Capítulo VII

El ingreso en el servicio

Juez de Paz.— Entréguenme el Estatuto;

lea los artículos; jure, bese el libro, firme y sea un héroe;

cobrará parte del Erario público

por futuros hechos valerosos:

Seis peniques por día, alimentos y deudas.

El oficial de la recluta.

Habiéndose apeado uno de los arqueros, Quintín Durward se acomodó en su caballo y, en compañía de sus marciales paisanos, cabalgó a buen paso hacia en castillo de Plessis para ser, aunque involuntariamente por su parte, un habitante de esa tenebrosa fortaleza cuyo aspecto exterior tanto le había sorprendido aquella mañana.

Mientras tanto, y en respuesta a las repetidas preguntas de su tío, le dio detallada cuenta del accidente que en tan grave aprieto le había puesto aquella mañana. Aunque él por su parte no vio en su narración más que su aspecto sentimental, fue ésta recibida con mucha broma por su escolta.

—Y no es para menos —dijo su tío—; ¿pues a quién se le ocurre hacerse cargo del cuerpo de un maldito incrédulo, pagano, judío, morisco?

—Si se hubiese peleado con la escolta del preboste por alguna linda moza, como hizo Miguel de Moffat, la cosa se hubiera explicado —dijo Cunningham.

—Pero creo que atañe a nuestro honor que Tristán y los suyos pretendan confundir nuestras gorras escocesas con las tocques y turbands de esos rateros vagabundos, como ellos los llaman —dijo Lindesay—. Si no tienen ojos para ver la diferencia, deben aprender para lo sucesivo. Pero me parece que Tristán quiere equivocarse para echar el guante a los simpáticos escoceses que cruzan el mar para ver a sus parientes.

—¿Puedo saber, pariente —dijo Quintín—, qué clase de gente es ésta de que habláis?

—Comprendo tu curiosidad —dijo su tío— pero no sé quién, querido sobrino, sea capaz de contestar a tu pregunta. Ni yo mismo puede ser, pues no sé más que los demás. Han aparecido en esta tierra hace un año o dos como lo hacen las plagas de langosta[18].

—¡Ay! —dijo Lindesay—, y a Jacques Bonhomme (ése es el nombre que damos a nuestro campesino, joven; poco a poco aprenderá nuestros giros de lenguaje), al honrado Jacques, digo, le importa poco qué viento trae a éstos o a la langosta, y sólo ansía cualquier viento que se los pueda llevar de nuevo.

—¿Hacen tanto mal? —preguntó el joven.

—¿Mal? ¡Cómo, muchacho! Son paganos, o judíos, o mahometanos por lo menos, y no adoran ni a Nuestra Señora ni a los santos —santiguándose al decir esto.

—Y roban todo lo que pueden, y cantan, y echan la buenaventura —añadió Cunningham.

—Dicen que entre sus mujeres hay algunos buenos ejemplares —dijo Guthrie—; pero eso lo sabe mejor Cunningham.

—¿Qué es eso, hermano? —dijo Cunningham—. Espero que no será un reproche.

—Le aseguro que no he querido hacerle ninguno —contestó Guthrie.

—Seré juzgado por la compañía —dijo Cunningham—. Dice Guthrie que yo, un caballero escocés que vivo en el seno de la Iglesia católica, tuve una amiga hermosa entre esas paganas asquerosas.

—Basta, basta —dijo Balafré—; sólo fue una broma. Que no haya peleas entre camaradas.

—Que no gasten entonces esas bromas —dijo Cunningham hablando en voz baja.

—¿Existen esos vagabundos en países distintos a Francia? —dijo Lindesay.

—Desde luego; tribus de ellos han aparecido en Alemania, en España y en Inglaterra —contestó Balafré—. Por la protección del buen San Andrés Escocia se ve aún libre de ellos.

—Escocia —dijo Cunningham— es un país demasiado frío para langostas y un país muy pobre para ladrones.

—O quizá John Highlander no consentirá que prosperen más que sus ladrones —dijo Guthrie.

—Quiero que sepan todos ustedes —dijo Balafré— que procedo de la comarca de Angus y tengo parientes montañeses en Glen-Isla, y no consentiré que se hable mal de éstos.

—No negará usted que son ladrones de ganados —dijo Guthrie.

—El llevarse una ternera o cosa parecida no es latrocinio —dijo Balafré—, y eso lo sostendré donde y como quiera.

—¡Qué vergüenza, camaradas! —dijo Cunningham—. ¿Quién riñe ahora? El joven no debe ver estos espectáculos. Vamos, hemos llegado al castillo. Daré una ronda de vino para sellar nuestra amistad y brindar por Escocia Alta y Baja si me buscan a la hora de la comida en mi alojamiento.

—Conformes, conformes —dijo Balafré—, y yo obsequiaré con otra para borrar rencillas y brindar por mi sobrino en su primera entrada en nuestro Cuerpo.

A su llegada fue abierto el portillo y bajado el puente levadizo. Uno por uno entraron; pero cuando apareció Quintín los centinelas cruzaron sus picas y le ordenaron detenerse, mientras los arcos con flechas y los arcabuces le apuntaban desde las paredes; un rigor de vigilancia empleado, no obstante venir el joven extranjero en compañía de soldados de la guarnición pertenecientes al propio Cuerpo, que proporcionaba los centinelas en funciones en aquel momento.

Le Balafré, que había permanecido al lado de su sobrino a propósito, dio las necesarias explicaciones, y después de muchas dudas y dilaciones fue conducido el joven, bajo una fuerte escolta, a la habitación de lord Crawford.

Este noble escocés era una de las últimas reliquias de la serie de lores y caballeros escoceses que durante tanto tiempo y tan fielmente habían servido a Carlos VI en aquellas guerras sangrientas que decidieron la independencia de la corona francesa y la expulsión de los ingleses. Cuando joven, había peleado al lado de Douglas y Buchan, había cabalgado bajo la bandera de Juana de Arco y era quizá uno de los últimos ejemplares de aquellos caballeros escoceses que voluntariamente habían desenvainado sus espadas por la fleur de lys[19] en contra de sus antiguos enemigos los ingleses. Los cambios ocurridos en el reino de Escocia, y quizá el haberse acostumbrado al clima y costumbres de Francia, indujeron al anciano barón a desechar toda idea de volver a su país nativo, tanto más cuanto que el alto cargo que desempeñaba en la casa de Luis XI y su carácter franco y leal le habían logrado gran ascendiente sobre el rey, quien, aunque no vería sistemáticamente en la virtud u honor humanos, se fiaba y tenía confianza en lord Crawford y le permitía ejercer mayor influencia, porque nunca se supo que interviniese en asuntos distintos de los inherentes a su cargo.

Balafré y Cunningham siguieron a Durward y a los demás a la habitación de su oficial, cuyo aspecto de dignidad, así como el respeto que le guardaban estos orgullosos soldados, que parecían respetar a él sólo, impresionó mucho a Quintín.

Lord Crawford era alto, y con la edad se había acartonado, y aunque sus músculos no tenían la elasticidad de la juventud, era capaz de soportar el peso de su armadura durante una marcha tan bien como el hombre más joven de los suyos. Tenía un rostro feo, que le favorecía poco, y unos ojos que habían contemplado la muerte en treinta combates; pero que, a pesar de todo, expresaban un desprecio tranquilo del peligro más bien que un valor feroz de soldado mercenario. Su alta figura estaba ahora envuelta en una bata amplia, ceñida en la cintura por su cinturón de ante, del cual estaba suspendido su puñal, de rica empuñadura. Tenía alrededor del cuello el collar y la divisa de la orden de San Miguel. Estaba sentado en una poltrona, cubierta con piel de ciervo, y con sus lentes sobre la nariz (invención reciente) estaba descifrando un gran manuscrito, llamado el Rosier de la guerre, código de política civil y militar que Luis había recopilado para provecho de su hijo, el Delfín, y del que deseaba saber la opinión del experimentado guerrero escocés.

Lord Crawford pareció dejar el libro de mala gana a la entrada de estos visitantes inesperados, y preguntó en su basto dialecto nacional qué demonio querían.

Le Balafré, con más respeto quizá que el que hubiera demostrado al propio Luis, contó lo sucedido a su sobrino y le suplicó humildemente su protección. Lord Crawford escuchó con atención, y no pudo dejar de sonreír ante la ingenuidad con que el joven había intervenido en favor de un criminal ahorcado; pero movió su cabeza con el relato que le hizo de la disputa entre los arqueros escoceses y los soldados del capitán-preboste[20].

—¿Cuántas veces —dijo— me habéis de venir aún con estos enredos? ¿Cuántas veces he de deciros, y especialmente a vosotros, Ludovico Lesly y Archie Cunningham, que el soldado extranjero debe comportarse decorosamente y con modestia con la gente del país si no quiere crear enemistades en todas partes? Sin embargo, si queréis tener contiendas, preferiría que fuese con ese pícaro preboste que con otro cualquiera, y os reprocho menos esta quimera que otras que habéis tenido, Ludovico, pues era natural ayudar a su joven pariente. Esta niñada debe subsanarse, y para ello deme la lista de la compañía de aquel estante y añadiremos su nombre al de la tropa para que pueda gozar de sus privilegios.

—¿Quisiera su señoría…? —dijo Durward.

—¿Estás loco, muchacho? —exclamó su tío—. ¿Vas a hablar a su señoría sin que te haya hecho pregunta alguna?

—Paciencia, Ludovico —dijo lord Crawford—, y escuchemos lo que el muchacho tenga que decir.

—Sólo esto, si es del agrado de su señoría —replicó Quintín—: Que antes había dicho a mi tío que tenía algunas dudas para ingresar en el servicio. Ahora tengo que decir que han desaparecido del todo, ya que he visto el jefe noble y experimentado a cuyas órdenes tengo que servir, pues hay autoridad en su mirada.

—Bien dicho, muchacho —dijo el anciano lord, no insensible al cumplido—; he adquirido alguna práctica, y Dios me ha favorecido para aprovecharla en bien del servicio y del mando. Ingresarás, Quintín, en nuestro honroso Cuerpo de Guardia escocesa como escudero de tu tío y sirviendo a sus órdenes. Confío en que te portarás como cumplido soldado si tu valor corresponde a tu aspecto personal, ya que provienes de un buen linaje. Ludovico, cuidarás que tu pariente haga diligentemente su ejercicio, pues uno de estos días tendremos torneo de lanzas.

—En verdad que me place la noticia, señor; esta paz nos hace cobardes a todos. Yo mismo siento cierto decaimiento de espíritu encerrado en este maldito calabozo, al que se asemeja el castillo.

—Un pájaro me dice al oído —continuó lord Crawford— que el viejo estandarte ondeará de nuevo en el campo.

—Beberé esta noche una copa para que así sea —dijo Balafré.

—Beberás con cualquier pretexto —dijo lord Crawford—, y me temo que algún día te propases en la bebida.

Lesly, un poco avergonzado, replicó que no se había propasado hacía muchos días; pero que su señoría no ignoraba la costumbre de la compañía de coger una borrachera en honor de un nuevo camarada.

—Verdad es —dijo el viejo capitán—; me había olvidado de ello. Enviaré unos barriles de vino para ayudar a vuestra borrachera; pero que no sea hasta después de la puesta del sol. Y escuchad: Que los soldados de servicio sean cuidadosamente seleccionados y procure que ninguno de ellos participe poco o mucho en vuestros excesos,

—Su señoría será fielmente obedecida —dijo Ludovico—, y no olvidaremos de brindar por su salud.

—Quizá —dijo lord Crawford— me dé una vuelta en persona por vuestra reunión para ver si todo marcha como es debido.

—Su señoría será acogida con el mayor cariño —dijo Ludovico.

Y todos se retiraron muy satisfechos para preparar su banquete militar, al que Lesly invitó a unos veinte de los camaradas que estaban acostumbrados a comer juntos su rancho.

Un festival de soldados es, por lo general, un asunto fácil de organizar siempre que se disponga de bastante carne y bebida; pero en la ocasión presente Ludovico se preocupó de presentar vino mejor del corriente, haciendo la observación de que «el viejo lord, mientras les predicaba sobriedad, no se recataba, después de beber en la mesa real cuanto vino podía, de aprovechar cualquier oportunidad para pasar la tarde al lado de una botella de vino; así es que debéis prepararos, camaradas, dijo, para escuchar las viejas historias de las batallas de Vernoil y Beaugé[21]».

La cámara gótica en que ordinariamente se reunían fue pronto puesta en orden; sus pajes enviados para cortar juncos verdes, que se habían de esparcir por el suelo, y se desplegaron estandartes, que la Guardia escocesa había llevado a las batallas o que habían cogido al enemigo, a guisa de tapices sobre la mesa y por las paredes de la habitación.

Lo siguiente era proporcionar al joven recluta con la rapidez posible el uniforme y armas apropiadas de la Guardia para que pudiese resultar en todos los detalles participante de sus importantes privilegios, en virtud de los cuales, y con la ayuda de sus paisanos, podía desafiar impunemente el poder e indignación del capitán preboste, aunque se sabía que el uno era tan formidable como inflexible la otra.

El banquete fue alegre por demás, y los comensales dieron rienda suelta a manifestaciones de sentimiento nacional por recibir en sus filas a un recluta de la patria amada. Se cantaron viejas canciones escocesas y se dijeron viejos cuentos de héroes escoceses; se recordaron las hazañas de sus padres y las escenas en que ellos intervinieron, y durante un rato los ricos llanos de Turena parecían convertidos en las regiones montañosas y estériles de Caledonia.

Cuando el entusiasmo estaba en el apogeo y cada cual trataba de decir algo para realzar el recuerdo querido de Escocia, recibió aquél un nuevo impulso con la llegada de lord Crawford, el cual, como Balafré había profetizado, estuvo como sobre ascuas en la mesa real, hasta que aprovechó una oportunidad para escapar y acudir a la fiesta de sus paisanos. Un sillón presidencial se le había reservado en la cabecera de la mesa, pues según las costumbres de la época y la constitución de aquel Cuerpo, aunque era su jefe natural después del rey y del gran condestable, como los miembros de dicho Cuerpo eran todos nobles por nacimiento, su capitán podía sentarse con ellos en la misma mesa sin impropiedad y podía mezclarse cuando le parecía en sus fiestas sin menoscabo de su dignidad como jefe.

En esta ocasión, sin embargo, rehusó lord Crawford ocupar el asiento preparado para él, y recomendándoles que continuasen su regocijo, permaneció de pie, mirando el espectáculo con rostro que parecía expresar la satisfacción que el mismo le producía.

—Déjale solo —murmuró Cunningham al oído de Lindesay, al ver que éste le ofrecía vino al noble capitán—; déjale solo; déjale que lo tome voluntariamente.

En efecto, el anciano lord, que al principio sonrió, movió su cabeza y colocó ante sí la copa de vino sin probar; comenzó después como distraído a probar un poco del contenido, y al hacerlo se acordó, por suerte, que sería de mal agüero que no bebiese un trago a la salud del valiente muchacho que se había incorporado a ellos en aquel día. Efectuó el brindis, que fue contestado, como es de suponer, con muchos gritos de alborozo, cuando el viejo capitán les participó que había hecho al maestro Oliver un relato de lo ocurrido en ese día. Y como, añadió, el afeitabarbas no tiene gran simpatía por el oprimecuellos, se ha unido a mí para obtener del rey una orden mandando al preboste que suspenda todos los procedimientos, con cualquier pretexto, contra Quintín Durward, y que respete en toda ocasión los privilegios de la Guardia escocesa.

Siguió otro griterío, se llenaron de nuevo las copas hasta el borde y se aclamó al noble lord Crawford, el bravo conservador de los privilegios y derechos de sus paisanos. El buen lord tuvo, por cortesía, que corresponder a este brindis, y deslizándose en el sillón preparado, como sin reflexionar lo que hacía, llamó a Quintín a su lado y le hizo muchas preguntas relativas al estado de Escocia y a las grandes familias de allí, que éste tuvo la suerte de contestar, mientras, de vez en cuando, en el curso de su interrogatorio, el buen lord besaba la copa de vino por vía de paréntesis, haciendo notar que el amor al prójimo era propio de caballeros escoceses; pero que los hombres jóvenes, como Quintín, debían practicarlo con prudencia, no fuese a degenerar en exceso, con cuyo motivo añadió muchas cosas excelentes, hasta que su lengua, empleada en elogios de la templanza, comenzó a articular algo cuyo estilo se salía del usual. Mientras el ardor militar de la compañía aumentaba con cada botella que vaciaban, cuando Cunningham les exhortó a brindar por nuevos triunfos de la Oriflamme (la bandera real francesa).

—¡Y que una brisa de Borgoña sea la que la haga ondular! —dijo Lindesay.

—Con toda la energía que aún queda en este desgastado cuerpo, acepto el brindis, muchachos —dijo lord Crawford—, y aunque soy viejo, espero verla agitarse al viento. Oigan mis camaradas —pues el vino le había hecho algo comunicativo—, sois fieles servidores de la corona de Francia y no hay por qué ocultarles que hay aquí un enviado del duque de Borgoña con un mensaje de agravio.

—Vi el equipaje, los caballos y el séquito del conde de Crèvecoeur —dijo otro de los presentes— en la posada de allá abajo, en Mulberry Grove. Dicen que el rey no le quiere admitir en el castillo.

—¡Qué se encuentre con una respuesta desagradable! —dijo Guthrie—. Pero ¿de qué se queja?

—De muchos agravios en la frontera —dijo lord Crawford—, y últimamente de que el rey ha recibido bajo su protección a una dama de su país, joven condesa, que ha huido de Dijon porque, estando bajo la tutoría del duque, ha pretendido casarla con su favorito, Campobasso.

—¿Y se ha venido aquí sola, mi lord? —dijo Lindesay.

—No del todo, sino con la anciana condesa, su parienta, que ha accedido a los deseos de su sobrina en este particular.

—Y siendo el rey —dijo Cunnigham— el soberano feudal del duque, ¿se interpondrá entre el duque y su pupila, sobre la que Carlos tiene el mismo derecho que, en caso de su muerte, tendría el rey sobre la heredera de Borgoña?

—El rey se atendrá, como acostumbra, a los dictados de la política, y tú sabes —continuó Crawford— que no ha recibido a estas damas en público ni las ha colocado bajo la protección de sus hijas, lady Beaujeau o princesa Juana; de modo que, sin duda, está guiado por las circunstancias.

—Pero el duque de Borgoña no comprende tales artificios —dijo Cunningham.

—No —contestó el anciano lord—; y por eso es fácil que haya guerra entre ambos.

—¡Por San Andrés, otra vez la pelea! —dijo Le Balafré—. Hace diez o veinte años me pronostiqué que haría la fortuna de mi casa por matrimonio. ¿Quién sabe lo que puede suceder si llegamos alguna vez a pelear por el amor y el honor de las damas, como sucedía en los antiguos romances?

—¡Citas el amor de las damas con tal expresión de cara! —dijo Guthrie.

—Con no más expresión de amor que el que se puede sentir por una mujer gitana —respondió Le Balafré.

—Alto ahí, camaradas —dijo lord Crawford—; no esgrimir armas afiladas ni bromear con pullas que escuezan: todos amigos. Y en cuanto a la dama, es demasiado rica para descender hasta un pobre lord escocés, o de lo contrario, con mis ochenta años o muy cerca de ellos no dejaría de pretenderla. Pero brindemos por su salud, pues dicen que es un portento de hermosura.

—Me parece que la vi —dijo otro soldado cuando estaba de guardia esta mañana en el recinto interior, pero no pude apreciar su belleza, pues ella y otra llegaron al castillo en literas cerradas.

—¡Qué vergüenza, Arnot! —dijo lord Crawford—. Un soldado de servicio no debe decir nada de lo que ve. Además —añadió después de un momento, en que su curiosidad prevaleció sobre la exteriorización de disciplina que había juzgado necesario ejercer—, ¿por qué estas literas iban a estar ocupadas por la propia condesa Isabel de Croye y su acompañante?

—Señor —replicó Arnot—, no sé de ello más que mi coutelier estaba paseando mi caballo por el camino de la población y tropezó con Doguin, el mozo de mulas, que traía de vuelta las literas a la posada, pues pertenecen al individuo de Mulberry Grove —al de la flor de lis me refiero—, y entonces Doguin invitó a Saunders Steed a tomar una copa de vino, pues se conocían, lo que no tuvo inconveniente en aceptar…

—Sin duda, sin duda —dijo el anciano lord—; es una cosa que me gustaría se corrigiese entre vosotros, caballeros; pero todos vuestros grooms y couteliers están siempre dispuestos a tornar una copa de vino con cualquiera. Es una cosa peligrosa en la guerra, y hay que evitarla. Pero, Andrés Arnot, éste es un cuento muy largo y le interrumpiremos con un trago, como dice el escocés de la montaña, Sheoch doch nan skial[22]. Mas volvamos a la condesa Isabel de Croye, que merece mejor marido que ese Campobasso, que es un vil tunante italiano. Y ahora, Andrés Arnot, ¿qué dijo el muletero a este empleado tuyo?

—Pues le contó en secreto, si me permite decirlo su señoría —continuó Arnot—, que estas dos damas, a las que había llevado antes al castillo en literas cerradas, eran grandes damas, que habían estado viviendo algunos días en secreto en la casa de su amo, y que el rey las había visitado más de una vez privadamente, y les había guardado muchas consideraciones; y que se habrán refugiado en el castillo, según le parecía, por miedo al conde de Crèvecoeur, el embajador del duque de Borgoña, cuya llegada había sido anunciada por un correo que se le anticipó.

—Entonces, André —dijo Guthrie—, juraría que era la voz de la condesa la que oí cantar acompañada de un laúd cuando pasé antes por el patio interior; el sonido provenía de la ventana saliente de la torre del Delfín, y era tal la melodía como nunca fue hasta entonces escuchada en el castillo de Plessis del Parque. A fe que pensé si sería la música del hada Melusina. Allí me quedé, aunque sabía que la mesa estaba puesta y que todos vosotros estaríais impacientes; allí me quedé como…

—Como un asno, Juan Guthrie —dijo su capitán—: Tu larga nariz oliendo la comida, tus largas orejas escuchando la música y tu escasa discreción no permitiéndote decidir cuál de las dos preferías. ¡Oíd! ¿No está tocando a vísperas la campana de la catedral? Aun no debe ser tiempo. El viejo y alocado sacristán ha tocado con una hora de antelación.

—La campana toca a la hora precisa —dijo Cunningham—; por allá se hunde el sol del lado de Occidente, en la hermosa llanura.

—¡Ay! —dijo lord Crawford—, ¿es así? Bien, muchachos, debemos vivir con moderación. Es un sano proverbio el que dice: «quien va despacio, va lejos». Y ahora, cada cual a cumplir con su deber.

Se bebió la copa de despedida, y los comensales se dispersaron; el anciano barón cogiendo el brazo de Balafré, con la excusa de darle algunas instrucciones concernientes a su sobrino, pero quizá, en realidad, por temor de que sus pasos resultasen para el público menos firmes de lo que convenía a su rango y alto mando. Llevaba rostro serio cuando pasó por los dos patios que separaban su alojamiento de la cámara del festín, y solemne, con la gravedad de un barril de vino, fue la recomendación que al despedirse hizo a Ludovico para que cuidase de los pasos de su sobrino, especialmente en materia de mozas y copas de vino.

Mientras tanto, ni una sola palabra de las que se hablaron relativas a la hermosa condesa Isabel habían escapado al joven Durward, que, conducido a un pequeño gabinete, que tenía que compartir con el paje de su tío, se dedicó en su nuevo alojamiento a meditar en grande. El lector se imaginará fácilmente que el joven soldado haría un fino romance bajo la base de la supuesta identificación de la Doncella de la Torre, cuya canción había escuchado con tanto interés, y la linda portadora de la copa a maese Pedro, con una condesa fugitiva, de rango y posición, huyendo de la persecución de un odiado amante, favorita de un guardián cruel que abusaba de su poder feudal. Había un vacío en la visión de Quintín relativo a maese Pedro, que parecía ejercer tal autoridad sobre el formidable oficial de cuyas manos había escapado aquel día con tanta dificultad. Pero los sueños del joven, que habían sido respetados por Will Harper, su compañero de celda, fueron interrumpidos por la llegada de su tío, que mandó a Quintín a la cama para que pudiese levantarse a tiempo por la mañana y acudir a la antecámara de Su Majestad, en donde tenía que prestar servicio con cinco de sus camaradas.