Quiromancia
Cuando muchos cuentos alegres y muchas canciones
alegraban el quebrado camino, no nos importaba su longitud.
Mas el quebrado camino, entonces, retornando en una vuelta,
burló nuestros pasos encantados, pues todo fue una ilusión.
Samuel Johnson.
Al atisbo del día, Quintín Durward abandonó su pequeña celda, despertó a los soñolientos criados y, con más cuidado que de ordinario, revisó si estaba todo preparado para el viaje dispuesto para ese día. Bridas y cinchas, monturas y las herraduras de los mismos caballos fueron cuidadosamente inspeccionadas por sus propios ojos para evitar la posibilidad de cualquiera de esos accidentes que, aunque pequeños, a menudo trastornan o interrumpen un viaje. Los caballos también sufrieron su inspección atentamente con el fin de prepararlos convenientemente para un viaje largo, así como para una rápida huida si era necesario.
Quintín entonces regresó a su cuarto, se armó con inusitado detenimiento y se colgó al cinturón la espada, pensando a la vez en un peligro próximo y en su firme determinación de hacerlo frente en la medida de sus fuerzas.
Estos generosos sentimientos le dieron una altivez en sus andares y una dignidad en sus modales que no habían observado antes en él las damas de Croye, aunque habían resultado altamente complacidas e interesadas con su gracia, naïveté, su amabilidad y conversación, y la mezcla de su despierta inteligencia, que poseía naturalmente, con la sencillez que provenía de su educación aislada en su lejano país. Les indicó que sería necesario preparar el viaje esa mañana más temprano que de costumbre, y, conforme con esto, salieron del convento inmediatamente después del desayuno y luego que hubieron depositado un donativo, en agradecimiento, para la iglesia, según costumbre en estas hospitalidades, y más en consonancia con su rango que con su apariencia. Pero esto no despertó sospechas, pues suponían que eran inglesas, y la suposición de riqueza que se les achacaba a los insulares en aquellos tiempos era tan fuerte como en nuestros días.
El prior les bendijo al tiempo de partir, y felicitó a Quintín por la ausencia del guía infiel; pues —dijo el venerable religioso— es mejor ir solo que mal acompañado.
Quintín no era completamente de su misma opinión; pues aunque conocía que el bohemio era peligroso, pensó en utilizar sus servicios como guía y, al mismo tiempo, frustrar su proyectada traición, ya que sabía claramente a lo que tendía. Pero su ansiedad sobre el asunto tuvo pronto fin, pues la pequeña comitiva no estaba a cien metros del monasterio y del pueblo cuando Hayraddin se les reunió, montando, como acostumbraba, su jaca montaraz. Caminaban al lado del mismo arroyo donde Quintín escuchó la misteriosa conferencia de la noche precedente. No hacía mucho tiempo que Hayraddin se les había reunido cuando pasaron bajo el sauce llorón que proporcionó a Durward el medio para ocultarse cuando se constituyó en insospechado oyente de lo que pasaba entre el falso guía y el lanzknecht.
Los recuerdos del lugar donde se hallaban hicieron a Quintín entrar bruscamente en conversación con el guía, quien hasta entonces apenas había hablado.
—¿Dónde encontraste cuarto, impío? —dijo el escocés.
—Su sabiduría lo puede averiguar si mira mi cuerpo —respondió el bohemio señalando su traje, que estaba cubierto con semillas de heno.
—Un montón de heno —dijo Quintín— es una cama conveniente para un astrólogo, y mucho mejor de lo que un impío burlón de nuestra santa religión y sus ministros se merece.
—Mejor le ha venido a mi Klepper que a mí —dijo Hayraddin, acariciando a su caballo en el cuello—, pues ha tenido comida y cuadra a la vez. Aquellos viejos locos le soltaron, como si el caballo de un hombre sagaz y listo pudiese contagiar el talento a todo un convento de asnos. Afortunadamente, Klepper conoce el sonido de mi silbato, y me sigue como un perro sabueso; de lo contrario, no nos hubiéramos vuelto a encontrar, y usted y su compañía hubieran tenido que buscar otro guía.
—Te he dicho más de una vez —dijo Durward seriamente— que refrenes tu cinismo cuando se te presente la ocasión de estar en compañía de hombres dignos, cosa que, según creo, te ha ocurrido pocas veces antes de ahora; y te aseguro que si te tuviese por un guía tan desleal como me pareces pícaro redomado, blasfemo e indigno, mi daga escocesa y tu corazón de pagano hubieran ya trabado conocimiento, aunque al realizar tal hazaña fuese tan innoble como el matar de una cuchillada a un cerdo.
—Un jabalí salvaje es pariente cercano de un cerdo —dijo el bohemio, sin acobardarse ante la penetrante mirada que Quintín le dirigió, o modificar en el más mínimo grado la mordaz indiferencia que afectaba su lenguaje—, y muchos hombres —añadió— encuentran a la vez placer, orgullo y ventaja en matarlos.
Atónito del secreto que el hombre poseía, y no seguro de que no supiese más de su propia historia y sentimientos de lo que le pudiese agradar oír hablar, Quintín suspendió una conversación en la que no sacaba ninguna ventaja sobre Hayraddin, y volvió a su acostumbrado puesto junto a las damas.
Ya hemos observado que se había establecido entre ellos bastante familiaridad. La condesa de más edad le trataba (una vez bien asegurada de la nobleza de su cuna) como a un igual, y aunque su sobrina no mostraba a su protector su consideración con tanta franqueza, sin embargo, bajo la apariencia de vergüenza y timidez, Quintín pensaba que podía percibir plenamente que su compañía y conversación no eran en modo alguno indiferentes a ella.
Nada proporciona tanta vida y animación a la alegría juvenil como el convencimiento de que es recibida con agrado, y Quintín había, durante la última parte del viaje, divertido a su hermosa encomendada con la viveza de su conversación y las canciones y cuentos de su país, las primeras de las cuales cantó en su lenguaje nativo, mientras sus esfuerzos para relatar los últimos, en su francés imperfecto y de acento extranjero, dio origen a muchas pequeñas equivocaciones y errores en el lenguaje tan divertidos como las propias narraciones; pero en esta ansiosa mañana cabalgaba junto a las damas de Croye sin ninguno de sus usuales intentos para divertirlas, y ellas no podían remediar el observar su silencio como algo notable.
—Nuestro joven compañero ha visto un lobo —dijo lady Hameline aludiendo a una antigua superstición—, y, en consecuencia, ha perdido su lengua[50].
«Si dijera que he visto la pista de un lobo se acercaría más a la verdad», pensó Quintín; pero no exteriorizó su pensamiento.
—¿Está usted bien, señor Quintín? —dijo la condesa Isabel con interés, del cual se sonrojó, sintiendo que era más del debido dada la distancia que debía haber entre ellos.
—Ha debido de embriagarse con los alegres frailes —dijo lady Hameline—; los escoceses son como los alemanes, quienes sólo están alegres ante el vino del Rin, y van luego al baile haciendo eses, y a las señoras las obsequian con sus jaquecas al presentarse por la mañana.
—De ningún modo, amables damas —dijo Quintín—. No merezco sus reproches. Los buenos frailes estuvieron haciendo sus devociones casi toda la noche, y, por mi parte, mi bebida fue escasamente una copa de su vino más flojo y más corriente.
—Es la mala calidad de la comida lo que le ha puesto de mal humor —dijo la condesa Isabel—. Alégrese, señor Quintín; alguna vez visitaremos, reunidos, mi antiguo castillo de Bracquemont, y si entonces yo misma fuese su escanciadora, le ofrecería una copa de vino generoso, como no lo hay igual en las viñas de Hochkeim o Johannisberg.
—De su mano, noble dama, aceptaría yo un vaso de agua.
Así comenzó Quintín, pero su voz tembló, e Isabel continuó como si permaneciese insensible a la ternura con que pronunció el pronombre.
—El vino fue almacenado en las profundas bodegas de Bracquemont por mi bisabuelo el Glinegrave Godfrey —dijo la condesa Isabel.
—Quien ganó la mano de su bisabuela —dijo lady Hameline interrumpiendo a su sobrina—, demostrando ser el caballero más valiente en el gran torneo de Estrasburgo; diez caballeros estaban apuntados en las listas. Pero aquellos días pasaron, y nadie piensa ahora en esos encuentros peligrosos en busca de honor o para desagraviar a una belleza ofendida.
A este discurso, que fue hecho en el tono en que una moderna belleza, cuyos encantos empiezan a marchitarse, adopta para condenar la vulgaridad presente, Quintín contestó que no faltaba esa caballerosidad que lady Hameline consideraba como extinguida, y que aunque estuviese eclipsada en todas partes, continuaba alentando en los pechos de los caballeros escoceses.
—¡Óyele! —dijo lady Hameline—. ¡Será capaz de hacernos creer que en su frío y helado país todavía subsiste ese noble fuego que ha decaído en Francia y Alemania! El pobre joven es semejante a los montañeses suizos, locos hasta la parcialidad por su país nativo; ahora nos hablará de las viñas y los olivos de Escocia.
—No, señora —dijo Durward—; del vino y del aceite de nuestras montañas poco puedo hablar si no es que nuestras espadas pueden obligar a esas ricas producciones a que nos vengan como tributo de nuestros prósperos vecinos. Pero debe ahora ponerse a prueba hasta qué punto pueden depositar su confianza en el honor indeleble de un escocés, por muy modesto que sea el individuo, que sólo puede ofrecer una promesa de salvarlas.
—Habla usted en tono misterioso; usted conoce algún peligro que nos amenaza —dijo lady Hameline.
—Lo he leído en sus ojos en cuanto lo vi —exclamó Isabel—. Virgen santa, ¿qué va a ocurrirnos?
—Espero que nada, sino lo que ustedes deseen —respondió Durward—. Y ahora me veo obligado a preguntar: Gentiles damas, ¿confían en mí?
—¿Confiar en usted? —contestó la condesa Hameline—. Ciertamente. Pero ¿por qué motivo y hasta qué punto exige usted nuestra confianza?
—Por mi parte —dijo la condesa Isabel—, confío en usted sin reservas y sin condición alguna. Si nos engaña, Quintín, no creeré en nadie ni en nada, salvo en el cielo.
—Amable dama —replicó Durward sumamente agradecido—, usted me hace justicia. Mi objeto es alterar nuestro camino, dirigiéndonos por la orilla izquierda del Maes a Lieja en vez de cruzar a Namur. Esto difiere de las órdenes dadas por el rey Luis y las instrucciones que llevaba el guía. Pero he oído decir en el convento que hay bandidos por la orilla derecha del Maes y que marchan soldados borgoñeses para apresarlos. Ambas circunstancias me han alarmado, y temo por la seguridad de ustedes. ¿Puedo contar con su permiso para poder desviar la ruta del viaje?
—Cuente con el mío del modo más amplio —respondió la menor de las damas.
—Prima —dijo lady Hameline—, yo creo, como tú, que el joven dice la verdad; pero piensa que quebrantamos las instrucciones del rey Luis tantas veces reiteradas.
—¿Y por qué tendremos que atenernos a sus instrucciones? —dijo lady Isabel—. No soy, gracias al cielo, súbdita suya, y a pesar de sus ruegos, ha abusado de la confianza que me indujo a poner en él. No se deshonrará este joven si desobedece los mandatos de aquel déspota ladino y egoísta.
—Dios la bendiga por sus palabras, señora —dijo Quintín con alegría—; y si no merezco la confianza que ellas expresan, el ser despedazado por caballos salvajes en esta vida y el sufrir torturas eternas en la otra serían cosas demasiado buenas para lo que merecería.
Dicho esto, espoleó el caballo y se unió al bohemio. Este personaje era de una pasividad notable o, al menos, de un temperamento nada rencoroso. La injuria y la amenaza no hacían mella en él, y trabó conversación con Durward como si no le hubiera dirigido ninguna palabra ofensiva en el curso de la mañana.
«El perro —pensó el escocés— no gruñe ahora porque proyecta ajustar cuentas conmigo cuando me tenga cogido por el cuello; pero intentaremos, desde luego, combatirlo con sus propias armas».
—Honrado Hayraddin —dijo—, has viajado con nosotros durante diez días, y, sin embargo, aún no nos has dado ocasión de mostrar tu habilidad en predecir la suerte, a lo cual eres, no obstante, tan aficionado, que necesitas demostrar tus facultades en cada convento donde nos paramos, con riesgo de ser recompensado echándote a dormir en un pajar.
—Nunca ha querido usted que le haga una demostración de mi habilidad —dijo el bohemio.
Es usted como los demás, que se contentan con ridiculizar aquellos misterios que no comprenden.
—Demuéstrame ahora tu habilidad —dijo Quintín, y quitándose el guante de su mano, se la presentó al zíngaro.
Hayraddin observó cuidadosamente todas las líneas que se cruzaban entre sí en la palma de la mano del escocés, y observó con igual atención y escrupulosidad las pequeñas elevaciones en la base de los dedos, que en aquella época se creía tan íntimamente ligadas con el carácter, costumbres y suerte del individuo, como se pretende que son en nuestros tiempos los órganos del cerebro.
—Aquí hay una mano —dijo Hayraddin— que habla de pesares sufridos y de encuentros peligrosos. Leo en ella familiaridad desde joven con el puño de la espada, y también alguna familiaridad con los broches del libro de misa.
—Eso es mi vida pasada, y has podido enterarte de ella en cualquier parte —dijo Quintín—; dime algo sobre el futuro.
—Esta raya en el monte de Venus —dijo el bohemio—, que se prolonga y se une a la raya de la Vida, indica una segura y gran fortuna por casamiento, el cual lo elevará a la riqueza y la nobleza por la influencia del amor.
—Tales promesas se las haces a todo el que te pregunta el porvenir —dijo Quintín—; forman parte de vuestro arte.
—Lo que le digo es tan cierto —dijo Hayraddin— como que dentro de breves momentos será amenazado de un fuerte peligro, el cual leo en esta línea roja, como la sangre, que corta la palma de la mano transversalmente, que será un ataque a espada u otra violencia, de la cual solamente se salvará por la adhesión de un fiel amigo.
—¿Tú mismo, eh? —dijo Quintín algo indignado con la quiromancia que practicaba, fiado en su credulidad, y su intento de lograr reputación prediciéndole las consecuencias de su propia traición.
—Mi arte —replicó el zíngaro— no me dice nada que se refiera a mí.
—En esto, los adivinadores de mi tierra te aventajan en sabiduría, a pesar de tu fama, pues su habilidad les hace ver los peligros que a ellos mismos les rodean. No abandoné mis montañas sin haber experimentado algo de la doble visión con que sus habitantes están dotados, y te daré una prueba de ello en cambio de tu sesión de adivino. Hayraddin, el peligro que me amenaza está en la orilla derecha del río; lo evitaré viajando hasta Lieja por la orilla izquierda.
El guía lo escuchó con una apatía que, conociendo las circunstancias en las cuales Hayraddin se encontraba, Quintín no podía comprender.
—Si cumple su propósito —fue la respuesta del bohemio—, el peligro lo correré yo, no usted.
—Pensaba —dijo Quintín— que habías dicho hace un momento que no podías predecir tu porvenir.
—No de la misma manera en que le he adivinado el suyo —respondió Hayraddin—; pero se requiere sólo un ligero conocimiento de Luis de Valois para predecir que colgará a su guía si éste le complace a usted desviándose de la ruta que él había recomendado.
—El lograr con seguridad el propósito del viaje y conseguir que termine felizmente —dijo Quintín— puede compensar el haberse desviado del camino recomendado.
—¡Ah! —repuso el bohemio—. Si usted está seguro de que el rey desea el mismo término de la peregrinación que a usted le indicó.
—¿Y era posible que hubiese pensado en otra terminación? ¿Por qué supones que tuviese otro propósito en su mente que el indicado por sus instrucciones? —inquirió Quintín.
—Simplemente —contestó el zíngaro— porque aquéllos que conocen mejor al cristianísimo rey están enterados de que cuanto más ansiosamente desea conseguir algo, es siempre lo que está menos dispuesto a declarar. Nuestro bondadoso Luis es capaz de enviar doce embajadas, y me dejaría cortar el cuello en la horca un año antes de lo debido si en once de ellas no hay algo más que lo que la pluma ha escrito en las cartas credenciales.
—No hago caso de tus locas sospechas —contestó Quintín—; mi deber es claro y perentorio: conducir a estas señoras sanas y salvas a Lieja; y, como lo hago bajo mi responsabilidad, creo que cumplo mejor mi deber cambiando de ruta y siguiendo el lado izquierdo del río Maes. Es asimismo camino directo a Lieja. Cruzando el río perderíamos tiempo, y sería más cansado, sin objeto alguno. ¿Para qué hacerlo así?
—Solamente porque los peregrinos, como ellas se denominan, que se dirigen a Colonia —dijo Hayraddin— no suelen descender por el Maes hasta Lieja, y el camino que siguen las damas puede ser considerado como contradictorio dado el objeto declarado de su viaje.
—Si nos requieren a que demos cuenta de eso —dijo Quintín—, diremos que la alarma producida por el malvado duque de Gueldres, o por Guillermo de la Marck, o por los écorcheurs y lanzknetchs en el lado derecho del río, justifica nuestra ida por el izquierdo en vez de nuestra indicada ruta.
—Como usted quiera, señor mío —replicó el bohemio—. Por mi parte, estoy igualmente dispuesto a guiarle hasta allá por el lado izquierdo como por el lado derecho del Maes. Las excusas a su señor debe presentarlas usted en persona.
Quintín, aunque sorprendido, estaba al mismo tiempo complacido con la facilidad o, al menos, la buena acogida de Hayraddin al cambio de ruta, pues necesitaba su ayuda como guía, y por un momento temió que el haber frustrado su proyectado acto de traición le hubiera impulsado a medidas extremas. Además, el expulsar al bohemio de su compañía hubiera sido el medio seguro de que Guillermo de la Marck, con quien estaba en correspondencia, se enterase del camino proyectado; mientras que si Hayraddin permanecía con ellos pensó Quintín que podría conseguir que aquél no tuviese ninguna comunicación con extraños sin que él se enterase.
Abandonando, por tanto, toda idea de la ruta permitida, la pequeña comitiva siguió por la orilla izquierda del ancho Maes con tanta rapidez y fortuna, que al día siguiente, temprano, llegaron al fin de su viaje. Encontraron que el obispo, por motivos de salud, según había alegado, pero más bien quizá para evitar el ser sorprendido por los numerosos habitantes amotinados, había establecido su residencia en el bonito castillo de Schonwaldt, a una milla, en las afueras de Lieja.
Justamente cuando ellos se aproximaban al castillo vieron al prelado que regresaba en procesión de la ciudad vecina, a la cual había ido a oficiar en la misa mayor. Iba a la cabeza de un espléndido cortejo, formado por hombres religiosos, civiles y militares, mezclados entre sí, o como el cantor de la antigua balada dice:
Con muchos portadores de cruces delante,
y muchas lanzas detrás.
La procesión tenía mucha vistosidad al bordear las verdes orillas del ancho Maes y penetrar dentro del gigantesco portal gótico de la residencia episcopal, como si éste la fuera devorando.
Pero cuando la comitiva se aproximó, notaron que las circunstancias alrededor del castillo denotaban duda e inseguridad, lo cual no concordaba con la pompa y el poderío desplegado en el cortejo que habían presenciado. Guardias y soldados del obispo, de recia contextura, mantenían una vigilancia cuidadosa alrededor de la mansión y en sus proximidades; y estas medidas preventivas en la residencia de un eclesiástico dejaban traslucir el temor de algún peligro para el reverendo prelado cuando juzgaba necesario rodearse con toda suerte de precauciones defensivas. Las damas de Croye, anunciadas por Quintín, fueron introducidas con toda clase de deferencias en el gran vestíbulo, donde el obispo las recibió con gran cordialidad, yendo a la cabeza de su pequeña corte. No les permitió que le besasen la mano, y les dio la bienvenida con una salutación que fue mezcla de galantería de príncipe a unas bellas damas y del bendito afecto de un pastor a sus hermanas de rebaño.
Luis de Borbón, el obispo reinante en Lieja, era, en realidad, un príncipe generoso y de bondadoso corazón, cuya vida no se había limitado, por supuesto, a estar confinada estrictamente dentro de los límites de su profesión religiosa, sino que, a pesar de ella, había mantenido uniformemente el franco y honorable carácter de la casa de Borbón, de la cual descendía.
En los últimos tiempos, a medida que se hacía más anciano, el prelado había adoptado hábitos más en consonancia con su jerarquía que en los primeros años de su reinado, y era amado entre los príncipes vecinos como un noble eclesiástico, generoso y magnífico en su modo de vivir usual, aunque no guardaba una severidad de carácter ascético; y gobernaba con cierta indiferencia, que entre sus súbditos ricos y amotinados más bien alentaba que sometía sus propósitos rebeldes.
El obispo fue tan pronto un aliado del duque de Borgoña, que el último reclamó casi una soberanía adjunta en su obispado, y correspondió a la buena acogida con que el prelado admitió reclamaciones suyas, que podía haber fácilmente disentido, poniéndose de su parte en todo momento, con el celo decidido e impulsivo que formaba parte de su carácter. Solía decir que consideraba Lieja como suya; el obispo, como hermano suyo (y podía decirlo así, pues el duque se había desposado en primeras nupcias con la hermana del obispo), y que aquél que ofendiese a Luis de Borbón tendría que habérselas con Carlos de Borgoña; una amenaza que, considerando el carácter y el poder del príncipe que la hacía, hubiese sido poderosa con cualquiera menos con la descontentadiza ciudad de Lieja, cuya riqueza la había ensoberbecido.
El prelado, como ya hemos dicho, aseguró a las damas de Croye que intervendría en su favor en la corte de Borgoña todo cuanto fuese posible, y que esperaba que su intervención fuese eficaz, toda vez que Campobasso, por algunos descubrimientos últimos, más bien había desmerecido a los ojos del duque. Él les prometió también cuanta protección estuviese en su poder concederlos; pero el suspiro con que acompañó sus promesas indicaba que ese poder era más reducido de lo que reflejaban sus palabras.
—De todos modos, mis queridísimas hijas —dijo el obispo con un tono en el cual, como en su primera salutación, se mezclaban la unción espiritual con la galantería hereditaria de la casa de Borbón—, el cielo no permitirá que abandone el cordero al astuto lobo, o las nobles damas a la opresión de los malhechores. Soy un hombre de paz, aunque mi gente está armada, y pueden estar seguras de que cuidaré de su tranquilidad como de la mía propia; y si ocurrieran acontecimientos perturbadores aquí, lo que, con la gracia de Nuestra Señora, confiamos más bien que se apaciguarán que no que se enconen, les proporcionaríamos su ida a Alemania sin peligro alguno, pues ni aun la voluntad de nuestro hermano y protector Carlos de Borgoña prevalecerá sobre mi por ningún concepto para disponer de vosotras contrariamente a vuestras propias inclinaciones. No podemos complacerlas en su petición de permanecer en un convento, porque, ¡ay!, es tal la influencia de los hijos de Satanás entre los habitantes de Lieja, que no conocemos retiro alguno al cual se extienda el poder de nuestra autoridad fuera de las murallas de nuestro castillo y de la protección de nuestros soldados. Pero aquí serán bien acogidas y atendidas, y su séquito será honrosamente alojado, especialmente este joven, a quienes usted recomiendan tan en particular y a quien especialmente Nos otorgamos nuestra bendición.
Quintín se arrodilló, como era su deber, para recibir la bendición episcopal.
—Ustedes —prosiguió el bondadoso prelado residirán aquí con mi hermana Isabel, canonesa de Thiers, y con quien habitarán con toda clase de honores, aunque sea bajo el techo de un solterón tan alegre como el obispo de Lieja.
Así que hubo concluido su discurso, condujo galantemente a las señoras al departamento de su hermana, y el intendente, un empleado que, habiéndose ordenado de diácono, tenía un carácter entre secular y eclesiástico, alojó a Quintín como su dueño le había encargado, mientras que los otros personajes del séquito de las damas de Croye fueron conducidos a habitaciones inferiores.
En este arreglo, Quintín no pudo dejar de observar que la presencia del bohemio, tan rechazada en los conventos del trayecto, no parecía ser objeto de ninguna objeción ni repulsa en la residencia de este opulento y, podríamos decir, mundano obispo.