La esquela
Márchate; gozarás de prosperidad, si lo deseas.
Si no, sigue siendo modelo de criados,
no apto para ser favorecido por la suerte.
Duodécima noche.
Cuando hubieron terminado de comer, el capellán, quien parecía haberle tomado a Quintín algún afecto, o que deseaba saber por él más informes concernientes al motín de la mañana, le llevó a un salón apartado, las ventanas del cual daban por un lado al jardín; y al observar que su compañero escudriñaba con avidez el mismo, propuso a Quintín bajar a él para ver los curiosos arbustos de otras tierras, con los que el obispo había enriquecido los parterres. Quintín se excusó de entrar, y además le comunicó la orden que había recibido aquella mañana. El capellán sonrióse y dijo:
—Eso era, desde luego, una antigua prohibición respecto al jardín privado del obispo; pero eso —añadió con una sonrisa— sucedía cuando nuestro reverendo padre era un príncipe y joven prelado, con no más de treinta años de edad, y cuando muchas hermosas damas frecuentaban el castillo buscando consuelos espirituales. Era, pues, necesario —dijo con mirada baja y sonriendo maliciosamente— que esas señoras, que sufrían preocupaciones de conciencia y que siempre se alojaban en las habitaciones que ahora ocupa la noble canonesa, tuviesen algún espacio seguro para tomar el aire, libre de la intromisión de profanos. Pero en estos últimos años —añadió— esta prohibición, aunque no ha sido formalmente derogada, no se observa en absoluto, y queda como una superstición en el cerebro de un jubilado ujier. Bajaremos ahora —continuó— y probaremos si el lugar sigue prohibido o no.
Nada podía ser más agradable a Quintín que el proyecto de entrar libremente en el jardín, dentro del cual, y si la suerte favorecía a su pasión, esperaba comunicar, o al menos obtener, algún indicio del objeto de su amor en alguna de aquellas torrecillas o balcón saledizo, similar al punto de vista que tuvo en la hostería de La Fleur de Lys, cerca de Plessis, o La Torre del Delfín, dentro del castillo mismo. Isabel parecía estar destinada, cualquiera que fuese su alojamiento, a ser la Dama de la Torrecilla.
Cuando Durward descendió con su nuevo amigo al jardín, el último parecía un filósofo terreno enteramente dedicado a las cosas de la tierra; mientras que los ojos de Quintín, si no se dirigían al cielo como aquéllos de los astrólogos, erraban, al menos, alrededor de las ventanas, balcones y especialmente por las torrecillas, las cuales sobresalían por todas partes del antiguo castillo, para ver si por alguna de ellas descubría a su preferida.
Mientras tanto, el joven enamorado no prestaba apenas atención a la enumeración de plantas, hierbas y arbustos que el reverendo guía le señalaba, de las cuales una había sido escogida por su valor medicinal; otra, mejor aún, por proporcionar sabor favorable al potaje, y esta tercera, la mejor de todas, pues aunque no poseía mérito alguno, era extraordinariamente rara. Sin embargo, era necesario aparentar algún interés, lo cual encontraba el joven de suma dificultad, y más bien deseaba enviar al demonio al oficioso naturalista y todo el reino vegetal. Por fin, el sonido de una campana le libró del capellán, que partió a cumplir un deber de su cargo.
El reverendo hombre se excusó —innecesariamente— por tener que dejarle, y concluyó asegurándole que podía pasear por el jardín hasta la hora de cenar sin riesgo de ser molestado.
—Éste es —dijo— el sitio donde yo siempre estudio mis sermones, por ser el menos frecuentado por los extraños. Ahora voy a pronunciar uno en la capilla; si usted quiere puede favorecerme con su presencia. Me dicen que soy buen orador. ¡No es mía la gloria: cada cual tiene un don!
Quintín se excusó por esa tarde pretextando un gran dolor de cabeza, que con el aire libre se curaría mejor, y por fin partió el religioso, dejándole solo.
Puede imaginarse fácilmente que a la detenida inspección que ahora hacía a su gusto de todas las ventanas o huecos que miraban al jardín no podían escapar los huecos cerca de la puertecilla por la cual vio a Marthon dar entrada a Hayraddin, y que, según éste pretendía, conducía a las habitaciones de las condesas. Pero nada se movía ni se mostraba que pudiese impugnar o confirmar el cuento del bohemio, hasta que fue obscureciendo, y Quintín empezó a sospechar, sin saber por qué, que su estancia prolongada en el jardín podía ser objeto de enojo o sospecha.
Justamente cuando había resuelto irse y estaba dando la última vuelta bajo las ventanas que tanto le atraían, oyó sobre él un ligero y cauto ruido, como de una tos que intentase llamar su atención sin llamar la de otros. Al mirar hacia arriba con alegre sorpresa se abrió una ventana y vio una mano femenina que dejaba caer una esquela, la cual cayó en un rosal trepador que crecía al pie del muro. La precaución adoptada para arrojar esta carta prescribía igual prudencia y secreto para leerla. El jardín, rodeado, como ya hemos dicho, por los demás cuerpos del palacio, estaba dominado, naturalmente, por las ventanas de muchas habitaciones; pero había una especie de gruta de roca artificial, la cual el capellán le había mostrado con gran complacencia. Caer la esquela, metérsela en el pecho y correr a este sitio oculto fue cosa de un minuto. Aquí ya abrió el preciado pergamino y bendijo la memoria de los monjes de Aberbrothick, cuya educación le hacía capaz de descifrar su contenido.
La primera línea contenía este mandato: «Lea esto en secreto». Y el contenido era como sigue: «Lo que sus ojos atrevidamente han dicho, los míos quizá temerariamente lo hayan entendido. Pero las persecuciones injustas hacen atrevidas a sus víctimas, y mejor sería arrojarme a la gratitud de uno, que ser el objeto de persecución de muchos. La Fortuna tenía su trono sobre una roca, que hombres valientes no temieron escalar. Si usted desea hacer algo por quien arriesga mucho, esté mañana dentro del jardín, a primera hora, llevando en la gorra una pluma azul y blanca; pero no espere más noticias. Su estrella, según dicen, le destina a grandezas y le dispone a la gratitud. Adiós; sea fiel, resuelto, atrevido, y no dude de su suerte».
Dentro de esta carta había un anillo con un diamante, el cual estaba tallado en forma de rombo, las antiguas armas de la casa de Croye.
El primer sentimiento de Quintín en esta ocasión fue un éxtasis puro —orgullo y alegría que parecían transportarle al cielo— y la determinación de morir o de vencer, con ayuda de su espada, los mil obstáculos que se atravesaban entre él y el fin de sus deseos.
En esta especie de arrobamiento, que le incapacitaba para pensar o irse, permaneció sólo un momento, decidiéndose al fin a retirarse al interior del castillo, firmemente resuelto a escudarse en su jaqueca para no reunirse al séquito del obispo a la hora de la cena, y encendiendo la lámpara, se dirigió al cuarto que le habían asignado para leer y releer una y otra vez el preciado billete y besar miles de veces el no menos preciado anillo.
Pero esos sentimientos elevados no podían seguir por mucho tiempo en el mismo tono. Un pensamiento se apoderaba de él, aunque lo desechaba por ingrato y casi insultante, a saber: que la franqueza de la confesión que ella hacía aparecía como una indelicadeza por parte suya y no estaba en consonancia con el elevado sentimiento romántico de adoración con que siempre había venerado a lady Isabel. Conforme apareció este pensamiento, lo ahogó como hubiese ahogado a una odiosa y repugnante víbora que se hubiese introducido en su lecho. ¿Iba a ser él, él, el favorecido, por quien ella había descendido de su esfera, quien le echase en cara el acto de condescendencia sin el cual él no se hubiese atrevido a levantar sus ojos hacia ella? ¿No se invertían, en su caso, dada su alta alcurnia, los procedimientos corrientes que imponen silencio a las damas hasta que el enamorado haya hablado el primero? A estos argumentos, que atrevidamente transformó en razonamientos, su vanidad podía sugerirle otro, que él procuraba no representárselo, aun mentalmente, con la misma franqueza: que el mérito de la mujer amada podía excusar tal vez, por parte de ella, el haberse apartado de las reglas usuales; y después de todo, como en el caso del Malvolio, había ejemplo de ello en las crónicas. El caballero de categoría inferior, cuya leyenda acababa de leer, carecía, como él, de tierras y medios de vivir, y, sin embargo, la generosa princesa de Hungría le otorgó sin escrúpulos muestras más substanciales de su afecto que el billete que él acababa de recibir:
Bien venido —dijo ella—, mi dulce escudero;
mi corazón se inflama, mi alma es toda anhelo;
te daré tres besos,
y también quinientas libras de regalo.
Y la misma verídica historia hizo al rey de Hungría exclamar:
He conocido a más de un paje
que llegó a ser príncipe por su casamiento.
Con esto, Quintín, generosa y magnánimamente se reconcilió con la línea de conducta seguida por la condesa, de la cual probablemente iba a ser tan beneficiado.
Pero este escrúpulo fue reemplazado por una nueva duda, difícil de digerir: el traidor Hayraddin había estado en las habitaciones de las damas, y según presumía Quintín, por espacio de cuatro horas; y considerando los datos de que había hecho alarde, de poseer una influencia de orden decisivo sobre las aspiraciones de Quintín Durward, ¿quién le podría asegurar que esto no fuese un truco de sus embustes? Y si así fuese, ¿no parecía probable que semejante villano estuviese en pie de concebir algún nuevo plan de traición, tal vez para arrancar a Isabel fuera de la protección del venerado obispo? Éste era un asunto que debía ser cuidadosamente examinado, pues Quintín, que sentía repugnancia por ese individuo, derivada de la insolencia descocada con la que había confesado su libertinaje, no podía esperar que nada en que él interviniera pudiese llegar a un honrado y feliz término.
Estos diversos pensamientos rondaron por la imaginación de Quintín como una niebla que obscurecía el hermoso paisaje que al principio se había imaginado, y el sueño no acudió a sus ojos aquella noche. A la hora de prima —¡ay!, y también una hora antes de que sonase— ya estaba en el jardín del castillo, donde nadie le opuso resistencia a entrar, con una pluma de los colores indicados, y tan elegante como pudo ponerse en tal prisa. Ningún indicio hubo de que se percatasen de su presencia en cerca de dos horas; por fin oyó unas cuantas notas de laúd, y en seguida se abrió una ventana en el lado derecho, encima de la puertecilla por la cual Marthon entró a Hayraddin, y esplendente de belleza apareció Isabel en el hueco de ella; le saludó medio bondadosamente, medio azorada, y se puso colorada en extremo cuando Quintín, con profunda y expresiva resistencia, le devolvió su cortesía; después cerró la ventana y desapareció.
¡La luz del día no descubrió nada más! La autenticidad de la carta estaba asegurada: solamente restaba saber cuál iba a ser la continuación; y sobre esto, la hermosa escritora no le había dado dato alguno. Pero ningún peligro inminente amenazaba. La condesa estaba en un fuerte castillo, bajo la protección de un príncipe a la vez respetable por su edad y venerable por su autoridad eclesiástica. No había motivo próximo ni ocasión para que el exaltado caballero se mezclase en la aventura; sólo le cabía estar dispuesto para ejecutar las órdenes que ella le diese, vinieren de donde fuese. Pero la fatalidad se encargó de que entrase en acción antes de lo que él esperaba.
Era la cuarta noche después de su llegada a Schonwaldt, y Quintín había dispuesto que el palafrenero que los había acompañado en el viaje regresase a la mañana siguiente a la corte de Luis, con carta suya para su tío lord Crawford, renunciando al servicio de Francia; para lo cual la traición a que había estado expuesto, por las instrucciones privadas dadas a Hayraddin, le sirvió de excusa tanto desde el punto de vista del honor como de la prudencia; yéndose al lecho con ideas halagüeñas que flotaban alrededor de su cabecera de joven apasionado que pensaba que su amor era correspondido.
Pero los sueños de Quintín, que al principio participaron de la feliz influencia bajo la cual se había dormido, comenzaron gradualmente a ser de carácter terrorífico.
Se veía paseando con la condesa Isabel a la orilla de un tranquilo y apartado lago, tal como eran los de su país nativo, y le hablaba de su amor, sin conciencia de los impedimentos que había entre ellos. Ella se sonrojó al escucharlo. ¿Cómo podía haber esperado, por el tono de la carta, que, durmiendo o despierto, se hallaba siempre junto a su corazón? Pero la escena cambió súbitamente, pasando del verano al invierno, de la calma a la tempestad: el viento y las ondas se encrespaban con tal furia, como si los genios del agua y del aire estuviesen luchando como dos rivales para conseguir su imperio. Las aguas enfurecidas les impedían avanzar o retroceder; la tempestad creciente, que echaba al uno sobre el otro, parecía hacer imposible su permanencia en aquel paraje, y la terrible sensación producida por el peligro aparente despertó al soñador.
Despertóse; pero aunque la visión había desaparecido, dejándole frente a la realidad, el ruido que probablemente la sugirió continuaba todavía sonando en sus oídos.
El primer impulso de Quintín fue sentarse en la cama, oyendo con asombro los ruidos, que parecían anunciar una tempestad, la mayor que podía haberse cernido sobre las Montañas Grampianas, cuando de repente se dio cuenta de que el tumulto no era originado por la furia de los elementos, sino por el furor de los hombres.
Saltó de la cama y miró por la ventana de su cuarto; pero ésta daba al jardín, y por aquel lado todo estaba tranquilo, aunque al abrirla se hizo más notorio el ruido, pareciendo que el castillo era sitiado y asaltado por un numeroso y determinado enemigo. Rápidamente recogió sus ropas y armas, poniéndoselas todo lo de prisa que le permitía la obscuridad y la sorpresa, cuando oyó que llamaban a su puerta.
Como Quintín no respondiese inmediatamente, la puerta, que era delgada, fue forzada desde fuera, y el que se introdujo anunció, por su peculiar dialecto, ser el bohemio Hayraddin Maugrabin. Llevaba en la mano una mecha encendida, cuya llama producía un fuego rojizo, con la cual encendió un farolillo que sacó de su pecho.
—El horóscopo de sus destinos —dijo enérgicamente a Durward sin más explicaciones— depende ahora de una determinación momentánea.
—¡Pícaro! —dijo Quintín—; hay una traición que nos rodea, y dondequiera que haya una traición, tú tienes que tomar parte en ella.
—Usted está loco —respondió Maugrabin—. Yo nunca he traicionado a ninguno sino por ganar algo; ¿y para qué le iba yo a traicionar si de su salvación puedo sacar más partido que de su destrucción? Escuche un momento, si es que le es posible ser sensato, antes de que no haya remedio. La gente de Lieja se ha levantado; Guillermo de la Marck, con su banda, los ayuda. Si hubiera medios para resistir, sus hombres y su furia serían vencidos; pero no hay casi ninguno. Si usted quiere salvar a la condesa y sus esperanzas, sígame en nombre de quien le envió un diamante, tallado con tres leopardos.
—Muéstrame el camino —dijo Quintín de prisa—. ¡En ese nombre arriesgo todos los peligros!
—Como yo lo voy a arreglar —dijo el bohemio— no hay peligro si usted sabe desentenderse de lo que suceda a su alrededor, ya que no le debe importar nada; porque, después de todo, ¿qué más le da que el obispo, como lo llaman, lleve a la degollina a su rebaño, o que su rebaño degüelle al pastor? ¡Ja, ja, ja! Sígame, pero con cautela y paciencia; domine su genio y confíe en mi prudencia, y mi deuda de gratitud estará pagada, y usted tendrá a la condesa por esposa. Sígame.
—Sigo —dijo Quintín desenvainando su espada—; ¡pero en el momento en que vislumbre el menor signo de traición, tu cabeza y tu cuerpo quedarán separados por tres yardas de distancia!
Sin ninguna conversación más, el bohemio, viendo que Quintín estaba ya listo y armado, bajó las escaleras delante de él, pasando rápidamente por varios pasillos laterales, hasta que llegaron al jardincito. Apenas si había luz por aquel lado, y se oía muy escaso alboroto; pero no bien se encontró Quintín dentro del jardín, el ruido en el lado opuesto del castillo se hizo ensordecedor, pudiendo oír los gritos de «Liège!, Liège!, Sanglier!, Sanglier!», lanzados por los asaltantes, mientras que se oían otros más débiles de «¡Nuestra Señora estará con el príncipe obispo!», dichos en tono desmayado por los soldados del prelado, quienes se apresuraban, aunque sorprendidos y con notoria desventaja, a la defensa de las murallas.
Pero el interés de la lucha, no obstante el carácter marcial de Quintín Durward, le era indiferente en comparación de la suerte que pudiera correr Isabel de Croye, la cual tenía razón para temerlo: sería horrible si llegase a caer en poder del resuelto y cruel salteador, que, según parecía, estaba a las puertas del castillo. Se reconcilió con el bohemio por la ayuda que éste le prestaba, como los hombres en enfermedades desesperadas no rechazan medicamento alguno prescrito por curanderos y charlatanes, y le siguió a través del jardín con la intención de ser guiado por él hasta que descubriese señales de traición, atravesándole entonces el corazón o cortándole la cabeza. Hayraddin parecía apercibirse de que su salvación dependía de un hilo, pues se contuvo, desde el momento que se halló al aire libre, en decir sus burletas y sutilezas, y parecía haber hecho un voto de obrar a la vez con modestia, valor y actividad.
En la puerta frente a ellos, que daba a las habitaciones de las señoras, al conjuro de una señal hecha quedamente por Hayraddin aparecieron dos mujeres envueltas en mantos de seda negro, los cuales eran usados en aquella época por las mujeres en los Países Bajos. Quintín le ofreció el brazo a una de ellas, que se agarró a él temblando y con tal fuerza, que si su peso hubiese sido mayor, hubiera impedido que la retirada se hiciese fácilmente. El bohemio, que conducía a la otra hembra, tomó el camino recto hacia la poterna que daba al foso, en el espesor del muro del jardín, junto a la cual se hallaba el esquife que Quintín observó había antes utilizado Hayraddin para salir del castillo.
Cuando ellos cruzaron, los gritos de ataque y de resistencia vencida parecían anunciar que el castillo iba a ser tomado en el acto; y tan lúgubre sonaban en los oídos de Quintín, que no pudo dejar de hablar en alto:
—¡Por mi vida que, si no fuera por el ineludible deber del momento, volvería a las murallas y tomaría parte en la defensa del hospitalario obispo, callando a muchos bribones que tienen la conciencia llena de rebeliones y latrocinios!
La dama, cuyo brazo se apoyaba en el suyo todavía, le apretó levemente mientras hablaba, como para hacerle entender que ahora tenía empeñada su caballerosidad en empresa mejor que en la defensa de Schonwaldt; mientras, el bohemio exclamó lo bastante alto para ser oído:
—Ahora que la defensa del cristiano le llamaba, el amor y la fortuna nos exigen que huyamos. Adelante, adelante, lo más rápidamente que podamos; los caballos nos esperan en aquel bosquecillo de sauces.
—Pero no hay más que dos caballos —dijo Quintín al advertirlos a la luz de la luna.
—Todo lo que he podido traer sin excitar sospechas, y además hay bastantes —replicó el bohemio—. Ustedes dos deben dirigirse hacia Tongres, antes de que el camino resulte inseguro. Marthon se unirá a las mujeres de nuestra tribu, con quienes tiene antigua amistad. Sepa que ella es una hija de nuestra tribu y que solamente vive entre ustedes para servir nuestra causa.
—¡Marthon! —exclamó la condesa mirando a la mujer tapada con un estremecimiento de sorpresa—; pero ¿no es ésta mi parienta?
—Solamente Marthon —dijo Hayraddin—. Perdóneme esta pequeña decepción. Yo no quiero arrebatarle las dos damas de Croye al Jabalí salvaje de las Ardenas.
—¡Cáspita! —dijo Quintín enfáticamente—. Pero no es, no será demasiado tarde. Vuelvo a rescatar a lady Hameline.
—Hameline —murmuró la dama con voz turbada— se apoya en tu brazo y te agradece tu solicitud.
—¡Ah! ¿Qué? ¿Cómo es esto? —dijo Quintín sobresaltándose y perdiendo los estribos con menos amabilidad de la que en cualquier otra ocasión hubiera usado con una dama, cualquiera que fuese su rango—. ¿Es lady Isabel entonces la que se ha quedado allí? Adiós, adiós.
Al volverse para regresar de prisa al castillo, Hayraddin lo cogió, diciéndole:
—Oiga, oiga; va usted a la muerte. ¿Por qué quiere cambiar ahora de compañera? Ésta tiene casi la misma dote, joyas y oro y pretensiones también sobre el condado.
Mientras así hablaba y echaba sentencias, el bohemio luchaba para detener a Quintín, quien al fin atrapó su daga para darle un tajo.
—¡Bah! Si se empeña —dijo Hayraddin soltando su presa—, vaya, ¡y el diablo, si es que existe, vaya con usted!
Y tan pronto como se vio libre el escocés, voló hacia el castillo con la velocidad del viento.
Entonces Hayraddin volvió al encuentro de la condesa Hameline, quien se había caído al suelo, entre azorada, temerosa y desengañada.
—Aquí ha habido una equivocación —dijo—; levántese, señora, y venga conmigo. Yo le proporcionaré, cuando venga la mañana, un marido más galante que este pálido joven, y si éste no sirviera, tendría veinte.
Lady Hameline era tan violenta en sus arrebatos, como vana y débil de inteligencia. Como muchas personas, toleraba relativamente bien los deberes ordinarios de la vida; pero en una crisis como la presente se encontraba totalmente incapacitada de hacer nada por salvarse, profiriendo lamentaciones y acusando a Hayraddin de ser un falso, un bajo eslavo, un impostor y un asesino.
—Llámeme, zíngaro —volviose él con compostura—, y lo habrá dicho todo de una vez.
—¡Monstruo! Me dijiste que las estrellas habían decretado nuestra unión, y me hiciste que le escribiera. ¡Oh, qué loca fui! —exclamó la desdichada señora.
—Y aunque ellas decretasen vuestra unión —dijo Hayraddin—, tenían que querer las dos partes; pues ¿piensa usted que las benditas constelaciones pueden hacer que se case nadie contra su deseo? Yo he tenido este error por su maldita coquetería de cristiana y por la ridícula afectación en su manera de vestir y las amabilidades que dispensa, y la juventud prefiere, me parece a mí, la ternera a la vaca; eso es todo. Levántese y sígame, y entérese de que no tolero ni lamentos ni desmayos.
—No moveré ni un solo pie —dijo la condesa con obstinación.
—¡Válgame el cielo, no lo hará usted! —exclamó Hayraddin—. ¡Le juro por todas las tonterías en que los necios creen, que se las tiene que haber con uno que poco le importa desnudarla, atarla a un árbol y dejarla abandonada a su suerte!
—Pero —dijo Marthon interviniendo— tú no la maltratarás. Yo llevo un cuchillo lo mismo que tú y puedo hacer uso de él. Es una buena mujer, aunque tonta. Y usted, señora, álcese y síganos. Ha habido una equivocación, pero ya es algo haber salvado la vida y huido. Muchos habrá en aquel castillo que hubieran dado toda la riqueza del mundo por encontrarse donde nosotros nos hallamos ahora.
Mientras Marthon hablaba, se oyó un fuerte clamor, en el cual los gritos de la victoria se mezclaban con los lamentos de terror y desesperación que llegaban del castillo de Schonwaldt.
—¡Oiga eso, señora! —dijo Hayraddin—, y dé gracias de no tener que unir su atiplada voz a aquel lejano concierto. Créame, yo la cuidaré honradamente, y las estrellas cumplirán su palabra y le encontrarán un buen marido.
Como un animal salvaje, exhausto y sometido por el terror y la fatiga, la condesa Hameline siguió a sus guías y sufrió pasivamente que la condujeran por el camino que ellos quisieron. Pero era tal la confusión de su espíritu y el cansancio de sus fuerzas, que la digna pareja que medio la sostenían, medio la conducían, siguieron hablando en su presencia sin temor a que ella lo comprendiese.
—Yo siempre pensé que tu plan era una locura —dijo Marthon—. Si hubieses podido traer la pareja joven podíamos haber conseguido su gratitud y un hueco en su castillo. Pero ¿qué suerte nos puede traer el que un joven tan hermoso se case con esta vieja estúpida?
—Caramba —dijo Hayraddin—, tú has llevado un nombre cristiano, habitado en las tiendas de esa odiada gente, y hasta llegar a ser copartícipe de sus locuras. ¿Cómo podía yo soñar que él tendría escrúpulos por años más o menos, joven o vieja, cuando las ventajas de la unión eran tan evidentes? ¿Y tú sabes que no se hubiera conseguido que la otra condesa hubiese sido tan franca como ésta que llevamos en brazos, medio muerta y pesada como un fardo de lana? Yo quiero al mozo también, y hubiese querido hacerle un favor; casarle con esta vieja era hacer su fortuna; unirle a Isabel era atraer sobre él la furia de De la Marck, Borgoña, Francia; de todos, en suma, los que negocian con interés el disponer de su mano. Y siendo la riqueza de esta mujer tonta principalmente oro y alhajas, hubiéramos tenido nuestra recompensa. Pero el arco se ha roto y la flecha ha fallado. Allá con ella; la llevaremos a Guillermo el de la Barba. Cuando se haya emborrachado, como es su costumbre, no distinguirá la vieja condesa de la joven. Afuera; seamos un corazón galante. La brillante Aldebarán todavía influye en los destinos de los Hijos del desierto.