primera ensenada que encuentra, había acabado por ser impulsado a la entrada de las habitaciones de las damas de Croye, donde el impedimento de su armadura, junto con el peso sobrepuesto de los dos hombres muertos en la entrada, y que cayeron encima de él, hubiera sido cansa suficiente para que permaneciese allí tendido largo tiempo de no haber sido libertado por Durward.

El mismo ardor de temperamento que hacía de Hermann Pavillon un intransigente y exaltado en materia política, le hacían en la vida privada un hombre de buen carácter y corazón tierno, que aunque a veces era mal aconsejado por la vanidad, resultaba siempre benévolo y bien intencionado. Participó a Quintín que sentía especial interés por la pobre y linda yung frau; y después de esta innecesaria exhortación comenzó a gritar desde la ventana:

—¡Lieja, Lieja, por los bravos mozos del gremio de curtidores!

Uno o dos de sus partidarios, que estaban más próximos, se reunieron al oír sus gritos y el silbido peculiar con que les acompañó (cada uno de los gremios disponía de una señal semejante); y cuando después se juntaron más, establecieron una guardia bajo la ventana desde la que su jefe estaba voceando, y ante la puerta trasera.

Los asuntos parecía que comenzaban a tomar un sesgo más tranquilo. Toda resistencia había cesado, y los jefes de los diferentes grupos de asaltantes tomaban medidas para impedir un saqueo a capricho. La gran campana fue tocada como citando a consejo militar, y su lengua de hierro, que comunicaba a Lieja el asalto triunfal de Schonwaldt por los insurgentes, fue contestada por todas las campanas de la ciudad, cuyas voces distantes, y clamorosas, parecían gritar: ¡Salve a los vencedores! Parecía natural que Meinheer Pavillon saliese ya de aquel retiro; pero bien por cuidar devotamente de los que había tomado bajo su protección o quizá para asegurar más su propia salvación, se contentó con despachar, mensaje tras mensaje, ordenando a su teniente, Peterkin Geislaer, que viniese a buscarle enseguida.

Peterkin llegó al fin, con gran consuelo suyo, por ser la persona en quien, en todas las ocasiones apremiantes, bien de guerra, políticas o comerciales, estaba acostumbrado Pavillon a depositar su confianza. Era de cuerpo recio y rechoncho, con cara cuadrada y anchas cejas negras, que anunciaban un carácter terco y aficionado a discutir. Llevaba un coleto de ante, un cinturón ancho y machete a un costado, y en la mano una alabarda.

—Peterkin, mi querido teniente —dijo su jefe—, éste ha sido un glorioso día —noche, quiero decir—; espero que estarás contento, desde luego.

—Me alegra saber que usted lo está —dijo el valeroso teniente—; aunque no pensaba que usted hubiera celebrado la victoria, si puede llamársele así, solo consigo mismo en este desván cuando se le necesita en consejo.

—¿Pero hago falta allí? —dijo el síndico.

—Se han reunido para defender los derechos de Lieja, que están en más peligro que nunca —contestó el teniente.

—¡Bah, Peterkin! —contestó su principal—, eres un gruñidor sempiterno.

—¿Gruñidor? Yo, no —dijo Peterkin—; lo que agrada a otros siempre me agradará. Sólo me gustaría no tener rey Cigüeña en vez de rey Palo, como dice la fábula que el dependiente de Saint Lambert acostumbraba a leernos, del libro de Meister Esopo.

—No comprendo qué quieres decir, Peterkin —dijo el síndico.

—Quiero decir, Master Pavillon, que este jabalí u oso es probable que haga de Schonwaldt su guarida, y es probable que se convierta en tan mal vecino para nuestra ciudad como siempre lo fue el viejo obispo, y aun peor. Se atribuye todo el mérito de la conquista y está pensando si se llamará príncipe u obispo, y es una vergüenza ver cómo tratan al anciano.

—No lo permitiré, Peterkin —dijo Pavillon con viveza—; me disgusta la mitra, pero no la cabeza que la lleva. Somos diez para uno y no permitiremos ese trato, Peterkin.

—Ay, somos diez contra uno en el campo, pero sólo uno contra uno en el castillo; además, ese Nikkel Blok el carnicero, y toda la gentuza de los suburbios, toman partido con Guillermo de la Marck, en parte por saus und braus (vivir a todo tren) (pues ha mandado abrir todos los barriles de cerveza y toneles de vino), y en parte por antigua envidia hacia nosotros, que somos los artesanos y gozamos de privilegios.

—Peter —dijo Pavillon—, iremos ahora a la ciudad. No permaneceré más tiempo en Schonwaldt.

—Pero los puentes del castillo están levantados, señor —dijo Geislaer—, las puertas cerradas y guardadas por esos lanceros, y si intentásemos forzar nuestro camino, estos individuos, cuyo oficio diario es la guerra, darían buena cuenta de nosotros, que sólo luchamos de higos a brevas.

—¿Pero por qué ha asegurado las puertas? —dijo el alarmado ciudadano—. ¿Qué interés puede tener en hacer prisioneros a hombres honrados?

—No lo sé —contestó Pedro—. Algún rumor corre de unas damas de Croye que han escapado durante el asalto del castillo. Eso primero puso fuera de sí al Hombre de la Barba, y ahora continúa estándolo con la borrachera que ha cogido.

El burgomaestre lanzó una mirada de desconsuelo a Quintín y parecía no saber qué partido tomar. Durward, que no había perdido una palabra de la conversación, que le alarmó mucho, se percató, no obstante, que la única salvación de ellos dependía de que él conservase su presencia de ánimo y sostuviese el valor de Pavillon. Intervino decididamente en la conversación como persona que tiene derecho a tener voz en las deliberaciones.

—Estoy avergonzado —dijo—, Meinheer Pavillon, de ver que duda cómo obrar en esta ocasión. Diríjase, desde luego, a Guillermo de la Marck y pida permiso para salir del castillo para usted, su teniente, su escudero y su hija. No puede tener la pretensión de mantenerle prisionero.

—Para mí y mi teniente, o sea, yo y Pedro, está bien; ¿pero quién es mi escudero?

—Por ahora lo soy yo —replicó el impertérrito escocés.

—¡Usted! —dijo el sorprendido ciudadano—, ¿pero no es usted el enviado del rey Luis de Francia?

—Es cierto; pero mi mensaje es para los magistrados de Lieja y sólo en Lieja lo entregaré. Si participase a Guillermo de la Marck mi condición es probable que me detuviese. Debe usted procurar que salga en secreto del castillo como escudero suyo.

—Bien, mi escudero, pero habló usted de mi hija; mi hija está, confío, salva en mi casa de Lieja, donde me gustaría que su padre estuviese con toda mi alma y corazón.

—Esta dama —dijo Durward— le llamará padre mientras estemos en este sitio.

—Y después, por toda mi vida —dijo la condesa arrojándose a los pies del ciudadano y abrazando sus rodillas—. No habrá un solo día en que no le honre, ame y ruegue por usted como hija por su padre si me ayuda en este pavoroso paso. ¡Oh! ¡No sea cruel! ¡Piense en que su propia hija puede arrodillarse alguna vez ante un extranjero pidiendo amparo para su vida y honor; piense en esto y deme la protección que le gustaría que ella recibiese!

—Pienso, Pedro —dijo el buen ciudadano muy conmovido con su patético ruego—, que esta linda doncella tiene algo de la dulce expresión de la mirada de nuestra Trudchen; lo pensé desde el primer momento; y que este animoso joven se asemeja algo al galán de Trudchen. Apostaría cualquier cosa a que éste es asunto amoroso de verdad y que no es pecado el protegerlo.

—Aunque fuera ilegítimo y pecásemos debería protegerse —dijo Pedro, flamenco de buen fondo, no obstante toda su vanidad.

—Ella será, pues, mi hija —dijo Pavillon—; bien cubierta con su negro velo de seda, y si no hay bastantes curtidores de corazón para protegerla, al ser la hija de su síndico, sería una lástima que hubiesen de seguir trabajando el cuero. Pero escuche, hay que contestar a las preguntas que hagan. ¿Qué hay que decir si me preguntan qué es lo que hacía mi hija aquí en semejante carnicería?

—¿Qué pensaban hacer la mitad de las mujeres de Lieja cuando nos siguieron al castillo? —dijo Peter—; no tenían otras razones sino que era justamente el único sitio del mundo donde no debían haber ido. Nuestra yung frau Trudchen ha venido un poco después de las demás; eso es todo.

—Muy bien dicho —dijo Quintín—: Sea únicamente atrevido y acepte el buen consejo de este caballero, Meinheer Pavillon, y sin molestias para usted hará la más digna acción desde los días de Carlomagno. Amable señorita, envuélvase en este velo (pues muchos artículos de vestuario femenino aparecían esparcidos por la habitación); tenga confianza, y transcurridos unos pocos minutos se verá en libertad y a salvo. Noble señor —añadió dirigiéndose a Pavillon—, adelante.

—Alto, alto, un momento —dijo Pavillon—. ¡Mi ánimo se llena de duda! Este De la Marck es una furia, un perfecto jabalí de nombre y de manera de ser. ¿Qué sucedería si la joven dama fuese una de esas Croye? ¿Y qué si la descubriese y montase en cólera?

—Y aunque yo fuese una de esas infelices mujeres —dijo Isabel intentando de nuevo arrojarse a sus pies—, ¿podría usted por eso rechazarme en este momento de desesperación? ¡Oh, si yo fuese vuestra hija o la hija del más pobre ciudadano!

—Está usted obligado a protegerla, aunque fuera una duquesa —dijo Pedro—, una vez dada vuestra palabra.

Tienes razón, Pedro; tienes razón —dijo el síndico—; es nuestra antigua costumbre del País Bajo, ein wort, ein man (un hombre de palabra); y ahora a nuestro asunto. Debemos despedirnos de este Guillermo de la Marck, y mi ánimo decae cuando pienso en ello, y si fuese una ceremonia de la que se pudiese prescindir, me alegraría, pues no tengo estómago para pasar por ella.

—¿No sería mejor, ya que dispone de una fuerza, forzar la guardia y hacerse con la puerta? —dijo Quintín.

Pero a una Pavillon y su consejero protestaron de la oportunidad de ataque semejante contra unos soldados aliados, mencionando su arrojo, lo que convenció a Quintín de que no era riesgo a que debían exponerse con tales asociados. Resolvieron, por tanto, presentarse en el gran hall del castillo, donde, según tenía entendido, el Jabalí salvaje de las Ardenas celebraba su triunfo, y pedirle libre salida para el síndico de Lieja y sus acompañantes, petición demasiado razonable, al parecer, para ser negada. Aun el buen burgomaestre gruñó cuando miró a sus compañeros, y dijo a su fiel Pedro:

—¡Mira a lo que conduce el ser demasiado arriesgado y tierno de corazón! ¡Ay! Perkin, ¡cuánto me ha costado el ser valiente y bondadoso! ¡Y cuánto voy a tener aún que sufrir por mis virtudes antes de que el cielo nos libre de este condenado castillo de Schonwaldt!

Mientras cruzaban los patios, aun llenos de cadáveres y moribundos, Quintín, que sostenía a Isabel a través de este escenario de horrores, le murmuró al oído frases de aliento y consuelo y le recordó que su salvación dependía exclusivamente de su firmeza y presencia de espíritu.

—No del mío, no del mío —dijo—, sino del de usted, del de usted. ¡Oh! ¡Pero si escapo de esta noche espantosa, nunca olvidaré a quién me salvó! ¡Un sólo favor, déjeme implorar que me lo conceda, por el recuerdo de su madre y el honor de su padre!

—¿Qué es lo que puede pedirme que pueda yo negar? —dijo Quintín en voz baja.

—Que hunda su daga en mi corazón —dijo ella— antes de dejarme cautiva en poder de estos monstruos.

La única respuesta de Quintín fue apretar la mano de la joven condesa, que parecía como si influida por el terror quisiese devolver la caricia. E inclinada en su joven protector penetró en el temido hall, precedida de Pavillon y su teniente y seguida de los kurschenshaft o curtidores, que acompañaban, como guardia de honor, al síndico.

A medida que se aproximaban al hall, las aclamaciones y explosiones de carcajadas salvajes, que procedían del mismo, parecían más bien anunciar una francachela de demonios alegres celebrando algún triunfo conseguido sobre la raza humana, que de seres mortales, que han logrado realizar un plan atrevido. El aparente valor de la condesa Isabel era sostenido sólo por la desesperación; el de Durward era el característico de los espíritus enérgicos que se crecen en los casos extremos, mientras Pavillon y su teniente hacían de la virtud una necesidad y hacían frente a su sino como animales acorralados que tienen que jugarse el todo por el todo para salvarse.