Capítulo XIX

La ciudad

¡Buenos amigos, bondadosos amigos, no me dejéis excitaros

a ningún acto repentino de rebeldía!

Julio César.

Separado de lady Isabel, cuyas miradas habían sido durante tantos días la estrella que le guiaba, Quintín sintió un extraño vacío y frialdad en el corazón, el cual no había experimentado aún en ninguna de las vicisitudes por las que su vida había atravesado. Que la intimidad y las inevitables conversaciones hubiesen cesado entre ellos era la necesaria consecuencia de haber llegado la condesa a una residencia fija, porque ¿con qué pretexto podría ella cometer la incorrección de tener a su lado a un joven caballero como Quintín que la atendiese constantemente?

Pero el choque de la separación no fue mejor recibido porque fuese inevitable, y el orgulloso corazón de Quintín se sintió herido al creer que le habían tratado como a un postillón ordinario o a uno de la escolta cuyo deber ha terminado, mientras que sus ojos dejaban caer una o dos lágrimas secretas sobre las ruinas de tantos castillos en el aire como se había entretenido en construir en el transcurso de tan interesante viaje. Hizo un gran esfuerzo, pero en vano, para desechar esta depresión mental, y, condescendiente con los sentimientos que no podía dominar, fue a sentarse en el poyo del hueco profundo de una ventana que iluminaba el gran hall gótico de Schonwaldt, meditando allí sobre su negra fortuna, la cual no le había proporcionado rango ni riqueza suficiente para proseguir en su atrevido galanteo.

Quintín trató de disipar la tristeza que le embargaba despachando a Charlet, uno de los criados, con cartas para la corte de Luis anunciándole la llegada a Lieja de las damas de Croye. Al fin reapareció su natural alegría, excitándole a ello el título de un viejo romaunt que había sido impreso en Estrasburgo, y el cual aparecía junto a él en la ventana, y cuyo título era el siguiente:

Cómo el caballero de baja alcurnia fue amado

por la hija del rey de Hungría

Mientras canturreaba la letra de la cantinela, que tan bien concordaba con su propia situación, Quintín fue interrumpido con un golpe en el hombro, y, mirando hacia arriba, vio al gitano de pie junto a él.

Hayraddin, cuya presencia nunca era agradable, resultaba odioso después de su última traición, y Quintín le interrogó seriamente por qué se tomaba la libertad de tocar a un cristiano y caballero al mismo tiempo.

—Simplemente —respondió el bohemio— porque deseo saber del caballero cristiano si ha perdido el sentido, como los ojos y el oído. Llevo hablándole cinco minutos, y usted está mirando ese papel amarillo como si fuera un hechizo que lo convirtiera en estatua y ésta hubiera conseguido su propósito.

—Bien; ¿y qué es lo que quieres? ¡Habla y márchate!

—Quiero lo que todos los hombres quieren, y con lo que pocos están satisfechos —dijo Hayraddin—. Quiero lo mío: mis diez coronas de oro por guiar a las señoras hasta aquí.

—¿Con qué cara me pides recompensa después que te he salvado tu vida indigna? —dijo Quintín con orgullo—. Tú sabes que fue tu propósito haberlas traicionado en el camino.

—Pero no las traicioné —dijo Hayraddin—; si lo hubiese hecho, no habría pedido recompensa ni a usted ni a ellas, sino que la hubiera reclamado de aquél de la orilla derecha del río, a quien ello habría beneficiado. La gente a quien he servido es la que debe de pagarme.

—¡Qué tu dinero perezca contigo, traidor! —dijo Quintín, arrojándole el dinero—. ¡Vete con el Jabalí de las Ardenas, o al diablo! Pero quítate de mi vista si no quieres que te envíe allí antes de tiempo.

—¡El Jabalí de las Ardenas! —repitió el bohemio, delatando su rostro un mayor grado de sorpresa que otras veces—. ¿No fue entonces una simple casualidad y una vaga sospecha lo que le hizo cambiar de camino? ¿Puede haber, existen realmente en otras comarcas adivinos más seguros que los de nuestras errantes tribus? El sauce bajo el cual hablábamos no pudo decir nada. Pero no, no, no. ¡Qué necio soy! Lo comprendo, lo comprendo. El sauce junto al arroyo próximo a aquel convento; lo vi mirar hacia él cuando pasamos a una media milla aproximadamente de aquella colmena de zánganos. ¡Pudo, en verdad, no hablar; pero pudo ocultar a uno que escuchase! Otra vez celebraré mis consejos en una llanura despejada; ni una mata de cardos habrá cerca de mí para que un escocés pueda ocultarse tras de ella. ¡Ja, ja!, el escocés ha derrotado al zíngaro con sus propias armas sutiles; pero has de saber, Quintín Durward, que me has derrotado para lograr tu propia fortuna. ¡Sí! ¡La suerte que te predije en las rayas de la mano se está cumpliendo por tu propio empeño!

—¡Por San Andrés! —dijo Quintín—, tu insolencia me hace reír contra mi voluntad. ¿Cómo o en qué me hubiera sido útil tu villanía en caso de triunfar? Escuché, sí, que exigías salvar mi vida, cuya exigencia tus dignos aliados hubieran olvidado en seguida que hubiéramos comenzado a luchar; pero en qué tu traición a estas damas me hubiera aprovechado, si no era para exponerme a muerte o cautiverio, es asunto que no llego a acertar.

—No se ocupe más de ello —dijo Hayraddin—, pues aún tengo intención de sorprenderlo con mi gratitud. Si usted no me hubiera pagado, hubiera dicho que estábamos en paz y le hubiera dejado que guiase a tontas y a locas. Tal como ha pasado, permanezco como deudor por aquel asunto de las orillas del Cher.

—Me parece que ya me he cobrado en maldiciones y abusos de ti —dijo Quintín.

—Las palabras fuertes o las palabras amables sólo son viento y no pesan en la balanza. Si me hubiera pegado en vez de amenazarme…

—Estoy bien dispuesto a cobrarme de ese modo si me sigues provocando por más tiempo.

—No se lo aconsejaría —dijo el zíngaro—; tal pago, hecho por una mano violenta, podía exceder de la deuda y dejar, desgraciadamente, un saldo a mi favor, que no estoy dispuesto a olvidar ni perdonar. Y ahora, adiós; pero no para mucho tiempo. Voy a despedirme de las damas de Croye.

—¿Tú? —preguntó Quintín asombrado—. ¿Tú admitido en presencia de las damas, y aquí, donde están en cierto modo recluidas bajo la protección de la hermana del obispo, una noble canonesa? Es imposible.

—Marthon, sin embargo, espera para conducirme a su presencia —dijo el zíngaro haciendo un mohín—, y he de pedirle que me perdone si le abandono bruscamente.

Se volvió como si fuese a partir, pero al instante retrocedió hacia él y le dijo en tono enfático:

—Conozco sus esperanzas; son atrevidas, aunque no vanas, si las ayudo. Conozco sus temores; demuestran prudencia, pero no timidez. Toda mujer puede ser conquistada. Un conde no es más que un mote que le puede cuadrar a Quintín, así como el otro mote de duque le viene bien a Carlos, o el de rey le está adecuado a Luis.

Antes de que Durward pudiese replicar, el bohemio había abandonado el hall. Quintín le siguió en el acto; pero más familiarizado que el escocés con los rincones de la casa, Hayraddin pudo mantener la ventaja que llevaba, y el perseguidor le perdió de vista mientras descendía por una escalera trasera. Aun Durward lo siguió, si bien inconsciente de su acción. La escalera terminaba en una puerta que daba a una avenida de un jardín, en la que de nuevo vio al zíngaro andando de prisa por un paseo frondoso.

En dos lados, el jardín estaba rodeado por los cuerpos del castillo: una gigantesca construcción antigua entre fortaleza y edificio eclesiástico; en los otros dos costados, el recinto lo formaba una muralla almenada. Cruzando las avenidas del jardín hacia otra parte del edificio, en donde una poterna se abría detrás de un ancho y macizo contrafuerte cubierto de hiedra, Hayraddin miraba hacia atrás y agitaba su mano en señal de triunfante despedida a su perseguidor, quien vio que, en efecto, la poterna era abierta por Marthon y que el vil bohemio era admitido en el recinto, según deducía lógicamente, de las habitaciones de las condesas de Croye. Quintín se mordió los labios, indignado, y se echó en cara severamente no haber participado a las damas toda la falsedad del carácter de Hayraddin, y haberlas comunicado sus maquinaciones en contra de su salvación. La manera arrogante con que el bohemio había prometido llevar a cabo su propósito aumentaba su cólera y disgusto, y le parecía como si la mano de la condesa Isabel resultase profanada con el solo contacto de ese individuo.

«Pero todo esto es un engaño —se dijo—, alguna superchería nueva. Se ha procurado acceso junto a esas damas con algún falso pretexto y perversa intención. Bien. Ya he conocido dónde se alojan. Esperaré a Marthon, solicitaré ser recibido por ellas, y las pondré en guardia contra él. Muy duro es tener que buscar artilugios para entrar cuando personas como él son admitidas sin escrúpulos. Pero ellas verán que, a pesar de estar yo lejos de su presencia, la seguridad de Isabel es aún objeto de mi vigilancia».

Mientras el joven enamorado meditaba sobre esto, un hombre de edad, perteneciente al servicio del obispo, y que había penetrado por la misma puerta del jardín por la que momentos antes él lo había hecho, se le aproximó y le indicó, aunque con gran compostura de modales, que el jardín era privado, y estaba reservado al uso exclusivo del obispo y huéspedes de la más alta esfera.

Quintín le oyó repetir esta información por dos veces antes de enterarse de lo que quería decir; y como si hubiese despertado de un sueño, le saludó y salió rápidamente del jardín. El personaje oficial le seguía, disculpándose y haciéndole entender que lo hacía en cumplimiento de su deber. Tan pertinaz estuvo en hacerse perdonar la ofensa que creía haber infligido a Durward, que le ofreció su compañía para entretenerle; hasta que Quintín, maldiciendo interiormente su insistencia, no encontró mejor medio de escaparse que el pretextar deseo de visitar la ciudad vecina, y empezó a andar con paso rápido para apagar todo afán en el caballero ujier de seguirle más allá del puente levadizo. En pocos minutos Quintín se halló dentro de las murallas de la ciudad de Lieja, entonces una de las más ricas ciudades de Flandes y, por tanto, del mundo.

La melancolía, aun la melancolía amorosa, no está tan profundamente arraigada, al menos en los cerebros varoniles y caracteres flexibles, para que éstos resistan la tentación de las cosas atrayentes que los rodean. Conduce a impresiones inesperadas y sorprendentes, a deseo de cambiar de lugar, a buscar aquellas escenas que puedan crear nuevas asociaciones de ideas y a verse sumergido bajo la influencia de la actividad del género humano. En pocos minutos, la atención de Quintín fue absorbida con la variedad de objetos que se le presentaban en rápida sucesión por las animadas calles llenas del tráfico de la ciudad de Lieja, y como si no hubieran existido jamás en el mundo la condesa Isabel ni el bohemio.

Las casas altas; las calles soberbias, aunque estrechas y sombrías; la espléndida disposición y exhibición de los géneros más ricos y de las más suntuosas armaduras en los almacenes y tiendas; la multitud, formada por ciudadanos de todas clases, pasando y cruzando con aire de importancia o de actividad apresurada; los gigantescos carromatos que transportaban de aquí para allá los objetos de exportación e importación, componiéndose los primeros, en su mayoría, de paño fino y sarga, armas de todas clases, clavos y objetos de hierro, mientras que los últimos comprendían todos los artículos de uso o de lujo, bien destinados para el consumo de tan opulenta ciudad, bien, recibidos a cambio, y destinados a ser transportados a otros sitios; objetos todos que se combinaban para formar un cuadro de opulencia, bullicio y esplendor hasta entonces desconocido para Quintín. También admiró Quintín los numerosos arroyos y canales que comunicaban con el río Maes, los cuales atravesaban la ciudad en varias direcciones y ofrecían a todos los barrios las facilidades comerciales de transporte acuático, y no le faltó oír una misa en la antigua y venerable iglesia de San Lamberto, fundada, según decían, en el siglo VIII.

Al abandonar este santo lugar, Quintín empezó a observar que él, que hasta entonces había estado curioseando con avidez, era a su vez objeto de especial atención por varios grupos de vecinos, que le miraban fijamente cuando abandonó la iglesia, y que entre ellos susurraban algunas palabras, que de uno en otro se fueron corriendo, aumentando el número de personas considerablemente, y las miradas de los nuevos enterados iban a parar directamente a Quintín, expresando asombro, interés y curiosidad, unido a un cierto grado de respeto.

Finalmente, se encontró en el centro de una muchedumbre considerable, la cual seguía mirándole, estrujándole e impidiéndole seguir más adelante. Así, pues, su situación era tan embarazosa, que no podía prolongarse sin procurar obtener alguna explicación.

Quintín miró a su alrededor y se fijó en un hombre respetable, de buena estatura y rostro jovial, quien, bajo su casaca de terciopelo y cadena de oro, parecía ser un personaje, o tal vez un magistrado, preguntándole si veía algo de particular en su persona que atrajese de un modo tan poco usual la atención del público, o si, por casualidad, era la costumbre del pueblo de Lieja aglomerarse alrededor de los extranjeros que visitaban la ciudad.

—Ciertamente no, señor mío —respondió el individuo—; los naturales de Lieja no tienen esa fea costumbre, ni existe nada en su traje o apariencia para que resulte extraño en esta ciudad; antes al contrario, nuestros ciudadanos están a la vez encantados de verle y deseosos de servirle.

—Ésas son palabras corteses, digno señor —dijo Quintín—. Pero ¡por la cruz de San Andrés!, no puedo adivinar su significado.

—Su juramento, señor —respondió el mercader de Lieja—, así como su acento, me convencen de que no andamos descaminados.

—¡Por mi patrón San Quintín! —dijo Durward—. Cada vez comprendo menos lo que quiere usted decir.

—Y dale… —añadió su interlocutor en tono muy provocativo, a medida que hablaba, aunque dentro de las normas de la cortesía—. No nos compete a nosotros, digno señor, averiguar lo que juzga oportuno ocultar. Pero ¿por qué jurar por San Quintín si no me explica su intención? Conocemos al buen conde de Saint Paul, que se encuentra aquí en la actualidad y ve con simpatía nuestra causa.

—¡Por vida mía! —dijo Quintín—, usted sufre alguna alucinación; no sé nada de Saint Paul.

—No discuto —dijo el de Lieja—, aunque escuche: mi nombre es Pavillon.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso, señor Pavillon? —dijo Quintín.

—No, nada; sólo creía que podía satisfacerle el saberme digno de su confianza. Aquí está también mi colega Rouslaer.

Rouslaer avanzó, corpulento, dignatario, cuya hermosa y redonda panza, como un ariete, empujaba a la muchedumbre ante él, y recomendando prudencia en voz baja a su vecino, díjole en tono de reproche:

—Olvida usted, buen colega, que el sitio es demasiado público. El señor debe retirarse a su casa o a la mía y beber un vaso de Rin con azúcar, y entonces sabremos algo más de nuestro buen amigo y aliado, a quien amamos con toda la sinceridad de nuestros corazones flamencos.

—No conozco ni tengo noticias de ninguno de ustedes —dijo impacientemente Quintín—. No beberé vino del Rin, y lo que únicamente deseo de ustedes, como hombres de peso y respetabilidad, es que dispersen esta turba de vagos y permitan a un extranjero dejar vuestra ciudad tan tranquilamente como vino a ella.

—Quia, señor —dijo Rouslaer—; ya que se empeña en guardar su incógnito, y también con nosotros, que somos hombres de confianza, le preguntaré sin rodeos: ¿Por qué usa la insignia de su compañía si quiere permanecer desconocido en Lieja?

—¿Qué insignia y qué orden? —dijo Quintín—. Ustedes parecen hombres serios, aunque, ¡por mi alma!, creo que están locos o que quieren volverme a mí.

—¡Córcholis! —dijo el otro individuo—. ¡Este joven le haría jurar al propio San Lamberto! ¿Quiénes son los que llevan gorra con la cruz de San Andrés y flor de lis sino los arqueros escoceses de la Guardia del rey Luis?

—Y suponiendo que yo fuese un arquero de la guardia escocesa, ¿por qué se pasman de que lleve la insignia de mi compañía? —dijo Quintín con impaciencia.

—¡Lo ha confesado, lo ha confesado! —dijeron Rouslaer y Pavillon volviéndose a la reunión de vecinos en actitud satisfecha, alzando los brazos y batiendo palmas, con sus caras redondas radiantes de gozo—. ¡Ha confesado ser un arquero de la Guardia de Luis, de Luis, el guardián de la libertad de Lieja!

Un clamor y griterío general salió de la multitud, en la que se mezclaban diferentes gritos de ¡Viva Luis de Francia! ¡Viva la Guardia escocesa! ¡Viva el valiente arquero! ¡Nuestra libertad, nuestros derechos o la muerte! ¡No queremos impuestos! ¡Viva el bravo Jabalí de las Ardenas! ¡Abajo Carlos de Borgoña! ¡Muera el Borbón y su obispado!

Medio atontado por el ruido atronador que iba de un lado a otro del corro, subiendo y bajando como las olas del mar, y aumentado por miles de voces que se unían con sus clamores desde calles y plazas distantes, Quintín, sin embargo, pudo formar conjeturas del significado de aquel tumulto y un plan para regular su conducta.

Había olvidado que después de su escaramuza con Orleáns y Dunois, uno de sus camaradas, obedeciendo órdenes de lord Crawford, reemplazó el morrión que le había partido el último con la espada por uno de los cascos de acero que formaba parte del equipo bien conocido de los guardias escoceses. Que un individuo de este Cuerpo, que estaba constantemente junto a la persona del rey Luis, apareciese en las calles de una ciudad cuyos disgustos domésticos habían sido agravados por los agentes de ese rey, era, naturalmente, interpretado por los ciudadanos de Lieja como una determinación por parte de Luis de cooperar a su causa; y la aparición de un individuo arquero era tomada como una demostración de un inmediato y activo socorro de Luis, y hasta casi daba la seguridad de que sus fuerzas auxiliares penetraban en aquel momento por una u otra de sus puertas, aunque nadie podía decir categóricamente por cuál.

Quintín fácilmente vio que era imposible desterrar una convicción tan generalmente arraigada; tanto más, que cualquier intento para desengañar a hombres tan obstinadamente dispuestos a creerla, sería arriesgar su vida, lo cual, en este caso, no tenía objeto.

Resolvió, pues, contemporizar y librarse de aquello lo mejor que pudiese, tomando esta resolución mientras le conducían a la Stadthouse, donde los notables de la ciudad se habían reunido con urgencia para oír las noticias que presumían había traído y obsequiarle con un espléndido banquete.

A pesar de su oposición, que se atribuyó a modestia, estaba por todos lados rodeado del halago de la popularidad, cuya parte desagradable era la única que él apreciaba. Los dos burgomaestres amigos, quienes eran shoppen, o síndicos de la ciudad, lo cogieron rápidamente por ambos brazos. Delante de él marchaba Nikkel Blok, el jefe de la corporación de carniceros, arrancado de su puesto del matadero, esgrimiendo su cuchilla, aun salpicada de sangre fresca y trozos de sesos, con una energía y gracia que solamente el brantwein puede imaginar. Tras de él caminaba la alta, flaca, huesuda, borracha y muy patriótica figura de Claus Hammerlein, presidente de los herreros, y seguido, por lo menos, de mil asquerosos oficiales de su clase. Tejedores, fabricantes de clavos, cordeleros, artesanos de todas clases y oficios salían de todas las sombrías y estrechas callejas para unirse a la procesión. Escapar era, por tanto, una imposible y desesperada aventura.

En este dilema, Quintín apeló a Rouslaer, que le llevaba de un brazo, y a Pavillon, que le sostenía del otro, y quienes le llevaban delante, a la cabeza de la manifestación de la cual había llegado a ser objeto tan principal e inesperado. Rápidamente les contó que, habiendo adoptado impensadamente el casco de la Guardia escocesa, por habérsele estropeado el capacete con el cual habíase propuesto viajar, sentía que, debido a esta circunstancia y a la perspicacia de los de Lieja para conocer su condición y el propósito de su visita, se hubiera esto descubierto públicamente; y les rogaba le dijesen si, al ser ahora conducido al Ayuntamiento, se vería en la necesidad de comunicar a la asamblea de los notables ciertos hechos que debían ser reservados, según orden del rey, para los oídos, de sus excelentes compadres Meinherrs Rouslaer y Pavillon, de Lieja.

Esta última insinuación obró mágicamente sobre los dos ciudadanos, quienes eran los más distinguidos jefes de los insurrectos ciudadanos, y estaban, como todos los demagogos de su clase, deseosos de mangonear en todo lo más posible. Primeramente convinieron en que Quintín debía abandonar la ciudad al momento, y volver por la noche a Lieja para conversar con ellos privadamente en la casa de Rouslaer, próxima a la puerta opuesta de Schonwaldt. Quintín no dudó en decirles que estaba residiendo en el palacio del obispo, con el pretexto de aportar despachos de la corte de Francia, aunque el verdadero objeto de su venida, como ellos habían adivinado, estaba relacionado con los ciudadanos de Lieja; y esta manera retorcida de traer una comunicación, así como el rango y el carácter de la persona a quien se suponía estaba encomendada, estaba tan en consonancia con el carácter de Luis, que no excitaba ni duda ni sorpresa.

Casi inmediatamente después que este éclaircissement (aclaración) fue hecho, el avance de la turba le trajo frente a la puerta de la casa de Pavillon, en una de las principales calles, pero que comunicaba por detrás con el Maes por medio de un jardín, así como por una fábrica de curtidos para adobar y curtir pieles, pues el patriota vecino era curtidor.

Era natural que Pavillon desease hacer los honores de su morada al supuesto enviado de Luis, y un alto delante de su casa no podía causar sorpresa a la multitud, la que, al contrario, otorgó a Meinheer Pavillon un estruendoso viva al introducir en el interior a su distinguido huésped. Quintín inmediatamente se desprendió del llamativo casco de acero, reemplazándolo por una gorra de piel, y se puso una casaca sobre su armadura. Entonces Pavillon le entregó un pasaporte para que pasase las puertas de la ciudad y regresase por la noche o al otro día, según él lo considerase conveniente; y, por último, lo dejó a cargo de su hija, una rubia y sonriente zagala flamenca, con instrucciones para acompañarle, mientras que él volvía con sus colegas para darles excusas por la desaparición del enviado de Luis y distraer a sus amigos de la Stadthouse. No podemos, como dice el lacayo en la comedia, saber la naturaleza exacta de la mentira que el guion dijo al rebaño; pero no hay tarea más fácil que la de imponerse a una muchedumbre cuyos ávidos prejuicios han recorrido ya la mitad del camino antes de que el impostor haya hablado una palabra.

Tan pronto el digno ciudadano hubo desaparecido, su rolliza hija, Trudchen, con mucho rubor y sonrisa forzada, que sentaba de modo encantador a sus labios como cerezas, retozones ojos azules y a su cutis transparente, escoltó al hermoso extranjero por entre las tupidas alamedas del jardín del señor Pavillon, al lado del río, donde vio Quintín, embarcados en un bote, al que subió, a dos altos flamencos, con anchos calzones, gorras; de piel y coletos de ante sin manga, abotonados, dispuestos para zarpar lo más rápidamente que su naturaleza apática los permitiese.

Como la preciosa Trudchen hablaba solamente alemán, Quintín, sin olvidarse del leal afecto por la condesa de Croye, no pudo demostrarle su agradecimiento más que con un beso en los labios color de cereza, lo cual fue una galantería aceptada con modestia y gratitud, pues galanes con una figura y un rostro como el de nuestro arquero escocés no solían presentarse todos los días entre la bourgeoisie de Lieja[51].

Mientras el bote bogaba lentamente por las tranquilas aguas del río Maes y pasaba las defensas de la ciudad, Quintín tuvo tiempo suficiente de reflexionar qué relato daría de su aventura en Lieja cuando llegase al palacio del obispo en Schonwaldt, y desdeñando al mismo tiempo traicionar a cualquier persona que hubiese puesto su confianza en él, aunque por equivocación, u ocultar al hospitalario prelado el estado amotinado de la ciudad, resolvió limitarse a un informe tan general, que pusiese en guardia al obispo, sin exponer a ningún individuo a su venganza.

Desembarcó del bote a una media milla del castillo; recompensó a los remeros con un florín, lo que les proporcionó gran alegría, no obstante ser corto el espacio que le separaba de Schonwaldt. La campana del castillo tocaba para la comida, y como descubriese Quintín que se había aproximado al castillo por lado distinto al de la entrada principal, y que dar la vuelta retrasaría considerablemente su llegada a la mesa, decidió dirigirse directamente al sitio más cercano a él, al percatarse que presentaba una muralla almenada, probablemente la del jardincillo antes mencionado, con una poterna que abría al foso y un esquife amarrado junto a la poterna, que podía servir, a su juicio y previo aviso, para pasarle al otro lado. A medida que se aproximaba con la esperanza de entrar de este modo, se abrió la poterna, salió un hombre y, saltando al bote, bogó al otro lado del foso, y entonces, con una larga pértiga, empujó el esquife hacia atrás, al sitio donde había embarcado. Cuando estuvo más cerca, Quintín descubrió que esa persona era el bohemio, que, evitándole, lo que no era difícil, tomó un camino diferente hacia Lieja, y pronto se le perdió de vista.

Aquí se le presentaba un nuevo motivo de meditación. ¿Habría estado este vagabundo descreído todo ese tiempo con las damas de Croye, y con qué fin le habían favorecido tanto rato con su presencia? Atormentado con esta idea, Durward hizo el propósito de tener con ellas una explicación, con el fin de ponerles de manifiesto la traición de Hayraddin y anunciarles la peligrosa situación en que se encontraba su protector el obispo dado el estado de rebeldía de la ciudad de Lieja.

Tomada esta resolución, entró Quintín en el castillo por la puerta principal, y encontró que parte de las personas que se reunían en el gran hall para comer, incluso el clérigo auxiliar del obispo, empleados de la casa y forasteros de menor alcurnia, estaban ya colocados en sus sitios. Un puesto en el extremo superior de la mesa le había sido reservado, junto al capellán administrador del obispo, quien dio la bienvenida al forastero con la antigua broma del colegio. Sero venientibus ossa (al que llega tarde, sólo le tocan los huesos), mientras se preocupaba de llenar su plato de golosinas, como para desvanecer toda apariencia de mortificación para Quintín por llegar tarde.

Al querer justificarse para no aparecer mal educado, Quintín describió brevemente el tumulto que se había originado en la ciudad al ser descubierta su calidad de arquero escocés de la Guardia de Luis, e intentó dar un tono ligero a su narración, diciendo que se había escapado gracias a un gordo vecino de Lieja y a su linda hija.

Pero la reunión estaba demasiado interesada en el relato para hacer caso de la broma. Todas las operaciones de la mesa quedaron suspendidas mientras Quintín contaba su narración, y cuando cesó, hubo una solemne pausa, que sólo fue interrumpida por el mayordomo al decir en tono bajo y melancólico:

—Dios quiera que veamos esas cien lanzas de Borgoña.

—¿Por qué les preocupa a ustedes tanto eso? Tienen aquí muchos soldados cuyo oficio son las armas, y sus antagonistas son sólo la canalla de una ciudad revuelta, que huirá en cuanto aparezca la primera bandera de guerreros en orden de batalla.

—No conoce usted a los hombres de Lieja —dijo el capellán—, de quienes puede decirse, sin exceptuar siquiera a los de Gante, que son al mismo tiempo los más fieros y los más indomables de Europa. Dos veces los ha castigado el duque de Borgoña por sus repetidas revueltas contra el obispo, y dos veces los ha contenido con mucha severidad, abolido sus privilegios, quitado sus banderas y establecido derechos que no se acostumbraban antes a imponer a una ciudad libre del Imperio. La última vez los derrotó, con muchas víctimas, cerca de Saint Tron, donde Lieja perdió cerca de seis mil hombres, unos heridos por arma blanca y otros ahogados al huir; y después, para impedir nuevas revueltas, el duque Carlos rehusó entrar por ninguna de las puertas que ellos habían entregado, y echando por tierra cuarenta codos de la muralla de la ciudad, penetró en Lieja como un conquistador, con la visera calada y la lanza en posición de descanso, a la cabeza de la caballería, por la brecha que había hecho. Bien seguros estuvieron entonces los de Lieja que, de no ser por intercesión de su padre, el duque Felipe el Bueno, este Carlos, entonces conde de Charolais, hubiese saqueado la ciudad. ¡Y, sin embargo, con todos estos recuerdos aún vivos, con las brechas sin reparar y los arsenales apenas provistos, la visita de un casco de arquero es lo suficiente para volverlos a alborotar! ¡Dios sobre todo!; pero me temo que va a haber una lucha sangrienta en una población tan fiera y con un soberano tan vehemente, y quisiera que mi excelente y noble señor tuviese menos dignidad y pensase más en ponerse a salvo, pues su mitra está forrada de espinas en vez de armiño. Le digo todo esto, señor forastero, para hacerle saber que si sus asuntos no le detienen en Schonwaldt, éste es un lugar del que todo hombre de sentido debería partir tan pronto como le fuese posible. Sospecho que sus damas son de la misma opinión, pues uno de los palafreneros que las atendió en el camino fue enviado a la corte de Francia con cartas que, sin duda, tienen por objeto anunciar su partida en busca de un asilo más seguro.