Capítulo XIV

El viaje (continuación)

Te veo aún, hermosa Francia, tierra favorecida

por el arte y la naturaleza; aun estás ante mí;

a tus hijos, para quien su trabajo es un deporte,

ya que tan pródigo tu agradecido suelo devuelve sus esfuerzos;

a tus hijas tostadas, con sus ojos sonrientes

y satinados rizos negros. Pero, Francia favorecida,

has tenido muchas leyendas de dolor que contar

en tiempos pasados y en los actuales.

Anónimo.

Evitando toda conversación con nadie (pues tal era su consigna), Quintín Durward procedió rápido a colocarse una fuerte coraza blindada, con piezas protectoras de brazos y muslos, y colocó en su cabeza un buen casco de acero sin visera. Agregó a esto una hermosa casaca de cuero de gamuza, bien curtida y adornada por las costuras con bordados, como los de un empleado superior en una noble casa.

Estas prendas fueron llevadas a la habitación por Oliver, quien, con su sonrisa y modales insinuantes, le participó que su tío había sido citado para hacer la guardia con el fin de que no hiciese averiguaciones concernientes a estos movimientos misteriosos.

—Se presentarán sus excusas a su pariente —dijo Oliver sonriendo de nuevo—, y mi querido hijo, cuando vuelva salvo de haber realizado esta agradable misión, no dudo que resultará digno de un ascenso que le dispensará de dar cuenta de sus movimientos a nadie, mientras le colocará a la cabeza de aquéllos que deberán dar cuenta de los suyos a usted.

Así habló Oliver le Diable, calculando en su fuero interno la gran probabilidad que había de que el pobre joven, cuya mano apretaba con afecto mientras hablaba, encontrase necesariamente la muerte o el cautiverio en la comisión que se le había confiado. Añadió a sus palabras de halago una pequeña bolsa de oro, para hacer frente a los gastos necesarios del viaje, como obsequio ofrecido por el rey.

Unos minutos antes de medianoche, Quintín, conforme a las instrucciones recibidas, se dirigió al segundo patio y se detuvo bajo la torre del Delfín, que, según el lector sabe, estaba destinada a residencia temporal de la condesa de Croye. Encontró en este lugar a los hombres y caballos que habían de formar parte de la comitiva, llevando dos mulas ya cargadas con equipaje y tres caballos para las dos condesas y una fiel servidora y un corcel de guerra para él, cuya silla, guarnecida de acero, brillaba a la pálida luz de la luna. Ni una palabra a guisa de saludo se habló por ambas partes. Los hombres se erguían en sus monturas sin movimiento alguno, y a la misma luz imperfecta vio Quintín con placer que estaban todos armados y que sostenían largas lanzas en sus manos. Sólo eran tres; pero uno dijo en voz baja a Quintín, en acento gascón bien marcado, que el guía se los uniría más allá de Tours.

Mientras tanto, se veían luces que se movían a través de las celosías de la torre, denotando actividad y preparativos en sus habitantes. Por fin, una pequeña puerta, que conducía del fondo de la torre al patio, se abrió, y tres mujeres salieron acompañadas de un hombre envuelto en un capote. Montaron en silencio las caballerías que le estaban designadas, mientras su acompañante a pie guiaba y dio el santo y seña a los centinelas de guardia, cuyos puestos pasaron sucesivamente. Así alcanzaron, por fin, el exterior de estas formidables barreras. Aquí el hombre a pie, que hasta ahora había actuado de guía, se detuvo y habló bajo a las dos mujeres que iban delante.

—¡Que el cielo le proteja, señor —dijo una voz que emocionó a Quintín—, y le perdone, aunque sus propósitos sean más interesados de lo que denotan sus palabras! El ser colocada a salvo bajo la protección del buen obispo de Lieja es mi mayor deseo.

La persona a la que así se dirigía dio una respuesta que no se oyó y se retiró por el portillo de la fortaleza, al tiempo que Quintín se imaginaba que, a la luz de la luna, reconocía en ella al propio rey, cuya ansiedad por la marcha de sus huéspedas le había quizá inducido a estar en persona por si se suscitaban escrúpulos por parte de ellas o había dificultades por parte de los centinelas del castillo.

Cuando los jinetes rebasaron éste, fue necesario durante algún tiempo cabalgar con gran precaución para evitar los pozos, trampas y demás artificios que estaban dispuestos para molestia del forastero. El gascón conocía, sin embargo, a la perfección la clave de este laberinto, y después de un cuarto de hora de montar se encontraron fuera de los límites de Plessis le Pare y no muy lejos de la ciudad de Tours.

La luna, que ya se había librado de las nubes que antes la ocultaban a ratos, lanzaba una hermosa luz sobre un paisaje igualmente bello. Vieron al Loira extendiendo sus majestuosas ondas a través de las más ricas llanuras de Francia y corriendo a lo largo de orillas adornadas con torres y terrazas y con olivares y viñedos. Vieron las murallas de la ciudad de Tours, la antigua capital de la Turena, elevar sus graves torres y bastiones blancos a la luz de la luna, mientras, en el interior del círculo que formaban, se erguía la inmensa mole gótica que la devoción del santo obispo Perpetuus levantó en el remoto siglo V, y que el celo de Carlomagno y sus sucesores había aumentado con tal esplendor que hacían de ella la iglesia más magnífica de Francia. Las torres de la iglesia de Saint Gatien también eran visibles, y la reciedumbre tétrica del castillo, del que se decía que en tiempos pretéritos había sido la residencia del emperador Valentiniano.

Aun las circunstancias en que estaba colocado, de una índole tan absorbente, no impidieron se entusiasmase el joven escocés, acostumbrado al desolado, aunque impresionante, escenario de sus propias montañas y a la pobreza de los paisajes más principales de su país, ante el escenario que, el arte y la naturaleza habían contribuido en adornar con el más rico esplendor. Pero fue vuelto a la realidad del momento por la voz de la señora mayor (en una octava, por lo menos, más alta que esos tonos suaves con la que se despidió de Luis XI), que deseaba hablar con el jefe de la comitiva. Espoleando su caballo y avanzando, Quintín se presentó respetuosamente a las damas con tal carácter, y fue sometido a un interrogatorio por parte de lady Hameline.

—¿Cuál es su nombre y su empleo?

Dijo ambos.

—¿Conoce perfectamente el camino?

—No puedo —replicó— presumir de conocer mucho el camino; pero poseo instrucciones completas, y en el primer sitio de descanso me espera un guía competente en todos sentidos para continuar guiándoles el resto del viaje.

Mientras tanto, un jinete que se les acababa de unir, y elevaba a cuatro el número de los guardias, había de ser su guía en la primera etapa.

—¿Y por qué fue usted escogido para tal comisión, joven? —dijo la dama—. Tengo entendido que es usted el mismo joven que estuvo últimamente de guardia en la galería en que encontramos a la princesa de Francia. Parece usted joven e inexperto para ese cargo, forastero también en Francia y hablando el idioma como extranjero.

—Tengo precisión de obedecer a los mandatos del rey, señora; pero no estoy autorizado para razonarlos —contestó el joven soldado.

—¿Es usted de cuna noble? —preguntó la dama.

—Puedo afirmarlo con seguridad, señora —contestó Quintín.

—¿Y no es usted el mismo —dijo la dama joven dirigiéndose a él a su vez, pero con acento timorato— a quién vi cuando fui llamada a servir al rey en la posada?

Bajando su voz, quizá por análogos sentimientos de timidez, Quintín contestó afirmativamente.

—Entonces —dijo lady Isabel dirigiéndose a lady Hameline estamos seguras bajo la salvaguardia de este caballero; no parece, al menos, uno a quien la ejecución de un plan de crueldad traicionera respecto a dos infelices mujeres pueda ser confiado desde luego.

—¡Por mi honor, señora —dijo Durward—; por la fama de mi casa; por los restos de mis antepasados, no sería nunca culpable de traición o crueldad con usted!

—Habla usted bien, joven —dijo lady Hameline—; pero estamos acostumbradas a bellos discursos del rey de Francia y sus secuaces. Por estos discursos fuimos inducidas a buscar refugio en Francia, cuando la protección del obispo de Lieja podía haberse alcanzado con menos riesgo que ahora, o cuando podíamos habernos buscado la de Wenceslao de Alemania o la de Eduardo de Inglaterra. ¿Y en qué han quedado las promesas del rey? En una ocultación obscura y vergonzosa de nuestras personas, bajo nombres plebeyos, como si fuésemos productos prohibidos, en una posada mezquina, donde nos veíamos obligadas a ataviarnos de pie sobre el simple suelo, como si hubiésemos sido dos lecheras; cuando, como tú sabes, Marthon —dirigiéndose a su criada—, nunca me puse una escofieta sino bajo un dosel y sobre un estrado.

Marthon afirmó que su señora había dicho la pura verdad.

—Me gustaría que eso hubiera sido el mal peor, querida parienta —dijo lady Isabel—; hubiera podido muy bien pasar sin lujos.

—Pero no el vivir aisladas —dijo la condesa de más edad—; eso, mi querida sobrina, resultaba inaguantable.

—Lo hubiera perdonado todo, mi querida parienta —contestó Isabel en una voz que penetró hasta el mismo corazón de su joven conductor y guardián—, todo, por un retiro seguro y honroso. No deseo, Dios sabe que nunca lo deseé, ser causa de una guerra entre Francia y Borgoña, mi país natal, o que se sacrifiquen vidas por mis causas. Sólo pido permiso para retirarme al convento de Marmontier o a cualquier otro santo santuario.

—Hablas como una simple, sobrina —contestó la señora de más edad—, y no como la hija de mi noble hermano. Conviene que aún viva alguien que sostenga el espíritu de la noble casa de Croye. ¿Cómo se distinguiría una dama de alcurnia de una lechera quemada por el sol sino porque por la una se rompen lanzas y por la otra sólo se quiebran varas de avellano? Te digo, muchacha, que mientras estaba en la primavera de mi vida, con pocos más años que tú, se celebró en mi honor el famoso desafío de armas en Haflinghem; los que desafiaban fueron cuatro; los asaltantes llegaron a doce. Duró tres días y costó la vida de dos caballeros audaces, la fractura de un espinazo, una clavícula, tres piernas y dos brazos, aparte de las heridas y contusiones que no tuvieron en cuenta los heraldos; y de este modo han sido siempre honradas las damas de nuestra casa. ¡Ah!, si poseyeses parte de la intrepidez de tus nobles antepasados encontrarías medios para organizar un torneo en alguna corte, en la que el amor a las damas y la fama en el manejo de las armas son aun apreciadas, en el que tu mano sería el galardón, como lo fue la de tu bisabuela, de bendito recuerdo, en el torneo de lanzas de Estrasburgo; y de este modo ganarías la mejor lanza de Europa para mantener los derechos de la casa de Croye a un mismo tiempo contra la opresión de Borgoña y la política de Francia.

—Pero, querida parienta —contestó la joven condesa—, me contó mi vieja niñera que, aunque el Rhinegrave[42] fue la mejor lanza en el gran torneo de Estrasburgo, y por eso conquistó la mano de mi respetada antecesora, el matrimonio, sin embargo, no fue feliz, ya que él regañaba con frecuencia y aun a veces pegaba a mi bisabuela, de grata memoria.

—¿Y por qué no? —dijo la vieja condesa, llevada de su romántico entusiasmo por la profesión de caballeros de armas—. ¿Por qué esos victoriosos caballeros, acostumbrados a lanzar mandobles en el campo, deberían haber refrenado sus energías en casa? Mil veces hubiera preferido ser pegada dos veces al día por un marido cuya lanza fuese tan temida por los otros como por mí, que ser la mujer de un cobarde que no se atreviese ni a levantar la mano a su esposa ni a nadie más.

—Me gustaría que disfrutases de un compañero tan activo, querida tía —replicó Isabel—, sin por eso envidiarte, pues si el quebrantamiento de huesos es disculpable en torneos, no existe nada menos agradable en la morada de una dama.

—Ya; pero el pegar no es una consecuencia necesaria del matrimonio con un caballero de armas famoso —dijo lady Hameline—; aunque es verdad que nuestro antecesor, de grato recuerdo, el rhinegrave Gottfried, era de temperamento algo colérico y acostumbrado al vino del Rin. El caballero perfecto es un cordero entre las damas y un león entre las lanzas. Acuérdate de Thibaut de Montigni, ¡Dios sea con él!, que fue la persona más amable que existió, y no sólo cometió nunca la villanía de levantar su mano contra su dama, sino que, aquél que derrotaba a todos sus enemigos en el campo, encontró a una bella enemiga que sabía pegarle en casa. Bien, fue culpa suya; fue uno de los retadores en el torneo de Haflinghem, y tan bien se portó, que si el cielo hubiese querido y tu abuelo, hubiera habido una señora de Montigni que le hubiese tratado con más dulzura.

La condesa Isabel, que tenía algunos motivos para temer a este torneo de Haflinghem, que era asunto en el que su tía resultaba difusa en toda época, dejó que la conversación decayese; y Quintín, con la finura natural de uno que ha sido bien educado, temiendo que su presencia pudiese ser un freno para la conversación de tía y sobrina, se adelantó para unirse al guía, como si tuviese que preguntarle algunas cuestiones concernientes al camino que seguían.

Mientras tanto, las damas continuaron el viaje en silencio o con conversación que no merece la pena de ser consignada, hasta que amaneció; y como habían permanecido a caballo varias horas, Quintín, temeroso de que estuviesen fatigadas, mostró impaciencia por saber qué distancia les separaba aún del primer sitio de descanso.

—Puede ser —contestó el guía— que lleguemos dentro de media hora.

—¿Y entonces le reemplazará a usted otro guía? —continuó Quintín.

—Así es, señor arquero —replicó el hombre—; mis viajes son siempre cortos y rectos. Cuando usted y otros, señor arquero, van dando rodeos, yo voy siempre por el camino más corto.

La luna hacía ya tiempo que se había marchado y las luces de la aurora comenzaban a lucir en el oriente y a iluminar un pequeño lago, por cuya orilla iban cabalgando hacía un poco de tiempo. Este lago yacía en medio de una llanura sembrada de árboles aislados, matorrales y espesuras; pero que podía, sin embargo, considerarse como espacio abierto, y ya los objetos comenzaban a distinguirse con suficiente precisión. Quintín miró a la persona que cabalgaba a su lado, y bajo la sombra de un sombrero de ala ancha, que recordaba al de un labriego español, reconoció las facciones antipáticas del mismo Petit André, cuyos dedos, combinados con los de su lúgubre compañero Trois Eschelles, se habían mostrado tan desagradablemente activos no hacía mucho alrededor de su cuello. Impelido por la aversión, en la que había mezclado algo de temor (pues en su país el verdugo es mirado con horror casi supersticioso), que su difícil escapatoria no había disminuido, Durward desvió instintivamente la cabeza de su caballo a la derecha, y aguijoneándole al mismo tiempo con la espuela, dio una media vuelta, que le separó unos ocho pies de su odioso compañero.

—¡Eh, eh! —exclamó Petit André—. Por Nuestra Señora de Greve, nuestro joven soldado nos recuerda de antaño. ¡Cómo!, camarada, no nos guardará rencor, ¿no es eso? Todo el mundo gana su pan en este país. Nadie necesita avergonzarse de haber pasado por mis manos. Y Dios me ha concedido la gracia de ser además un individuo muy alegre. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Podría contarle todos los chistes que he dicho entre el pie de la escala y lo alto de la horca, y a veces me he visto obligado a hacer más que de prisa, mi trabajo por temor de que los individuos muriesen riendo. Mientras hablaba así dirigió su caballo hacia el costado para ganar el intervalo que el escocés había interpuesto entre los dos.

—Venga, señor arquero, ¡qué no haya enemistades entre nosotros! Por mi parte, siempre hago mi deber sin malicia y con el corazón alegre, y nunca amo más a un hombre sino cuando pongo el collar alrededor de su cuello para hacerlo caballero de la Orden de Saint Patibularius, como el capellán del preboste, el digno padre va con el diablo, acostumbra a llamar al santo patrón de los ajusticiados.

—¡Atrás, ser infeliz! —exclamó Quintín cuando el ejecutor de la ley intentó de nuevo aproximársele—, o me veré forzado a mostrarte la distancia que debe mediar entre hombres de honor y hombres como tú.

—¡Ya, qué acalorado está! —dijo el individuo—. Si hubiese dicho hombres honrados habría algo de verdad en ello; pero hombres de honor. Tengo que tratar con ellos todos los días tan de cerca como si tuviese que llevar un negocio con usted. Pero haya paz y acompáñese usted solo. Le hubiera obsequiado con una botella de Auvernat para borrar toda rencilla; pero es probable que desdeñe mi amabilidad. Bien. Sea tan grosero como guste. No acostumbro a reñir nunca con mis parroquianos, mis alegres danzarines, mis compañeros de juego, como Jacobo Butcher llama a sus ovejas. No, no, que me traten como quieran; al final encontrarán mis buenos servicios, y usted mismo verá, cuando vuelva a las manos de Petit André, que sabe perdonar una injuria.

Diciendo esto y poniendo remate a sus palabras con un guiño provocador, Petit André se desvió al otro lado del camino y dejó al joven que digiriese los improperios que le había dirigido como mejor pudiese su orgulloso estómago escocés. Un fuerte deseo había tenido Quintín de pegarle con su lanza; pero supo poner freno a sus pasiones, recordando que una riña con semejante tipo no estaba justificada en ningún lugar ni momento, y que una contienda de cualquier especie en la presente ocasión sería una falta a su deber y podía traer consigo las peores consecuencias. Por eso contuvo la cólera que le produjo los chistes profesionales e inoportunos de Mons. Petit André, y se contentó con desear devotamente que no hubiesen llegado a oídos de la dama joven, en la que no podía suponerse que hiciesen una impresión favorable para él. Pero pronto fue desviado de estos pensamientos por los gritos de una de ambas damas:

—¡Mire atrás, mire atrás! ¡Por amor de Dios, cuide de usted y de nosotras; estamos perseguidas!

Quintín miró rápido hacia atrás y vio que dos hombres armados les seguían, en efecto, y cabalgaban a tal paso que pronto les alcanzarían.

—Sólo pueden ser —dijo— algunos de los soldados del preboste que hacen la ronda en el bosque. Mira —le dijo a Petit André— y dime quiénes pueden ser.

Petit André obedeció y replicó:

—Estos señores no son ni camaradas suyos ni míos, pues me parece que usan cascos con las viseras abatidas y golas, de la misma especie. ¡Son inaguantables estas golas! Hay que hurgarlas más de una hora antes de que puedan abrirse los remaches.

—Amables damas —dijo Durward sin hacer caso de lo que decía Petit André—, sigan hacia adelante, no tan de prisa como para que pueda creerse que van huidas y, sin embargo, lo suficiente para aprovecharse del obstáculo que pienso colocar entre ustedes y estos hombres que nos siguen.

La condesa Isabel miró a su guía y luego murmuró algo a su tía, quien habló a Quintín de este modo:

—Tenernos confianza en sus cuidados, arquero, y preferimos correr cualquier clase de riesgos en su compañía que seguir adelante con ese hombre, cuyo semblante nos parece de mal augurio.

—Hagan lo que quieran, damas —dijo el joven—. Sólo son dos los que nos persiguen, y aunque sean caballeros, como parecen indicar sus armas, bien pronto sabrán, si les anima algún mal propósito, cómo un caballero escocés puede cumplir su deber en presencia y por la defensa de personas como ustedes. ¿Quién de vosotros —continuó, dirigiéndose a los guardias que mandaba— desea ser mi camarada y romper una lanza con estos galanes?

Dos de los hombres se resistieron visiblemente; pero el tercero, Beltrán Guyot, juró «que cap de diou, aunque fuesen caballeros de la Mesa Redonda del rey Arturo, habría de poner a prueba su bizarría por el honor de Gascuña».

Mientras hablaba, los dos caballeros, pues no parecían personas de menos rango, llegaron a la retaguardia de la comitiva, en la que Quintín, con su robusto acompañante, se había ya situado. Iban bien protegidos con una armadura excelente de acero pulido, sin ninguna divisa por la que pudieran ser reconocidos.

Uno de ellos, al aproximarse, dijo a Quintín:

—Señor caballero, venimos a librarle de un cometido que es superior a su rango y condición. Hará bien en dejar a estas damas a nuestro cuidado, ya que somos más aptos para acompañarlas, puesto que sabemos que en su compañía están poco menos que cautivas.

—En respuesta a sus demandas, señores —replicó Durward—, sepan, en primer lugar, que estoy desempeñando el deber que me ha señalado mi actual soberano; y en segundo lugar, que, por muy indigno que pueda ser, las damas desean continuar bajo mi protección.

—¡Cómo! —exclamó uno de los campeones—. ¿Y se atreve usted, mendigante vagabundo, a ofrecer resistencia con sus palabras a caballeros de nuestro linaje?

—Empleo esas palabras —dijo Quintín— porque se oponen a su insolente e ilegítima agresión; y si hubiese diferencia de rango entre nosotros, lo que aún ignoro, su descortesía lo habría borrado. Saquen sus espadas, o si prefieren usar las lanzas, prepárense para la carrera.

Mientras los caballeros volvían sus caballos y retrocedían a una distancia de ciento cincuenta yardas, Quintín, mirando a las damas, se inclinó sobre la silla como si desease una mirada favorable de ellas, y mientras le agitaban sus pañuelos en señal de estímulo, los dos provocadores habían ganado la distancia necesaria para cargar.

Recomendando al gascón que se portase como un hombre, Durward puso en movimiento su corcel, y los cuatro jinetes se encontraron, a pleno galope, en medio del campo que al principio les separaba. El choque fue fatal para el pobre gascón, pues su adversario, apuntando a su cara, que no estaba defendida por visera, le clavó la lanza en el cerebro a través de un ojo, con lo que cayó muerto del caballo.

Por otra parte, Quintín, aunque luchando con la misma desventaja, se movió sobre la silla con tanta destreza, que la lanza contraria, rozando levemente su mejilla, pasó sobre su hombro derecho, mientras su lanza, dando de lleno sobre su pecho, le derribó al suelo. Quintín saltó para quitar el casco a su caído antagonista; pero el otro caballero (que aún no había hablado), viendo la desgracia de su compañero, se apeó aún más de prisa que Quintín, y montando a horcajadas a su amigo, que estaba sin sentido, exclamó:

—¡En nombre de Dios y San Martín, monta, buen hombre, y márchate con tus mujeres! Bastante daño han causado esta mañana.

—Con su permiso, señor caballero —dijo Quintín, que no podía tolerar el tono amenazador en que fue dado este consejo—, primero veré con quién he tenido que pelear y sabré quién ha de responder por la muerte de mi camarada.

—En tu vida lo sabrás ni podrás decirlo —contestó el caballero—. Vete en paz, buen hombre. Si fuimos tontos al interrumpir vuestro viaje, hemos llevado la parte peor, pues has hecho más daño que el que tu vida y la de todos los de tu partida pueden resarcir. No obstante, si lo quieres (pues Quintín había desenvainado su espada y avanzaba hacia él) tómalo como una venganza.

Diciendo esto, dio al escocés tal golpe en el casco como hasta ese momento (aunque criado en sitio donde se prodigaban los buenos golpes) sólo conocía por la lectura de romances. Descendió la espada como un rayo, abatiendo la guardia que el joven escocés había elevado para proteger su cabeza, y alcanzando su casco acorazado, lo cortó hasta alcanzar su cabello, pero sin hacerle más daño, mientras Durward, aturdido, atontado y caído sobre una rodilla, estuvo por un instante a la merced del caballero si hubiese querido repetir el golpe. Pero cierta compasión ante la juventud de Quintín, o admiración por su valor, o un amor generoso para jugar limpio, le hicieron desistir de aprovecharse de semejante ventaja, en tanto que Durward, reuniendo sus fuerzas, saltó y atacó a su antagonista con la energía de uno decidido a ganar o a morir, y al mismo tiempo con la presencia de ánimo necesario para luchar sacando el mayor partido. Resuelto a no exponerse de nuevo a golpes tan terribles como el que acababa de sufrir, utilizó la ventaja de su mayor agilidad, favorecida por la relativa ligereza de su armadura, para fatigar a su antagonista con movimientos tan repentinos y tal rapidez de ataque, que el caballero, embutido en su pesada armadura, encontraba dificultad para defenderse sin fatigarse mucho.

Fue en vano que su generoso contrincante dijese a gritos a Quintín «que ya no había causa de contienda entre ambos y que estaba poco dispuesto a decidirse a hacerle daño». Escuchando sólo las sugestiones de un deseo ardiente para redimir la vergüenza de su derrota parcial, Durward continuó atacándole con la rapidez de un relámpago, ya amenazándole con el filo, ya con la punta de su espada, y manteniendo tal vista sobre los movimientos de su contrario, de cuyas fuerzas superiores tenía tan terrible prueba, que estaba dispuesto a saltar atrás o a un costado para librarse de los golpes de su tremenda arma.

—¡Que el diablo cargue contigo por tu obstinación presuntuosa! —murmuró el caballero—. Esto no acabará hasta que sufras un golpe en la cabeza.

Al decir esto, cambió de modo de combatir, se preparó para mantenerse a la defensiva y pareció contentarse con parar, en vez de devolver, los golpes que Quintín le dirigía incesantemente, con la resolución interna de que, en el instante en que una falta de aliento o cualquier movimiento falso o descuidado del joven soldado le diese oportunidad, pondría fin a la lucha de un solo golpe. Es probable que lo hubiera conseguido con esta táctica artera; pero el hado había dispuesto otra cosa.

Estaba aún el duelo en su apogeo cuando una gran partida a caballo se presentó, gritando:

—¡Alto, en nombre del rey!

Ambos campeones se detuvieron, y Quintín vio con sorpresa que su capitán, lord Crawford, estaba a la cabeza de la partida que de este modo había interrumpido su combate. También estaba allí Tristán l’Hermite con dos o tres de los suyos, habiendo quizá en conjunto veinte caballos.