El espía, espiado
¿Cómo, el rudo batidor?; ¿y el espía espiado?; —manos afuera—
no sois para semejantes rústicos.
Cuento de Robin Hood, por Ben Johson.
Cuando Quintín salió del convento notó la precipitada retirada del gitano, cuya negra silueta se veía a la luz de la luna, el cual volaba con la velocidad de un perro vapuleado a través de las calles del pueblecillo, y cruzando la pradera, quedaba más allá.
«Mi amigo corre mucho —se dijo Quintín—; pero tendrá que correr más de prisa aún para escapar al más rápido pie que jamás pisó los brezos de Glen Houlakin».
Hallándose, afortunadamente, sin capote y sin armadura, el escocés de la montaña estaba libre para echar a correr con velocidad, en la cual no tenía rival en su propio país, y no obstante la marcha que llevaba el gitano, podía adelantarlo. Pero no era éste, sin embargo, el objeto de Quintín, pues consideraba más esencial vigilar los movimientos de Hayraddin que interrumpirlos. Quedó admirado de la seguridad y firmeza con que el gitano seguía su marcha, la cual continuaba con el mismo impulso, a pesar de la violenta expulsión sufrida; esto indicaba que su carrera iba guiada por motivo distinto del que podía esperarse en una persona arrojada inesperadamente de un buen alojamiento cerca de medianoche, o sea el de buscar un nuevo sitio de reposo. Ni siquiera miró atrás una sola vez, y Quintín pudo seguirle sin ser observado. Al fin, el gitano, habiendo atravesado la pradera, se detuvo al lado de un arroyuelo, cuyas orillas estaban pobladas de olmos y sauces. Quintín observó que continuaba parado y lanzaba un sonido grave con el cuerno, el cual fue contestado por un silbato a muy corta distancia.
«Esto es una cita —pensó Quintín—; ¿cómo me acercaré lo bastante para oír cuanto pase? El ruido de mis pisadas y el crujir de las ramas que tengo que tronchar a mi paso, aunque sea cauto, pueden delatarme. Por San Andrés, que he de amortiguarlos como si fuera un ciervo de Glenvila; y sabrán que no me he criado en los bosques en balde. Allá se encuentran las dos sombras —y son dos—; llevan las de ganar si me descubren y no llevan buenos fines, como puede temerse, ¡y entonces la condesa Isabel pierde su pobre amigo! Bien. No merecería llamarse así si no estuviese dispuesto a luchar contra una docena por su causa. ¿No he luchado con Dunois, el mejor caballero de Francia, y voy a temer a una tribu de esos vagabundos? ¡Bah! Me encontrarán fuerte y precavido».
Resuelto esto, y con las precauciones que le habían enseñado las costumbres rústicas, nuestro amigo descendió hasta el cauce del arroyuelo, el cual variaba en profundidad, a veces cubriendo sus zapatos y llegando otras hasta sus rodillas, deslizando así su cuerpo oculto entre las ramas que colgaban sobre la orilla, y sus pasos amortiguados con el susurro del agua. Nosotros mismos, en tiempos pasados, nos aproximábamos así al nido del vigilante cuervo. De esta manera, el escocés pudo acercarse sin ser apercibido hasta el sitio en que se oían las voces de los que eran objeto de sus observaciones, aunque no podía distinguir las palabras. Como se hallaba bajo las ramas colgantes de un magnífico sauce llorón, el cual casi cubría la superficie del agua, cogió uno de sus troncos, y apoyándose en él con suma agilidad y destreza, se encaramó a la copa del árbol, sentándose en medio de las ramas, seguro de no ser descubierto.
Desde esta situación descubrió que la persona con quien Hayraddin estaba hablando era uno de su propia raza, y al mismo tiempo comprendió, con gran sentimiento, que habían sido inútiles sus esfuerzos, pues hablaban un lenguaje totalmente desconocido para él. Se reían mucho, y como Hayraddin hiciese un gesto como evitando un golpe, y acabó frotándose el hombro con la mano, Durward no dudó de que estaba relatando la historia de la paliza que había tenido que sufrir antes de escapar del convento.
De repente, un silbato se dejó oír nuevamente a distancia, al cual respondió Hayraddin, una vez más, con una o dos notas de su cuerno. A poco se presentó un hombre alto, esbelto y arrogante, con apariencia de soldado, contrastando su vigorosa figura con la pequeña y débil contextura de los bohemios. Tenía una ancha banda sobre un hombro, que le cruzaba el cuerpo, y de la cual pendía una espada; el calzón presentaba muchos cortes, a través de los cuales pasaban cintas de seda de varios colores, y llevaba puesta ceñida casaca de ante, que ostentaba en su manga derecha una cabeza de jabalí, de plata, como insignia de su capitán. Un sombrero pequeño, graciosamente inclinado hacia un lado de la cabeza, dejaba ver el pelo rizado, que descendía por los lados de la cara y se mezclaba con una espesa barba de cuatro pulgadas de longitud. Llevaba una larga lanza en la mano, y todo su equipaje respondía en todo a uno de esos alemanes aventureros que eran conocidos por el nombre de lanzknechts —en español, lansquenete[49]—, que constituían una gran parte de la infantería en ese período. Estos mercenarios eran, naturalmente, una soldadesca dada a la rapiña, hasta el punto que un cuento de viejas que corría entre ellos aseguraba que un lanzknecht no era admitido en el cielo, por sus muchos vicios, y tampoco en el infierno, por ser tumultuosos y de espíritu insubordinado; y, en efecto, ellos se conducían como si no soñasen en el primero ni huyeran del otro.
—Donner and blitz —fue su primer saludo, en una especie de jerga alemanofrancesa, que difícilmente podríamos imitar—. ¿Por qué me has tenido rondando y esperándote tres noches?
—No pude venir a verte antes, Meinherz —dijo Hayraddin muy sumiso—; hay un joven escocés con vista de lince que vigila mis menores movimientos. Sospechó de mí en seguida, y si sus sospechas se hubieran confirmado, sería hombre muerto en el sitio y llevaría a las mujeres a Francia otra vez.
—¡Qué demonio! —dijo el lanzknecht—; somos tres; los atacaremos mañana y nos llevaremos a las mujeres, sin ir más lejos. Tú dijiste que los dos criados son cobardes; tú y tu camarada os arregláis con ellos, y el diablo me ayudará en mi lucha con tu lince escocés.
—Eso es una temeridad —dijo Hayraddin—, porque además de no ser muchos nosotros, este galancete ha peleado con el mejor caballero de Francia y ha salido con honor. He hablado con aquéllos que le vieron acosar a Dunois muy de cerca.
—Hagel und sturmwetter! Eso que dices es cobardía por tu parte —dijo el soldado alemán.
—Soy tan valiente como tú —dijo Hayraddin—, pero mi oficio no es el de combatir. Si te atienes a lo convenido, todo irá bien; si no, los guío sanos y salvos hasta el palacio del obispo, y Guillermo de la Marck puede apoderarse de ellos por sí mismo allí si es cierto que es tan fuerte como pretendía hace una semana.
—Potz tausend! —dijo el soldado—. Somos fuertes, fortísimos; pero hemos oído decir que el de Borgoña tiene cien lanzas, esto es, cinco hombres por cada lanza, lo que hace quinientos hombres, y, ¡que el diablo me lleve!, será mejor que nos busquen a nosotros, que no nosotros a ellos, pues el obispo tiene una buena fuerza de infantería.
—Entonces debías decidirte por la emboscada en la Cruz de los Tres Reyes o dejar la aventura —dijo el bohemio.
—Dejar la aventura, dejar la aventura de la novia rica para nuestro noble hauptmann. ¡Demonio, primero me voy al infierno!
—¿La emboscada en la Cruz de los Tres Reyes sigue, pues, en pie? —dijo el bohemio.
—Mein Gott, ay!; tienes que jurar que los vas a llevar allí, y cuando estén de rodillas ante la cruz y apeados de sus caballos, lo cual hacen todos los hombres, excepto los negros ateos como tú, nos echamos encima de ellos y ya son nuestros.
—Ay; pero yo prometí esa villanía solamente con una condición —dijo Hayraddin—. No tocarás un solo cabello de la cabeza del joven. Si me juras esto por Los Tres Hombres Muertos de Colonia, juraré por Los Siete Caminantes Nocturnos que te serviré lealmente en lo demás. Y si quebrantas el juramento, los Siete Caminantes te despertarán de tu sueño siete noches seguidas, a la madrugada, y al octavo día te estrangularán y te devorarán.
—Pero, donner and hagel, ¿por qué defiendes tanto la vida de ese muchacho, que no es de tu sangre ni pariente? —dijo el alemán.
—No importa el porqué, honrado Enrique; algunos hombres sienten placer cortando cabezas; otros, en soldarlas. Así que júrame que lo dejarás sano y salvo, y si no, por la Hermosa Estrella Aldebarán, el asunto no irá más lejos. Júramelo, y por los tres Reyes, como los llamáis, de Colonia. Yo sé que ningún otro juramento te importa.
—Eres un cómico —dijo el lanzknecht—. Juro.
—Espera —dijo el bohemio—. Vuelve la cara, bravo lancero, y mira hacia el Este, no sea que los Reyes no te oigan.
El soldado juró del modo prescrito y declaró que estaría dispuesto, e hizo la observación de que el lugar era muy conveniente, pues estaba escasamente a cinco millas de donde se hallaban.
Pero ¿no sería mejor disponer un grupo de jinetes en el otro camino, a la izquierda de la posada, que servirían para atraparlos si van por ese lado?
El bohemio pensó un momento y respondió:
—No; la aparición de vuestras tropas en esa dirección podría alarmar a la guarnición de Namur, y entonces sostendrían una lucha dudosa en vez de asegurar el éxito. Además, ellos irán por la orilla derecha del Maes, pues yo puedo llevarles por donde me plazca, aunque el escocés es muy sagaz: nunca ha seguido consejo alguno, salvo el mío, respecto a la dirección del camino. Indudablemente, yo he sido designado como guía por un amigo seguro, de cuya palabra nadie desconfía hasta que se le conoce un poco.
—Hark ye, amigo Hayraddin —dijo el soldado—. Tengo algo que preguntarle. Tú y tu hermano erais, según has dicho, gross sternen deuter; esto es, astrólogos y adivinos. ¿Cómo es que no pudisteis prever que iban a colgar a tu hermano Zamet?
—Se lo diré, Enrique —dijo Hayraddin—. Si yo hubiese sabido que mi hermano era tan loco que iba a contar la determinación del rey Luis al duque Carlos de Borgoña, hubiese podido adivinar su muerte tan seguro como puedo predecir buen tiempo en julio. Luis tiene buenos servidores en la corte de Borgoña, y a los consejeros de Carlos les gusta el sonido del oro francés lo mismo que a ti te gusta el buen vino. Pero consérvate bien y cumple lo prometido: tengo que esperar a mi pobre escocés a un tiro de flecha fuera de la puerta de la porquera de allá para que no me crea empeñado en alguna excursión que desbarate sus planes de viaje.
—Toma un trago y reconfórtate primero —dijo el lanzknecht alargándole un frasco—. Pero olvido que tú eres tan bestia que no bebes sino agua, como un vil vasallo de Mahoma.
—Y tú eres un esclavo del vino y de la bota —dijo el bohemio—. No me maravilla que sólo te guste realizar los actos sangrientos y violentos que se les ocurre a otros que discurren más que tú. No debe beber vino el que desee conocer los pensamientos de otros u ocultar el suyo. Pero ¿para qué predicarte, si tienes una sed tan eterna como las arenas de Arabia? Que te vaya bien. Llévate a mi camarada Tuisco; su presencia en el monasterio puede acarrear sospechas.
Los dos dignos personajes se separaron, después que cada uno prometió acudir a la cita en la Cruz de los Tres Reyes.
Quintín Durward aguardó hasta que se hubieron perdido de vista; después bajó del lugar donde se había escondido latiendo con violencia su corazón al pensar en la encerrona de la cual él y su bella encomendada se habían escapado, al parecer. Temeroso de encontrarse en su regreso al monasterio con Hayraddin, dio un largo rodeo, atravesando un terreno rocoso, y pudo así volver a su asilo por sitio diferente del que le había dejado.
En el trayecto fue considerando el plan de salvamento que debía ejecutarse. Había tomado la resolución, cuando se enteró de la traición de Hayraddin, de matarle tan pronto como la conferencia hubiese terminado y su compañero se encontrase lejos; pero cuando oyó al bohemio demostrar tanto interés por salvarle la vida, reconoció que sería ingrato matarle, aun cuando, en rigor, el castigo a su traición era merecido. Decidió, pues, salvar su vida y hasta, en lo posible, conservarle como guía, con tales precauciones que le cerciorasen de la seguridad de la preciada carga a cuya conservación había dedicado interiormente su propia vida.
Pero ¿adónde era donde tenían que volver? La condesa de Croye no podía obtener amparo en Borgoña, de donde había huido; ni en Francia, de donde, en cierto modo, había sido expulsada. La violencia del duque Carlos en su país era escasamente más temida que la fría y tiránica policía del rey Luis en el suyo. Después de profundos pensamientos, Durward no pudo formar plan más salvador ni mejor para su seguridad que el de evadir la emboscada, tomando el camino de Lieja por la orilla izquierda del Maes, y entregarse, como las señoras habían indicado, a la protección del excelente obispo. De la protección del prelado no podía dudarse, y unido a esto el refuerzo de los guerreros de Borgoña, podía considerársele con el poder en la mano. En todo caso, si los peligros a los cuales se hallaban expuestos, por la hostilidad de Guillermo de la Marck y los tumultos de la ciudad de Lieja, eran inminentes, cabía, en lo posible, proteger a las infortunadas señoras hasta que pudiesen ser enviadas a Alemania con escolta conveniente.
Como resumen de sus razonamientos —¿por qué ningún argumento mental se ve libre de consideraciones egoístas?—, Quintín imaginó que la muerte o cautiverio a la cual el rey Luis, con sangre iría, le había consignado, le dejaba en libertad de cumplir o no los compromisos con la corona de Francia, a los cuales, desde luego, estaba decidido a renunciar. El obispo de Lieja sería probable —resumió— que necesitara soldados, y pensó que con la influencia de sus bellas amigas, quienes ahora, especialmente la condesa, le trataban con mucha familiaridad, podría obtener alguna comisión, y tal vez ésta pudiera ser la de conducir las damas de Croye a algún lugar más seguro que la población de Lieja. Y para terminar, las señoras habían hablado, aunque casi en tono chancero, de armar a los vasallos de la condesa y, como otros hicieron en aquellos azarosos tiempos, de fortificar su fuerte castillo contra toda clase de asaltantes; habiéndole preguntado, bromeando, a Quintín si aceptaría el peligroso oficio de mayordomo mayor, y que al aceptar este cargo con gozo y devoción, ellas le habían permitido, siempre en sentido de broma, que les besase ambas manos para confirmar este honroso nombramiento. Y él pensó que la mano de la condesa Isabel, una de las mejor formadas y más bellas a la cual vasallo alguno rindió homenaje, tembló cuando sus labios se posaron en ella un momento más largo que lo que la ceremonia requería, y esa confusión apareció en sus mejillas y en su mirada, que desvió. Algo podría resultar de todo esto; ¿y un bravo hombre de la edad de Quintín Durward no amoldaría su conducta a las alegres ilusiones forjadas en su mente?
Este punto sentado, se puso a considerar hasta qué grado debía utilizar en lo sucesivo los servicios del bohemio como guía. Había renunciado a su primer pensamiento de matarlo en el bosque, y si tomaba otro guía y despedía a Hayraddin, esto sería mandar al traidor al campo de Guillermo de la Marck con conocimiento de sus movimientos. Pensó también tomar consejos del prior y pedirle que retuviera al bohemio por la fuerza hasta que ellos hubieran llegado al castillo del obispo; pero, reflexionando, prefirió no aventurar esta proposición a uno que era tímido por su edad y como fraile, y que por encima de todo consideraba la seguridad del convento, el objeto más importante de su deber, y que temblaba sólo de oír mencionar al Jabalí salvaje de las Ardenas.
Por fin desarrolló un plan de operaciones, con el cual podía tanto mejor contar, cuanto que su ejecución recaía en él por completo, y por la causa en que estaba comprometido se sentía capaz de todo. Con un corazón firme, aunque consciente de los peligros de su situación, Quintín podía compararse a un caminante bajo una carga, de cuyo peso era consciente, pero al cual aun podían su fuerza y su poder resistir. Justamente cuando terminaba de fijar su plan arribó al convento.
Al llamar suavemente a la puerta, un hermano, que le aguardaba para abrirle, colocado con este objeto allí por el prior, puso en su conocimiento que los hermanos estaban en el coro hasta que rompiese el día, rogando al cielo que perdonase a la comunidad los varios escándalos que habían tenido lugar aquella noche entre ellos.
El digno religioso ofreció a Quintín permiso para acompañarles en sus devociones; pero las ropas de éste estaban en tal estado de humedad, que el joven escocés se vio obligado a declinar esta oportunidad y pedir permiso, a su vez, para sentarse al fuego en la cocina, con objeto de que su traje estuviese seco antes de que comenzase el día, pues tenía un particular interés que en su primer encuentro con el bohemio, éste no observase trazas de su salida durante la noche. El fraile no únicamente accedió a su súplica, sino que le obsequió con su compañía, lo cual fue muy del agrado de Durward, aprovechando esta circunstancia para informarse sobre las dos rutas que le había oído mencionar al bohemio en su conversación con el lanzknecht. El monje, a quien se habían confiado en muchas ocasiones los asuntos de fuera del convento, era la persona de la comunidad más indicada para proporcionarle la información que deseaba, y le recomendó que, como verdaderas peregrinas, era deber de las damas, a quienes Quintín escoltaba tomar el camino que iba por el lado derecho del Maes, por la Cruz de los Reyes, donde se hallaban las reliquias de Gaspar, Melchor y Baltasar (como la Iglesia católica denomina a los primeros Magos que vinieron a Belén con ofrendas), cuando eran conducidos a Colonia, y en cuyo lugar se habían verificado muchos milagros.
Quintín replicó que las damas estaban determinadas a observar todas las estaciones santas, y visitarían seguramente ésta de la Cruz a la ida o al regreso de Colonia; pero habían tenido noticia de que el camino del lado derecho del río se encontraba al presente lleno de peligros por estar ocupado por los soldados del feroz Guillermo de la Marck.
—¡Dios nos coja confesados! —dijo el padre Francisco—. ¿Será posible que el Jabalí salvaje de las Ardenas haya situado su cubil tan cerca de nosotros? Sin embargo, el caudaloso Maes puede ser una buena barrera entre nosotros si tenemos esa suerte.
—Pero no habrá barrera entre mis damas y el merodeador si cruzamos el río o caminamos por la orilla derecha —respondió el escocés.
—El cielo los protegerá, muchacho —dijo el monje—; pues se hace duro pensar que los reyes de la bendita ciudad de Colonia, que no permitirán que un judío o infiel penetre dentro de las murallas de ella, puedan descuidarse hasta el punto de que los adoradores que van en peregrinación sean atacados y desvalijados por tan descreído perro como ese Jabalí de las Ardenas, que es peor que todo el desierto entero de infieles sarracenos y todas las tribus de Israel. Aunque Quintín, como católico sincero, tuviera mucha confianza en Gaspar, Melchor y Baltasar, no podía olvidar que la condición de peregrinas de las damas tenía que subordinarse a consideraciones políticas terrestres; por consiguiente, resolvió en lo posible evitar colocar a las damas en ningún trance en que pudiera ser necesaria una intervención milagrosa; aunque al mismo tiempo, en la sencillez de su fe sincera, prometió ir él mismo en persona, en peregrinación, a los Tres Reyes de Colonia en representación secreta de aquéllas cuya salvación estaba ahora vigilando, suponiendo que esto fuese permitido por aquellos santos personajes razonables y reales, para lograr el efecto deseado por sus representadas.
Para poder darle solemnidad a la obligación que se imponía, suplicó al fraile que le llevase a una de las capillas que se abrían sobre el cuerpo principal de la iglesia del convento, donde, arrodillado y con verdadera devoción, ratificó el voto que había hecho interiormente. El lejano canto del coro; la solemnidad de la obscuridad y hora escogida para este acto de devoción; el efecto de la vacilante luz de la lámpara con la cual se iluminaba este pequeño templo gótico, todo contribuía a que la imaginación de Quintín se sumiese en ese estado de fragilidad humana con que se acoge la ayuda y protección de lo sobrenatural, que en todo adorador se mezcla con el arrepentimiento por los pasados pecados y resoluciones de enmienda. Que el objeto de su devoción estuviera fuera de lugar, no era falta de Quintín, y siendo su propósito sincero, suponemos que no sería inaceptable para la única y verdadera Deidad, quien atiende más a los motivos, y no a la forma, del que implora, y a cuyos ojos es más estimable la devoción de un pagano que la hipocresía de un fariseo.
Habiendo encomendado a sus desventurados acompañantes, y a sí mismo, a los santos, y poniéndose bajo el auxilio de la Providencia, Quintín, por último, se retiró a descansar, dejando al fraile sumamente edificado con su profunda y sincera devoción.