Capítulo VIII

El enviado

Sé un relámpago ante Francia;

pues antes de que puedas decir que estaré allí,

será oído el trueno de mi cañón;

en consecuencia, actúa de clarín de nuestra cólera.

Rey Juan.

Aunque la pereza fuese una tentación que dominase a Durward, el ruido que reinaba en la caserne, el cuartel, de los escoceses desde el primer toque de prima hubiese ciertamente vencido a aquélla; pero la disciplina de la casa de su padre y del convento de Aberbrothick le habían acostumbrado a levantarse con el alba, y se vistió alegremente, entre sonidos de cornetas y los crujidos de armaduras, que anunciaban el cambio de los centinelas de servicio, algunos de los cuales volvían al cuartel, del servicio de noche, mientras otros salían para el de la mañana, y otros, entre los que figuraba su tío, se estaban armando para el servicio personal de Luis XI. Quintín Durward se puso bien pronto, con la alegría propia de un hombre joven y en ocasión semejante, el espléndido traje y armadura que pertenecían a su nuevo empleo; y su tío, que le miraba con gran atención o interés para ver si estaba bien equipado, sin faltarle detalle, no ocultó su satisfacción al ver lo que su sobrino ganaba con el uniforme militar.

—Si resultas tan fiel y tan valiente como apuesto, tendré en ti uno de los escuderos más gallardos y de mejor apariencia de la Guardia, que honrará a la familia de tu madre. Sígueme a la sala de recibir y no te apartes de mi lado.

Diciendo esto, cogió una alabarda grande, pesada, con muchos adornos, y entregando a su sobrino un arma similar, más ligera, se dirigieron al patio interior del palacio, en donde sus camaradas, que tenían que hacer la guardia en las habitaciones interiores, estaban ya reunidos y con las armas: los escuderos detrás de sus jefes, formando así una segunda fila. También esperaban allí muchos picadores con caballos de sangre y perros nobles, a los que Quintín miraba con tal deleite, que su tío se vio obligado más de una vez a recordarle que los animales no estaban allí para su diversión particular, sino para la del rey, que sentía una gran pasión por la caza y era una de las pocas inclinaciones que satisfacía, aun cuando tuviese pendientes asuntos serios de política, siendo un protector tan decidido de la caza en los bosques reales, que se decía, como cosa corriente, que se podía matar a un hombre con más impunidad que a un ciervo.

A una señal dada formaron los guardias, a las órdenes de Le Balafré, que actuaba ocasionalmente de oficial, y después de pasarles revista y de unos cuantos ejercicios, que sirvieron para demostrar el extremoso celo con que realizaban los movimientos, desfilaron hacia el hall donde se celebraban las audiencias, en el que se esperaba la inmediata aparición del rey.

Aunque Quintín era novato en escenas de esplendor, el efecto que le produjo la que ahora presenciaba no correspondió a la idea que se había formado de la brillantez de una corte. Había, es cierto, oficiales de la servidumbre real con ricos uniformes; había guardias bien armados y criados de diversas categorías. Pero no vio a ninguno de los antiguos consejeros del reino, a ninguno de los altos oficiales de la corona, no oyó ninguno de los nombres famosos entre los caballeros ni percibió a ninguno de esos generales o jefes que, llenos de ardor bélico, constituían la fuerza de Francia, o a los fogosos nobles más jóvenes, esos tempranos aspirantes de honores, que eran su orgullo. Los celos, el carácter reservado, la política profunda y sagaz del rey habían alejado del trono a este espléndido círculo, y sólo eran llamados a su alrededor en ciertas ocasiones protocolarias, en las que acudían de mala gana, y se marchaban con alegría, como los animales en la fábula se supone que se aproximan y se alejan de la caverna del león.

Las únicas y escasas personas que parecían allí estar en calidad de consejeros eran hombres de aspecto humilde, cuyos rostros a veces expresaban sagacidad, pero cuyos modales demostraban que habían sido llamados a desempeñar un papel reñido con su anterior educación y con sus costumbres. Una o dos personas, sin embargo, parecieron a Durward que poseían un semblante más noble, y el rigor de su actual servicio no era tal que impidiese a su tío participarle los nombres de las personas en que él se fijaba.

A lord Crawford, que estaba de servicio, ataviado en rico traje, y teniendo en la mano un bastón de mando de plata, Quintín y el lector están ya presentados. Entre otros que parecían distinguidos, el más notable era el conde de Dunois, hijo del célebre Dunois, conocido con el nombre del Bastardo de Orleáns, que luchando bajo la bandera de Juana de Arco tan importante papel desempeñó en librar a Francia del yugo inglés. Su hijo mantenía bien el alto renombre que le correspondía por su procedencia, y no obstante su popularidad entre la nobleza y el pueblo, supo Dunois, en toda ocasión, manifestar tal carácter abierto y una franqueza tan leal, que se veía libre de toda sospecha, aun de parte del celoso Luis, que gustaba verle junto a él, y aun a veces le llamaba a sus consejos. Aunque muy ducho en todos los ejercicios de la caballería y poseyendo las condiciones de lo que entonces se llamaba un caballero perfecto, distaba mucho de ser la persona del conde modelo de belleza romántica. Era de estatura corriente y muy fornido, y sus piernas se curvaban hacia fuera, con esa hechura que resulta más conveniente para montar a caballo que elegante para un pedestre. Era ancho de hombros, de pelo negro, su tez morena y sus brazos demasiado largos y nerviosos. Las facciones de su rostro eran irregulares y tendían a feas, y a pesar de todo, había un aire de nobleza y dignidad en su persona, que delataban, a la primera mirada, al noble de alcurnia y al soldado intrépido. Su semblante era altanero; su paso, firme y varonil, y la rudeza de la cara resultaba dignificada con una mirada semejante a la del águila y un frunce parecido al del león. Su vestimenta era un traje de caza, más suntuoso que lucido, y actuaba la mayoría de las veces como montero mayor, aunque no nos inclinamos a creer que en la actualidad desempeñase este oficio.

Apoyado en el brazo de su pariente Dunois, y andando con paso tan lento y melancólico que parecía descansar en su pariente, apareció Luis, duque de Orleáns, el primer príncipe de sangre real (después rey con el nombre de Luis XII), y al que los guardias y personal de servicio rendían homenaje como tal. Este príncipe, que, de morir la descendencia del rey, era heredero de la corona, era celosamente vigilado por Luis XI y no se le permitía que se ausentase de la Corte, y mientras residía allí se veía privado de cargo oficial. El abatimiento de espíritu que su condición casi de cautivo hacía que se reflejase en el porte de este desgraciado príncipe, aparecía aumentado en esta ocasión por haberse enterado de que el rey meditaba cometer con él una de las acciones más crueles e injustas que un tirano puede cometer, obligándole a casarse con la princesa Juana de Francia, la hija menor de Luis, con la que estaba comprometido desde niño, pero cuyo cuerpo deforme hacía que fuese un acto de rigor abominable el insistir en tal enlace.

El exterior de este infeliz príncipe no se distinguía precisamente por su arrogancia, y su carácter era dulce y bondadoso, cualidades que se apercibían a través del velo de extremo decaimiento que al presente obscurecía su espíritu.

Quintín observó que el duque evitaba cuidadosamente el mirar a los guardias reales, y al devolver el saludo de éstos, conservaba los ojos bajos, como si temiese que los celos del rey pudiesen interpretar ese gesto de cortesía ordinaria como producido con el fin de establecer un interés separado y personal entre ellos.

Muy distinta era la conducta del orgulloso prelado y cardenal Juan de Balue, ministro favorito del rey en aquel entonces, cuyo engrandecimiento y carácter tenía tan gran parecido con Wolsey, como la diferencia entre el astuto y político Luis y el temerario y arrojado Enrique VIII de Inglaterra podía permitir. El primero había elevado a su ministro desde la categoría más inferior a la dignidad, o por lo menos los emolumentos, de gran limosnero de Francia; le había colmado de beneficios y conseguido para él el capelo de cardenal; y aunque era demasiado cauto para entregar al ambicioso Balue el ilimitado poder y confianza que Enrique concedía a Wolsey, estaba, no obstante, influido por él más que por ningún otro de sus reconocidos consejeros. El cardenal, en consonancia, no se había librado del error propio de aquéllos que se ven de pronto elevados al poder desde una posición humilde, pues estaba firmemente convencido, ofuscado sin duda por lo repentino de su encumbramiento, que podía intervenir en asuntos de todas clases, aun en los más ajenos a su profesión y estudios. Alto y de aspecto tosco, pretendía ser galante y admirar al sexo bello, aunque sus modales hacían de sus pretensiones un absurdo, y su profesión les daba el carácter de indecorosas. Algún adulador masculino o femenino le había, en mala hora, convencido de la idea de que había gran belleza de contorno en un par de piernas musculosas, que había heredado de su padre, un carretero de Limoges, o, según otra versión, un molinero de Verdun; y se había infatuado tanto con esta idea, que siempre tenía los manteos un poco recogidos por un lado, con el fin de que no escapase a la observación la naturaleza robusta de sus piernas. Mientras paseaba por el salón con su hábito carmesí y rica capa, se detenía repetidas veces para mirar las armas y uniformes de los militares caballeros de servicio, les preguntaba sobre varias cuestiones en tono autoritativo y hasta se permitía censurar lo que él llamaba irregularidades de disciplina en lenguaje al que no se atrevían a contestar estos soldados experimentados, aunque era evidente que lo escuchaban con impaciencia y con desprecio.

—¿Sabe el rey —dijo Dunois al cardenal— que el enviado borgoñés tiene prisa en pedir audiencia?

—Lo sabe —contestó el cardenal—; y aquí viene el sabelotodo Oliver Dain[23] para hacernos saber la voluntad real.

Mientras hablaba, un personaje notable, que compartía en aquellos días con el orgulloso cardenal el favor de Luis, entró procedente de una habitación más interior, pero sin ese porte importante y pomposo que caracterizaba la plena dignidad del sacerdote. Al contrario, éste era un hombre pequeño, pálido y flaco, cuyo coleto y calzones de seda negra, sin casaca ni capa, constituían un traje nada a propósito para sentar bien a persona poco distinguida. Llevaba una jofaina de plata en la mano, y una toalla puesta sobre el brazo indicaba su oficio. Su cara era penetrante y viva, aunque trataba de disimular esa expresión de sus facciones manteniendo la vista fija en el suelo, mientras, con movimientos silenciosos y furtivos, parecía modestamente más bien resbalar que andar por la habitación. Pero aunque la modestia puedo fácilmente obscurecer el valer, no puede ocultar el favor real, y todos los intentos para pasar desapercibido en el salón de recepciones eran vanos, por parte de uno de quien se sabía tenía tanto ascendiente sobre el rey como el logrado por este famoso barbero y mozo de cámara, Oliver Le Dain, a veces llamado Oliver Le Mauvais y otras Oliver Le Diable, epítetos derivados por la astucia sin escrúpulos con que contribuía a la realización de los planes de la política tortuosa de su amo. Habló unos momentos con el conde de Dunois, que al instante dejó la cámara, mientras el barbero retornaba tranquilamente a la habitación real de donde había salido, abriéndole paso todo el mundo, cuya deferencia era sólo correspondida con una pequeña inclinación de cuerpo, excepto en algunos casos muy contados, en la que una o dos personas fueron objeto de envidia de los demás cortesanos al murmurarles al oído una sola palabra; y al mismo tiempo, dando por excusa los deberes de su cargo, escapaba de sus respuestas así como de las ansiosas solicitaciones de aquéllos que deseaban llamar su atención. Ludovico Lesly tuvo la buena suerte de ser uno de los individuos que en la presente ocasión fue favorecido por Oliver con una sola palabra para asegurarle que su asunto estaba concluido felizmente.

Poco después tuvo otra prueba de la misma agradable noticia, pues el antiguo conocimiento de Quintín, Tristán l’Hermite, el capitán-preboste de la Casa Real, entró en el salón y se fue derecho al sitio en que estaba apostado Le Balafré. El formidable uniforme de este oficial que era muy lujoso, sólo producía el efecto de hacer resaltar notablemente su siniestro rostro y el tono de su voz, que quería hacer conciliador no se diferenciaba mucho del gruñido de un oso. El contenido de sus palabras, sin embargo, fue más amistoso que la voz con que fueron pronunciadas. Lamentaba la equivocación que había ocurrido entre ellos el día anterior, y observó que fue debida a que el sobrino del señor Le Balafré no llevaba puesto el uniforme de su Cuerpo, ni se anunció como perteneciente al mismo, lo que le indujo al error por el que ahora pedía perdón.

Ludovico Lesly dio la contestación debida, y tan pronto como Tristán dio la vuelta, comunicó a su sobrino que tenían de aquí en adelante la distinción de poseer un enemigo mortal en la persona de este temido oficial.

—Pero estamos por encima de su volée: un soldado que hace su deber —dijo— puede reírse del capitán-preboste.

Quintín dio la razón a su tío, pues cuando Tristán se apartó de ellos le lanzó una mirada de desafío llena de rencor, semejante a la que el oso lanza al cazador que lo ha herido de un lanzazo. Aun cuando no tuviese motivos serios para alterarse, la mirada aviesa de este oficial expresaba tal maldad de propósito, que los hombres procuraban evitarla, y el estremecimiento del joven escocés fue tanto más intenso cuanto que le parecía sentir en sus hombros el contacto de los verdugos a las órdenes de este fatal oficial.

Mientras tanto, Oliver, después de haber recorrido la habitación de la manera furtiva que hemos tratado de describir (todos, aun los oficiales de mayor graduación, hacíanle sitio y colmábanle de atenciones ceremoniosas, que su modestia parecía deseosa de evitar), penetró de nuevo en la habitación interior, cuyas puertas se abrieron ahora de par en par, y el rey Luis entró en el salón de recepciones.

Quintín, como los demás, volvió sus ojos hacia él, y se sobresaltó tanto que casi dejó caer su arma cuando reconoció en el rey de Francia al mercader de sedas, maese Pedro, que había sido el compañero de su paseo matinal. Singulares sospechas respecto al rango real de esta persona habían cruzado por su magín en diferentes ocasiones; pero esta realidad evidente superaba a su más atrevida conjetura.

La mirada seria de su tío, ofendido con esta falta de compostura involuntaria, le hizo rehacerse; pero no poco se sorprendió cuando el rey, cuya mirada certera le había descubierto desde luego, encaminó derechos sus pasos al sitio en que estaba colocado sin reparar en nadie más.

—Así, pues, joven —dijo—, me he enterado que has estado alborotando desde tu llegada a Turena; pero te perdono, ya que fue principalmente la falta de un tonto y viejo comerciante que pensó que tu sangre caledonia requería ser calentada por la mañana con vin de Beaulne. Si le llego a encontrar, le castigaré para escarmiento de los que pervierten a mis guardias. Balafré —añadió dirigiéndose a Lesly—, tu pariente es un gallardo joven, aunque vehemente. Me gusta alentar a tales caracteres para sacar el mejor partido posible de los bravos hombres que nos rodean. Que se escriba el año, día, hora y minuto del nacimiento de tu sobrino y que se entregue a Oliver Dain.

Le Balafré hizo una profunda reverencia, y volvió a recobrar su erguida posición militar como el que quiere demostrar con su actitud su presteza a obrar en defensa del rey. Quintín, mientras tanto, repuesto de su primera sorpresa, estudio más detenidamente la apariencia personal del rey, y se maravilló de ver cuán diferentemente interpretaba su parte y sus facciones de como lo había hecho en su primer encuentro.

No había mucho cambio en lo exterior, pues Luis, que siempre se burló de las apariencias externas, llevaba en esta ocasión un traje viejo de caza, azul obscuro, no mucho mejor que el sencillo traje del día anterior, y guarnecido con un gigantesco rosario de ébano, que le había sido enviado nada menos que por el Grand Seignior, con un certificado que había sido usado por un ermitaño copto del monte Líbano, personaje de profunda santidad. Y en vez de la gorra con una sola imagen llevaba ahora un sombrero, cuya banda estaba adornada con una docena lo menos de pequeñas figuras de santos estampados en plomo, de poco valor. Pero aquellos ojos, que según la primera impresión de Quintín sólo brillaban con el afán de ganancia, tenían, ahora que se les sabía propiedad de un monarca poderoso y hábil, una mirada penetrante y mayestática; y aquellas arrugas del entrecejo, que él había supuesto que se habían ido formando durante una larga serie de pequeños planes comerciales, parecían ahora los surcos que la sagacidad había abierto mientras trabajaba meditando en la suerte de las naciones.

Poco después de la aparición del rey entraron en el salón las princesas de Francia con las damas. Con la mayor, que después casó con Pedro de Borbón, y conocida en la historia de Francia por el nombre de Señora de Beaujeau, poco tiene que ver nuestra historia. Era alta y más bien bella, poseía elocuencia, talento y bastante de la sagacidad de su padre, que tenía gran confianza en ella y la amaba más quizá que a nadie.

La hermana menor, la infortunada Juana, la novia predestinada al duque de Orleáns, avanzó tímidamente al lado de su hermana, consciente de la carencia total de esas cualidades externas que las mujeres desean poseer con más ahínco, o se hacen la ilusión de poseer. Era pálida, delgada, de rostro enfermizo; su figura se inclinaba visiblemente hacia un lado, y su marcha era tan desigual que bien podía llamarse coja. Una buena dentadura y unos ojos que expresaban melancolía, dulzura y resignación, con unos cuantos rizos castaños, eran los únicos detalles que la lisonja pudiera atreverse a enumerar para contrarrestar la fealdad general de su cara y de su cuerpo. Para completar su descripción añadiremos que era fácil observar, dado el descuido en el vestir de la princesa y la timidez de sus modales, que poseía un conocimiento desconsolador de la vulgaridad de su figura, y no se atrevía a hacer ningún ensayo para corregir artificiosamente lo que la Naturaleza no le había concedido, ni a intentar agradar por cualquier otro procedimiento. El rey (que no la amaba) se dirigió rápido hacia ella cuando la vio entrar.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Estás vestida hoy para una partida de caza o para el convento? Habla, contesta.

—Para lo que Su Majestad quiera, señor —dijo la princesa con voz que apenas se le oía.

—¡Ah!, sin duda querrás persuadirme de que tu deseo es abandonar la corte, Juana, y renunciar al mundo y sus vanidades. Ya, doncella, ¿cómo podías pensar que yo, nacido en el seno de la Iglesia católica, iba a negar al cielo a una hija? La Virgen y San Martín prohíben que me niegue al ofrecimiento si es digno del altar o si tu vocación fuese sincera.

Al decir esto se santiguó el rey devotamente, asemejándose entonces mucho, según pudo apreciar Quintín, a vasallo astuto, que está despreciando el mérito de algo que desea conservar para sí con el fin de que pueda tener una excusa por no ofrecérselo a su jefe o superior. «Se atreve a hacer el hipócrita con el cielo —pensó Durward—, y a jugar con Dios y los santos, como puede hacerlo impunemente con los hombres, que no se atreven a escudriñar muy de cerca su intención».

Luis, mientras tanto, prosiguió, después de un momento:

—No, querida hija; yo y otro conocemos bien tu verdadero modo de pensar. Querido primo de Orleáns, ¿no es así? Acérquese, señor, y conduzca a esta su devota vestal a su caballo.

Orleáns se sobresaltó cuando habló el rey y se precipitó a obedecerle; pero con tal precipitación y confusión, que Luis le tuvo que decir:

—Primo, modere su galantería y mire delante de sí. ¡Qué imprudente resulta a veces una prisa en el galán! Casi ha cogido la mano de Ana en vez de la de su hermana. Señor, ¿es que yo mismo debo entregarle a Juana?

El infeliz príncipe miró hacia arriba y tembló como un niño cuando se vio forzado a tocar algo a lo que tenía horror instintivo; después, haciendo un esfuerzo, tomó la mano, que la princesa ni dio ni separó. Tal como estaban, los dedos húmedos y fríos de ella cogidos por la mano temblorosa, con los ojos ambos clavados en el suelo, hubiera sido difícil decir cuál de estos dos jóvenes seres era más desgraciado: el duque, que se sentía ligado al objeto de su aversión por lazos que no se atrevía a romper, o la infeliz mujer, que claramente veía que era para él objeto de aversión, y que para librarlo de esa pesadilla no le hubiera importado morirse.

Y ahora, a caballo, caballeros y señoras. Nos guiará la señora de Beaujeau —dijo el rey—; y que el Señor y San Humberto sean con nosotros en esta nuestra partida matutina.

—Señor, temo tener que interrumpir la caza —dijo el conde de Dunois—: El enviado borgoñés está delante de las puertas del castillo y pide audiencia.

—¿Qué pide una audiencia, Dunois? —replicó el rey—. ¿No le contestaste, según el recado que te envié con Oliver, que no tenemos tiempo libre para verlo hoy, y que mañana es el festival de San Martín, que el cielo quiera no conturbemos con pensamientos terrenos, y que al día siguiente tenernos que ir a Amboise, pero que no quiero dejar de señalarle audiencia, cuando regresemos, tan pronto como mis asuntos urgentes me lo permitan?

—Todo esto dije —contestó Dunois—; pero, sin embargo, señor…

Pasques dieu!, hombre, ¿qué es eso que no quiere decir tu lengua? —dijo el rey—. El discurso del borgoñés debe ser de difícil digestión.

—Si mi deber, los mandatos de Su Majestad y su carácter de enviado no me hubiesen contenido —dijo Dunois—, hubiera probado a digerirlo él mismo, pues por Nuestra Señora de Orleáns, tuve más intención de que se tragase sus propias palabras que de repetirlas aquí a Vuestra Majestad.

—Es extraño, Dunois —dijo el rey—, que tú, uno de los individuos más impacientes que conozco, tengas tan poca simpatía por la impaciencia de mi descortés y orgulloso primo Carlos de Borgoña. No hago más caso de estos urgentes recados que el que las torres de este castillo hacen de los embates del viento del Nordeste que viene de Flandes, así como este alborotador enviado.

—Sepa, pues, señor —replicó Dunois—, que el conde de Crèvecoeur está abajo con su séquito de acompañantes y trompetas, y dice que, ya que Su Majestad rehúsa concederle la audiencia que su señor le ha encargado que pida para asuntos de la mayor urgencia, permanecerá allí hasta medianoche y se acercará a Su Majestad para hablarle a cualquier hora que le plazca salir de su castillo, bien sea para negocio, ejercicio o devoción, y que, ninguna consideración, excepto el empleo de la fuerza, le obligará a desistir de su resolución.

—Es un tonto —dijo el rey con gran tranquilidad—. ¿Cree el vehemente Hainaulter que es mortificación para un hombre de sentido el permanecer veinticuatro horas quieto dentro de las murallas de su castillo cuando tiene que ocuparse de los asuntos del reino? Estos impacientes mequetrefes piensan que todos los hombres como ellos son desgraciados a no ser cuando están a caballo. Que encierren a los perros y los cuiden, gentil Dunois. Celebraremos hoy Consejo en vez de salir de caza.

—Señor —contestó Dunois—, no se librará Su Majestad de ese modo de Crèvecoeur, pues las instrucciones de su señor son que si no logra la audiencia que pide clavará su manopla en la empalizada delante del castillo en señal de desafío por parte de su amo, que éste renunciará a la fidelidad debida a Francia y declarará al momento la guerra.

—¡Ay! —dijo Luis, sin alteración perceptible en la voz, pero frunciendo el entrecejo hasta que sus obscuros y penetrantes ojos se hicieron casi invisibles bajo sus abundantes cejas—, ¿están las cosas en ese punto? ¿Se siente tan atrevido nuestro antiguo vasallo? ¡Entonces, Dunois, debemos desplegar la Oriflamme y gritar Dennis Montjoye![24]

—¡Que así sea, y en una hora feliz! —dijo el marcial Dunois; y los guardias, en el hall, incapaces de resistir el mismo impulso, se movieron cada uno en su puesto, con lo que se originó un sonido poco intenso, pero perceptible, de chasquidos de armas. El rey miró orgulloso a su alrededor, y por un momento se asemejó y pensó como su heroico padre.

Pero la excitación del momento dio paso después a una serie de consideraciones políticas, que en aquella ocasión hacían muy peligrosa una franca rotura con Borgoña. Eduardo IV, rey bravo y victorioso, que había tornado parte personalmente en treinta batallas, que ocupaba ahora el trono de Inglaterra, era hermano de la duquesa de Borgoña, y bien podía suponerse que sólo esperaba una ruptura entre su cercana parienta y Luis para introducir en Francia, a través del paso franco de Calais, aquellas almas que habían triunfado en las guerras civiles inglesas y borrar el recuerdo de las disensiones intestinas por la más popular de todas las ocupaciones entre los ingleses, la invasión de Francia. A esta consideración se añadía la dudosa lealtad del duque de Bretaña y otros temas dignos de reflexión. Así es que después de un silencio prolongado, cuando Luis volvió a hablar, aunque en el mismo tono, su espíritu estaba alterado.

—Pero Dios prohíbe —dijo— que a no ser que la necesidad nos obligue, el más cristiano de los reyes sea causa de efusión de sangre cristiana, aunque tal calamidad sea evitada a costa de que sufra un poco el honor. Apreciemos en más la seguridad de nuestros súbditos que la herida que mi dignidad pueda recibir del rudo aliento de un embajador inexperto, que quizá se ha excedido en la misión que le encargaron. Traer a mi presencia al enviado de Borgoña.

Beati pacifici —dijo el cardenal Balue.

—Es verdad, y su eminencia sabe que los que se humillan serán exaltados —añadió el rey.

El cardenal respondió: «Amén», a lo que pocos asintieron, pues aun los pálidos carrillos de Orleáns se sonrojaron de vergüenza, y Balafré disimuló tan poco sus sentimientos, que dejó caer la contera de su alabarda pesadamente contra el suelo, movimiento de impaciencia por el que sufrió un cruel reproche del cardenal, con una lección sobre la manera de tener las armas en presencia del soberano. El propio rey parecía estar molesto, contra su costumbre, por el silencio a su alrededor.

—Estás pensativo, Dunois —dijo—. No te gusta el que cedamos ante este terco enviado.

—De ningún modo —dijo Dunois—; no me mezclo en asuntos que no me competen. Sólo estaba pensando en pedir una merced a Su Majestad.

—Una merced, Dunois, ¿qué es ello? No eres un pedigüeño por sistema y puedes contar con mi asentimiento.

—Entonces suplicaría a Su Majestad que me enviase a Evreux a instruir a los sacerdotes —dijo, Dunois con franqueza militar.

—Eso rebasa tu esfera —replicó el rey sonriendo.

—Podría ordenar sacerdotes tan bien —replicó el conde— como mi lord el obispo de Evreux, o mi lord el cardenal si prefiere este título, podría enseñar la instrucción a los soldados de la guardia de Su Majestad.

El rey sonrió de nuevo y más misteriosamente, mientras decía en voz baja a Dunois:

—Llegará el tiempo en que tú y yo ordenemos juntos a los sacerdotes. Pero éste de ahora es un animal de obispo muy presumido. ¡Ah, Dunois! Roma nos echó encima esta carga y obras. Pero, paciencia, primo, y barajemos las cartas hasta que nos toque ganar[25].

El sonido de trompetas en el patio de honor anunció la llegada del noble borgoñés. Todos en el salón de recepciones se apresuraron a colocarse en el sitio que les correspondía, permaneciendo en el centro de la asamblea el rey y sus hijas.

El conde de Crèvecoeur, guerrero famoso o intrépido, entró en la habitación, y contra la costumbre entre los enviados de potencias amigas, apareció todo armado, excepto su cabeza, en un vistoso traje hecho con la más soberbia armadura milanesa de acero, con adornos y relieves de oro, trabajada según el fantástico estilo árabe. Alrededor de su cuello y sobre su pulida coraza colgaba la insignia del Toisón de Oro, una de las más preciadas condecoraciones que entonces se conocían en la cristiandad. Un hermoso paje llevaba su casco detrás de él, y un heraldo le precedía llevando sus cartas de presentación, que ofreció de rodillas al rey, mientras el embajador se detenía en el centro del hall como para dar tiempo a que todos los presentes admirasen sus miradas altaneras, estatura dominante y actitud retadora. El resto de su séquito esperaba en la antecámara o patio de honor.

—Aproxímese, señor conde de Crèvecoeur —dijo Luis, después de rápida mirada a sus papeles—; no necesito las cartas de presentación de mi primo ni para presentarme a guerrero tan conocido ni para cerciorarme del crédito grande que le merece. Espero que su bella esposa, que lleva alguna de mi sangre ancestral, gozará de buena salud. Si la hubiese traído de la mano, señor conde, podíamos haber pensado que llevaba puesta su armadura, en esta ocasión desacostumbrada, para mantener la superioridad de sus encantos contra la amorosa caballerosidad de Francia. No siendo así, no puedo adivinar la razón de esta armadura completa.

—Señor —replicó el embajador—; el conde de Crèvecoeur tiene que lamentar su desgracia y suplicar su perdón por no poder en esta ocasión responder con toda la humilde deferencia debida a la cortesía real con que Su Majestad lo ha honrado. Pero aunque sólo sea la voz de Felipe Crèvecoeur de Cordès la que habla, las palabras que pronuncia son las de su lord y soberano el duque de Borgoña.

—¿Y qué tiene Crèvecoeur que decir en las palabras de Borgoña? —dijo Luis con aire muy digno—. Recuerde que en este acto Felipe Crèvecoeur habla al que es soberano de soberanos.

Crèvecoeur saludó con una reverencia y después contestó:

—Rey de Francia: el poderoso duque de Borgoña envía, una vez más, una relación escrita de los agravios y vejaciones cometidas en sus fronteras por las guarniciones y oficiales de Su Majestad, y el primer punto a averiguar es si Su Majestad tiene intención de dar reparaciones por estas injurias.

El rey, mirando a la ligera el memorial que el heraldo le entregó, puesto de rodillas, dijo:

—Estos asuntos han sido tratados hace tiempo en nuestro Consejo. De las injurias presentadas, algunas sirven de compensación a las sufridas por mis vasallos; otras se presentan sin pruebas; algunas han sido vengadas por los soldados y guarniciones del duque, y si aún quedan algunas no comprendidas en los casos anteriores, no soy opuesto, como príncipe cristiano, a dar satisfacción por ofensas sostenidas por mi vecino, aunque hayan sido cometidas no sólo sin mi consentimiento, sino contra mis expresas órdenes.

—Llevaré la respuesta de Su Majestad —dijo el embajador— a mi soberano, señor; sin embargo, permítame decir que, como no difiere mucho de las respuestas evasivas que ya han merecido otras veces sus justas quejas, no puedo esperar que proporcione el medio de restablecer la paz y amistad entre Borgoña y Francia.

—Dejemos eso a la voluntad de Dios —dijo el rey—. No es por miedo a las armas de su señor, sino por amor a la paz, por lo que doy una respuesta tan moderada a sus injuriosos reproches. Prosiga con su embajada.

—La siguiente petición de mi señor —dijo el embajador— es que Su Majestad ponga fin a sus tratos secretos y ocultos con las poblaciones de Gante, Lieja y Malinas. Pide que Su Majestad llame a los agentes secretos, por cuyo intermedio resultan enardecidos sus buenos ciudadanos de Flandes, y expulse de los dominios de Su Majestad, o más bien entregue al castigo merecido de su señor feudatario, a aquellos traidores fugitivos que, habiendo huido de la escena de sus maquinaciones, han encontrado un refugio muy propicio en París, Orleáns, Tours y otras ciudades de Francia.

—Diga al duque de Borgoña —replicó el rey— que desconozco esas prácticas indirectas que injuriosamente me achaca; que mis súbditos de Francia tienen comercio frecuente con las ciudades de Flandes con el fin de beneficiarse mutuamente con el libre tráfico, y sería ir contra los intereses del duque y los míos el pretender interrumpirlo, y que muchos flamencos tienen residencia en mi reino y gozan de la protección de mis leyes con el mismo objeto; pero ninguno de ellos, que sepamos, por razones de traición o rebeldía contra el duque. Prosigue con el mensaje; ya has oído mi respuesta.

—Con pena, como anteriormente, señor —replicó el conde de Crèvecoeur—, no es de esa naturaleza explícita que al duque, mi amo, le gustaría recibir como satisfacción por la larga serie de maquinaciones secretas, no menos ciertas, aunque ahora negadas por Su Majestad. Pero prosigo con mi mensaje. El duque de Borgoña solicita del rey de Francia que envíe sin dilación a sus dominios, y bajo una salvaguardia segura, las personas de Isabel, condesa de Croye, y de su parienta y guardiana, la condesa Hameline, de la misma familia, teniendo presente que la dicha condesa Isabel, que por la ley del país y la dependencia feudal de sus bienes está bajo la tutela del duque de Borgoña, ha huido de sus dominios esquivando los proyectos matrimoniales que él, como guardián cuidadoso, le había buscado, y está aquí mantenida en secreto por el rey de Francia y alentada par él en su contumacia hacia el duque, su natural señor y guardián, y en contra de las leyes divinas y humanas que siempre se han reconocido en la Europa civilizada. Una vez más me callo para saber la respuesta de Su Majestad.

—Hizo bien el conde de Crèvecoeur —dijo Luis desdeñosamente— el comenzar su embajada a hora tempana, pues si es su propósito el pedirme cuentas por la huida de cada vasallo a quien la pasión violenta de su amo pueda haber expulsado de sus dominios, la lista puede durar hasta la puesta del sol. ¿Quién puede afirmar que estas damas están en mis dominios? ¿Quién puede atreverse a decir, aunque así fuese, que yo he favorecido su huida a aquí o las he recibido con ofertas de protección? ¿Y quién podría asegurar que, si están en Francia, conozca yo su sitio de retiro?

—Señor —dijo Crèvecoeur—, si me lo permite Su Majestad diré que poseía un testigo de este asunto: uno que vio a esas damas fugitivas en una posada llamada la Fleur de Lys, no lejos de este castillo; uno que vio a Su Majestad en compañía de ellas, aunque bajo el indigno disfraz de un burgués de Tours; uno que recibió de ellas, en su real presencia, mensajes y cartas para sus amigos de Flandes; todo lo cual hizo llegar a manos y oídos del duque de Borgoña.

—Preséntele aquí —dijo el rey—; coloque ante mi vista al hombre que se atreva a mantener estas falsedades evidentes.

—Habla muy seguro de triunfar Su Majestad; pues bien sabe que ya no existe este testigo. Cuando vivía se llamaba Zamet Magraubin, y era, por naturaleza, uno de esos vagabundos gitanos. Fue ejecutado ayer, según he oído, por una banda del preboste de Su Majestad para impedir, sin duda, que compareciese aquí para comprobar que habló de este asunto al duque de Borgoña en presencia de su Consejo y de mí, Felipe Crèvecoeur de Cordès.

—¡Por nuestra Señora de Embrun! —dijo el rey—, son de tal índole estas acusaciones y tan tranquila tengo mi conciencia respecto a ellas, que, por el honor de un rey, me río de ellas antes que encolerizarme. La guardia de mi preboste condena a diario, como es su deber, a ladrones y vagabundos. ¿Y va a ser denigrada mi corona por lo que esos ladrones y vagabundos puedan haber dicho a nuestro inflamable primo de Borgoña y a sus sabios consejeros? Le ruego diga a mi amable primo que, si ama tales compañías, lo mejor que puede hacer es conservarlas en su propio territorio, pues aquí es probable que tropiecen con una soga al cuello.

—Mi amo no necesita de tales súbditos, señor rey —contestó el conde en tono menos respetuoso que el que hasta ahora se había permitido emplear—, pues el noble duque no acostumbra a consultar a brujas, egipcios vagabundos u otros sobre el destino y suerte de sus vecinos y aliados.

—He tenido bastante paciencia —dijo el rey interrumpiéndole; y ya que tu única comisión aquí, parece ser el propósito de insultar, enviaré a alguien en mi nombre al duque de Borgoña, convencido, con esta conducta tuya hacia mí, que te has excedido de tu comisión, cualquiera que ésta fuese.

—Por el contrario —dijo Crèvecoeur—, aun no he acabado con ella. Oíd, Luis de Valois, rey de Francia; oíd, nobles y caballeros, que estáis presentes; oíd, todos los hombres buenos y sinceros, y tú, Toisón de Oro —dirigiéndose al heraldo—, haz proclamación después que yo. Yo, Felipe Crèvecoeur de Cordès, conde del Imperio y caballero de la Orden honorable y real del Toisón de Oro, en el nombre del lord y príncipe más poderoso, Carlos, por la gracia de Dios, duque de Borgoña y de Loringia, de Brabante y Limburgo, de Luxemburgo y de Gueldres; conde de Flandes y de Artois; conde palatino de Hainault, de Holanda, Zelanda, Namur y Zutphen; marqués del Santo Imperio; lord de Friezeland, Salinas y Malinas, a vos, Luis, rey de Francia, hago saber públicamente que, habiendo vos rehusado el remedio para las diversas querellas, agravios y ofensas preparadas y hechas por vos o con su ayuda, sugestión e instigación contra el mencionado duque y sus amados súbditos, él, por intermedio mío, renuncia a toda alianza y fidelidad hacia su corona y dignidad, le acusa de falso y desleal y le desafía como príncipe y como hombre. Ahí está mi prenda en prueba de lo que he dicho.

Al decir esto, se arrancó la manopla de su mano derecha y la arrojó contra el suelo del hall.

Hasta que tuvo lugar este último gesto de audacia reinó un profundo silencio en la habitación real durante la extraordinaria escena; pero tan pronto el ruido de la manopla al caer fue acompañado por la profunda voz de Toisón de Oro, el heraldo borgoñés, con la exclamación ¡¡Viva Borgoña!!, hubo un tumulto general. Mientras Dunois, Orleáns, el anciano lord Crawford y uno o dos más, cuyo rango autorizaba su injerencia, contendían cuál de ellos debía recoger la manopla, los otros, en el hall, exclamaban:

—¡A golpes con él! ¡Despedazadle! ¡Venir aquí a insultar al rey de Francia en su propio palacio!

Pero el rey apaciguó el tumulto exclamando, en voz de trueno que sobrecogió e hizo callar todo otro ruido:

—¡Silencio, súbditos! ¡No poner una mano sobre el hombre ni un dedo sobre la manopla! Y vos, señor conde, ¿de qué está compuesta su vida o cómo está garantizada para poderla arriesgar en el lanzamiento de un dado tan peligroso? ¿O está su duque hecho de diferente metal de los demás príncipes, ya que así sostiene su pretendida querella, de manera tan poco usual?

—Está hecho, realmente, de un metal diferente y más noble que los otros príncipes de Europa —dijo el osado conde de Crèvecoeur—, pues cuando ninguno de ellos se atrevía a proteger a vos, rey Luis; cuando sólo erais delfín, desterrado de Francia y perseguido con toda la amargura de la venganza de su padre y todo el poder de su reino, fuisteis recibido y protegido como un hermano por mi noble amo, a cuya generosidad habéis correspondido tan mal. Adiós, señor; mi misión está cumplida.

Diciendo esto el conde de Crèvecoeur abandonó bruscamente el salón sin más señales de despedida.

—¡A él, a él! ¡Recoged la manopla y a él! —dijo el rey—. No me refiero a ti, Dunois; ni a ti, lord Crawford, quienes podéis estar demasiado viejos para serias disputas; ni a ti, primo Orleáns, que eres demasiado joven para ellas. Mi lord cardenal, mi lord obispo de Auxerre, es su sagrada misión hacer que haya paz entre los príncipes; recoja la manopla y haga presente al conde de Crèvecoeur el pecado que ha cometido insultando así a un gran monarca en su propia corte y forzándonos a traer las miserias de la guerra sobre su reino y el de su vecino.

Ante este llamamiento personal directo, el cardenal Balue procedió a levantar la manopla con la misma precaución que uno que fuese a tocar una culebra, tanta era su aparente aversión a este símbolo de guerra, y en seguida dejó la habitación real para precipitarse tras el del reto.

Luis miró alrededor el círculo de sus cortesanos, la mayoría de los cuales, excepto los que ya hemos mencionado, eran hombres de origen humilde y elevados a su rango en el servicio del rey por méritos distintos al valor o hechos de armas, y a esa circunstancia era, sin duda, debido que se mirasen, pálidos, unos a otros y que hubiesen recibido una impresión desagradable con la escena que acababa de verificarse. Luis les miró con desprecio, y después dijo en voz alta:

—Aunque el conde de Crèvecoeur sea presuntuoso, hay que reconocer que en él posee el duque de Borgoña un servidor tan arrojado como pudiera soñar un príncipe. Me gustaría saber dónde encontrar un enviado tan leal para devolver mi respuesta.

—Hace, señor, injusticia a sus nobles franceses —dijo Dunois—; cualquiera de ellos llevaría cartel de desafío a Borgoña en la punta de su espada.

—Señor —dijo el anciano Crawford—, también juzga mal a los caballeros escoceses que lo sirven. Yo, o cualquiera de mis secuaces de rango conveniente, no dudaríamos un momento en acudir a aquella orgullosa corte a pedir cuentas; mi brazo es aún bastante fuerte para ese fin si poseo el permiso de Su Majestad.

—Pero Su Majestad —continuó Dunois— no nos utilizará en servicio por el que podamos ganar honor para nosotros, para Su Majestad y para Francia.

—Di más bien —dijo el rey— que no me entrego, Dunois, a una temeraria impetuosidad, que, bajo pretexto de un puntillo de honor, podría hacer naufragar a vosotros, al trono, a Francia y a todo. No hay ninguno de vosotros que no sepa lo que vale en estos momentos cada hora de paz, tan necesarias para curar las heridas de un país revuelto, y, sin embargo, no hay ninguno de vosotros que no se precipitaría en una guerra con el pretexto de un cuento de un gitano vagabundo o de alguna dama errante, cuya reputación quizá no es mayor. Aquí vuelve el cardenal, y confío en que traerá noticias más pacíficas. Mi lord, ¿ha conseguido traer al conde al camino de la razón y de la templanza?

—Señor —dijo Balue—, mi labor ha sido difícil. Le hice presente al orgulloso conde cómo se atrevió a tener con Su Majestad esa actitud presuntuosa, con la que había interrumpido su audiencia, y que debía interpretarse que procedía no de su señor, sino de su propia insolencia, y que le colocaba a merced de Su Majestad para cualquier castigo que juzgase adecuado.

—Hablasteis bien —replicó el rey—. ¿Y cuál fue su contestación?

—El conde —continuó el cardenal— tenía en ese momento su pie en el estribo, dispuesto a montar, y al oír mi queja volvió la cabeza sin variar de posición.

—Aunque me hubiese encontrado a cincuenta leguas de distancia —dijo— me bastaba haber oído el rumor de que una cuestión era juzgada por el rey de Francia como censurable para mi príncipe para que a tal distancia hubiese montado en el acto y hubiese vuelto para descargar mi conciencia de la respuesta que di hace un momento.

—Digo, señores —exclamó el rey mirando a todos sin muestras de enojo—, que en el conde Felipe de Crèvecoeur posee mi primo, el duque, el servidor más digno que jamás le fue dado tener a ningún príncipe. ¿Pero conseguisteis de él que se detuviese?

—Que se quedase por veinticuatro horas, y en ese tiempo recibiría su manopla de desafío —dijo el cardenal—. Se ha apeado en la Fleur de Lys.

—Procure que sea debidamente atendido a nuestra costa —dijo el rey—. Un servidor como éste es una joya en la corona de un príncipe. ¿Veinticuatro horas? —añadió, hablando para sí, con aspecto de querer leer en el futuro—. ¿Veinticuatro horas? Es poquísimo tiempo. Sin embargo, veinticuatro horas bien empleadas equivalen a un año en manos de agentes indolentes o poco capaces. Bien. ¡Al bosque, al bosque, mis bizarros lores! Orleáns, querido pariente, desecha esa modestia, aunque no te va mal; no te importe la timidez de Juana. Antes dejarían las aguas del Loira de mezclarse con las del Cher que ella agradecer tu cortejo o tú buscar su compañía —añadió al ver que la desgraciada princesa se movía lentamente hacia su novio prometido—. Y ahora, caballeros, coged las lanzas de batir jabalíes, pues Allegre, mi montero, sabe de uno que dará que hacer a hombres y perros. Dunois, préstame tu lanza; toma la mía, es demasiado pesada para mí. A montar, caballeros, a montar.

Y todos partieron de caza.