El «hall» de Rolando
Los pintores muestran ciego a Cupido. ¿Tiene ojos Hymen?
¿O está su vista alterada por esos anteojos
que padres, guardianes y consejeros le prestan,
para que a través de ellos mire las tierras y mansiones,
las joyas, oro y las demás riquezas,
y vea diez veces aumentado su valor?
Las desgracias de un casamiento forzado.
Luis XI de Francia, aunque el soberano europeo más amante y más celoso del poder, sólo deseaba el goce substancial del mismo; y si bien conocía perfectamente, y a veces exigía con escrupulosidad el ceremonial debido a su rango, era, por lo general, muy despreocupado en materia de exhibiciones.
En un príncipe de cualidades morales más sanas, la familiaridad, con que invitaba a sus súbditos a su mesa, y a veces se sentaba en la de ellos, podía haber sido muy popular, y a pesar de su modo de ser, la sencillez de costumbres del rey atenuaba mucho de sus vicios ante aquella clase de súbditos que no estaban particularmente expuestos a las consecuencias de sus sospechas y celos. El tiers état[35], respetó su persona, aunque no le amaban, y fue apoyándose en ellos como consiguió defenderse del odio de los nobles, que creían ver disminuido el honor de la corona francesa y obscurecidos los espléndidos privilegios de ellos mismos con ese desprecio de su rango que mostraba con los ciudadanos y comunes.
Con paciencia, que la mayoría de otros príncipes hubieran considerado degradante, y no sin cierto grado de diversión, esperó el monarca de Francia hasta que su guardia hubo satisfecho su gran apetito juvenil. Debe suponerse, sin embargo, que Quintín tuvo demasiado sentido y prudencia para poner a prueba demasiado larga o tediosa su real paciencia, y en el fondo estaba deseando concluir su comida lo antes posible.
—Veo en tus ojos —dijo Luis de buen humor— que tu valor no está abatido. ¡Adelante, Dios y San Denis, carga de nuevo! Te digo que la comida y la misa —santiguándose— nunca son obstáculo para un buen cristiano. Toma una copa de vino; pero no olvides ser cauteloso con la botella. Es el vicio de tus paisanos, así como de los ingleses, que, aparte de eso, son los soldados mejores que usan armadura. Y ahora bebe de prisa, no olvides tu benedícite, bendición, y sígueme.
Quintín obedeció, y conducido por un camino diferente, pero tan enrevesado como el de la ida, siguió a Luis XI al hall de Rolando.
—Fíjate —le dijo el rey imperativamente—, que nunca has abandonado tu puesto; que sea esa tu contestación a tu pariente y camaradas; y para refrescar tu memoria te doy esta cadena de oro —poniendo en su brazo una de valor considerable—. Y si cadenas como ésta no sujetan las lenguas para que no hablen demasiado, mi compadre L’Hermite tiene un amuleto para la garganta que nunca falla para realizar cierta cura. Y ahora, escucha. Nadie, excepto Oliver o yo, entra aquí esta tarde; pero vendrán señoras, quizá de una extremidad del hall, quizá del otro, quizá una de cada uno. Puedes contestar si se dirigen a ti; pero como estás de servicio, tu contestación debe ser breve. Pero escucha lo qua ellas digan. Tus oídos, como tus manos, son míos; te he comprado en cuerpo y alma. Por consiguiente, si escuchas algo de su conversación debes retenerla en la memoria hasta que me la comuniques, y después olvidarla. Y ahora que lo pienso mejor, puedes aparentar ser un recluta escocés que acaba de llegar de sus montañas y aun no conoce nuestro idioma. ¡Bien! Así, si te hablan, no contestarás; esto te librará de apuros y les animará a hablar sin preocuparse de tu presencia. Ya me comprendes. Adiós. Ten cuidado, y ya sabes dónde tienes un amigo.
Apenas había el rey pronunciado estas palabras cuando desapareció detrás de la tapicería, dejando a Quintín a solas para meditar en lo que había visto y oído. El joven estaba en una de esas situaciones en las que resulta más agradable mirar hacia adelante que hacia atrás, pues la reflexión en que había sido colocado, como tirador en una espesura que vigila un ciervo, para quitar la vida al noble conde de Crèvecoeur, no era en sí muy halagadora. Era verdad que las medidas del rey parecían ser en esta ocasión meramente de precaución y defensivas; pero el joven ignoraba si en lo sucesivo podía ser comisionado para una operación ofensiva del mismo género. Esto sería un asunto desagradable, ya que era evidente, dado el carácter de su amo, que habría peligro de la vida en rehusar, mientras su honor le decía que había desgracia en acceder. Desvió sus pensamientos de este asunto, con el prudente consuelo, tan a menudo adoptado por la juventud cuando ve en ciernes peligros, de que bastaba pensar en lo que había de hacerse cuando llegase la ocasión, y que ya era suficiente haber salido con bien del día de hoy.
Quintín sacó mejor provecho de esta reflexión sedante, cuanto que los últimos mandatos del rey le habían sugerido ideas más agradables en qué pensar que en sus propias cosas. La dama del laúd era seguramente una de aquéllas a las que tenía que dedicar su atención, y de buena gana hizo intención de obedecer parte del mandato del rey y escuchar con diligencia cada palabra que saliese de sus labios con el fin de saber si el encanto de su conversación igualaba a la de su música. Pero, con la misma sinceridad se juró a sí mismo que nada de su conversación sería repetido por él al rey por poder traer consecuencias poco agradables para la bella dama.
En el ínterin, no había temor de que se durmiese de nuevo en su puesto. Cada soplo de aire que pasaba a través de la enrejada ventana y movía la vieja tapicería le hacía creer en la aproximación del bello objeto de sus esperanzas. Sentía, en suma, toda esa misteriosa ansiedad y esperanza anhelosa que es siempre compañera del amor y muchas veces tiene una considerable participación para acrecentarlo.
Por fin, una puerta crujió (pues las puertas, aun de los palacios, no giraban sobre sus goznes en el siglo XV con tan poco ruido como las nuestras); mas ¡ay!, no fue en aquel extremo del hall en el que se había oído el laúd. Se abrió, no obstante, y entró una figura femenina seguida de otras dos, a las que por señas indicó que se quedasen fuera mientras que ella avanzaba por el hall. Por su manera de andar, imperfecto y desigual, que mostró en desventaja suya mientras atravesaba esta larga galería, Quintín reconoció, desde luego, a la princesa Juana, y con el respeto que convenía a su situación se mantuvo en una actitud adecuada de vigilancia silenciosa e inclinó su arma ante ella en el momento de pasar ésta. La princesa correspondió a la cortesía con una graciosa inclinación de cabeza, y él tuvo ocasión entonces de ver su cara más despacio que por la mañana.
Poco había en las facciones de esta desventurada princesa que atenuase la deformidad de su figura y su cojera. La cara no era en sí desagradable, aunque careciese de belleza, y había una dulce expresión de paciencia dolorosa en sus grandes ojos azules, que ordinariamente estaban fijos en el suelo. Pero aparte de que su tez era en extremo pálida, su piel tenía ese tinte descolorido amarillento que ordinariamente es signo de mala salud, y aunque sus dientes eran blancos y regulares, sus labios eran delgados y pálidos. La princesa tenía abundancia de pelo rubio, pero tan ligeramente coloreado que casi era de tono azulino, y su doncella, que consideraba la profusión de trenzas de su ama como un signo de belleza, no había mejorado las cosas al disponerlas en bucles alrededor de su cara pálida, a la que comunicaba una expresión casi cadavérica y sobrenatural. Para empeorar las cosas había escogido un vestido de seda verde pálido, que le daba en conjunto una apariencia espantosa y aun espectral.
Mientras Quintín seguía a esta singular aparición con ojos en los que la curiosidad se mezclaba con la compasión, pues cada actitud y movimiento de la princesa atraían este último sentimiento, dos damas entraron por el otro extremo de la habitación.
Una de éstas era la joven que, por indicación de Luis, le había servido a él la fruta en su memorable almuerzo en la Fleur de Lys. Investida ahora con toda la misteriosa dignidad correspondiente a la ninfa del velo y el laúd, y demostrado, además (por lo menos a juicio de Quintín), que era la heredera de alcurnia de un rico condado, su belleza le hizo mucha más impresión que la que recibió cuando la consideraba como la hija de un mezquino posadero que atendía a un viejo vecino, rico y de buen humor. Ahora le sorprendía qué fascinación podía haberle ocultado su verdadero carácter. Sin embargo, su traje era tan sencillo como antes, consistente en un vestido de riguroso luto, sin ningún adorno. Su tocado se reducía a un velo de crespón que estaba del todo echado hacia atrás, con lo que quedaba su cara al descubierto, y era sólo el conocimiento que actualmente poseía Quintín de su verdadero rango, lo que le daba ante sus ojos nueva elegancia a su bonita figura, una dignidad a su marcha, que antes había pasado desapercibida, y a sus correctas, facciones, brillante tez y ojos vivos un aire de nobleza visible que realzaba su belleza.
Aunque le hubiesen castigado con la muerte, Durward no podía menos de rendir a esta belleza y a su compañera el mismo homenaje que acababa de hacer a la realeza de la princesa. Lo recibieron como personas que están acostumbradas a la deferencia de sus inferiores, y correspondieron a él con cortesía; pero él pensó, quizá fuese ilusión juvenil, que la dama joven se ruborizó ligeramente, conservó sus ojos fijos en el suelo y pareció un poco embarazada, aunque en grado imperceptible, cuando devolvió su saludo militar. Esto podía haber sido debido al recuerdo del audaz extranjero en la vecina torrecilla de la Fleur de Lys; pero ¿demostraba disgusto esta inquietud? No tenía medios para dilucidar esta cuestión.
La compañera de la joven condesa, vestida, como ella, muy sencilla y también de luto, riguroso, estaba en esa edad en la que las mujeres se agarran más tenazmente a una reputación de belleza que viene disminuyendo desde hace años. Aun tenía rasgos que demostraban cuál había sido en otra época el poder de sus encantos, y recordando sus pasados triunfos, era evidente, por su aire, que no había abandonado sus pretensiones de conquistas futuras. Era alta y agraciada, aunque algo altanera en su aire, y correspondió al saludo de Quintín con una sonrisa de graciosa condescendencia, diciendo al momento algo, al oído de su compañera, que se volvió hacia el soldado como obedeciendo a alguna indicación de la señora de edad, pero sin levantar, no obstante, sus ojos. Quintín llegó a sospechar que la observación hecha a la joven se refería a su propio buen empaque, y le complació (no sé por qué) la idea de que ella no se decidiese a mirarle para comprobar con sus ojos la verdad de la observación. Quizá pensase que comenzaba a existir entre ambos una especie de misteriosa aproximación que daba realce al detalle más insignificante.
Esta reflexión fue momentánea, pues toda su atención se concentró en el encuentro de la princesa Juana con estas damas forasteras. Ésta permaneció quieta a su entrada para recibirlas, consciente quizá de que la marcha no le favorecía, y como apareciese algo desconcertada para recibir y corresponder a sus cumplidos, la forastera de mayor edad, ignorante de la categoría de la persona a quien se dirigía, devolvió su saludo de modo que más bien parecía que confería y no recibía un honor con la entrevista.
—Me regocija, señora —dijo con una sonrisa que aparentaba expresar condescendencia—, que nos sea, por fin, permitida la sociedad de una persona tan respetable de nuestro sexo como aparenta usted ser. Debo decir que mi sobrina y yo tenemos poco que agradecer a la hospitalidad del rey Luis. Sobrina, no me tires de la manga; estoy segura de leer en las miradas de esta joven dama simpatía por nuestra situación. Desde que vinimos aquí, señora, hemos sido tratadas casi como prisioneras, y después de mil invitaciones para colocar nuestra causa y nuestras personas bajo la protección de Francia, el cristianísimo rey nos ha proporcionado, primeramente, una modesta posada para nuestra residencia, y ahora un rincón de este carcomido palacio, del cual sólo nos es permitido salir después de la puesta del sol, como si fuéramos murciélagos o mochuelos, cuya aparición a la luz del sol es considerada de mal agüero.
—Siento —dijo la princesa tartamudeando en vista de la dificultad peliaguda de la conversación— que hayamos sido incapaces hasta ahora de recibirles según sus merecimientos. Su sobrina espero que estará más satisfecha.
—Mucho, mucho más de lo que pueda expresar —contestó la joven condesa—. Buscaba seguridad, y he encontrado además soledad y sigilo. La reclusión en nuestra anterior residencia y la soledad aun mayor de la que ahora nos han asignado aumenta a mis ojos el favor que el rey otorga a unas infortunadas fugitivas.
—Silencio, sobrina tonta —dijo la señora mayor—, y hablemos conforme a nuestra conciencia, ya que, al menos, nos encontramos solas con personas de nuestro sexo; digo solas, porque ese hermoso joven soldado es una mera estatua, ya que no parece hacer uso de sus piernas, y tengo entendido que le falta el de la lengua, por lo menos en lenguaje civilizado; digo que, puesto sólo esta dama puede entendernos, debo confesar que no hay nada que haya sentido más que el haber emprendido este viaje a Francia. Esperaba una recepción espléndida, torneos, carrousels, espectáculos al aire libre, festivales, y en vez de esto, ¡sólo hemos encontrado reclusión y obscuridad!, y la mejor compañía que nos proporcionó el rey fue la de un bohemio vagabundo, por cuyo intermedio nos puso en correspondencia con nuestros amigos de Flandes. Quizá —dijo la dama— sea su intención política enjaularnos aquí de por vida, para poderse apoderar de nuestros bienes después de la extinción de la antigua casa de Croye. El duque de Borgoña no era tan cruel; ofreció a mi sobrina un marido, aunque malo.
—Hubiese preferido el velo de novicia a un marido perverso —dijo la princesa, encontrando difícilmente una oportunidad para meter baza.
—Por lo menos, una desearía poder escoger, señora —replicó la voluble dama—. Dios sabe que sólo hablo por mi sobrina, pues respecto a mí, hace tiempo que no me hago ilusiones de variar de estado. La veo sonreír, pero le aseguro que es verdad; sin embargo, eso no es excusa para el rey, cuya conducta, así como su persona, tiene más semejanza con la del viejo Michaud, el cambiante de dinero de Gante, que con la de un sucesor de Carlomagno.
—¡Alto! —dijo la princesa con alguna aspereza en el tono de su voz—. Recuerde que habla de mi padre.
—¡De su padre! —replicó la borgoñesa, sorprendida.
—¡De mi padre! —repitió la princesa con dignidad—. Soy Juana de Francia. Pero no tema, señora —continuó en el acento dulce que le era natural—; no tenía usted intención de ofender, y no me doy por ofendida. Interpondré mi influencia para hacer que su destierro y el de esta interesante joven sean más soportable. ¡Ay!, pero poco es lo que puedo, aunque ofrecido de buena gana.
Profunda y sumisa fue la reverencia con que la condesa Hameline de Croye, que así se llamaba la señora de edad, recibió el amable ofrecimiento de la protección de la princesa. Había vivido mucho tiempo en las Cortes, conocía a fondo las costumbres que en ellas se adquirían y mantenía con firmeza las reglas admitidas por los cortesanos de todas las épocas, las que, aunque en su conversación privada usual comentaban los vicios y locuras de sus amos, nunca consentían que tales comentarios se les escapase en presencia del soberano o de los miembros de su familia. La dama resultó escandalizada hasta más no poder con la equivocación que le había inducido a hablar con tan poco decoro en presencia de la hija de Luis. Hubiera agotado sus excusas y la manifestación de sus sentimientos si no la hubiese callado y tranquilizado la princesa con sus ruegos gentiles, los cuales, al provenir de una hija de Francia, tenían el carácter de un mandato para que no dijese nada más por vía de excusa o explicación.
La princesa Juana tomó entonces asiento con una dignidad que le era muy adecuada y obligó a las dos forasteras a sentarse, una a cada lado, a lo que la joven accedió con timidez sincera y respetuosa, y la dama de más edad con una afectación de profunda humildad y deferencia, que era fingida. Hablaron juntas; pero en tono tan bajo, que el centinela no pudo oír la conversación, y sólo observó que la princesa parecía conceder atención preferente a la más joven o interesante de las damas, y que la condesa Hameline, aunque hablaba mucho más, atraía mucho menos su curiosidad con su charla abundante y sus cumplimientos que su parienta con sus breves y modestas contestaciones a lo que se le preguntaba.
La conversación de las damas no había durado más de un cuarto de hora cuando la puerta del extremo contrario del hall se abrió y penetró un hombro cubierto por un redingote. Teniendo presente el mandato del rey y resuelto a no ser sorprendido por segunda vez dormitando, Quintín se adelantó hacia el intruso, e interponiéndose entre él y las damas, le rogó se retirase en el acto.
—¿Por orden de quién? —preguntó el individuo en tono de sorpresa desdeñosa.
—Por la del rey —dijo Quintín con firmeza—, pues estoy colocado aquí por mandato suyo.
—Eso no rezará contra Luis de Orleáns —dijo el duque dejando caer su redingote.
El joven dudó un momento; pero ¿cómo insistir contra el primer príncipe de sangre real, que había de aliarse, según la voz general, con la propia familia del rey?
—Su alteza —dijo— está demasiado alto para que pueda contrariar su deseo. Confío en que su alteza afirmará haber yo cumplido con mi deber en mi puesto de centinela hasta donde se me ha permitido.
—Está bien; no tendrá de qué arrepentirse, joven soldado —dijo Orleáns.
Y pasando adelante presentó sus respetos a la princesa con ese aire de coacción que siempre aparecía en su galantería cuando se dirigía a ella.
—He estado comiendo con Dunois —dijo—, y enterado de que había gente en la galería de Rolando me he tomado la libertad de sumarme a los presentes.
El color que remontó a los pálidos carrillos de la desgraciada Juana, y que por un momento puso algo de belleza en sus facciones, demostró que este aumento de las personas reunidas no le era indiferente. Se apresuró a presentar al príncipe a las dos damas de Croye, que le acogieron con el respeto debido a su rango eminente, y la princesa, señalando una silla, le rogó que tomase parte en la conversación general.
El duque rehusó el tomar un asiento en tal compañía; pero cogiendo un almohadón de uno de los divanes lo puso a los pies de la linda condesa de Croye y se sentó de modo que, sin aparecer que despreciaba a la princesa, podía dedicar la mayor parte de su atención a su adorable vecina.
Al principio parecía como si esta colocación más bien agradase que ofendiese a su predestinada esposa. Alentó al duque en sus galanterías para con la bella forastera y parecía considerarlas como cosa natural. Pero el duque de Orleáns, aunque acostumbrado a someter su voluntad al severo yugo de su tío cuando estaba en su presencia, tenía el suficiente carácter para seguir sus propias inclinaciones cuando no existía ese freno, y como su alta alcurnia le daba derecho a sobrepasar las ceremonias ordinarias y a tomarse, desde luego, familiaridades, sus elogios de la belleza de la condesa se hicieron tan insistentes debido quizá a haber bebido un poco más de vino de lo usual, pues Dunois no era enemigo del culto de Baco, que al fin resultó muy entusiasmado y casi olvidado de la presencia de la princesa.
Esa actitud galante de Orleáns sólo agradaba a una de las reunidas, pues la condesa Hameline preveía ya la dignidad de una alianza con el primer príncipe de sangre azul por el intermedio de su sobrina, cuya cuna, hermosura y posición no hacían imposible tan ambicioso proyecto, aun a los ojos de la persona más exigente, si se pudiese prescindir de tener en cuenta los planes de Luis XI.
La condesa más joven escuchaba los galanteos del duque con ansiedad y molestia, y de vez en cuando dirigía una mirada suplicante a la princesa, como si desease que viniese en su auxilio. Pero los sentimientos heridos y la timidez de Juana de Francia le hacían a ésta incapaz de un esfuerzo para hacer más general la conversación, y por fin, exceptuando algunas cortesías breves de lady Hameline, fue mantenida aquella casi exclusivamente por el duque, aunque a expensas de la condesa de Croye, cuya belleza constituía el tema de su presuntuosa elocuencia.
No se debe olvidar que había una tercera persona, el centinela, del que se prescindía, que vio desvanecerse sus hermosos ensueños como cera ante el sol a medida que el duque insistía en el tono apasionado de su vehemente discurso. A la postre, la condesa de Croye hizo un esfuerzo decidido para terminar lo que estaba resultando sumamente desagradable para ella, en especial por la pena que la conducta del duque infligía en apariencia a la princesa. Dirigiéndose a ésta le dijo modestamente, pero con firmeza, que el primer favor que tenía que pedirle por su prometida protección era «que su alteza intentase convencer al duque de Orleáns que las damas de Borgoña, aunque inferiores en talento y modales a las de Francia, no eran tan tontas como para no agradarles más conversación que la de los cumplidos extravagantes».
—Lamentaría, señora —dijo el duque previniendo la contestación de la princesa—, que satirizase en la misma sentencia la belleza de las damas de Borgoña y la sinceridad de los caballeros de Francia. Si somos rudos y exagerados en la expresión de nuestra admiración es porque amamos lo mismo que peleamos, sin dejar penetrar en nuestros pechos la fría deliberación, y nos rendimos ante las bellas con la misma rapidez con que derrotamos un valiente.
—La belleza de nuestras paisanas —dijo la joven condesa, con más reproche del que hasta ahora había empleado con su encopetado galán— no puede reclamar unos triunfos que el valor de los hombres de Borgoña es incapaz de concederles.
—Respeto su modo de pensar, condesa —dijo el duque—, y no puedo impugnar la segunda parte de su respuesta hasta que un caballero borgoñés se ofrezca a sostenerla con lanza en el estribo. Pero respecto a la injusticia que ha hecho con los encantos que su tierra produce, apelo a usted misma. Mire aquí —dijo, señalando a un gran espejo, regalo de la República veneciana, y entonces de gran rareza y valor— y dígame, ¿qué corazón hay que pueda resistir los encantos aquí reproducidos?
La princesa, incapaz de sostener por más tiempo el olvido de su amante, se retrepó en su asiento con un suspiro, que hizo volver al duque del terreno de las fantasías e indujo a lady Hameline a preguntar si su alteza, se encontraba enferma.
—Siento un dolor repentino en las sienes —dijo la princesa intentando sonreír—; pero pronto me repondré.
Su palidez creciente contradecía sus palabras, y decidieron a lady Hameline a pedir auxilio, pues la princesa parecía próxima a desmayarse.
El duque, mordiéndose los labios y maldiciendo la locura que le impedía dominar sus palabras, corrió para llamar a los servidores de la princesa, que esperaban en la próxima habitación, y cuando acudieron, presurosos, con los remedios acostumbrados, no pudo, como caballero que era, prestar ayuda para que se repusiese. Su voz, que casi resultaba cariñosa, dominada por la piedad y el reproche de sí mismo, fue el más poderoso medio para que ella volviese en sí, y cuando estaba a punto de recobrar sus facultades entró el rey en la habitación.