El vagabundo
Soy libre como la Naturaleza quiso hacer al hombre al principio,
antes de que comenzasen las leyes tiránicas y la esclavitud,
cuando, salvaje en los bosques, el noble campaba por su respeto.
La Conquista de Granada.
Mientras Quintín sostenía con las damas la breve conversación necesaria para convencerlas que este singular personaje añadido a su escolta era el guía que esperaban de parte del rey, notó (porque estaba tan alerta observando los movimientos del extranjero como el bohemio podía estarlo por su parte) que el hombre no solamente volvía la cabeza hacia atrás, mirando a lo lejos, para ver si podía atisbarles, sino que, con una agilidad extraordinaria, que más parecía de mono que de hombre, giraba sobre la silla de montar hasta ponerse lateralmente, al parecer para vigilarles así con más atención.
No agradando esta maniobra a Quintín, cabalgó hacia el bohemio y le dijo, mientras éste, de repente, recobraba su primitiva posición sobre el caballo:
—Me parece, amigo, que hará un mal guía si mira a la cola del caballo en vez de mirar a las orejas.
—Y aunque fuese ciego —contestó el bohemio— no dejaría de guiarles por cualquier comarca de este reino de Francia o de las contiguas a él.
—Sin embargo, no eres francés —dijo el escocés.
—No lo soy —respondió el guía.
—¿De qué país eres? —preguntó Quintín.
—No tengo patria —contestó el guía.
—¡Cómo! ¿De ningún país? —repitió el escocés.
—No —respondió el bohemio—, de ninguno. Soy zíngaro, bohemio, egipcio o como los europeos, en sus diferentes idiomas, prefieran llamar a nuestra gente; pero no soy de país determinado.
—¿Eres cristiano? —preguntó el escocés.
El bohemio movió la cabeza negativamente.
—¡Perro! —dijo Quintín, pues en aquellos días había muy poca tolerancia para los que no profesaban el catolicismo—. ¿Adoras a Mahoma?
—No —fue la indiferente y concisa respuesta del guía, que no se sintió ofendido ni sorprendido por las maneras violentas del joven.
—¿Eres entonces pagano o qué eres?
—No tengo religión[45] —contestó el gitano.
Durward retrocedió, pues a pesar de lo que había oído contar de los sarracenos o idólatras, no entraba en sus ideas la creencia de que hubiera gente en el mundo que no practicase religión alguna. Volvió de su asombro, preguntándolo al guía cuál era usualmente su morada.
—Cualquiera que la suerte me depara —replicó el gitano—. No tengo hogar.
—¿Cómo guardas tus propiedades?
—Excepto las ropas que llevo encima y el caballo que monto, no tengo ninguna.
—No obstante, vistes decentemente y montas con soltura —dijo Durward—. ¿Y cuáles son tus medios para alimentarte?
—Como cuando tengo hambre y bebo cuando estoy sediento, y no tengo más medios de subsistencia que los que la suerte me arroja en mi camino —respondió el vagabundo.
—¿Bajo qué leyes vives?
—Sólo obedezco a aquéllas que se adaptan a mis gustos y necesidades —dijo el bohemio.
—¿Quién es tu jefe y quién te ordena?
—El padre de nuestra tribu si yo quiero obedecerle —dijo el guía—; de otro modo no tengo quien me mande.
—Entonces —dijo el asombrado inquiridor— carece de lo que todos los hombres poseen: no tienes leyes, no tienes jefe, ni medios de existencia, ni conoce casa, ni hogar, ni patria; que el cielo le ilumine y perdone de no tener Dios. ¿Qué es lo que le resta privado de gobierno, de felicidad casera y religión?
—Tengo libertad —dijo el gitano—. No me rebajo ante nadie, no obedezco a nadie ni respeto a ninguno. Voy donde me place, vivo donde quiero y moriré cuando se cumplan mis días.
—Pero estás sujeto a morir cuando lo ordene el Juez Supremo.
—Siendo así —respondió el gitano—, moriré más pronto.
—Y a ser reducido a prisión también —dijo el escocés—. ¿Y cuál es entonces tu proclamada libertad?
—En mis pensamientos —dijo el gitano—, que ninguna cadena puede sujetar, mientras que los suyos gozan de libertad de miembros y quedan aprisionados por las leyes y las supersticiones, sus sueños de ambición y las fantásticas divisiones de la política civil. Así como yo soy libre de espíritu mientras nuestros cuerpos están encadenados, ustedes tienen presa la imaginación mientras sus miembros conservan la máxima libertad.
—Pero a pesar de la libertad de pensamiento —dijo el escocés—, esto no te releva de la presión de los grillos en las piernas.
—Por algún tiempo eso puede soportarse —respondió el vagabundo—, y si durante ese período no puedo libertarme y acudir en auxilio de mis camaradas, siempre puedo morir, y la muerte es la libertad más perfecta de todas.
Hubo una profunda pausa de alguna duración, la cual Quintín rompió, al fin, como resumen de su interrogatorio.
—La tuya es una raza vagabunda, desconocida de las naciones de Europa. ¿De dónde proviene tu raza?
—No puedo decírselo —contestó el gitano.
—¿Cuándo abandonaréis este reino, librándolo de vuestra presencia, y volveréis a la tierra de donde procedéis? —dijo el escocés.
—El día en que nuestras peregrinaciones se hayan cumplido —repuso el vagabundo.
—¿No arranca tu linaje de aquellas tribus de Israel que fueron reducidas a cautiverio más allá del gran río Eúfrates? —dijo Quintín, que no había olvidado los conocimientos que le habían enseñado en Aberbrothick.
—Si fuéramos de aquéllas —respondió el gitano—, hubiésemos seguido su fe y practicado sus ritos.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —dijo Durward.
—Mi nombre propio solamente es conocido de mis hermanos. Los hombres de mi campamento me llaman Hayraddin Maugrabin; esto quiere decir Hayraddin el Moro Africano.
—Tú hablas demasiado bien para ser uno de ésos que han vivido siempre en una horda inmunda —dijo el escocés.
—He aprendido algo en este país —dijo Hayraddin—. Cuando era pequeño nuestra tribu fue perseguida por los cazadores de carne humana. Una flecha penetró en la cabeza de mi madre y murió. A mí me arrollaron con la manta que llevaba ella sobre sus hombros y me llevaron los perseguidores. Un sacerdote imploró al arquero del capitán preboste que me entregasen a él, y me trajo a Francia, enseñándome durante dos o tres años.
—¿Y cómo lo dejaste? —preguntó Durward.
—Le robé dinero y, a pesar del Dios que él adoraba —respondió Hayraddin con compostura—, me descubrió y me pegó; yo le apuñalé con mi navaja, matándole. Hui a los bosques y me reuní de nuevo con mi gente.
—¡Miserable! —dijo Durward—. ¿Mataste a tu protector?
—¿Quién le obligó a colmarme con sus beneficios? El niño del zíngaro no era un perro casero que lamiese los talones de su dueño, se sometiese y se arrastrase por un trozo de comida. Era como lobo aprisionado, que en la primera oportunidad rompió su cadena, destrozó a su amo y recobró la libertad.
Hubo otra nueva pausa, en la que el joven escocés pensó que habría que hacer una investigación más amplia en el carácter y propósitos del sospechoso guía, y en consecuencia preguntó a Hayraddin:
—¿No es verdad que tu gente, a pesar de su ignorancia, pretende tener un conocimiento del futuro, lo cual es sólo dado a los sabios, filósofos y adivinos de una sociedad más refinada?
—Sí, lo pretendemos —dijo Hayraddin—, y con justicia.
—¿Cómo puede ser que un don tan alto sea concedido a una raza tan abyecta? —dijo Quintín.
—¿Podré decírselo? —respondió Hayraddin—. Sí, seguramente puedo; pero será cuando usted me explique por qué el perro puede seguir la pista del hombre, mientras que el hombre, el más noble de los animales, no tiene poder para seguir la del perro. Esos poderes que le parecen tan asombrosos son instintivos de nuestra raza. Por las facciones del rostro y las rayas de la mano podemos predecir el futuro de aquéllos que nos consultan casi con la misma seguridad con que usted conoce que los brotes de los árboles en primavera son fruto de una buena cosecha.
—Yo dudo de esa sabiduría tuya, y te desafío a que me des una prueba.
—No me desafíe, señor —dijo Hayraddin Maugrabin—. Puedo decirle que, diga lo que quiera, su religión, la diosa a quien usted adora cabalga en su compañía.
—¡Paz! —dijo Quintín asombrado—; por tu vida, ni una palabra más que no sea en respuesta a lo que te voy a preguntar. ¿Puedes ser fiel?
—Sí puedo; todos los hombres pueden —dijo el gitano.
—¿Pero quieres ser fiel?
—¿Me creerá mejor si se lo juro? —respondió Maugrabin con un gesto despreciativo.
—Tu vida está en mi mano —dijo el joven escocés.
—Hiérame y verá si temo morir —respondió el gitano.
—¿Con dinero obtendré de ti que seas un guía fiel? —preguntó Durward.
—Si no lo soy sin él, no —replicó el pagano.
—Entonces, ¿cuál será el lazo que te ate? —preguntó el escocés.
—Bondad —respondió el gitano.
—¿Tendré que jurar a mi vez para demostrarte que si tú eres buen guía, yo seré lo que me pides?
—No —replicó Hayraddin—; sería una extravagancia y tiempo perdido. Desde ahora estoy ligado a ti.
—¡Cómo! —exclamó Durward más sorprendido que nunca.
—¡Acuérdate del castaño en las orillas del Cher! La víctima cuyo cuerpo tú descolgaste de él era mi hermano, Gamet el «Mangrabin».
—Y, sin embargo —dijo Quintín—, te encontré en correspondencia con aquellos empleados que llevaron a la muerte a tu hermano; pues fue uno de ellos el que me indicó dónde podría encontrarte; el mismo, sin duda, que procuró a estas señoras tus servicios como guía.
—¿Qué vamos a hacer? —respondió Hayraddin, tristemente—. Estos hombres nos tratan como los perros a los rebaños: nos protegen por cierto tiempo, llevándonos de acá para allá a su antojo, y siempre acaban llevándonos al matadero.
Quintín tuvo después ocasión de comprobar que el gitano decía la verdad en este aspecto, y que los soldados del capitán-preboste que se ocupaban en sorprender las partidas de vagabundos, de las cuales estaba infestado el reino, trababan amistad con ellos, omitiendo por algún tiempo el ejercicio de su deber, lo cual, al final, terminaba siempre conduciendo a sus aliados a la horca. Es un sistema de relaciones políticas entre ladrones y empleados oficiales para el provecho de sus mutuas profesiones, que ha subsistido en todos los países, y no es, desde luego, desconocido del nuestro.
Durward, apartándose del guía, retrocedió para unirse al resto de la comitiva, muy poco satisfecho con el carácter de Hayraddin, y teniendo poca confianza en las demostraciones de gratitud que personalmente le había hecho. Procedió a sondear a los otros dos hombres que le habían sido asignados como servidores, y tuvo que reconocer que eran estúpidos o incapaces de prestarle ningún consejo, así como en el encuentro no habían hecho uso de sus armas.
«Tanto mejor —díjose Quintín sobreponiendo su espíritu a las dificultades conocidas de su situación—; esta adorable doncella me lo deberá todo. Puedo contar desde luego con mi brazo y con mi ingenio. He visto arder la casa de mi padre, y a él y a mis hermanos morir entre las llamas; no retrocedí ni una pulgada; luché hasta el último momento. Ahora tengo dos años más y se me presenta la mejor y más hermosa causa que defender que a ningún otro hombre valeroso puede presentársele».
Conforme a esta resolución, la atención y actividad que Quintín desplegó durante el viaje fueron tales, que le daban la apariencia de ubicuidad. Su principal y más favorito puesto era, por supuesto, al lado de las damas, quienes, sensibles a sus extremadas atenciones para guardarlas, empezaron a conversar con él en un tono de familiar amistad, y aparentaban divertirse con la naïveté, ingenuidad, de su amena conversación. Sin embargo, Quintín no había sufrido la fascinación de esta charla hasta el punto de abandonar su papel de vigilante.
Si permanecía a menudo al lado de las condesas describiéndoles como naturales de un país llano los Montes Grampianos y, sobre todo, las bellezas de Glen Houlakin, también cabalgaba con frecuencia junto a Hayraddin, al frente de la cabalgata, preguntándole acerca del camino y los sitios de descanso, y recordando su respuesta para asegurarse con un examen detenido si podía descubrir algo parecido a una traición meditada, como tan pronto se le veía a retaguardia tratando de cerciorarse de la fidelidad de los dos jinetes con palabras amables, dones y promesas de buenas recompensas cuando su tarea hubiese sido cumplida.
De esta manera viajaron durante más de una semana a través de caminos secundarios y distritos poco frecuentados, dando largos rodeos para evitar las poblaciones grandes. Nada notable ocurrió, aunque de vez en cuando se encontraron tribus vagabundas de gitanos que los respetaban al verlos guiados por uno de los suyos; soldados dispersos, o quizá bandidos, que juzgaban la comitiva de Quintín demasiado fuerte para ser atacada, o partidas de Marechaussée[46], como ahora se llamarían, a quienes Luis, que trataba de curar las heridas de su país a rajatabla, empleaba para suprimir las bandas turbulentas que infestaban el interior. Estas últimas consentían que prosiguiesen su viaje sin ser molestados gracias a un pasaporte que con ese fin había proporcionado a Durward el propio rey.
Sus sitios de reposo eran principalmente los monasterios, la mayoría de los cuales tenían obligación, siguiendo las reglas de su fundación, de recibir peregrinos, con cuyo carácter viajaban las damas hospitalariamente y sin preguntas molestas sobre su rango y carácter, que la mayoría de las personas distinguidas deseaban ocultar mientras cumplían sus votos. El pretexto del cansancio era empleado generalmente por las condesas de Croye como una excusa para retirarse a descansar, y Quintín, como mayordomo, arreglaba todo lo necesario entre ellas y los servidores con un conocimiento tal, que las evitaba toda clase de molestias, y con un celo que no dejaba de excitar buena voluntad por parte de aquéllas, que de este modo tan solícito eran atendidas.
Una circunstancia fue objeto de especial preocupación para Quintín, a saber: el carácter y nacionalidad del guía, quien, como ateo e infiel vagabundo, adicto además a las ciencias ocultas (el orgullo de todas estas tribus), era considerado como huésped impropio para estas santas hospederías, en las cuales generalmente solían hacer alto, y, en consecuencia, no era admitido dentro, y sólo en el recinto exterior de sus murallas, aunque con una gran repugnancia. Esto era muy embarazoso, pues, por un lado, era necesario conservar el buen humor del hombre que era poseedor del secreto de la expedición, y por otra parte, Quintín consideraba que era indispensable mantener una vigilancia activa, aunque secreta, en la conducta de Hayraddin, con objeto de que, en lo más posible, no trabase comunicación alguna con nadie sin ser observado. Esto, naturalmente, era imposible si el gitano era alojado fuera del recinto del convento en que se detenían, y Durward no podía dejar de pensar que Hayraddin era deseoso de este último arreglo, pues en vez de mantenerse tranquilo y quieto en el alojamiento que se le había designado, sus conversaciones, juegos y canciones eran al mismo tiempo tan entretenidas para los novicios y los hermanos jóvenes, y tan poco edificantes para los priores de la comunidad, que en más de una ocasión tuvo que recurrir a toda la autoridad, sostenida con amenazas, que Quintín pudo ejercer sobre él para suprimir su irreverente e inoportuna jocosidad, y todo el interés con que intercedía cerca de los superiores para evitar que ese despreciable ser fuese echado fuera de las puertas del convento. Lo consiguió, sin embargo, por el modo tan experto con que defendió los actos indecorosos cometidos por su servidor y el empeño con que inició la esperanza de que viviendo en lugares santos, y cerca de reliquias sagradas y rodeado de hombres dedicados a la religión, sus principios podían mejorarse, así como su conducta.
Pero después de diez o doce días de viaje, cuando ya habían entrado en Flandes y se aproximaban a la ciudad de Namur, todos los esfuerzos de Quintín fueron vanos para suprimir las consecuencias del escándalo dado por el guía pagano. La escena ocurrió en un convento de franciscanos, de una orden rigurosa y reformada, cuyo prior murió después en loor de santidad. Vencidos los escrúpulos usuales, que en este caso fueron mayores (y era de esperar), el aborrecible gitano consiguió por fin ser alojado en una casita aparte, habitada por un lego que ejercía las funciones de jardinero. Las señoras se retiraron a su departamento, como de costumbre, y el prior, que dijo tener algunos parientes lejanos y amigos en Escocia, y el cual era aficionado a escuchar a los forasteros relatos de sus países nativos, invitó a Quintín, con cuya conducta y semblante parecía muy complacido, a una ligera refacción monástica en su propia celda. Como el padre resultase ser un hombre de inteligencia, Quintín no despreció la oportunidad de enterarse del estado de los negocios en la ciudad de Lieja, de la cual, en los dos últimos días del viaje, había oído tales rumores, que le hizo temer por la seguridad de su cargo durante el resto del camino, y aun del poder del obispo para protegerlos cuando, sanos y salvos, fueran conducidos a su residencia. Las respuestas del prior no fueron muy consoladoras. Le dijo que la gente de Lieja eran ricos ciudadanos, quienes, como el Jeshurun de la antigüedad, se habían criado en la abundancia, que estaban orgullosos a causa de su prosperidad y privilegios; que sostenían diversas disputas con el duque de Borgoña, su amo y señor, sobre los impuestos e inmunidades, y que ellos repetidas veces se habían declarado en franca rebeldía, por lo que el duque se había indignado tanto, dado su temperamento colérico e impulsivo, que había jurado por San Jorge que, a la primera provocación, desolaría la ciudad de Lieja, como lo fue Babilonia y Tiro, para vergüenza de todo el territorio de Flandes.
—Y es un príncipe, según tengo entendido, capaz de cumplir ese voto —dijo Quintín—; así, pues, los hombres de Lieja probablemente cuidarán de no darle ocasión a ello.
—Así hay que esperarlo —dijo el prior—, y en ese sentido se elevan las plegarias de los religiosos del país, quienes no quieren que la sangre de los ciudadanos sea derramada y corra como agua, Y que perezcan como réprobos antes de hacer las paces con el cielo. También el buen obispo labora día y noche para mantener la paz, como es propio de un servidor del altar, pues está escrito en la Sagrada Escritura, Beati pacifici. Pero…
Aquí el prior se detuvo con un profundo silencio.
Quintín, modestamente, arguyó la enorme importancia que tenía para las señoras a quienes él atendía tener informaciones seguras respecto al estado interior del país, y que sería un acto de caridad cristiana el que el digno reverendo padre los iluminase sobre este asunto.
—Es uno —dijo el prior— sobre el cual ningún hombre habla de buen grado, pues aquéllos que hablan mal de los poderosos, etiam in cubiculo[47], pueden encontrarse que acaban más pronto o más tarde por enterarse de lo que se ha dicho de ellos. Sin embargo, para hacerles, a usted, que parece un joven inexperto, y a sus damas, que son unas buenas devotas que realizan esta santa peregrinación, un pequeño favor, que está en mi poder realizar, seré franco con usted.
Entonces miró cautelosamente alrededor y bajó la voz como temeroso de ser oído.
—La gente de Lieja —dijo— son instigadas secretamente a sus frecuentes motines por hombres de Satanás, quienes pretenden, pero yo espero que falsamente, estar comisionados para ese efecto por nuestro cristianísimo rey, el cual, sin embargo, merecía hacerse más acreedor a este título que no a turbar la paz en un país vecino. El caso es que su nombre es empleado en todo momento por aquéllos que sostienen e incitan a los descontentos de Lieja. Hay, además, en el país un noble de buen linaje, y famoso en asuntos guerreros, y, por otra parte, Lapis offensionis et petra scandali, un motivo de vergüenza para los países de Borgoña y de Flandes. Su nombre es Guillermo de la Marck.
—Llamado Guillermo el de la Barba —dijo el joven escocés—, o el Jabalí salvaje de las Ardenas.
—Y bien llamado así, hijo mío —dijo el prior—, porque se asemeja al jabalí salvaje del bosque que pisotea con sus pezuñas y destroza con los colmillos. Y se ha formado para sí una banda de más de mil hombres, todos, como él, menospreciadores de la autoridad civil y eclesiástica, y se ha declarado independiente del duque de Borgoña, y viven él y sus secuaces de la rapiña y del mal, llevados a cabo indistintamente en clérigos y civiles. Imposuit manus in Christos Domini; ha levantado su mano sobre los ungidos por el Señor sin tener en cuenta lo que está escrito: «No toques a mis elegidos y no hagas mal a mis profetas». Aun a nuestra pobre casa envió por oro y plata, como un rescate de nuestras vidas y las de nuestros hermanos, a lo que contestamos con una súplica en latín, afirmando nuestra incapacidad para satisfacer su demanda, y exhortándole con las palabras del predicador: Ne moliaris amico tuo malum, cum habet in te fiduciam. Sin embargo, este Gulielmus Barbatus, este Guillermo de la Marck, tan completamente ignorante en letras como falto de humanidad, replicó con esta ridícula jerga: Si non payatis, brulabo monasterium vestrum[48].
—De cuyo vulgar latín, sin embargo, mi buen padre —dijo el joven—, usted llegó a acertar su significado.
—¡Ay!, hijo mío —dijo el prior—; el miedo y la necesidad son buenos intérpretes, y nos vimos obligados a fundir los vasos de plata de nuestro altar para satisfacer la rapacidad de este cruel jefe. ¡Quiera el cielo pagarle en la misma moneda! Pereat improbus. Amen, amen anatema esto!
—Me maravilla —dijo Quintín— que el duque de Borgoña, que es tan fuerte y poderoso, no cace intencionadamente a este jabalí, de cuyos estragos tanto se oye hablar.
—¡Ay!, hijo mío —dijo el prior—; el duque Carlos está ahora en Peronne reuniendo sus tropas para hacer la guerra a Francia; y así, el cielo ha permitido que reine la discordia entre esos grandes príncipes, mientras el país está maltrecho por semejantes vasallos insubordinados. Pero es inoportuno que el duque desdeñe la cura de estas gangrenas internas, pues Guillermo de la Marck ha mantenido tratos no secretos con Rouslaer y Pavillon, los dos jefes de los descontentos de Lieja, y puede temerse que pronto los inducirá a una empresa desesperada.
—Pero el obispo de Lieja —dijo Quintín— tiene aún poder bastante para someter a este espíritu inquieto y turbulento. ¿No es eso, buen padre? Su respuesta a esta pregunta me interesa mucho.
—El obispo, niño —replicó el prior—, tiene la espada de San Pedro, así como sus llaves. Tiene poder como príncipe secular y tiene la protección de la poderosa casa de Borgoña; tiene también autoridad espiritual como prelado, y sostiene ambas con una fuerza razonable de buenos soldados. Este Guillermo de la Marck se crió en su casa y le debe muchos beneficios. Pero dio rienda suelta, aun en la corte del obispo, a su temperamento fiero y sanguinario, y fue expulsado de allí por un homicidio cometido en la persona de uno de los principales criados del obispo. Desde entonces y después de ser desterrado de la presencia del buen prelado, ha sido su enemigo constante e irreconciliable, y ahora, siento decirlo, ha aumentado su rencor contra él.
—¿Considera usted, pues, como peligrosa la situación del digno prelado? —dijo Quintín ansiosamente.
—¡Ay!, hijo mío —dijo el franciscano—. ¿Quién en este desierto puede considerarse fuera de peligro? Pero el cielo no permita que hable del reverendo prelado como si estuviese en peligro inminente. Tiene grandes tesoros, verdaderos consejeros y bravos soldados, y además, un mensajero que pasó por aquí ayer hacia el Este dijo que el duque de Borgoña, atendiendo a un ruego del obispo, le ha enviado cien soldados como ayuda. Este refuerzo, unido a las fuerzas que ya poseía, es suficiente para rechazar a Guillermo de la Marck, ¡sobre cuya persona caigan maldiciones! Amén.
En este punto de la conversación fueron interrumpidos por el sacristán, quien, con voz que reflejaba espanto, acusó al gitano de haber practicado malas acciones entre los hermanos jóvenes (novicios). Había añadido a su colación nocturna copas de un pesado y fuerte cordial diez veces más nocivo que el vino más fuerte, y bajo el cual varios de la hermandad habían sucumbido; y debía ser cierto, pues aunque el sacristán había podido resistir su influencia, se podía observar, por su discurso y tono afectadísimo, que también el acusador estaba bajo la influencia de esa endemoniada bebida. Además, el gitano había cantado canciones mundanas y obscenas; se había burlado del cordón de San Francisco, y chanceado de sus milagros, y llamado a los novicios jóvenes tontos y perezosos. Por último, había adivinado y dicho al padre Querubín que era amado por una bella dama, quien le haría padre de un hermoso muchacho.
El padre prior escuchó estos lamentos por algún tiempo en silencio, y se llenó de horror al oír tan enormes atrocidades. Cuando el sacristán hubo concluido, se levantó y bajó al patio del convento y ordenó a los legos, bajo pena de las peores consecuencias en caso de desobediencia, que pegasen y expulsasen a Hayraddin fuera de los recintos sagrados con los palos de las escobas y los látigos.
Esta sentencia fue ejecutada de acuerdo con Quintín, que estaba presente, quien condenó lo sucedido, comprendiendo que su intervención no tendría efecto en este caso.
El castigo infligido al delincuente, no obstante lo dispuesto por el superior, fue más cómico que cruel. El gitano corría de un lado para otro a través del patio, entre el clamoreo de voces y el ruido de los golpes, alguno de los cuales no le alcanzaban, porque aunque estaban destinados a su persona, eran esquivados por su actividad, y los pocos que le alcanzaron en la espalda y los hombros los sufrió sin queja y sin devolverlos. El ruido y el alboroto eran tan grandes, que los inexpertos asaltantes con los que Hayraddin contendía se pegaban entre sí más frecuentemente que a él. Hasta que al fin, deseoso el prior de terminar una escena que era más escandalosa que edificante, ordenó que se abriese el portillo, y el gitano se precipitó por él con la velocidad del rayo, quedándose a la intemperie.
Durante esta escena, Quintín fue asaltado por una sospecha, que se fue apoderando de él con fuerza. Hayraddin aquella misma mañana le había prometido ser más discreto y observar mejor conducta cuando, durante el viaje, parasen en un convento; sin embargo, había faltado a su compromiso y había estado más deslenguado y alborotador que nunca. Algo, sin duda, se ocultaba bajo esto, pues aunque fueran muchos los defectos del gitano, no carecía éste de sentido cuando se lo proponía; ¿y no sería probablemente que desease recibir algunas instrucciones, ya de uno de su propia horda, o de alguno otro con el cual se hubiera privado de hablar en el curso del día, por la vigilancia que Quintín ejercía sobre él, y hubiese recurrido a esta estratagema para poder ser expulsado del convento?
Tan pronto como esta sospecha se hubo apoderado de la imaginación de Quintín, éste se puso en movimiento, resolviendo seguir a su aporreado guía y observar (secretamente, si era posible) qué uso hacía de sí mismo. De acuerdo con esto, cuando el gitano escapó, como ya hemos dicho anteriormente, Quintín explicó rápidamente al prior la necesidad de seguirle la pista al guía, y que salía para espiarle.