Capítulo XIII

El viaje

No hablad de reyes —desprecio esa mezquina comparación—;

soy un sabio, y puedo mandar los elementos.

Por lo menos, así lo juzgan los hombres;

y a base de ese juicio encuentro un imperio ilimitado.

Albumazar.

Los quehaceres y aventuras podía decirse que se precipitaban sobre el joven escocés con la fuerza de una marea equinoccial, pues de nuevo fue llamado a la habitación de su capitán, lord Crawford, en la que, con gran asombro suyo, se encontró otra vez con el rey. Después de unas pocas palabras relativas a la confianza que podía depositarse en él, las que hicieron temer a Quintín que pudieran proponerle una guardia semejante a la que había hecho cerca de la persona del conde de Crèvecoeur, o quizá algún deber aún más repugnante a sus sentimientos, no sólo vio desaparecer sus temores, sino que se alegró mucho al oír que había sido escogido, con la ayuda de otros cuatro hombres a sus órdenes, uno de los cuales actuaría de guía, para escoltar a las damas de Croye a la pequeña Corte de su pariente el obispo de Lieja de la manera más cómoda y segura posible, y al mismo tiempo más en secreto. Se le entregó un rollo de pergamino en el que figuraban escritas instrucciones para el viaje relativas a los sitios de parada (escogidos, generalmente, en aldeas sin importancia, monasterios solitarios y sitios apartados de las poblaciones) y a las precauciones generales a que debía atenerse, especialmente al aproximarse a la frontera de Borgoña. Le dieron también instrucciones sobre lo que debía decir y hacer para aparentar ser el mayordomo de dos damas inglesas de rango que habían estado en peregrinación en San Martín de Tours y se disponían a visitar la santa ciudad de Colonia y a adorar las reliquias de los sabios monarcas de Oriente que vinieron a adorar al Niño Dios en el portal de Belén, pues bajo tal apariencia debían viajar las damas de Croye.

Sin precisar la causa de su alegría, el corazón de Quintín Durward saltó en su pecho a la idea de aproximarse por este procedimiento a la Belleza de la Torrecilla, ya que su cargo le daba título para merecer la confianza de ella, toda vez que su protección dependía en tan alto grado de su conducta y valor. No dudó un momento que sería su guía afortunado a través de los azares de su peregrinación. La juventud rara vez piensa en los peligros, y criado Quintín sin trabas ni temores de ninguna especie, sólo pensaba en éstos para desafiarlos. Ansiaba verse libre de la cohibición que suponía la real presencia para poderse entregar de lleno a la alegría secreta que noticia tan inesperada le producía y que le impulsaba a demostraciones de júbilo que hubieran sido del todo inoportunas en aquellos momentos.

Pero Luis aún no había acabado con él. Ese precavido monarca tenía que consultar a un consejero de especie distinta a la de Oliver le Diable, y cuya sabiduría suponía la gente procedía de inteligencias superiores y astrales, lo mismo que, juzgando por sus resultados, creía que los consejos de Oliver procedían del propio diablo.

Luis se dirigió, seguido por el impaciente Quintín, a una torre aislada del castillo de Plessis, en la que estaba instalado, con no pocas comodidades y gran lujo, el célebre astrólogo, poeta y filósofo Galeotti Marti, o Martius, o Martivalle, natural de Narni, Italia, autor del famoso tratado De Vulgo Incognitis[39], objeto de la admiración de su época y de los panegíricos de Paulus Jovius. Había tenido muchos triunfos en la Corte del célebre Matías Corvinus, rey de Hungría, de la que fue sacado con añagazas por Luis, que envidiaba al monarca húngaro el disponer de la compañía y consejos de un sabio que tanta fama tenía de leer los decretos del cielo.

Martivalle no era ninguno de esos profesores de mística de aquella época, ascéticos, agostados y pálidos, que se ofuscaban la vista ante el horno de la medianoche y mortificaban sus cuerpos vigilando la Osa Mayor. Participaba en todos los placeres cortesanos, y hasta que se puso obeso había sobresalido en todos los juegos marciales, ejercicios gimnásticos, así como en el manejo de armas, tanto, que Janus Pannonius ha dejado un epigrama latino sobre un encuentro de lucha a brazo entre Galeotti y un renombrado campeón en ese deporte en presencia del rey húngaro y su corte, en el que resultó victorioso el astrólogo.

Las habitaciones de este sabio cortesano y marcial estaban más espléndidamente amuebladas que ninguna de las que Quintín había hasta ahora visto en el real palacio; y las labores de talla en madera y adornos de su biblioteca, así como la magnificencia de la tapicería, demostraban el gusto elegante del erudito italiano. Su gabinete de estudio comunicaba con su dormitorio por un lado, y por otro con una torrecilla que le servía de observatorio. Una gran mesa de roble en medio de su gabinete estaba cubierta con un rico tapiz de Turquía, recogido en la tienda de un pachá después de la gran batalla de Jaiza, en la que el astrólogo había luchado unido con el valiente campeón de la cristiandad, Matías Corvinus. Su astrolabio, de plata, era regalo del emperador de Alemania, y su bordón de peregrino, de ébano, incrustado de oro y con curiosos grabados, era una prueba de aprecio del Papa reinante.

Había objetos diversos dispuestos sobre la mesa o colgados de las paredes; entre otros, dos armaduras completas, una de cota de malla y otra blindada, y ambas, por su gran tamaño, parecían indicar que su amo era el gigantesco astrólogo; un acero toledano, un espadón escocés, una cimitarra turca, con arcos, carcajes y otras armas guerreras; instrumentos músicos de diferente género; un crucifijo de plata, un vaso sepulcral antiguo y varios pequeños penates de bronce de los antiguos gentiles, con otros curiosos objetos estrambóticos, algunos de los cuales, según la opinión supersticiosa de la época, servían para fines mágicos. La biblioteca de este personaje singular estaba en consonancia con las demás cosas. Curiosos manuscritos de la antigüedad clásica yacían mezclados con obras voluminosas de teólogos cristianos y de esos sabios laboriosos que profesaban la ciencia química y brindaban guiar a sus estudiantes en los secretos más íntimos de la Naturaleza por medio de la Filosofía Hermética. Algunos estaban escritos en caracteres orientales y otros ocultaban su sabiduría o ignorancia bajo el velo de caracteres jeroglíficos y cabalísticos. Toda la habitación y su mobiliario variado constituían un escenario que impresionaba mucho la imaginación si se tiene en cuenta la creencia general que entonces se tenía en la verdad de las ciencias ocultas; y ese efecto resultaba aumentado por el aspecto del propio individuo, que, sentado en un gran sillón, se dedicaba a examinar con curiosidad una muestra acabada de salir de la imprenta de Frankfurt del arte de imprimir recién inventado.

Galeotti Martivalle era un hombre alto, voluminoso y de buena presencia, muy rebasada la primavera de la vida, y cuyos hábitos juveniles de ejercicio, aunque practicado aún de vez en cuando, no habían sido capaces de evitar su natural tendencia a la corpulencia, aumentada por sedentarios estudios y condescendencia a los placeres de la mesa. Su rostro, aunque más bien abultado, demostraba dignidad y nobleza, y un santón podía haber envidiado el aspecto de su larga y corrida barba. Su traje se componía de una bata del más rico terciopelo de Génova, con amplias mangas, cerrada con broches de oro y guarnecida de pieles. Estaba ceñida a su cintura con un amplio cinturón de pergamino, a cuyo alrededor estaban representados, en caracteres rojos, los signos del zodíaco. Se levantó y saludó al rey, aunque con el aire de uno a quien semejante compañía es familiar, y al que, aun en la presencia real, no siente rebajada la dignidad que entonces ostentaban los perseguidores de la ciencia.

—Estás ocupado, padre —dijo el rey—, y, según creo, con este nuevo arte de manuscritos múltiples con la ayuda de máquinas. ¿Pueden las cosas de origen tan mecánico y terrestre interesar los pensamientos de uno ante el que el cielo ha descubierto sus celestiales secretos?

—Hermano —replicó Martivalle, pues de este modo el habitante de esta celda llamaba aun al rey de Francia cuando se dignaba visitarlo como discípulo—, créame que, al considerar las consecuencias de esta invención, leo con tanta certeza como con cualquier combinación de los cuerpos celestiales los más portentosos y temibles cambios. Cuando reflexiono en los limitados y lentos conocimientos que hasta ahora nos ha proporcionado la ciencia, en lo difícil de ser logrados por los que más ardientemente los buscan, ,n lo fácil de ser extraviados o perdidos del todo por la invasión del barbarismo, puedo mirar adelante con admiración y asombro a la serie de generaciones venideras, sobre las que el saber descenderá como lluvia benéfica ininterrumpida, copiosa, ilimitada, fertilizando algunos terrenos e inundando otros, cambiando todas las formas de vida social, estableciendo y destruyendo religiones, levantando y aniquilando reinos…

—Basta, Galeotti —dijo Luis—; ¿ocurrirán estos cambios en nuestra época?

—No, no, mi real hermano —replicó Martivalle—; esta invención puede compararse a un árbol tiernecito recién plantado, pero que en las generaciones sucesivas producirá frutos tan fatales y tan preciosos como los del Paraíso, a saber, del mal y del bien.

Luis contestó después de un rato de silencio:

—Dejemos que la posteridad se cuide de lo que le interese; nosotros somos hombres de esta época, y a esta época limitaremos nuestros cuidados. Nos basta con la preocupación del día. Dime, ¿has estudiado algo más el horóscopo que te envié, y del que me anticipaste algo? He traído conmigo al individuo para que utilices la quiromancia si deseas. El asunto urge.

El corpulento sabio se levantó de su asiento y, aproximándose al joven soldado, fijó en él sus grandes y penetrantes ojos negros como si intentase hacer un conjuro interior y descubrir cada facción del rostro. Ruborizado y azorado, ante este examen minucioso por parte de uno cuya expresión era a la vez tan reverente y tan dominante, Quintín bajó la mirada y no levantó los ojos hasta que obedeció al imperativo mandato del astrólogo.

—Mira hacia arriba y no te asustes; pero alarga tu mano.

Cuando Martivalle hubo examinado la palma de su mano, según el rito de las artes místicas que practicaba, condujo aparte al rey.

—Mi real hermano —dijo—; la fisonomía de este joven, en unión de las líneas impresas en su mano, confirman, en grado maravilloso, el informe que he encontrado en su horóscopo, así como el juicio que su conocimiento de nuestras artes sublimes le indujo a formarse, desde luego, de él. Todo hace prometer que este joven será bravo y afortunado.

—¿Y fiel? —dijo el rey—; pues el valor y la fortuna no concuerdan con la fidelidad.

—Y también fiel —dijo el astrólogo—, pues hay mucha firmeza en su mirada y su linea vitae está bien marcada y es muy visible, lo que indica una adhesión verdad y honrada a aquéllos que le benefician o depositan su confianza en él. Pero, no obstante…

—¿Pero qué? —preguntó el rey—. Padre Galeotti, ¿por qué callas ahora?

—Los oídos de los reyes —dijo el sabio— son como los paladares de esos pacientes delicados que son incapaces de soportar la amargura de las drogas necesarias para su cura.

—Mis oídos y mi paladar no son tan delicados —dijo Luis—; déjame escuchar lo que sea útil consejo y tragar lo que sea medicina saludable. No me importa la rudeza del uno ni el amargo sabor de la otra. No he sido criado con blanduras ni molicie; mi juventud fue de destierro y sufrimiento. Mis oídos están acostumbrados a consejos descarnados, y no me ofendo por ello.

—Entonces, con toda claridad, señor —replicó Galeotti—, si hay algo en el desempeño de una comisión que, en una palabra, pueda sobresaltar una conciencia escrupulosa, no lo confíe a este joven, por lo menos hasta que unos cuantos años de práctica a su servicio le hagan tan poco escrupuloso como a los demás.

—¿Y esto era lo que titubeabas en decirme, mi buen Galeotti? ¿Y creías que tus palabras me iban a ofender? —dijo el rey—. Sé que sabes muy bien que la política real no siempre puede ajustarse a las máximas abstractas de la religión y la moralidad. ¿A santo de qué nosotros, los príncipes de la tierra, fundamos iglesias y monasterios, hacemos peregrinaciones, sufrimos penalidades y hacemos devociones que de los otros pueden prescindir sino porque el beneficio del público y la prosperidad de nuestros reinos nos obligan a medidas que apesadumbran nuestras conciencias como cristianos? Pero Dios es misericordioso, y la intercesión de Nuestra Señora de Embrun y de los santos benditos es omnipotente y sempiterna. —Puso su sombrero sobre la mesa y, arrodillándose devotamente ante las imágenes sujetas en la cinta del sombrero, rezó en tono contrito—: Sancte Huberte, Sancte Juliane, Sancte Martine, Sancte Rosalia, Sancti quotquot adestis, orate pro me peccatore![40] Después se golpeó el pecho, se levantó, cogió su sombrero y continuó: —Estate seguro, buen padre, que cualquiera que sea lo que haya en el fondo de la comisión a que te has referido, su ejecución no será confiada a este joven ni sería informado de mi propósito en ese particular.

—En esto —dijo el astrólogo—, mi real hermano, obrará sabiamente. Algo puede recelarse de la impetuosidad de este joven comisionado, un desliz inherente a las personas de constitución sanguínea. Pero le aseguro que, según las reglas del arte, esta probabilidad no ha de anular las otras propiedades descubiertas por su horóscopo y de otro modo.

—¿Será esta medianoche hora propicia para comenzar un viaje peligroso? —preguntó el rey—. Mira, aquí están tus efemérides; mira la posición de la luna respecto a Saturno y la ascensión de Júpiter. Me parece que esto señala, salvo tu mejor opinión, éxito para aquél que envía la expedición a semejante hora.

—Para el que envía la expedición —dijo el astrólogo después de una pausa— esta conjunción promete éxito; pero me parece que Saturno, que está revuelto, señala peligro e infortunio para los enviados, de lo que infiero que la comisión puede ser peligrosa o aun fatal para aquéllos que van de viaje. En esta adversa conjunción se lee violencia y cautividad.

—Violencia y cautividad para los que son enviados —comentó el rey—; pero éxito para los deseos del que envía, ¿no es eso, mi amado padre?

—Así es —replicó el astrólogo.

El rey se calló, sin dar a entender de qué modo los presagios de este discurso (probablemente aventurado por el astrólogo al conjeturar que la comisión referida encerraba un fin peligroso) convenían a su real propósito, que, como el lector sabe, era traicionar a la condesa Isabel de Croye y entregarla a Guillermo de la Marck, noble de alta estirpe, pero conducido por sus crímenes a actuar de jefe de bandidos, que se distinguía por su carácter turbulento y bravura feroz.

El rey sacó entonces un papel de su bolsillo y, antes de entregarlo a Martivalle, dijo, en tono que se asemejaba al de un panegírico:

—Sabio Galeotti, no te sorprendas que, poseyendo en ti un tesoro como oráculo, superior al existente en cualquier persona viviente, sin exceptuar al propio gran Nostradamus, desee frecuentemente servirme de tu habilidad en resolver aquellas dudas y dificultades que rodean a todo príncipe que tiene que luchar con la rebelión en su propio país y con enemigos exteriores, ambos poderosos e inveterados.

—Cuando fui honrado con su confianza, señor —dijo el filósofo—, y abandoné la corte de Buda por la de Plessis, fue con la resolución de poner a la disposición de mi real patrón cuanto mi ciencia contenga que pueda serle útil.

—Basta, buen Martivalle; te ruego que atiendas a la importancia de esta cuestión.

A renglón seguido leyó el siguiente papel: «Una persona que tiene pendiente una controversia de importancia, que acabará en debate, ya por la ley o por la fuerza de armas, desea, por el presente, buscar un arreglo mediante una entrevista personal con su antagonista. Desea saber qué día será el más propicio para la realización de tales propósitos; asimismo, cuál será el resultado de semejante negociación y si su adversario responderá a la confianza puesta en él con gratitud y amabilidad o, por el contrario, abusará de la oportunidad y ventaja que tal entrevista puedan proporcionarle».

—Es una cuestión importante —dijo Martivalle, cuando el rey acabó de leer— y exige que disponga una figura planetaria y la consulte con detención.

—Que así sea, mi buen padre en las ciencias, y sabrás lo que es hacer un favor a un rey de Francia. Estoy decidido, si las constelaciones no prohíben arriesgar algo y mis modestos conocimientos me inducen a pensar que aprueban mi intención, aun en mi persona, a terminar con estas guerras anticristianas.

—¡Qué los santos protejan el piadoso intento de Su Majestad —dijo el astrólogo— y preserven su sagrada persona!

—Gracias, querido padre. Aquí hay algo, mientras tanto, para aumentar su curiosa biblioteca.

Colocó bajo uno de los volúmenes una bolsita de oro, pues, económico aun en sus supersticiones, Luis se imaginaba al astrónomo lo suficientemente recompensado con las pensiones que le había asignado, y se consideraba con derecho a usar de su habilidad a un precio moderado aun en los casos de urgencia.

Habiendo, pues, Luis dado así una gratificación supletoria a su consultor general, le dejó para dirigirse a Durward.

—Sígueme —le dijo—, mi buen escocés, elegido por el Destino y un monarca para ejecutar una atrevida aventura. Todo debe estar preparado para que puedas poner el pie en el estribo en el mismo momento en que la campana de San Martín dé las doce. Un minuto antes o después sería en contra del favorable aspecto de las constelaciones, que sonríen a tu aventura.

Diciendo esto abandonó la habitación el rey, seguido por su joven guardia, y tan pronto se marcharon, el astrólogo se entregó a expansiones muy distintas de las que expresaba durante la presencia real.

—¡El tacaño miserable! —dijo pesando la bolsa en su mano, pues siendo hombre muy gastoso casi siempre necesitaba dinero—. ¡El sórdido avaro! La mujer de un patrón de barco hubiese dado más por saber que su marido había cruzado bien el mar tempestuoso. ¡El, con pretensiones de entender de letras!; sí, eso será cuando las zorras rondadoras y los lobos aulladores se hagan músicos. ¡El, con pretensiones de leer las luminarias gloriosas del firmamento!; eso será cuando los topos se hagan linces. Post tot promissa; después de tantas promesas hechas para hacerme abandonar la corte del magnífico Matías, en la que hunos y turcos, cristianos e infieles, el zar de Moscovia y el sultán de Tartaria se disputaban para colmarme de regalos. ¿Es que piensa que voy a habitar en este viejo castillo, como un pinzón real en su jaula, dispuesto a cantar cuando él silbe, y todo por la semilla y el agua? No será así; aut inveniam viam, aut faciam; descubriré o inventaré un remedio. El cardenal Balue es político y liberal; le presentaré esta cuestión, y será culpa de su eminencia si las estrellas no hablan a gusto suyo.

Tomó de nuevo el despreciado regalo y lo pesó en su mano.

«Quizá —se dijo— haya alguna joya, o perla de precio oculta en esta mezquina bolsa. He oído decir que sabe ser liberal hasta la esplendidez cuando le conviene a su capricho o a su interés».

Vació la bolsa, que sólo contenía diez piezas de oro. La indignación del astrólogo fue extrema.

«¿Cree él que por tan miserable cantidad voy a practicar la ciencia celestial que he estudiado con el abad armenio de Istrahoff, que no ha visto el sol hace cuarenta años; con el griego Dubravius, de quien se dice que resucitaba los muertos, y hasta ha visitado al sheik Ebn Hali en su cueva de los desiertos de Tabaida? No, en modo alguno; el que desprecia al arte morirá por su propia ignorancia. ¡Diez piezas! Una menudencia que casi me avergonzaría ofrecer a Toinette para comprarle un nuevo corpiño de encaje».

Al decir esto, el indignado sabio se guardó, sin embargo, las despreciadas monedas de Oro en un gran bolso que llevaba al cinturón, que Toinette y otras personas de índole gastosa se esforzaban en vaciar mucho más de prisa que el filósofo, con todo su arte, encontraba medios de llenar[41].