El político
Éste es un lector de política tan hábil,
que (sin menosprecio de la astucia de Satán)
puede muy bien dar una lección al diablo
y enseñar al viejo seductor nuevas tentaciones.
Comedia antigua.
Cuando Luis entró en la galería frunció el entrecejo de la manera en él corriente y lanzó a su alrededor una mirada inquisitiva, y al lanzarla, según Quintín después declaró, sus ojos parecieron tornarse tan pequeños, tan fieros y tan penetrantes que se asemejaron a los de una culebra sobresaltada que mira a través del matorral en que yace enroscada.
Cuando por esta momentánea y aguda mirada comprendió el rey la causa del bullicio que había en la habitación, se dirigió en primer lugar al duque de Orleáns.
—¿Tú aquí, querido sobrino? —dijo, y volviéndose hacia Quintín añadió con seriedad——: ¿No has atacado?
—Perdone al joven soldado, señor —dijo el duque—; no ha descuidado su obligación, pero me enteré que la princesa estaba en la galería.
—Y yo te aseguré que no encontrarías obstáculos cuando vinieses a cortejar —añadió el rey, cuya detestable hipocresía persistía en representar al duque como copartícipe de una pasión que sólo era experimentada por su desgraciada hija—. ¿Y es de este modo como sonsacas a los centinelas de mi guardia, joven? ¡Pero qué no podrá perdonarse a un galán que sólo vive par amours!
El duque de Orleáns elevó la cabeza, como si intentase replicar de alguna manera para corregir la opinión que suponía la observación del rey; pero el respeto instintivo, por no decir miedo, que sentía por Luis, en el que se había criado desde niño, contuvo su voz.
—¿Y Juana se ha puesto mala? —dijo el rey—. Pero no te apures, Luis, pronto pasará; dale tu brazo hasta su habitación, mientras conduzco a la suya a estas damas forasteras.
La orden fue dada en tono autoritario, y, por consiguiente, Orleáns efectuó su retirada con la princesa por una extremidad de la galería, mientras el rey, quitándose el guante de su mano derecha, condujo amablemente a la condesa Isabel y a su parienta a su habitación, que daba al otro extremo. Saludó profundamente al tiempo de entrar y permaneció de pie en el umbral durante un minuto después que ellas habían desaparecido; entonces, con gran compostura, cerró la puerta por la que se habían retirado, y girando la gran llave, la sacó de la cerradura y la puso en su cinturón; apéndice que le hizo asemejarse más a algún viejo avaro, que no se encuentra a gusto hasta que lleva consigo la llave de su tesoro oculto.
Con pasos lentos y reflexivos y ojos fijos en el suelo, Luis avanzó hacia Quintín Durward, el cual, esperando tener su parte en el disgusto real, vio que se aproximaba con no poca ansiedad.
—Has obrado mal —dijo el rey levantando sus ojos y clavándolos en él cuando se le hubo acercado a distancia de un metro—; has obrado muy mal, y mereces morir. ¡No digas nada en defensa tuya! ¿Qué te importan duques o princesas? ¡Sólo te debe importar mi orden!
—En ese caso, Majestad —dijo el joven soldado—, ¿qué debía haber hecho?
—¿Qué debías hacer cuando tu puesto fue rebasado a la fuerza? —contestó el rey desdeñoso—. ¿Para qué sirve entonces esa arma que llevas al hombro? Debías haber apuntado con tu arcabuz, y si el presuntuoso rebelde no se hubiera retirado al instante, debía haber sido muerto en este mismo hall. Ve, pasa a esas habitaciones más alejadas. En la primera encontrarás una ancha escalera que conduce al patio interior del castillo; allí hallarás a Oliver Dain. Envíamelo y márchate a tu cuartel. Si aprecias en algo tu vida, no seas tan flojo de lengua como lo has sido hoy de mano.
Muy contento de escapar tan fácilmente, aunque con el espíritu revolucionado ante la crueldad a sangre fría que el rey parecía exigirle en el cumplimiento de su deber, Durward tomó el camino indicado, se precipitó escaleras abajo y comunicó el deseo del rey a Oliver, que esperaba en el patio de abajo. El astuto barbero inclinó la cabeza, suspiró y sonrió, mientras que con voz más suave que de ordinario daba al joven las buenas noches, y ambos se separaron; Quintín para su cuartel y Oliver en busca del rey.
En este pasaje resultaron, desgraciadamente, incompletas las Memorias que hemos seguido para recopilar esta verdadera historia, pues hecha a base de información proporcionada por Quintín, no tienen la substancia del diálogo que en su ausencia tuvo lugar entre el rey y su consejero secreto. Afortunadamente, la Biblioteca de Hautlieu[36] contiene una copia manuscrita de la Chronique Scandaleuse, de Juan de Troyes[37], mucho más extensa que la que se ha impreso, a la que se han agregado varios apuntes curiosos, que nos permitimos creer fueron escritos por el propio Oliver después de la muerte de su amo y antes de tener la felicidad de ser recompensado con el dogal que hacía tanto tiempo había merecido. De aquí hemos podido extractar un informe muy completo de la conversación del favorito con Luis en la presente ocasión, que arroja una luz sobre la política de ese príncipe, que de otro modo se hubiera buscado en vano.
Cuando el servidor favorito penetró en la galería de Rolando encontró al rey pensativo, sentado en la silla que su hija había dejado hacía unos minutos. Bien conocedor de su carácter, se deslizó con paso silencioso hasta que hubo cruzado delante del rey para que éste se enterase de su presencia, y entonces retrocedió modestamente y fuera de su vista en espera de una indicación para hablar o escuchar. Las primeras palabras del rey fueron desagradables:
—¡Así, pues, Oliver, tus bonitos planes se funden como nieve con el viento Sur! Ruego a Nuestra Señora de Embrun que no se parezcan a los aludes de hielo de que hablan los cuentos suizos y se nos vengan encima de nuestras cabezas.
—Me he enterado, con sentimiento, que no todo va bien, señor —contestó Oliver.
—¡Nada bien! —exclamó el rey, levantándose y yendo y viniendo a lo largo de la galería—. Todo sale mal, hombre, y lo peor posible. ¡Y todo por tu consejo romántico de que yo, entre todos los hombres, me convirtiese en protector de damas desgraciadas! Te digo que Borgoña está armándose y en vísperas de cerrar una alianza con Inglaterra. Y Eduardo, que no tiene nada que hacer en casa, lanzará sus miles sobre nosotros a través de la puerta desdichada de Calais. Sólo puedo o adularles o desafiarles; pero unidos, unidos, ¡y con el descontento y la traición de ese villano de Saint Paul! Todo es culpa tuya, Oliver, que me aconsejaste recibir mujeres y utilizar los servicios de ese condenado bohemio para enviar mensajes a sus vasallos.
—Señor —dijo Oliver—, ya sabe mis razones. Los dominios de la condesa están entre las fronteras de Borgoña y Flandes; su castillo es casi inexpugnable; sus derechos sobre las propiedades vecinas son tales, que bien defendidos sólo, pueden dar muchas molestias a Borgoña en el caso, en que la dama se casase con uno amigo de Francia.
—Es un aliciente tentador —dijo el rey—; y en el caso de haber podido ocultar su estancia aquí, podíamos haber arreglado un matrimonio, para esta rica heredera que hubiera sido de gran provecho para Francia. Pero ese maldito bohemio, ¿cómo pudiste recomendarme tal perro pagano para una comisión que requería confianza?
—Sírvase recordar —dijo Oliver— que fue Su Majestad el que dio tal margen de confianza; mucha más de lo que yo recomendaba. Hubiera llevado muy confiadamente una carta al pariente de la condesa diciéndole que se mantuviese firme en su castillo y prometiéndole rápido socorro; pero Su Majestad quiso poner a prueba sus poderes proféticos, y de esta suerte entró en posesión de secretos que merecían ser comunicados al duque Carlos.
—Estoy avergonzado, estoy avergonzado —dijo Luis—. Y, sin embargo, Oliver, dicen que estos paganos descienden de los sabios caldeos, que leían los misterios de las estrellas en los llanos de Shinar.
Como sabía que su amo, con toda su agudeza y sagacidad, era muy propicio para ser engañado por charlatanes, astrólogos, adivinos y todos los pretendientes de la ciencia oculta, y que él mismo se imaginaba poseer alguna habilidad en esas artes, Oliver no quiso insistir en esta cuestión y sólo hizo la observación de que el bohemio había sido un mal profeta para sí mismo, pues de lo contrario hubiera evitado el regresar a Tours y se hubiera salvado de la horca que había merecido.
—A menudo sucede que aquéllos que están dotados del conocimiento profético —contestó Luis con mucha gravedad— no tienen el poder de prever aquellos acontecimientos que a ellos les interesa personalmente.
—Eso puede compararse —replicó el servidor— al hombre que no distingue su propia mano con la vela que sostiene y que le muestra cualquier otro objeto de la habitación.
—No puede ver sus propias facciones con la luz que ilumina las caras de los demás —replicó Luis—, y ésta es la imagen más fiel del caso. Pero esto no tiene nada que ver con mi intención actual. El bohemio ha tenido su merecido, y la paz sea con él. Mas estas damas, no sólo Borgoña nos amenaza con guerra por protegerlas, sino que su presencia es un obstáculo para los proyectos en mi familia. Mi tonto sobrino de Orleáns apenas ha visto a esta joven, me atrevería a decir que su presencia basta para hacerle menos dúctil en el asunto de su alianza con Juana.
—Su Majestad —dijo el consejero— puede enviar a las damas de nuevo a Borgoña, y así hará las paces con el duque. Algunos tildarán esta determinación de deshonrosa; pero si la necesidad exige el sacrificio…
—Si la necesidad exige el sacrificio, Oliver, se hará el sacrificio sin titubeos —contestó el rey. Soy un viejo salmón experimentado y no acostumbro a tragarme el anzuelo porque esté cebado con algo que se llama honor. Pero lo que sería peor que una falta de honor sería el regreso de estas damas a Borgoña fracasados aquellos proyectos que nos indujeron a proporcionarles asilo. Sería desconsolador renunciar a la oportunidad de colocar un amigo nuestro y enemigo de Borgoña en el mismo centro de sus dominios y tan cerca de las ciudades descontentas de Borgoña. Oliver, no puedo abandonar las ventajas que mi proyecto de casar a la joven con un amigo de mi casa parece reservarme.
—Su Majestad —dijo Oliver después de reflexionar un momento— podía dar la mano de ella a algún amigo de confianza, que recabaría para sí todos los reproches, y serviría secretamente a Su Majestad, mientras en público podía Su Majestad reprobar su conducta.
—¿Y dónde podía encontrar tal amigo? —dijo Luis—. ¿Había de entregarla a cualquiera de nuestros nobles facciosos o ingobernables para que se declarase independiente? ¿No ha sido mi política durante años el impedir que lo consiguiesen? Dunois, él y sólo él, sería en quien podría confiar. Pelearía por la corona de Francia en cualquier trance. Pero honores y riquezas cambian las naturalezas de los hombres. Aun no me fiaría de Dunois.
—Su Majestad podía encontrar otros —dijo Oliver en su estilo más untuoso y en un tono más insinuante que el que ordinariamente empleaba al conversar con el rey, que le permitía considerable libertad—; hombres que dependan por entero de la gracia y favor real y que no puedan existir sin su amparo, como no se puede vivir sin sol o aire; hombres más bien de cabeza que de acción; hombres que…
—¡Hombres que se parezcan a ti, ya! —dijo el rey Luis—. ¡No, Oliver, a fe que esa flecha fue disparada demasiado precipitadamente! ¡Cómo! ¿Porque te distingo con mi confianza y te dejo intervenir de vez en cuando en asuntos de mis vasallos te crees en condiciones de ser el marido de esa preciosa visión y aspirar a ser un conde de alto copete? Tú, tú, de cuna modesta y educación deficiente, y cuyo saber es a lo más una especie de astucia, y cuyo valor es más que dudoso.
—Su Majestad me atribuye una arrogancia, de la que no soy culpable, al suponer que aspiro tan alto —dijo Oliver.
—Me alegro oírlo, hombre —contestó el rey—, y te tengo por persona más razonable al desechar esa idea mía. Pero me pareció que tu discurso iba encaminado a ese fin. Mas prosigo. No me atrevo a casar a esa belleza con uno de mis súbditos. No me atrevo a devolverla a Borgoña. No me atrevo a enviarla a Inglaterra o Alemania, donde es probable que se apodere de ella alguno más apto para aliarse con Borgoña que con Francia, y que se encontraría más dispuesto a frustrar a los honrados descontentos en Gante y Lieja que a concederles ese saludable amparo que siempre pudiera dar que hacer a Carlos el Temerario sin necesidad de salir de sus dominios; los hombres de Lieja, especialmente, están tan maduros para la insurrección, que ellos solos, bien alentados y apoyados, darían mucho que hacer a mi querido primo, y sostenidos por un conde de Croye de disposición guerrera. ¡Oh, Oliver! El plan se presenta demasiado halagüeño para renunciar a él sin lucha. ¿No puede tu fértil ingenio inventar algún plan?
Oliver permaneció callado largo tiempo, y al fin contestó:
—¿Y si se efectuase la boda entre Isabel de Croye y el joven Adolfo, duque de Gueldres?
—¡Cómo! —dijo el rey asombrado—; ¿sacrificar a criatura tan adorable al furioso energúmeno que destruyó, aprisionó y a menudo ha amenazado de muerte a su propio padre? No, Oliver, no; eso sería una acción demasiado cruel para ti y para mí, que atendemos con tanto cuidado a la paz y bienestar de Francia sin reparar en los medios para conseguirlo. Además, está apartado de nosotros y es detestado por la gente de Gante y Lieja. No, no; no quiero nada con Adolfo de Gueldres; piensa en algún otro.
—Mi inventiva se ha agotado, señor —dijo el consejero—; no recuerdo de nadie más que al mismo tiempo que marido de la condesa de Croye sea idóneo para amoldarse a los planes de Su Majestad. Debe reunir varias cualidades: ser amigo de Su Majestad, enemigo de Borgoña, lo bastante político para conciliar a los de Gante con los de Lieja y de valor suficiente para defender sus pequeños dominios contra el poder del duque Carlos; de noble cuna, además, y por añadidura, de carácter excelente y virtuoso.
—No, Oliver —dijo el rey—. No exijo tanto en cuestión de carácter; pero creo que el marido de Isabel debe ser menos universalmente aborrecido que Adolfo de Gueldres. Por ejemplo, de sugerir yo un nombre, ¿por qué no Guillermo de la Marck?
—Señor —dijo Oliver—, no podría quejarme de exigir Su Majestad un tipo muy excelso de moral en el hombre elegido, si el Jabalí salvaje de las Ardenas puede servirle. ¡De la Marck! ¡Si es el ladrón y asesino más notorio que existe, excomulgado por el Papa por miles de crímenes!
—Le libraremos de la sentencia, amigo Oliver. La Santa Iglesia es misericordiosa.
—Casi fuera de la ley —continuó Oliver— y bajo el entredicho del Imperio por pragmática de la Cámara de Ratisbona.
—Haremos que desaparezca el entredicho, amigo Oliver —continuó el rey en el mismo tono—; la Cámara Imperial atenderá a las razones.
—Y aun admitiendo que sea de origen noble —dijo Oliver—, posee los modales, la cara y la apariencia externa, así como el corazón de un carnicero flamenco. Ella nunca le aceptaría.
—Su manera de pretender a una mujer, si no recuerdo mal —dijo Luis—, hará difícil que ella pueda escoger.
—Me equivoqué mucho cuando suponía a Su Majestad demasiado escrupuloso —dijo el consejero—. ¡Los crímenes de Adolfo son virtudes al lado de los De la Marck! Y, además, ¿cómo se reuniría con su novia? Su Majestad sabe que no se atreve a alejarse mucho de su bosque de las Ardenas.
—Todo eso debe tenerse en cuenta —dijo el rey—, y en primer lugar debe comunicarse particularmente a las dos damas que no pueden seguir por más tiempo en esta Corte sino a costa de una guerra entre Francia y Borgoña, y que, no queriendo entregarlas a mi primo el borgoñés, deseo que partan secretamente de mis dominios.
—Pedirán ser llevadas a Inglaterra —dijo Oliver—, y las veremos volver a Flandes con un lord de la isla, de cara rubia y redonda, largo pelo castaño y tres mil arqueros a su espalda.
—No, no —replicó el rey—; no me atrevo (tú me entiendes) a ofender tanto a mi primo el de Borgoña como para dejarla pasar a Inglaterra. Le produciría tanto enojo como el seguir reteniéndola aquí. No, no; sólo me arriesgaré a entregarlas al amparo de la Iglesia, y lo más que puedo hacer es tolerar que las damas Hameline e Isabel de Croye partan disfrazadas, y con una pequeña escolta, para refugiarse con el obispo de Lieja, que colocará a la bella Isabel bajo la salvaguardia de un convento.
—Y si ese convento la protege de Guillermo de la Marck, cuando éste se entere de las intenciones favorables de Su Majestad habré equivocado al hombre.
—Gracias a nuestros suministros secretos de dinero, De la Marck tiene un buen puñado de soldados desalmados que se esfuerza en conservar junto a él en tales condiciones que le hacen adversario formidable tanto para el duque de Borgoña como para el obispo de Lieja. Sólo le falta algún territorio que pueda llamar suyo, y como ésta es una bonita ocasión para establecerse por matrimonio, creo que, Pasques dieu!, encontrará los medios para ganar y casarse con sólo una indicación de parte mía. El duque de Borgoña tendrá entonces tal espina clavada en su costado que le será muy difícil el sacársela. El Jabalí de las Ardenas, a quien ha declarado ya en rebeldía, fortalecido con la posesión de las tierras, castillos y señoríos de esa linda dama, y con los descontentos vecinos de Lieja a su lado, que en ese caso no dudarán en escogerle por su capitán y jefe, esto será causa de que Carlos deje de pensar en guerrear con Francia cuando a él se le antoje. ¿Qué te parece este plan, Oliver?
—Excelente —dijo Oliver—, excepto el sino que confiere a esa dama al Jabalí salvaje de las Ardenas. Me parece que, aun careciendo de condiciones para cortejar, Tristán, el capitán-preboste, sería el marido más adecuado puesto a escoger entre los dos.
—A poco propones al maestro Oliver el barbero —dijo Luis—; pero el amigo Oliver y el compadre Tristán, aunque hombres excelentes en cuestiones de consejos y de ejecuciones, no son de la madera de la que salen los condes. ¿No sabes que los ciudadanos de Flandes aprecian el linaje de otros hombres precisamente porque carecen de él? Una multitud plebeya siempre desea un jefe aristocrático. Ese Ked o Cade —o ¿cómo le llaman?— de Inglaterra fue capaz de arrastrar tras sí a la plebe con sus pretensiones de poseer sangre de los Mortimers. Guillermo de la Marck procede de la sangre de los príncipes de Sedán, tan noble como la mía. Y ahora a trabajar. Debo inducir a las damas de Croye a que emprendan una huida rápida y secreta bajo un buen guía. Esto se conseguirá fácilmente; sólo tengo que insinuar la disyuntiva de entregarlas a Borgoña. Tú encontrarás medio para que Guillermo de la Marck conozca las andanzas de ellas y para que escoja la ocasión y lugar para hacer la corte. Conozco una persona adecuada para viajar con ellas.
—¿Puedo preguntar a quién da tan importante comisión Su Majestad? —preguntó el barbero.
—Sin duda, a un forastero —replicó el rey—; a ninguno que tenga parentesco ni intereses en Francia, para que no pueda ser obstáculo a la realización de mis deseos, sin que sepa demasiado del país para que no sospeche de mi propósito más de lo que me decida a decirle; en una palabra, pienso utilizar al joven escocés que te ha dado ahora recado de venir aquí.
Oliver se calló, y su silencio parecía implicar una duda sobre la prudencia de la elección, y luego añadió:
—Su Majestad ha depositado confianza en ese niño forastero antes de lo acostumbrado.
—Tengo mis razones —contestó el rey—. Sabes (y se santiguó al decir esto) mi devoción por el bendito San Julián. He rezado mis oraciones a ese santo últimamente (ya que es el guardián de los viajeros), suplicándole con humildad que aumentase mi servidumbre con viajeros forasteros de tal índole que fomentasen por todo mi reino una adhesión incondicional a mi voluntad; y prometí al santo, en galardón, que en su nombre les recibiría, socorrería y mantendría.
—¿Y San Julián —dijo Oliver— envió a Su Majestad este individuo zanquilargo de Escocia en respuesta a sus oraciones?
Aunque el barbero, que sabía que su amo tenía una dosis de superstición en consonancia con su falta de religión y que en esos asuntos nada era más fácil que ofenderle, aunque, como digo, conocía la debilidad real, y por eso hizo la anterior pregunta en el tono de voz más dulce, Luis comprendió la indirecta que encerraba y miró a su servidor con aire de gran disgusto.
—Bien hacen en llamarte Oliver el Diablo —dijo—, cuando así juegas a una con tu amo y con los santos benditos. ¡Te aseguro que si me fueses menos indispensable, te hubiera colgado en la encina delante del castillo como un escarmiento para todos los que se burlan de las cosas santas! Ignoras, infiel esclavo, que tan pronto se cerraron mis ojos se me apareció el bendito San Julián conduciendo a un joven, a quien me presentó, diciéndome que su sino sería escapar a la espada, a la horca, al río y traer la buena suerte a la causa que abrazase y a las aventuras en que se viese envuelto. Salí de paseo a la mañana siguiente y encontré a este joven, cuya imagen había visto en sueños. En su país ha escapado a la espada, entre el sacrificio de toda su familia, y aquí, en el breve intervalo de dos días, se ha salvado extrañamente de ahogarse y de la horca, y me ha prestado en una ocasión particular, como te indiqué últimamente, un gran servicio. Le he acogido como un enviado de San Julián, para servirme en los casos más difíciles, más peligrosos y desesperados.
El rey, después de expresarse así, se quitó el sombrero, y escogiendo entre las numerosas figuritas de plomo que estaban sujetas a la cinta del sombrero la que representaba a San Julián la colocó en la mesa, como hacía a menudo siempre que algún sentimiento de esperanza o quizá de remordimiento cruzaba por su mente, y arrodillándose ante ella, murmuró con apariencia de profunda devoción: Sancte Juliane, adsis precibus nostris! Ora, ora pro nobis![38]
Éste era uno de los accesos agudos de devoción supersticiosa que con frecuencia se apoderaban de Luis en tales ocasiones extraordinarias, y que daban a uno de los monarcas más sagaces que jamás existió la apariencia de un loco, o por lo menos de uno cuya inteligencia parecía estar agitada por alguna firme convicción de culpabilidad.
Mientras estaba así entretenido, su favorito le contemplaba con expresión de sarcástico desdén, que apenas intentaba disimular. Era, en efecto, una de las cualidades de este hombre que en su trato con su amo daba de lado a esa afectación de oficiosidad y humildad que le caracterizaba en su trato con los demás; y si aún conservaba cierta semejanza con un gato, es cuando el animal está en acecho, vigilante y dispuesto a actuar repentinamente. La causa de este cambio era probablemente el saber Oliver que su amo era a su vez un hipócrita demasiado redomado para no ver la hipocresía de los demás.
—Las facciones de este joven, pues —dijo Oliver—, si me es permitido hablar, ¿se parecen a las de aquél que se apareció en su sueño?
—Mucho —dijo el rey, cuya imaginación, como la de la gente supersticiosa en general, le dominaba fácilmente—. Además, he hecho que Galeotti Martivalle haga su horóscopo, y me he enterado por su ciencia y mis propias observaciones que en muchos extremos este joven arisco tiene su destino bajo la misma constelación que el mío.
Cualquiera que fuese la opinión de Oliver sobre las causas acabadas de exponer para justificar la preferencia por un joven inexperto, no se atrevió a hacer más objeciones, sabiendo bien que Luis, que durante su destierro había prestado mucha atención a la supuesta ciencia de la astrología, no admitiría broma ninguna que atacase a ésta. Por eso se limitó a contestar que confiaba que el joven sería fiel en el desempeño de comisión tan delicada.
—Tendremos cuidado de que no tenga ocasión de ser de otro modo —dijo Luis—; pues no será informado de nada, excepto de que se le comisiona para escoltar a las damas de Croye a la residencia del obispo de Lieja. De la probable intervención de Guillermo de la Marck sabrá tan poco como ellas mismas. Nadie sabrá ese secreto más que el guía, y Tristán o tú debéis encontrar uno adecuado para ese fin.
—Pero en ese caso —dijo Oliver—, juzgando de él por su país de origen y su apariencia, el joven es fácil que haga uso de sus armas tan pronto como el Jabalí salvaje se acerque a ellas, y quizá no salga tan fácilmente de los colmillos como lo hizo en esta mañana.
—Si éstos dan fin de él —dijo Luis sosegadamente—, el bendito San Julián puede enviarme otro en su corcel. Importa tan poco que el mensajero sea muerto después que haya realizado su misión, como que el frasco se rompa cuando se ha bebido el vino que contenía. Mientras tanto, debemos acelerar la marcha de las damas, y después persuadir al conde de Crèvecoeur que se ha verificado sin nuestra conveniencia, pues nuestro deseo era el ponerlas de nuevo bajo la custodia de mi primo, lo que ha frustrado su repentina marcha.
—El conde es quizá demasiado sabio y su amo está poseído de demasiados prejuicios para creerlo.
—¡Santa Virgen! —dijo Luis—. ¡Qué incredulidad supondría eso en hombres cristianos! Pero, Oliver, nos creerán. Pondré en mi comportamiento para con mi primo el duque Carlos tan completa e ilimitada confianza, que para no creer que he sido sincero con él en todos los asuntos, debe de ser de peor condición que un infiel. Te digo que estoy tan convencido de poder hacer pensar de mí a Carlos de Borgoña en cualquier extremo como yo quisiera, que, si fuese necesario, para acallar sus dudas cabalgaría desarmado para visitarle en su tienda, con no mejor guardia a mi alrededor que tu simple persona, amigo Oliver.
—Y yo —dijo Oliver—, aunque no me jacto de manejar ningún otro acero en forma de distinta a la de una navaja de afeitar, preferiría cargar contra un batallón suizo de picas que acompañar a Su Majestad en semejante visita de amistad a Carlos de Borgoña, cuando tiene tantos motivos para estar convencido que hay enemistad en el pecho de Su Majestad en contra de él.
—Eres un tonto, Oliver —dijo el rey—, con todas tus pretensiones de sabiduría no sabes que la política seria debe a menudo asumir la apariencia de la más extrema sencillez, así como el valor se cobija a veces bajo la apariencia de timidez modesta. Si fuese necesario, con seguridad haría lo que he dicho, contando con la protección de los santos y con que las constelaciones celestes proporcionaran con sus movimientos coyuntura apropiada para tal empresa.
Con estas palabras hizo el rey Luis XI la primera insinuación de la extraordinaria resolución que después adoptó para engañar a su gran rival, y cuya ejecución casi le había de llevar a la ruina.
Partió con su consejero, y poco después penetraba en la habitación de las damas de Croye. Pocas persuasiones, aparte de su real licencia, hubieran sido necesarias para inducirlas a retirarse de la Corte de Francia a la primera indicación de que no serían eventualmente protegidas contra el duque de Borgoña; pero no fue tan fácil el persuadirlas a escoger Lieja como lugar de su retiro. Pidieron y rogaron ser trasladadas a Bretaña o a Calais, donde, bajo la protección del duque de Bretaña o rey de Inglaterra, podían estar seguras hasta que el soberano de Borgoña desistiese de mostrarse con ellas tan inflexible. Pero ninguno de estos dos sitios de refugio convenía en modo alguno a los planes de Luis, y por fin triunfó al conseguir que se decidiesen a adoptar el que convenía a éstos.
No cabía discutir el poder del obispo de Lieja para defenderlas, ya que su dignidad eclesiástica le daba medios de proteger los fugitivos contra todos los príncipes cristianos, mientras, por otra parte, sus fuerzas seculares, si bien no numerosas, parecían suficientes para defender su persona por lo menos, y a todos los que estuviesen bajo su protección, contra cualquier ataque repentino. La dificultad era llegar a salvo a la pequeña Corte del obispo; pero de esto se encargó Luis, que pensaba propagar la noticia de que las damas de Croye se habían escapado de Tours durante la noche por miedo de ser entregadas al enviado de Borgoña, y habían huido hacia Bretaña. También prometió proporcionarles una escolta pequeña pero fiel, y cartas para los jefes de las fortalezas y guarniciones por donde pasasen, con instrucciones para emplear todos los medios para protegerlas y auxiliarlas en su viaje.
Las damas de Croye, aunque deplorando en su fuero interno la conducta descortés y poco generosa por la que Luis las privaba del prometido asilo en su Corte, no sólo no se opusieron a la precipitada marcha que se les proponía, sino que se anticiparon a sus proyectos, rogándole las permitiese ponerse en camino aquella misma noche. Lady Hameline estaba ya cansada de un lugar en el que no encontraba ni cortesanos rendidos ni festivales de que gozar, y lady Isabel pensaba que había visto lo bastante para deducir que con el tiempo bien pudiera suceder que, no satisfecho Luis XI con expulsarlas de su Corte, le diese la gana de entregarlas a su irritado soberano el duque de Borgoña. Por último, el propio Luis consintió con facilidad en esa marcha precipitada, deseando mantener la paz con el duque Carlos, y temeroso de que la belleza de Isabel fuese un obstáculo para la consecución del plan favorito que se había forjado, a saber: la de entregar la mano de su hija Juana a su primo el de Orleáns.