Capítulo IX

La caza del jabalí

Hablaré con muchachos despreocupados

y tontos faltos de ingenio;

ninguno me mirará con ojos sospechosos.

Rey Ricardo.

A pesar de la experiencia que el cardenal tenía respecto al carácter de su rey no impidió que en la presente ocasión cometiese un gran error de política. Su vanidad le indujo a pensar que había tenido más éxito al conseguir del conde de Crèvecoeur que permaneciese en Tours que el que cualquier otro mediador del rey podía haber logrado. Y como sabía bien la importancia que Luis le daba a la evitación de una guerra con el duque de Borgoña, no pudo contenerse en demostrar que se había hecho la ilusión de haber prestado al rey un gran servicio. Se acercó a la persona del rey más de lo que tenía costumbre y trató de sacarle la conversación sobre los acontecimientos de la mañana.

Esto era improcedente por más de una razón, pues los príncipes no gustan de ver que sus súbditos se les acerquen con aire consciente de algún merecimiento, con lo que parecen deseosos de forzar una recompensa por sus servicios, y Luis, el monarca más celoso que se conoce, era particularmente contrario e inaccesible a cualquiera que pareciese, bien presumir por un servicio prestado, o bien atisbar en sus secretos.

No obstante, inducido, como a veces sucede a los más cautos, por el humor satisfecho del momento, continuó el cardenal cabalgando a la mano derecha del rey, sacando la conversación, siempre que era posible, sobre Crèvecoeur y su embajada, lo que, aunque bien podía ser que fuese el asunto que más absorbiese los pensamientos del rey en aquellos momentos, era precisamente el que menos deseo tenía de que le hablasen. Por fin, Luis, que le había escuchado con atención, aunque sin dar ninguna respuesta que pudiese ser motivo de prolongar la conversación, hizo señas a Dunois, que cabalgaba no muy apartado, de que se colocase al otro lado de su caballo.

—Venimos aquí para hacer ejercicio y por deporte —dijo—; pero aquí, el reverendo padre, sería gustoso de que celebrásemos un Consejo de Estado.

—Espero que Su Majestad me dispensará de mi asistencia —dijo Dunois—. He nacido para luchar en las batallas de Francia, y tengo corazón y manos para ello; pero no tengo cabeza para sus Consejos.

—Mi lord cardenal no tiene cabeza para otra cosa, Dunois —contestó Luis—; ha confesado a Crèvecoeur en la puerta del castillo y nos ha comunicado toda su confesión. ¿No nos dijisteis toda? —continuó, con un énfasis de palabra y una mirada al cardenal que salió de entre sus largas y obscuras pestañas como los reflejos de una daga al salir de la vaina.

El cardenal tembló cuando, tratando de replicar a la broma del rey, dijo:

—Que aunque su ministerio le obligaba a ocultar los secretos de sus penitentes en general, no había sigillum confessionis[26] para con Su Majestad.

—Y como su eminencia —dijo el rey— está dispuesto a comunicar los secretos de otros a nosotros, espera, naturalmente, que seamos igualmente comunicativos con él; y para lograr este recíproco trato, desea, muy razonablemente, saber si esas dos damas de Croye están actualmente en nuestro territorio. Siento no poder satisfacer su curiosidad, ya que yo mismo ignoro en qué sitio preciso se hallan esas damas errantes; esas princesas disfrazadas y condesas desgraciadas pueden estar acampadas en mis dominios, que son, gracias a Dios y a Nuestra Señora de Embrun, demasiado extensos para poder responder fácilmente a las preguntas tan razonables de su eminencia. Pero, suponiendo estuviesen con nosotros, ¿qué opinas, Dunois, de la perentoria petición de mi primo?

—Le contestaré, señor, si me dice con sinceridad si desea la paz o la guerra —replicó Dunois con una franqueza que, como procedía de su natural sinceridad e intrepidez de carácter, contribuía a granjearle el favoritismo de Luis, quien, como todas las personas astutas, deseaba tanto leer en los corazones de los demás como ocultar el suyo.

—Por Dios —dijo—, celebraría tanto como tú, Dunois, decirte mi propósito si lo supiere con certeza. Pero en el caso de decidirme por la guerra, ¿qué haría con esa bella y rica heredera, suponiendo que estuviese en mis dominios?

—Concederla en matrimonio a uno de los ardientes partidarios de Su Majestad que tenga corazón para amar y brazo para protegerla —dijo Dunois.

Pasques dieu —exclamó el rey—, eres más político de lo que pensaba, dado tu modo de ser.

—No, señor —contestó Dunois—; lo soy todo menos político. He hablado únicamente sin rodeos. Su Majestad debe a la casa de Orleáns, por lo menos, una boda feliz.

—Y la pagaré, conde. Pasques dieu!, la pagaré. ¿No ves allá aquella pareja?

El rey señaló al infeliz duque de Orleáns y a la princesa, quienes, no atreviéndose a quedar a una gran distancia del rey ni aparecer ante él separados el uno del otro, cabalgaban juntos, aunque con un intervalo de dos o tres yardas entre ellos; espacio que, la timidez por una parte y la aversión de otra, les impedía disminuir ni tampoco aumentar.

Dunois miró en la dirección señalada por el rey, y como la situación de este desgraciado pariente y de su predestinada novia le recordaba la de dos perros que, amarrados juntos a la fuerza, permanecen, sin embargo, tan separados entre sí como la amplitud de sus collares se lo permite, no pudo evitar de mover la cabeza, aunque no se aventuró, en ninguna respuesta al tirano hipócrita. Luis pareció adivinar sus pensamientos.

—Será su hogar tranquilo y apacible, sin perturbaciones de niños, según creo[27]. Pero éstos no siempre son una bendición.

Quizá fue el recuerdo de su propia ingratitud filial lo que hizo al rey callarse después de hacer la última reflexión y lo que convirtió la sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios en algo parecido a una expresión de arrepentimiento. Pero, al instante prosiguió en otro tono:

—Francamente, Dunois; por mucho que respete el santo sacramento del matrimonio —al decir esto se santiguó—, preferiría que la casa de Orleáns me diese soldados valerosos, como tu padre, y tú mismo, que lleváis sangre real sin reclamar sus derechos, a que el país resultase destrozado, como Inglaterra, por guerras suscitadas por la rivalidad de los legítimos candidatos a la corona. El león no debe tener más de un cachorro.

Dunois suspiró y se quedó callado, sabiendo que si contradecía a su arbitrario soberano muy bien podía dañar los intereses de su pariente sin proporcionarle beneficio alguno; no obstante, no pudo evitar el decir al poco rato:

—Ya que Su Majestad ha aludido al nacimiento de mi padre, debo reconocer que, dada la condición de sus padres, bien pudo ser considerado como más feliz siendo hijo de un amor no legalizado que de un odio conyugal.

—Eres un individuo escandaloso, Dunois, al hablar de ese modo de un santo matrimonio —contestó Luis, bromeando—. Pero no es hora de pláticas, pues tenemos el rastro del jabalí. Distribuid los perros. ¡Por San Humberto! ¡Ha! ¡Ha! ¡Tra-la-la-lira-a!

Y el cuerno del rey sonó alegremente a través de los bosques mientras seguía adelante, seguido por dos o tres de sus guardias, entre los que estaba nuestro amigo Quintín Durward. Y es digno de notar que, aun en medio de la persecución más atropellada en el ejercicio de su deporte favorito, el rey, para satisfacer su temperamento mordaz, encontraba ocasión para divertirse atormentando al cardenal Balue.

Era una de las debilidades de ese hábil hombre de Estado, como en otro lugar hemos indicado, el suponerse capacitado para hacer el papel de cortesano y de hombre galante a pesar de su origen modesto y educación deficiente. Es cierto que no se clasificaba entre los caballeros combatientes, como Becket, o entre los soldados de leva, como Wolsey. Pero su fin perseguido era practicar la galantería con provecho, teniendo asimismo mucha afición por la marcial diversión de la caza. Por muy bien que le fuese con ciertas damas, con las que su poderío, sus riquezas y su influencia de hombre de Estado podían suplir sus deficiencias en modales y presentación, los sanguíneos caballos, que adquiría a cualquier precio, eran completamente insensibles a la dignidad de llevar encima a un cardenal, y no le guardaban mayor respeto que el que hubiesen tenido a su padre, el carretero, molinero o sastre, con quien rivalizaba como jinete. El rey sabía esto, y conteniendo, y excitando alternativamente a su caballo, conseguía llevar al del cardenal, que mantenía junto a sí, en tal estado de rebeldía contra su jinete, que era a todas luces evidente que pronto tendrían que separarse, y entonces, en medio de sus arrancadas, saltos, retrocesos y latigazos, el atormentador real hacía aún más desgraciado al infortunado jinete, preguntándole sobre muchos asuntos de importancia y dejando entrever su propósito de aprovechar aquella oportunidad para participarle algunos de los secretos de Estado que hacía sólo un momento tan ansioso parecía el cardenal de saber[28].

Es difícil imaginarse una situación más apurada que la de un consejero privado que se ve forzado a escuchar y a replicar a su soberano mientras cada nuevo rebote de su ingobernable caballo le coloca en una situación más difícil; su manto violeta, volando suelto en todas direcciones, y sin que nada le garantice de una caída repentina y peligrosa, salvo la profundidad de su silla y su altura por delante y por detrás. Dunois se reía sin freno, mientras el rey, que tenía un modo especial de gozar interiormente sin exteriorizar la risa, echaba en cara suavemente a su ministro su ardiente pasión por la caza, que no le permitía dedicar unos pocos momentos a los asuntos.

—No seré por más tiempo un obstáculo a su carrera —continuó, dirigiéndose al aterrorizado cardenal y soltando al mismo tiempo las riendas de su caballo.

Antes de que Balue pudiese pronunciar una palabra para contestar o excusarse, su caballo, cogiendo el bocado entre los dientes, siguió adelante en irrefrenable galope, dejando bien pronto atrás al rey y a Dunois, que seguían a aire más moderado, gozando con la situación angustiosa del hombre de Estado. Si alguno de nuestros lectores ha sufrido la suerte alguna vez de que se le desmandara el caballo (como a nosotros nos ha sucedido), se percatará, desde luego, del peligro y de lo absurdo de la situación. Esas cuatro extremidades del cuadrúpedo que, faltas del gobierno del jinete, y a veces del mando de la criatura a que pertenecen, vuelan a tal velocidad que parece que las de atrás tratan de adelantar a las de adelante; esas piernas colgantes del bípedo, que estamos deseando ver pisando a salvo la pradera, pero que ahora sólo sirven para aumentar nuestra angustia, oprimiendo los costados del animal; las manos, que han olvidado la brida para agarrarse a la crin; el cuerpo, que en vez de mantenerse erguido sobre el centro de gravedad, como el anciano Angelo acostumbraba a recomendar, o inclinado hacia adelante, como un jockey de Newmarket, está tendido más que montado sobre el lomo del animal, con no más probabilidades de salvarse que un saco de grano; todo se combina para hacer un cuadro de lo más cómico que cabe imaginar para los espectadores, por muy poca gracia que le haga al que se exhibe en él. Pero añadid a esto alguna singularidad de traje o presentación por parte de este desgraciado jinete, un manto oficial, un uniforme espléndido u otra cualquiera peculiaridad del ropaje, y poned el lugar de la acción en una carrera de caballos, una revista, una procesión o cualquier otro sitio de público esparcimiento, y si la desdichada persona se escapa de ser objeto de una carcajada general, puede resultar con una o las dos piernas rotas o, lo que sería más sensible, quedarse en el sitio, pues sólo con una de estas alternativas puede su caída producir algo de compasión. En este caso, la corta vestidura talar color violeta que usaba el cardenal para montar (pues había cambiado su hábito largo antes de dejar el castillo), sus medias escarlatas y sombrero del mismo color, con los largos cordones colgando, junto con su amargo desamparo, daban mucho sabor a la exhibición de este jinete poco ducho.

Dueño por completo el caballo de la situación, volaba más que galopaba a lo largo de una sombreada avenida; alcanzó a la jauría en tenaz persecución del jabalí, y después de derribar a uno o dos monteros, que no esperaban ser atacados por la espalda, y a varios perros y de haber alborotado la caza, animada por los clamores de protesta de los cazadores, llevó al asustado cardenal más allá del formidable animal, que avanzaba en vertiginoso trote, furioso y con los colmillos llenos de espuma. Balue, al verse tan cerca del jabalí, lanzó voces de socorro, las cuales —o quizá la vista del animal— produjeron tal efecto en el caballo, que el noble bruto interrumpió su alocada carrera, dando un salto repentino a un costado, de suerte que el cardenal, que se había mantenido mucho tiempo en la silla porque el movimiento de avance era rectilíneo, cayó pesadamente al suelo. Así terminó la caza, y de Balue cayó en un lugar tan cerca del jabalí, que de no estar el animal en aquel momento muy ocupado en sus propios asuntos, su vecindad podía haber resultado tan fatal para el cardenal como se dice lo fue para Favila, rey de los visigodos, de España. El poderoso purpurado optó por retirarse de la cacería y, arrastrándose como pudo fuera de la pista de perros y cazadores, vio a todos pasar junto a él sin socorrerle, pues los cazadores de aquellos días les daba tan poca pena de esas desgracias como, en cambio, las sienten los de nuestra época.

El rey, al pasar, dijo a Dunois:

—Allá está su eminencia caído y cabizbajo; no es cazador experto, aunque como pescador, cuando hay que pescar un secreto, puede competir con el propio San Pedro. Me parece, sin embargo, que, por esta vez, se ha encontrado con la horma de su zapato.

El cardenal no oyó las palabras; pero la mirada desdeñosa conque fueron acompañadas le indujo a sospechar su intención. Se dice que el diablo aprovecha todas las ocasiones de tentación como las que ahora proporcionaron las pasiones de Balue, que tan cruelmente fueron burladas por el desdén del rey. El susto momentáneo desapareció tan pronto como se aseguró de que en la caída, no se había hecho daño; pero la vanidad mortificada y el resentimiento contra su soberano subsistieron mucho más tiempo en su ánimo.

Después que todo el mundo había pasado, un caballero, que parecía más bien ser espectador que participante en la partida, apareció a caballo con uno o dos acompañantes y se sorprendió no poco de encontrar al cardenal en el suelo, sin caballos ni servidores, y en tal actitud que a todas luces pregonaba la clase de accidente que le hacía estar allí. El desmontarse y ofrecer su ayuda en este apuro, el hacer que uno de sus servidores cediese un caballo sosegado y pacífico para que el cardenal lo montase, el expresar su sorpresa por las costumbres de la corte francesa, que así permitía que sus más preclaros hombres de Estado quedasen abandonados en los peligros de la caza y sin auxilio en sus necesidades, fueron los métodos naturales de ayuda y consuelo que encuentro tan extraño inspiró a Crèvecoeur, pues era el embajador borgoñés quien vino a socorrer al cardenal caído.

Encontró a éste en momento oportuno para ensayar algunas de esas proposiciones en contra de su lealtad, que es bien sabido el cardenal tenía la debilidad de escuchar. Ya por la mañana, según el temperamento celoso de Luis adivinó, había pasado entre ellos más de lo que el cardenal había dicho a su señor. Pero aunque escuchó con oídos gratos los altos elogios que, según Crèvecoeur, el duque de Borgoña hacía de su persona y de su talento, y no dejó de experimentar alguna tentación cuando el conde insinuó la munificencia de su amo y la prosperidad de Flandes, y sólo el accidente que, como hemos dicho, le hubo irritado extraordinariamente, le resolvió —incitado por su vanidad herida, y en una hora fatal— a demostrar a Luis XI que no hay un enemigo más peligroso que un amigo y confidente ofendido.

En la presente ocasión se apresuró a rogar a Crèvecoeur que se separase de su lado por temor de que fuesen vistos; pero le dio una cita para la noche en la abadía de San Martín, de Tours, después del toque de vísperas, y en el tono de sus palabras comprendió el borgoñés que su señor había logrado una ventaja inesperada debida sólo a un momento de exasperación.

Mientras tanto, Luis, que con ser el príncipe más político de su tiempo, en esta como en otras ocasiones, había dejado que sus pasiones venciesen a su prudencia, proseguía contento la caza del jabalí salvaje, que ahora llegaba a un punto interesante. Sucedió que un jabalí joven había cruzado el rastro del primer jabalí y atraído en su persecución a todos los perros (excepto dos o tres viejos sabuesos) y a la mayoría de los cazadores. El rey vio con alegría que Dunois y los demás seguían la falsa pista, y gozó en secreto con la idea de triunfar sobre ese cumplido caballero en el arte de cazar, que entonces se juzgaba tan glorioso como el de la guerra. Luis llevaba un buen caballo y seguía de cerca a los sabuesos; así es que cuando el jabalí primitivo se volvió al dar con un trozo pantanoso del terreno, sólo había junto a él el rey.

Luis mostró toda la bravura y habilidad de un experto cazador, pues despreciando el peligro, avanzó a caballo hacia el tremendo animal, que se defendía furiosamente contra los perros, y le tiró un golpe con su lanza; pero como el caballo retrocedió ante el jabalí, el golpe no fue tan eficaz como para matarlo o dejarle mal herido. No hubo medio de que el caballo cargase segunda vez, así es que él, desmontándose, avanzó a pie contra el furioso animal, teniendo en la mano una de esas espadas cortas, aplastadas, rectas y puntiagudas que los cazadores usan en tales encuentros. El jabalí abandonó en el acto a los perros para precipitarse sobre su enemigo humano, en tanto que el rey, aguantando a pie firme, presentó la espada con el propósito de clavarla en el cuello del animal o en el pecho, en cuyo caso el peso de la bestia y la impetuosidad de su carrera hubieran servido para acelerar su propia destrucción. Mas, debido a la humedad del piso, resbaló el pie del rey en el momento en que esta delicada y peligrosa maniobra debía realizarse, de suerte que la punta de la espada, tropezando con la coraza de cerdas en el exterior de la paletilla del animal, resbaló sin producir daño, y Luis cayó cuan largo era en el suelo. Esto fue una suerte para el monarca, porque el animal, a causa de la caída del rey, fracasó en su arremetida, y al pasar sólo rozó con su colmillo la casaca corta de cazar del rey en vez de herir su muslo. Pero cuando, después de avanzar un poco, en la furia de su carrera, el jabalí se volvió para repetir su ataque contra el rey en el momento en que se estaba levantando, corrió grave peligro la vida de éste. En este instante crítico, Quintín Durward, que se había retrasado respecto a los demás por la lentitud de marcha de su caballo, pero que, no obstante, había por fortuna distinguido y seguido el sonido del cuerno de caza del rey, avanzó y atravesó al animal con su lanza.

El rey, que por entonces estaba ya de pie, acudió a su vez en auxilio de Durward y cortó el cuello del animal con su espada. Antes de dirigir palabra alguna a Quintín, midió a pies la gigantesca criatura, se limpió a renglón seguido el sudor de la frente y la sangre de su mano, después se quitó su gorro de caza, lo colgó en un arbusto e hizo devotamente sus oraciones a las pequeñas imágenes de plomo que llevaba puestas, y por fin, mirando a Durward, le dijo:

—¿Eres tú, mi joven escocés? Has empezado bien tu servicio, y maese Pedro te debe un agasajo tan bueno como el que te dio allá en la Fleur de Lys. ¿Por qué no hablas? Me parece que has perdido en la Corte tu viveza y decisión, cuando otros encuentran ambas en ella.

Quintín, muchacho astuto, había cogido más temor que sorpresa a su peligroso amo, y no parecía dispuesto a aprovecharse de la familiaridad a la que se le invitaba. Contestó con pocas y bien escogidas palabras que si se atrevía a dirigirse a Su Majestad era sólo para pedirle perdón por el atrevimiento impensado con que se había conducido cuando ignoraba su alto rango.

—¡Calla, hombre! —dijo el rey—. Te perdono tu descaro por tu valentía y astucia. Me sorprendió ver lo poco que te faltó para acertar la ocupación de mi compadre Tristán. Casi has llegado a probar su labor después, por lo que me han dicho. Debes guardarte de él; es un comerciante que trafica en toscos brazaletes y apretados collares. Ayúdame a montar; te he tomado afecto y te haré bien. No busques el favor de nadie, y sí sólo el mío; ni aun el de tu tío o lord Crawford; y no digas nada de tu ayuda oportuna en el incidente del jabalí, pues si un hombre se jacta de haber servido al rey en semejante apuro, quizá sólo encuentre como recompensa su humor jactancioso.

El rey había sonado su cuerno, que atrajo a Dunois y a otros servidores, cuyas enhorabuenas recibió por la matanza de animal tan noble, sin sentir escrúpulos por apropiarse mucho mayor mérito del que en realidad, le correspondía, pues mencionó la ayuda de Durward tan a la ligera como un deportista de rango, que, al alabarse por el número de pájaros que lleva en el zurrón, no siempre se detiene en ponderar la presencia y ayuda del guarda del coto. Ordenó después a Dunois que se ocupase de que el cuerpo del jabalí fuese enviado a la hermandad de San Martín, de Tours, para mejorar su comida en los días de fiesta y para que recordasen al rey en sus Oraciones particulares.

—¿Y quién ha visto a su eminencia mi lord cardenal? —dijo el rey—; me parece que fue poca cortesía y poco respeto a la santa Iglesia dejarlo aquí a pie en el bosque.

—Señor —dijo Quintín al ver que todos callaban—, vi al lord cardenal acomodado en un caballo, con el que salió del bosque.

—El cielo cuida de los suyos —replicó el rey—. Seguid hacia el castillo, lores; no cazaremos más esta mañana. Tú, escudero —añadió dirigiéndose a Quintín—, alcánzame mi cuchillo de monte; se ha caído de la vaina junto a aquella cantera. Avanza, Dunois. Te sigo en seguida.

Luis, cuyos menores movimientos eran a menudo realizados con doble fin, logró así una oportunidad para preguntar a Quintín privadamente:

—Mi buen escocés, ¿puedes decirme quién ayudó al cardenal a montar en otro caballo? Algún extranjero, supongo, pues como yo pasé junto a él sin detenerme, me figuro que los cortesanos no se darían seguramente prisa para prestarle tan oportuna ayuda.

—Sólo vi un momento a los que ayudaron a su eminencia, señor —dijo Quintín—; sólo fue una mirada fugaz, pues yo andaba despistado y cabalgaba de prisa para colocarme en mi sitio; pero me parece que fue el embajador de Borgoña y su gente.

—¡Ah! —dijo Luis—. Bien. Francia competirá con ellos.

No sucedió nada más digno de notarse, y el rey, con su séquito, regresó al castillo.