El centinela
¿Dónde suena esta música? ¿Es en el aire o en la tierra?
La Tempestad.
Fui todo oídos,
y percibí sonidos que podían crear un alma
en un ser inanimado.
Comus.
Apenas hubo llegado Quintín a su pequeña habitación para hacer los cambios necesarios en su traje, su digno pariente quiso saber todos los detalles de lo que le había ocurrido en la cacería.
El joven, que no dejó de reflexionar que el brazo de su tío era más poderoso probablemente que su inteligencia, tuvo cuidado, en su respuesta, de dejar al rey en posesión completa de la victoria que parecía deseoso apropiarse. La respuesta de Balafré fue una alabanza de cuán mejor se hubiera él portado en circunstancias parecidas, que envolvía una suave censura por el descuido del sobrino en no prestar ayuda al rey cuando se encontraba en peligro inminente. El joven fue prudente al contestar absteniéndose de toda ulterior vindicación de su propia conducta, y sólo alegó que, con arreglo a las normas de la cacería, pensó no procedía entremeterse con la caza perseguida por otro cazador, de no ser requerida especialmente su ayuda. Apenas terminó la discusión, tuvo oportunidad Quintín para felicitarse por guardar alguna reserva con su pariente. Unos golpes suaves en la puerta anunciaron un visitante. Al abrirla, Oliver Dain, o Mauvais, o Diable, pues por todos estos nombres era conocido, penetró en la habitación.
Este hombre hábil, pero sin principios, ha sido ya descrito, pero sólo en su aspecto externo. El parecido más acertado para sus movimientos y modales era a los de una gata, la cual, mientras está tendida, dormitando al parecer, no mientras se desliza por la habitación con pasos lentos, cautelosos y tímidos, está ocupada en vigilar el agujero de algún ratón desgraciado, y unas veces se restriega con confianza y cariño manifiesto contra aquéllos por quienes desea ser acariciada, y poco después se precipita sobre su presa, o araña, quizá sobre la misma persona a quien antes engatusaba.
Entró con el cuerpo encorvado, con una mirada modesta y humilde, y puso tanta finura en su salutación al seignior Balafré, que cualquiera que hubiese estado presente hubiera deducido que venía a pedirle un favor al arquero escocés. Dio la enhorabuena a Lesly por la conducta excelente de su joven pariente en la cacería de aquel día, que, según pudo observar, había hecho que el rey se fijase en él de un modo especial. Aquí se detuvo para obtener una respuesta, y con sus ojos fijos en el suelo, excepto una o dos veces en que los levantó para mirar de través a Quintín, escuchó estas palabras de Balafré. «Que Su Majestad no había sido afortunado en no tenerle a su lado en vez de a su sobrino, pues él, sin titubear, hubiera clavado su lanza en el bruto, asunto que, según comprendía, Quintín había dejado que Su Majestad resolviese por sí solo».
—Pero será una lección para Su Majestad —dijo— para en otra ocasión dar mejor caballo a hombre de mi talla; pues ¿cómo puede pretenderse que un caballo flamenco de tiro pueda estar a la altura del caballo normando de carrera de Su Majestad?
El maestro Oliver sólo replicó a esta observación lanzando hacia el intrépido y obtuso charlatán una de esas miradas lentas, dudosas, que acompañadas de un ligero movimiento de la mano y de una ligera inclinación de la cabeza hacia un costado, puede ser interpretada, bien como un raudo asentimiento a lo que se ha dicho, o como un ruego indirecto para no insistir en el mismo tema. Fue una mirada más escrutadora, más penetrante, la que dedicó al joven al decirle con sonrisa ambigua:
—¿Es, pues, joven, costumbre de Escocia el consentir que sus príncipes corran peligro por falta de ayuda en casos de apuro como el de hoy?
—Es nuestra costumbre —contestó Quintín decidido a no dejar vislumbrar nada de lo ocurrido— no molestarles con ayudas en pasatiempos honrosos cuando pueden pasarse sin ellas. Pensamos que un príncipe en una cacería debe correr la suerte de los demás y que asiste a ella con ese fin. ¿Qué sería de las cacerías sin fatigas y sin peligros?
—Ya oye usted al bobo —dijo su tío—; siempre hace igual; tiene una respuesta o una razón siempre dispuesta para todo el mundo. No sé de quién ha aprendido ese modo de ser; yo nunca pude dar una razón de lo que he hecho en mi vida, excepto del comer cuando tengo hambre, o de pasar revista u otros deberes por el estilo.
—Le ruego, digno seignior —dijo el barbero real mirándole por debajo de los párpados—, ¿cuál es la razón que da para pasar revista cuando llega el caso?
—La de que el capitán me lo manda —dijo Le Balafré—. Por San Gil, ¡no conozco otra razón! Si él se lo encargase a Tyrie o a Cunningham, harían lo mismo.
—¡Una causa final muy militar! —dijo Oliver—. Pero, seignior Le Balafré, se alegrará usted, sin duda, de saber que Su Majestad está tan lejos de estar disgustado con la conducta de su sobrino, que le ha escogido para desempeñar esta tarde un servicio.
—¿Qué le ha escogido? —dijo Balafré muy sorprendido—. Me habrá escogido a mí. Supongo que es eso lo que quiere dar a entender.
—Quiero decir precisamente lo que digo —replicó el barbero en tono suave pero decidido—; el rey desea encargar a su sobrino una comisión.
—¿Cuál, por qué y por qué causa? —dijo Balafré—. ¿Por qué escoge al muchacho y no a mí?
—No puedo sacarle de dudas, seignior Le Balafré; ésa es la orden de Su Majestad. Pero —añadió— en el terreno de la conjetura bien pudiera ser que Su Majestad tuviese algo que hacer más propio para un joven, como su sobrino, que para un experimentado guerrero como usted, seignior Balafré. Por tanto, joven caballero, coja sus armas y sígame. Traiga consigo su arcabuz, pues ha de hacer guardia de centinela.
—¡Centinela! —dijo el tío—. ¿Está usted seguro de tener razón, maestro Oliver? Las guardias interiores del castillo nunca han sido encomendadas sino a aquéllos que, como yo, hemos servido doce años en nuestro honroso Cuerpo.
—Estoy del todo seguro respecto a la voluntad de Su Majestad —dijo Oliver— y no debe haber más dilación en cumplirla.
—Pero —dijo Le Balafré— mi sobrino no es ni siquiera arquero en propiedad, pues sólo es un escudero que sirve bajo mi lanza.
—Perdóneme —contestó Oliver—: El rey envió por el registro no hace más de media hora y lo inscribió como guardia. Tenga la bondad de ayudar a su sobrino a vestirse para que pueda desempeñar su servicio.
Balafré, que no era de fondo malo ni celoso por temperamento, se apresuró a ajustar el uniforme de su sobrino y a darle instrucciones para el desempeño de su comisión; pero fue incapaz de reprimir algunas interjecciones de sorpresa por la suerte que tan pronto distinguía a muchacho tan joven.
—Nunca ha ocurrido un caso parecido en la Guardia escocesa —dijo—, ni aun en mi caso. Pero sin duda su servicio se ceñirá a vigilar los papagayos y pavos reales de la India que el embajador veneciano ha regalado últimamente al rey: no puede ser otra cosa; y ese servicio sólo está indicado para un muchacho barbilampiño (al decir esto se atusó su poblado bigote), por lo que se alegraba que hubiese recaído en su querido sobrino.
De imaginación certera y rápida y de fantasía ardiente, vio Quintín más importante perspectiva en esta llamada a la presencia real, y su corazón latió de prisa con la idea de lograr una rápida distinción. Se decidió a vigilar escrupulosamente los modales y lenguaje de su guía, que sospechaba ser, en algunos casos al menos, de interpretación contradictoria. No podía por menos de felicitarse por haber sabido guardar estricto secreto de los acontecimientos de la caza, y entonces tomó una resolución, que dado sus pocos años, indicaba mucha prudencia en él, y era la de que mientras respirase el aire de esta misteriosa y apartada Corte mantendría sus pensamientos en perfecta reserva y cuidaría mucho de lo que dijera su lengua.
Pronto resultó equipado, y con su arcabuz al hombro (pues aunque conservaban el nombre de arqueros, la Guardia escocesa substituyó muy pronto su largo arco, en cuyo manejo nadie superó a su nación, por armas de fuego) acompañó al maestro Oliver fuera del cuartel.
Su tío le siguió con la mirada, con rostro en el que la sorpresa se mezclaba con la curiosidad, y aunque ni la envidia ni ninguno de los sentimientos malignos que ésta engendra perturbaban sus tranquilas meditaciones, se daba cuenta con dolor que había disminuido su propia importancia, lo que se mezclaba con el placer que le producía la favorable iniciación de servicio de su sobrino.
Movió pausadamente la cabeza, abrió un armario privado, sacó una gran bottrine de vino bien añejo, la sacudió para saber si el contenido era poco o mucho, llenó y bebió una copa grande; después se sentó, medio reclinado, en el gran asiento de roble, y moviendo de nuevo la cabeza con lentitud, recibió tanto beneficio aparente con la oscilación, que, como el juguete llamado mandarín, continuó el movimiento hasta que se quedó dormido, de cuyo sueño fue despertado por la señal para comer.
Cuando Quintín Durward dejó a su tío entregado a estas sublimes meditaciones, siguió a su guía, el maestro Oliver, el cual, sin cruzar por ninguno de los patios principales, le condujo a través de pasajes privados al descubierto, pero principalmente a través de un laberinto de escaleras, bóvedas y galerías, comunicándose entre sí por puertas secretas en sitios inesperados a una ancha y espaciosa galería con celosías, que por su anchura casi podía denominarse hall, colgada con tapices más antiguos que bonitos, y con algunos cuadros fríos, de aspecto descolorido, pertenecientes a la primera época de las artes, que precedió a su espléndido resurgir. Éstos querían representar los paladines de Carlomagno, que tan distinguido papel hicieron en la historia romántica de Francia, y como la gigantesca figura del célebre Orlando constituía el retrato más sobresaliente, la habitación recibió de él el título de hall de Rolando o galería de Rolando[29].
—Vigilará usted aquí —dijo Oliver en voz baja, como si los duros contornos de los monarcas y guerreros a su alrededor pudieran ofenderse con la elevación de tono de su voz, o como si hubiese temido despertar los ecos que acechaban entre las bóvedas y molduras góticas del techo de este enorme y tenebroso cuarto.
—¿Cuál es el santo y seña y las órdenes para mi guardia? —preguntó Quintín en el mismo tono apagado.
—¿Está cargado su arcabuz? —preguntó Oliver sin contestar a su pregunta.
—Eso —contestó Quintín— se hace pronto. Y procedió a cargar su arma y a encender la mecha lenta (con la que se descargaba cuando era necesario) en las ascuas de un buen fuego que expiraba en la gigantesca chimenea del hall, chimenea que era tan grande que bien podía llamarse gabinete gótico o capilla perteneciente al hall.
Una vez realizado esto, Oliver le contó que aún ignoraba que uno de los altos privilegios de su Cuerpo era el de recibir órdenes tan sólo del rey en persona, o del gran condestable de Francia, en vez de sus propios oficiales.
—Queda usted aquí colocado por orden de Su Majestad, joven —añadió Oliver—, y no permanecerá aquí largo tiempo sin saber para qué ha sido citado. Mientras tanto, su paseo será a lo largo de esta galería. Le está permitido quedarse quieto cuando guste, pero por ningún motivo sentarse o abandonar su arma. Tampoco ha de cantar alto ni silbar bajo ningún pretexto; pero puede, si lo desea, rezar algunas de las oraciones de la Iglesia, o lo que quiera que no sea ofensivo, en voz baja. Adiós, y buena guardia.
«¡Buena guardia!», pensó el joven soldado mientras su guía se deslizaba con ese paso silencioso que le era peculiar y desaparecía a través de una puerta lateral detrás de la tapicería. «¡Buena guardia! ¿Pero qué es lo que tengo que vigilar? ¿Pues que, aparte de ratas o murciélagos, existe aquí contra quién luchar, a no ser que estos espantosos y viejos retratos de personajes se animasen por haberles perturbado mi guardia? Bien, es mi deber y debo realizarlo».
Con el firme propósito de desempeñar su deber de la mejor manera posible, trató de matar el tiempo con algunos de los piadosos himnos que había aprendido en el convento en el que encontró refugio después de la muerte de su padre, pensando que si no fuese por el cambio del hábito de novicio por el rico uniforme militar que ahora llevaba, su paseo marcial por la real galería de retratos de Francia se parecía mucho a los que habían llegado a aburrirle por los claustros de su reclusión en Aberbrothick.
Ahora, como para convencerse que no pertenecía a la celda, sino al mundo, cantó para sí, pero en tono tal que no excedía del permiso que le habían dado, algunas de las antiguas y rudas baladas que la vieja familia del arpero le había enseñado sobre la derrota de los daneses en Aberlemno y Forres, el asesinato del rey Duffus en Forfar y otros sonetos y canciones melodiosas que pertenecían a la historia de su distante país nativo, y en especial al distrito en que había nacido. En esto gastó mucho tiempo, y eran ya más de las dos cuando Quintín recordó por su apetito que los buenos padres de Aberbrothick, por muy exigentes que fuesen en punto a su asistencia a las horas de rezo, no eran menos puntuales en citarle a las de comer; mientras que aquí, en el interior de un palacio real, después de una mañana empleada en la cacería y una tarde agotada en el deber, nadie se acordaba de que debía estar impaciente por yantar.
Hay, sin embargo, encantos en los sonidos melodiosos que pueden aquietar aun los sentimientos naturales de impaciencia que ahora experimentaba Quintín. En las extremidades opuestas del largo hall o galería había dos grandes puertas, adornadas con pesados arquitrabes, y que probablemente daban a dos series diferentes de habitaciones, a las que la galería servía como medio natural de comunicación. El centinela hacía su solitario paseo entre esas dos entradas que formaban el límite de su vigilancia, y en una de sus idas y venidas quedó sorprendido por un sonido musical que pareció surgir de pronto detrás de una de las puertas, y que era una combinación del mismo laúd y voz que le había encantado el día anterior. Todos los sueños de ayer mañana, tan debilitados por las circunstancias varias experimentadas desde entonces, resurgieron con mayor relieve, y situado en el sitio donde con más claridad los percibía, Quintín resultaba, con su arcabuz al hombro, boca medio abierta y ojos, oídos y alma atentos, más bien la imagen de un centinela que uno de carne y hueso, sin más idea que la de captar todos los sonidos que llegasen de tan dulce melodía.
Estos sonidos deliciosos eran oídos a medias: languidecían, se retrasaban, cesaban del todo, y de vez en cuando eran renovados después de ciertos intervalos. Pero aparte de que la música, como la belleza, es a menudo más deliciosa, o por lo menos más interesante a la imaginación, cuando sus encantos están medio velados, y se deja a la imaginación el suplir lo que con la distancia resulta detallado imperfectamente, Quintín tenía asuntos suficientes en que emplear su imaginación durante los intervalos en que cesaba la melodía que le fascinaba. No dudaba, por los informes dados por los camaradas de su tío y la escena que había ocurrido aquella mañana en el salón de recepciones, que la sirena que así deleitaba su oído no era, como equivocadamente había supuesto, la hija o parienta de un modesto cabaretier, sino la propia infeliz condesa disfrazada por cuya causa reyes y príncipes estaban ahora a punto de sacar a relucir armaduras y lanzas. Fantasías variadas, cuales la juventud romántica y venturosa está dispuesta a alimentar en esa edad de ilusiones y dicha, embargaban su ánimo, cuando de pronto, y bruscamente, resultaron desvanecidas al notar que asían su arcabuz y que una voz bronca le decía junto al oído:
—Pasques dieu!, señor escudero; me parece que hace su guardia con sueño.
La voz tenía el mismo tono irónico de la de maese Pedro; y Quintín, que en seguida volvió a la realidad, se percató con miedo y vergüenza que en su arrobamiento había permitido que el rey, que entraría probablemente por alguna puerta secreta, y luego avanzaría con cautela junto a la pared o detrás de los tapices, se le aproximase tanto que pudo casi desarmarlo.
El primer impulso de su sorpresa fue libertar su arcabuz con un violento esfuerzo, que hizo al rey tambalearse hacia atrás. Su siguiente preocupación fue que, al obedecer al instinto animal, como podríamos decir, que inclina a un hombre a resistir cualquier intento de desarmarle, había empeorado, con una lucha personal con el rey, el disgusto producido por la negligencia con que había realizado su obligación; y bajo esta impresión recuperó su arcabuz sin darse apenas cuenta de lo que hacía, y colocándoselo de nuevo sobre el hombro, permaneció sin moverse delante del monarca, de quien tenía razón para inferir que le había ofendido mortalmente.
Luis, cuya disposición tiránica estaba menos cimentada en ferocidad natural o en crueldad de carácter que en política fría y sospechas celosas, poseía, sin embargo, algo de aquella cáustica severidad que era causa de que resultase a veces despótico en la conversación privada, y de que pareciese siempre gozar con la pena que infligía en ocasiones como la presente. Pero no exageró su triunfo y se contentó con decir:
—Tu servicio de esta mañana ha pagado con creces alguna negligencia en soldado tan joven. ¿Has comido?
Quintín, que más bien esperaba ser enviado al capitán-preboste que recibir semejante cumplido, contestó negativamente.
—Pobre muchacho —dijo Luis en tono más suave del que acostumbraba—, el hambre le ha dado sueño. Sé que tu apetito es el de un lobo —continuó—, y te libraré de una bestia salvaje lo mismo que tú me libraste a mí de otra; has sido demasiado prudente en ese particular, y te lo agradezco. ¿Puedes aún aguantar otra hora sin alimento?
—Veinticuatro, señor —replicó Durward—, o no sería escocés legítimo.
—Ni por otro reino actuaría yo del pastel que te correspondiese después de esta vigilia —dijo el rey—; pero la cuestión de que ahora se trata no es de tu comida, sino de la mía. Admito a mi mesa hoy, y en toda confianza, al cardenal Balue y al borgoñés, el conde de Crèvecoeur, y algo puede ocurrir —el diablo está más ocupado cuando los enemigos se reúnen durante una tregua.
Se detuvo y permaneció silencioso, con una mirada profunda y melancólica. Como el rey no tuviese prisa para proseguir, Quintín se aventuró por fin a preguntar cuál era su obligación en estas circunstancias.
—El hacer la guardia en el buffet con tu arma cargada —dijo Luis—; y si hubiese traición, matar de un tiro al traidor.
—¡Traición, señor! ¡Y en este castillo tan vigilado! —exclamó Durward.
—Lo juzgas imposible —dijo el rey, sin parecer ofendido por su franqueza—; pero nuestra historia ha demostrado que la traición puede albergarse en un agujero. ¡Excluida la traición porque hay guardias! ¡Oh, muchacho inocente! —quis custodiat ipsos custodes—. ¿Quién excluiría la traición de los propios guardianes?
—Su honor escocés —contestó Durward atrevidamente.
—Es verdad; tienes mucha razón, me agradas —dijo el rey, satisfecho—; el honor escocés fue siempre verdad, y por eso confié en él. ¡Pero la traición!
Al decir esto volvió a caer en su anterior humor melancólico y atravesó la habitación con pasos desiguales.
—Se sienta en nuestras fiestas, brilla en nuestras copas, lleva la barba de nuestros consejeros, la sonrisa de nuestros cortesanos, la sonrisa fatua de nuestros bufones; sobre todo, está oculta en el aire amistoso de un enemigo reconciliado. Luis de Orleáns confió en Juan de Borgoña: fue asesinado en la rue Barbette. Juan de Borgoña confió en la facción de Orleáns: fue asesinado en el puente de Montereau. No me fiaré de nadie, de nadie. Escucha: no perderé de vista a ese insolente conde, y tampoco al clérigo, de quien no confío mucho. Si digo: Ecosse, en avant[30], dispara contra Crèvecoeur para dejarle en el sitio.
—Es mi deber —dijo Quintín— si la vida de Su Majestad corre peligro.
—Seguramente, no quiero decir otra cosa —dijo el rey—, ¿qué iba a ganar con matar a ese insolente soldado? Si fuese el condestable Saint Paul…
Aquí se calló, como si reflexionase que había dicho alguna palabra más de la debida, aunque en seguida prosiguió, riendo:
—Ahí está mi cuñado Jaime de Escocia —vuestro Jaime, Quintín—, que apuñaló a Douglas, que estaba de visita, dentro de su propio castillo real de Skirling.
—De Stirling —dijo Quintín—, si Su Majestad me lo permite. Fue una hazaña que trajo muy poco bien.
—¿Llamáis Stirling al castillo? —dijo el rey sin hacer caso de la última parte de la conversación de Quintín—. Bien, que sea Stirling; el nombre no hace al caso. Pero yo no proyecto mal ninguno contra estos hombres, ninguno. No me serviría de nada. Quizá ellos no tengan las mismas buenas intenciones respecto a mí. Confío en tu arcabuz.
—Estaré preparado para la señal —dijo Quintín—; pero…
—Dudas —dijo el rey—. Habla, te doy permiso. Tal como eres, tus insinuaciones son bien valiosas.
—Sólo tenía intención de decir —replicó Quintín— que ya que Su Majestad parece dudar de este borgoñés, me maravilla que consienta se aproxime tanto a su persona, y, además, en privado.
—Estate tranquilo, escudero —dijo el rey—. Hay algunos peligros que, cuando se les hace frente, desaparecen, y los cuales, en cambio, cuando existe un evidente temor de ellos, que se exterioriza, se hacen ciertos e inevitables. Cuando me adelanto atrevidamente al encuentro de un fiero mastín, y le acaricio, hay diez probabilidades contra una que logre amansarlo; si le demuestro tener miedo, se precipitará sobre mí y me destrozará. No puedo ser más franco contigo. Me interesa mucho que este hombre no regrese junto a su señor con humor resentido. Claro que con ello me arriesgo. Nunca he retrocedido de exponer mi vida por el bien del reino. Sígueme.
Luis condujo a su joven guardia, a quien parecía haber tomado un afecto especial, a través de la misma puerta lateral por la que había entrado, diciéndole al tiempo que se la enseñaba:
—El que quiera prosperar en la Corte debe conocer todos los portillos privados y escaleras ocultas, ay, y las trampas del palacio, así como las entradas principales.
Después de varias revueltas y pasadizos entró el rey en una pequeña habitación abovedada, donde había una mesa preparada con tres cubiertos. Todo el decorado y mobiliario de la habitación era tan sencillo, que casi resultaba mezquino. Un buffet o armario plegadizo y movible tenía unas cuantas piezas de vajilla de oro y plata, y era el único artículo en la cámara que tenía apariencia de realeza. Detrás de este armario, y completamente oculto por él, estaba el puesto que Luis asignó a Quintín Durward; y después de haberse asegurado, marchando a diferentes sitios de la habitación, que resultaba invisible desde todos los sitios, le dio su última recomendación:
—Recuerda las palabras: Ecosse, en avant; y en seguida que las pronuncie echa abajo la pantalla; no te preocupes de las copas y vasos, y apunta bien a Crèvecoeur. Si te falla el tiro, arremete con él, y usa el cuchillo. Oliver y yo nos bastamos para el cardenal.
Después de dicho esto, silbó de recio para que acudiese a la habitación Oliver, que era premiervalet del rey, así como barbero, y que en realidad desempeñaba todos los oficios que tenían inmediata conexión con la persona del monarca, el cual apareció ahora en compañía de dos hombres de edad, que eran los únicos criados que iban a servir la mesa. Tan pronto como el rey se sentó en su puesto, fueron admitidos los visitantes, y Quintín, aunque no era visto, estaba situado de modo que veía todos los detalles de la entrevista.
El rey acogió a sus huéspedes con un grado de cordialidad que Quintín tuvo gran dificultad en poder reconciliar con las instrucciones que acababan de darle y el fin para el que estaba de pie detrás del buffet con su mortífera arma preparada. No sólo aparecía Luis totalmente desprovisto de ningún género de aprensiones, sino que se hubiera supuesto que esos visitantes a quienes hacía el alto honor de admitir en su mesa eran personas en quienes tenía confianza absoluta y a quienes deseaba honrar de buena gana. Su conducta era a un tiempo digna y cortés. Mientras todo a su alrededor, incluso su propio traje, estaba por debajo del esplendor que los pequeños príncipes del reino desplegaban en sus fiestas, su lenguaje y sus modales eran los de un soberano poderoso en su mejor buen humor. Quintín llegó a imaginarse o que toda su anterior conversación con Luis había sido un sueño, o que la conducta sumisa del cardenal y el comportamiento franco, noble y gallardo del noble borgoñés habían disipado del todo la sospecha del rey.
Pero mientras los invitados, obedeciendo al rey, se instalaban en la mesa, Su Majestad les lanzó una penetrante mirada, y en seguida dirigió sus ojos al puesto de Quintín. Esto fue obra de un instante; pero la mirada encerraba tanta duda y odio contra sus huéspedes, tal perentoria indicación a Quintín para que extremase su vigilancia y estuviese rápido en la actuación, que no hubo lugar a duda para creer que los sentimientos de Luis continuaban inalterables y sus aprensiones en pie. Por eso se asombró más del profundo disimulo conque el rey podía ocultar los movimientos de su ánimo celoso.
Aparentando haber olvidado del todo el lenguaje que Crèvecoeur le había tenido enfrente de su Corte, el rey hablaba con él de los tiempos antiguos, de hechos ocurridos durante su propio destierro en los territorios de Borgoña, e hizo preguntas respecto a todos los nobles a quienes había tratado, como si ese período hubiese sido el más feliz de su vida, y como si hubiese conservado hacia todo lo que había contribuido a suavizar las condiciones de su destierro los sentimientos más amables y más agradecidos.
—A un embajador de otra nación —dijo— le hubiera recibido con más solemnidad; pero a un antiguo amigo, que a menudo fue mi huésped en el castillo de Genappes[31], deseaba mostrarme como más me gusta vivir, como el antiguo Luis de Valois, tan sencillo y natural como cualquiera de sus badauds, espectadores, parisinos. Pero he dispuesto que sirvan un banquete en su honor mejor de lo ordinario, señor conde, pues conozco su proverbio borgoñés: Mieux vault bon repas que bel habit[32]. Nuestro vino, como usted sabe bien, es motivo de antigua emulación entre Francia y Borgoña, que ahora trataremos de reconciliar, pues yo brindaré por usted con borgoña, y vos, señor conde, brindaréis a mi favor con champaña. Oliver, sírveme una copa de vin d’Auxerre.
Y tarareó alegremente una canción bien conocida:
Auxerre est la boisson des Rois[33].
—Señor conde, bebo a la salud del noble duque de Borgoña, mi amable y querido primo. Oliver, vuelve a llenar aquella copa de oro con vin de Rheims y entrégala de rodillas al conde: representa a mi amado hermano. Mi lord cardenal, yo mismo llenaré vuestra copa.
—Ya la ha llenado, señor, hasta rebosar —dijo el cardenal con el rostro sumiso de un favorito hacia su indulgente amo.
—Porque sé que su eminencia puede sostenerla con mano firme —dijo Luis—. ¿Pero qué partido toma en esta gran controversia: Sillery o Auxerre, Francia o Borgoña?
—Permaneceré neutral, señor —dijo el cardenal—, y volveré a llenar mi copa de Auvernat.
—Un neutral tiene que sostener un papel desairado —dijo el rey; pero como observase que se alteraba algo el color de la cara del cardenal, cambió de tema, y añadió—: Pero vos preferís el Auvernat, porque vino tan noble no soporta el agua. Usted, señor conde, duda en vaciar su copa. Espero que no habrá encontrado ninguna amargura nacional en su fondo.
—Me gustaría, señor —dijo el conde de Crèvecoeur—, que todas las rencillas nacionales pudiesen terminarse tan felizmente como la rivalidad entre nuestras viñas.
—Con el tiempo, señor conde —contestó el rey—, con el tiempo, con tanto tiempo como el que se ha tomado para beberse su champagne. Y ahora que se ha bebido su copa, hónreme aceptándola para usted y conservándola como prenda de mi estimación. No es una copa cualquiera. Perteneció antiguamente a aquel terror de Francia, Enrique V de Inglaterra, y fue tomada cuando se redujo a Rouen y fueron expulsados de la Normandía aquellos isleños por los ejércitos reunidos de Francia y Borgoña. A nadie mejor se puede regalar que a un noble y valiente borgoñés, que sabe bien que de la unión de estas dos naciones depende la continuación de la libertad del continente del yugo inglés.
El conde dio una respuesta adecuada y Luis dio rienda suelta a la alegría satírica que a veces animaba los matices más obscuros de su carácter. Llevando, como era natural, la conversación, sus observaciones, siempre cáusticas y solapadas, y a menudo, como ahora, ingeniosas, rara vez eran afables, y las anécdotas con que las ilustraba solían ser con frecuencia más chistosas que delicadas; pero ni en una sola palabra, sílaba o letra traicionaba el estado de espíritu de uno que, temeroso de ser asesinado, tiene en su habitación un soldado armado, con su arcabuz cargado y orden de prevenir o anticiparse a un ataque a su persona.
El conde de Crèvecoeur se entregó de lleno al buen humor del rey, mientras el adulador cardenal reía de todos los chistes y alentaba toda idea jocosa, sin mostrarse avergonzado por ninguna de las expresiones que hacían enrojecer al rústico joven escocés aun en su escondite[34]. Al cabo de hora y media se concluyó la comida, y el rey, despidiéndose cortésmente de sus invitados, dio la señal de que su deseo era estar solo.
Tan pronto como todos, incluso Oliver, se hubieron retirado, el rey llamó a Quintín, pero con una voz tan débil que el joven apenas podía creer que fuese la misma que hacía unos momentos había sostenido la animación de la charla con tanto éxito. Al aproximarse observó un cambio parecido en su rostro. El destello de la supuesta vivacidad había abandonado los ojos del rey, la sonrisa faltaba en su cara y mostraba toda la fatiga de un actor de fama cuando ha terminado la agotadora representación de un papel favorito, en el que, mientras permaneció en la escena, desplegó la máxima vivacidad.
—Tu guardia aún no ha concluido —dijo a Quintín—. Aliméntate pronto; aquella mesa te ofrece la ocasión; te instruiré después en tu deber posterior. Mientras tanto, a nada conduciría una conversación entre un hombre repleto y uno en ayunas.
Se retrepó en su asiento, se cubrió la frente con la mano y permaneció silencioso.