El guía
Era hijo de Egipto, según me dijo,
y descendiente de esos temibles magos
que sostenían guerras temerarias cuando Israel vivía en Goschen,
con Israel y su profeta y desafiaban
los milagros de Jehová con conjuros,
hasta que sobre Egipto vino el ángel vengador,
y aquellos sabios orgullosos lloraron por su primogénito,
como lloraron los iletrados campesinos.
Anónimo.
La llegada de lord Crawford y su guardia puso inmediato fin al combate que hemos tratado de describir en el último capítulo, y el caballero, arrojando su casco, dio precipitadamente al viejo lord su espada, diciendo:
—Crawford, me rindo. ¡Pero al oído le diré, bajo su palabra de honor, salve al duque de Orleáns!
—¿Cómo, es posible? ¡El duque de Orleáns! —exclamó el jefe escocés—. ¿Cómo ha sucedido esto?
—No pregunte nada —dijo Dunois, pues se trataba de él—; ha sido culpa mía. Mire, se mueve. Yo me adelanté para ver a aquella damisela, y mire lo que ha ocurrido. Que se queden atrás sus soldados, que ningún hombre le mire.
Diciendo esto, abrió la visera de Orleáns y arrojó agua en su rostro, que le proporcionó el próximo lago.
Quintín Durward, mientras tanto, se quedó como petrificado; tan rápidas se sucedían las aventuras para él. Como las pálidas facciones de su primer contrincante le aseguraban había derribado al primer príncipe de sangre azul de Francia, y había contendido con su mejor campeón, el célebre Dunois, ambos hechos de por sí muy honrosos, aunque era cuestión diferente el asegurar si podían considerarse como buen servicio prestado al rey o estimado como tal por éste.
El duque había ya vuelto en sí y pudo sentarse y fijarse en lo que había pasado entre Dunois y Crawford, mientras el primero rogaba ansiosamente que no había por qué mezclar en el asunto el nombre del más noble Orleáns, ya que estaba dispuesto a aceptar toda la responsabilidad de lo sucedido y a confesar que el duque sólo había venido allí en calidad de amigo suyo.
Lord Crawford continuó escuchando con sus ojos fijos en el suelo, y de vez en cuando suspiraba y movía la cabeza. Por fin dijo, alzando la vista:
—Tú sabes, Dunois, que en nombre de tu padre, así como por ti, estoy bien dispuesto a prestarte un servicio.
—Por mí, no pido nada —contestó Dunois—. Tienes mi espada y soy tu prisionero; ¿qué más hace falta? Pero es por este noble príncipe, la única esperanza de Francia si Dios llama al Delfín a su seno. Sólo vino acá para hacerme un favor en un empeño para hacer mi fortuna, en un asunto que el rey ha alentado en parte.
—Dunois —replicó Crawford—, si otro me hubiese dicho que habías traído al noble príncipe a este peligro para satisfacer un fin tuyo, le hubiera dicho que eso era mentira. Y ahora que tú me lo dices, apenas puedo creer que sea verdad.
—Noble Crawford —dijo Orleáns, que ya se había repuesto del todo de su desmayo—, es usted de carácter muy parecido al de su amigo Dunois para no hacerle justicia. Fui yo quien le arrastré hasta aquí, contra su voluntad, a una empresa de pasión atolondrada, rápidamente pensada y llevada a cabo. Mírenme todos los que quieran —añadió, levantándose y volviéndose hacia los soldados—. Soy Luis de Orleáns, que desea sufrir el castigo que merece su locura. Confío en que el rey limitará su disgusto a mi persona, pues es lo justo. En el ínterin, ya que un hijo de Francia no debe entregar su espada a nadie, ni aun a usted, noble Crawford, ¡vete con Dios, buen acero!
Acompañando a estas palabras, sacó su espada de la vaina y la arrojó al lago. Cruzó el aire como un torrente de luz y se hundió en sus relucientes aguas, que rápidamente se cerraron sobre ella. Todos permanecieron quietos, irresolutos y atónitos; tan alto era el rango y tan estimada era la persona del culpable; al mismo tiempo todos se percataban que las consecuencias de esta atrevida empresa, teniendo en cuenta lo que el rey pensaba sobre él, servirían para arruinarle del todo.
Dunois fue el primero que habló, y lo hizo en el tono de regaño de un amigo ofendido y desconfiado.
—¿Así, pues, su alteza ha juzgado propio arrojar su mejor espada en la misma mañana en que ha decidido desechar el favor del rey y despreciar la amistad de Dunois?
—Mi querido pariente —dijo el duque—, ¿cuándo o cómo fue mi propósito el despreciar su amistad, por decir la verdad, cuando era necesaria para su salvación y mi honor?
—Me gustaría saber, mi querido primo, qué tiene su alteza que ver con mi salvación —contestó Dunois ásperamente—. ¿Qué le puede importar el que se me ocurriese dejarme ahorcar, o estrangular, o arrojarme al Loira, o ser apuñalado, o encerrado vivo en una jaula de hierro, o enterrado vivo en un foso de un castillo, o sometido a cualquier procedimiento que agradase al rey Luis para librarse de su fiel vasallo? (No necesita guiñar el ojo ni hacer visajes ni señalar a Tristán l’Hermite; veo al bribón tan bien como vos). Y en cuanto a su honor, me parece que éste hubiera ganado con haber evitado el trabajo de esta mañana o no haber pensado en él. Aquí ha resultado desmontado su alteza por un salvaje muchacho escocés.
—¡Calle, calle! —dijo lord Crawford—; no avergüence a su alteza por eso. No es la primera vez que un joven escocés ha roto una buena lanza. Me alegra saber que el muchacho se ha portado bien.
—No diré lo contrario —dijo Dunois—; sin embargo, si su señoría hubiese llegado más tarde de lo que lo hizo, hubiera habido una vacante en su compañía de arqueros.
—¡Ay, ay! —contestó lord Crawford—, puedo ver su obra en ese morrión rajado. Que alguien se lo quite al joven y le dé un bonete, que con su forro de acero preservará su cabeza mejor que ese casco roto. Y permítame que le diga a su señoría que su propia armadura no carece de algunas señales de buena labor escocesa. Pero, Dunois, ahora debo rogar al duque de Orleáns y a vos que tomen sus caballos y me acompañen, ya que estoy facultado y tengo poderes para ello, a un lugar diferente del que mis buenos deseos podían haberles designado.
—¿No puedo hablar una palabra, mi lord Crawford, a aquellas bellas damas? —preguntó el duque de Orleáns.
—Ni una sílaba —contestó lord Crawford—; soy demasiado amigo de su alteza para permitir semejante acto de locura.
Después, dirigiéndose a Quintín, añadió:
—Usted, joven, ha cumplido con su deber. Prosiga realizando la comisión que le ha sido confiada.
—Por favor, mi lord —dijo Tristán con su usual brutalidad—; el joven debe buscar otro guía. No puedo prescindir de Petit André cuando hay tantas probabilidades de que se le presente trabajo.
—El joven —dijo Petit André adelantándose— sólo tiene que conservar el camino que se abre derecho ante él y le conducirá a un lugar en donde encontrará al hombre que debe actuar de guía suyo. ¡Ni por mil ducados me ausentaría en el día de hoy del lado de mi jefe! He colgado a más de un caballero, a ricos echevins y a burgomaestres; aun condes y marqueses han probado mi trabajo; pero un… —miró al duque como para insinuar que había suprimido las palabras— ¡un príncipe de sangre!…
—¿Cómo permite que sus rufianes tengan ese lenguaje en tal presencia? —dijo Crawford mirando serio a Tristán.
—¿Por qué no le corrige usted mismo, mi lord? —dijo Tristán, hosco.
—Porque tu mano es la única entre los presentes que puede pegarle sin resultar degradada por semejante acción.
—Entonces, gobierne a los suyos, mi lord, y yo responderé de los míos —dijo el capitán preboste.
Lord Crawford parecía inclinado a dar una respuesta colérica; pero como si lo hubiese pensado mejor, volvió su espalda a Tristán y, rogando al duque de Orleáns y a Dunois que cabalgasen cada uno a un lado suyo, hizo señales de despedida a las damas, y dijo a Quintín:
—Dios te bendiga, hijo mío; has comenzado tu servicio valientemente, aunque en causa desgraciada.
Se disponía partir cuando Quintín pudo oír a Dunois que le preguntaba en voz baja a Crawford:
—¿Nos lleva a Plessis?
—No, mi desgraciado y temerario amigo —contestó Crawford con un suspiro—; a Loches.
¡A Loches! El nombre de un castillo o más bien prisión, aún más temible que el propio Plessis, resonó fúnebremente para el joven escocés. Había oído hablar de él como un lugar destinado a la realización de esos actos secretos de crueldad con los que el mismo Luis se avergonzaba de corromper el interior de su propia residencia. Había en este sitio de terror calabozos sobrepuestos a otros calabozos, algunos de ellos desconocidos aun para el guardián de los mismos; sepulturas vivas, a que eran destinados hombres, con pocas esperanzas de conseguir otro empleo en el resto de su vida que el de respirar aire impuro y ser alimentados a pan y agua. En este formidable castillo había también sitios terribles de confinamiento, denominados cages, en los que el infeliz prisionero no podía ponerse de pie ni estirarse a lo largo; invención, según se decía, del cardenal Balue[43]. No debe sorprender que el nombre de este sitio de horrores y la convicción de que había contribuido en parte a despachar allí a dos víctimas tan ilustres llenaran de tanta tristeza el corazón del joven escocés, que cabalgó por algún tiempo con la cabeza gacha, con los ojos fijos en el suelo y el corazón lleno de las más penosas reflexiones.
Como se encontrase ahora a la cabeza de la pequeña tropa y siguiendo el camino que se le había indicado, lady Hameline encontró oportunidad para decirle:
—Me parece, señor, que lamenta la victoria que con su valentía ha logrado a favor nuestro.
Había algo en la pregunta que sonaba a ironía; pero Quintín tuvo el suficiente tacto para contestar sencillamente y con sinceridad:
—No puedo lamentarme de nada que sea hecho en servicio de damas como ustedes; pero pienso que si hubiese sido compatible con su libertad hubiera preferido caer por la espada de soldado tan bueno como Dunois que haber sido la ocasión para que ese famoso caballero y su infeliz superior, el duque de Orleáns, vayan a parar a esos horrorosos calabozos.
—Era, pues, el duque de Orleáns —dijo la dama de más edad volviéndose a su sobrina—. Así me pareció, aun a la distancia desde la que contemplé la lucha. Ya ves, parienta, lo que podíamos haber sido si este taimado y avaricioso monarca nos hubiese permitido mostrarnos en su corte. El primer príncipe de sangre azul de Francia y el valiente Dunois, cuyo nombre es tan famoso por doquier como el de su heroico padre; este joven cumplió con su deber bien y con bravura, pero es una lástima que no sucumbiese con honor, ya que su mal aconsejada bizarría se interpuso entre nosotras y estos salvadores de tan noble alcurnia.
La condesa Isabel replicó en tono firme y casi de desagrado, con una energía, en una palabra, que Quintín hasta ahora no le había visto emplear.
—Tía —dijo—, si no supiese que habla en broma, diría que tus palabras son desagradecidas para nuestro bravo defensor, a quien debemos más, quizá, de lo que te imaginas. Si estos caballeros hubiesen triunfado en su temeraria empresa y hubiesen derrotado a nuestra escolta, ¿no es evidente que a la llegada de la guardia real hubiéramos participado de su cautiverio? Por mi parte, lamento y pronto encargaré misas por el bravo hombre que ha caído, y confío —continuó más tímidamente— que el que vive aceptará mis gracias sinceras.
Como Quintín volviese la cabeza hacia ella para corresponder a su agradecimiento, vio la condesa la sangre que corría a lo largo de una de sus mejillas, y exclamó con tono de profundo sentimiento:
—¡Santa Virgen, está herido! ¡Sangra! Apéese, señor, y deje que se le cure su herida.
A pesar de todo lo que Durward pudo decir de la poca importancia de su contusión, se vio obligado a desmontar, a sentarse en el suelo, a quitarse el casco, mientras las damas de Croye, que conforme a una moda aún no anticuada pretendían poseer algunos conocimientos del arte de curar, lavaron la herida, restañaron la sangre y la vendaron con un pañuelo de la condesa más joven para evitar que quedase expuesta al aire, según la práctica prescribía.
En tiempos modernos, los caballeros rara vez o nunca reciben heridas por las damas, y las damiselas, por su parte, nunca intervienen en la cura de heridas. De este modo cada cual evita un peligro. Todo el mundo reconoce aquél del que se libran los hombres; pero el peligro de curar una herida tan leve como la de Quintín era quizá tan efectivamente real como el riesgo de recibirla.
Ya hemos dicho que el paciente era sumamente guapo, y al quitarse el casco o, con más propiedad, su morrión, quedaron libres sus hermosas guedejas, que encuadraron un rostro en el que la alegría de la juventud se caracterizaba por un rubor de modestia y de placer a la vez. Los sentimientos de la joven condesa al verse obligada a mantener su pañuelo sobre la herida, mientras su tía buscaba en su equipaje algún medicamento, estaban mezclados de delicadeza y perplejidad, experimentando piedad por el paciente y gratitud por sus servicios, exagerados a sus ojos por sus hermosas facciones. En una palabra, este incidente parecía traído por el hado para completar la misteriosa comunicación que ya se había establecido entre dos personas por medio de pequeñas circunstancias aparentemente accidentales, las que, aunque distintos por la prosapia y la fortuna, se parecían mucho entre sí por su juventud, belleza y la ternura romántica de un temperamento amoroso. No es sorprendente, por tanto, que desde este momento el pensamiento de la condesa Isabel, ya tan familiar a su imaginación, fuese el dominante en Quintín, ni el que la doncella, aunque sus sentimientos fuesen de un carácter menos decidido, por lo menos por lo que a ella se le alcanzaba, pensase en su joven defensor, a quien acababa de prestar un servicio tan caritativo, con más emoción que en cualquiera de los nobles de alto copete que la habían cortejado en los dos últimos años. Especialmente, cuando se acordaba de Campobasso, el indigno favorito del duque Carlos, con su cara hipócrita, su espíritu traidor y vil, su cuello torcido y su estrabismo, su retrato le era más odioso que nunca, y decididamente resolvió que ninguna tiranía le haría consentir en unión tan odiosa.
Mientras tanto, bien porque lady Hameline de Croye comprendiese y admirase la belleza masculina lo mismo que cuando tenía quince años menos (pues la buena condesa tenía por lo menos treinta y cinco años si los archivos de aquella noble casa dicen verdad), o bien porque pensase que había sido menos justa con su joven protector de lo que debía en la primera opinión que se había formado de sus servicios, lo cierto es que comenzó a caerle en gracia.
—Mi sobrina —le dijo— le ha dado un pañuelo, para vendar su herida; yo le daré uno para premiar su valentía y animarle a hacer nuevos progresos en su papel de caballero.
Al decir esto le dio un pañuelo azul y plata, ricamente bordado, y señalando a la gualdrapa de su caballo y a las plumas de su sombrero de montar, le quiso hacer fijarse que los colores eran los mismos.
La costumbre de la época prescribía un modo único de recibir semejante favor, que Quintín siguió, atando el pañuelo alrededor de su brazo; sin embargo, este sistema de agradecimiento resultaba más rutinario en esta ocasión de lo que hubiera sido en otro lugar y ante otra persona, pues aunque el testimonio de un favor hecho por una señora, como el de ahora, era cuestión de mero cumplido, Quintín hubiera preferido el derecho de atar en su brazo el pañuelo que vendaba la herida producida por la espada de Dunois.
Mientras tanto, continuaron su viaje, y ahora, Quintín cabalgaba junto a las damas, en cuya compañía parecía haber sido adoptado tácitamente. No habló mucho, sin embargo, embargado por un silencioso sentimiento de felicidad, que teme dar demasiada publicidad a lo que se siente.
La condesa Isabel habló aun menos; de modo que la conversación fue principalmente sostenida por lady Hameline, que no parecía inclinada a dejar que decayese, pues para iniciar al joven arquero, como ella decía, en los principios y prácticas de caballería, le contó con todo detalle el torneo de armas en Haflinghem, en el que ella había distribuido los premios entre los vencedores.
No muy interesado, siento tener que decirlo, con la descripción de la espléndida escena o de las armas heráldicas de los diferentes caballeros flamencos y alemanes que la dama describía con exactitud despiadada, comenzó Quintín a experimentar alguna alarma ante el temor de haber rebasado el sitio en que su guía había de unírsele; desastre de los más serios, y del que eran de esperar las peores consecuencias caso de ser cierto.
Mientras dudaba si sería mejor enviar atrás a uno de sus soldados para comprobar este extremo, oyó el sonido de un cuerno, y mirando en la dirección de donde provenía el sonido, vio a un hombre a caballo que cabalgaba de prisa hacia ellos. El tamaño pequeño y el aspecto salvaje, con pelo áspero y lamido, del animal recordó a Quintín los caballos montaraces que se daban en su país, aunque éste era de extremidades mucho más finas y más rápido de movimientos. La cabeza, en especial, que en el pony escocés es a menudo pesada, era pequeña y bien plantada sobre el cuello del animal, con quijadas finas, ojos brillantes y las ventanas de la nariz abiertas.
El jinete era aún de apariencia más singular que el caballo que montaba, aunque éste no se parecía en nada a los caballos de Francia. Si bien manejaba su caballo con gran destreza, apoyaba sus pies en anchos estribos, algo parecidos a palas, tan cortos de correas que sus rodillas quedaban casi a la altura de la perilla de su silla. Su traje se componía de un turbante rojo, pequeño, en el que llevaba una pluma descolorida asegurada por una hebilla de plata; su túnica, que se asemejaba a la de los estradiots[44], era de color verde y abrochada muy cursi con cordones de oro; llevaba calzones muy anchos, blancos, aunque no muy limpios, que se ajustaban debajo de las rodillas, y sus piernas, tostadas, irían del todo al aire de no ser por la complicada atadura que ligaban un par de sandalias a sus pies; no usaba espuelas, estando tan aguzados los bordes de sus anchos estribos que servían para estimular al caballo muy severamente. En su cinturón rojo llevaba este singular jinete, al lado derecho, una daga, y al izquierdo, un corto alfanje morisco, y de una banda descolorida pasada por el hombro colgaba el cuerno que anunciaba su llegada. Tenía un rostro moreno y tostado por el sol, con una barba clara, y ojos obscuros y penetrantes, una nariz y boca bien formadas y otras facciones que podían justificar se le llamase guapo, si no fuese por unas negras greñas de pelo que colgaban sobre su cara y su aire de rudeza y de demacración, que era más propio de un salvaje que de un hombre civilizado.
—¡Es también un gitano! —se dijeron entre sí las señoras—. ¡Santa Virgen! ¿Pondrá el rey de nuevo su confianza en estos desterrados?
—Preguntaré al hombre si así lo desean —dijo, Quintín—, y me aseguraré de su fidelidad lo mejor que pueda.
Durward, así como las damas de Croye, había reconocido en la apariencia y traje de este hombre los modales y modo de vestir de esos vagabundos con los que había estado a punto de ser confundido por los procedimientos rápidos de Trois Eschelles y Petit André, y él también experimentó aprensiones muy naturales referentes al riesgo de poner su confianza en uno de esta raza vagabunda.
—¿Has venido aquí a buscarnos? —fue su primera pregunta.
El forastero asintió con la cabeza.
—¿Y con qué fin?
—Para guiarle al palacio del de Lieja.
—¿Del obispo?
El bohemio asintió de nuevo.
—¿Qué señal puedes darme, para que tengamos confianza en ti?
—La antigua rima nada más —contestó el bohemio.
El paje mató al jabalí,
el par se llevó la gloria.
—Es buena señal —dijo Quintín—. Guía, muchacho; hablaré contigo más ahora.
Volviendo después con las señoras, dijo:
—Estoy convencido que este hombre es el guía que esperamos, pues me ha dado una contraseña que sólo conoce el rey y yo. Pero hablaré más con él y trataré de asegurarme hasta qué punto puede uno fiarse de él.