Capítulo VI

Los bohemios

Dio brincos y vueltas

bajo el árbol de la horca.

Antigua canción.

La educación que había recibido Quintín Durward no era la más adecuada para ablandar el corazón ni para mejorar sus sentimientos. El, lo mismo que los demás de su familia, habían sido instruidos en la caza como una diversión y aprendieron que la guerra era la única ocupación seria, y que el gran deber de sus vidas era aguantar tenazmente y responder con fiereza a los ataques de sus enemigos feudales, por los que su raza había sido casi aniquilada. Y, sin embargo, había mezclado con estas pendencias un espíritu de ruda caballerosidad y aun de cortesía que mitigaban su rigor, de suerte que la venganza, su única justicia, se llevaba a cabo con algo de humanidad y generosidad. Las lecciones del digno anciano monje, mejor aprovechadas sin duda durante un proceso de adversidad y larga enfermedad que lo hubiesen sido en plena salud y éxito, habían proporcionado al joven Durward un conocimiento más íntimo de los deberes de humanidad para el prójimo; y si se tiene en cuenta la ignorancia de la época, los prejuicios generales a favor de una vida militar y el modo como él mismo había sido educado, resultaba el joven mejor dispuesto para apreciar con más propiedad los deberes morales propios de su edad de lo que era corriente en aquellos tiempos.

Reflexionó en su entrevista con su tío con un sentimiento de perplejidad y desengaño. Sus esperanzas habían sido muchas, pues aunque no cruzaba cartas con su tío, un peregrino, o un traficante aventurero, o un soldado tullido traían de vez en cuando referencias de Lesly a Glen Houlakin, y todas se mostraban conformes en alabar su indomable valor y sus triunfos en muchas empresas que su amo le había confiado. La imaginación de Quintín se había representado el cuadro a su modo y equiparado a su afortunado y venturoso tío (cuyas hazañas no resultarían probablemente rebajadas en el relato) a alguno de los campeones y caballeros andantes que cantan los trovadores y que ganan coronas o hijas de reyes con la ayuda de la espada y de la lanza. Se veía ahora obligado a clasificar a su pariente en nivel inferior en la escala de los caballeros; pero ofuscado por el respeto debido a los padres y a los que se les aproximan en parentesco —inclinado a su favor por tempranos prejuicios—, sin experiencia además, y apasionado por la memoria de su madre, no vio en el único hermano de esta persona tan querida cuál era su verdadero carácter, que no era otro que el de un común soldado mercenario, ni peor ni mejor que muchos de análoga profesión cuya presencia contribuía al estado revuelto de Francia.

Sin ser sanguinariamente cruel, era indiferente Le Balafré, por costumbre, a la vida humana y a los sufrimientos de los mortales; era profundamente ignorante, ansioso de botín, poco escrupuloso en cuanto a los medios de adquirirlos, y liberal para gastarlo en la satisfacción de sus pasiones. El hábito de atender exclusivamente a sus propias necesidades o intereses le había convertido en uno de los animales más egoístas del mundo, de modo que apenas era capaz, como el lector habrá observado, de meterse a fondo en ningún asunto sin pensar lo que ganaría en él. A esto debe agregarse que el círculo limitado de sus deberes y sus placeres había gradualmente reducido sus pensamientos, esperanzas y deseos, y apagado en cierto modo su espíritu independiente en busca de honores y su deseo de distinguirse en hechos de armas, que en otros tiempos animaban su juventud. Balafré era, en una palabra, un soldado activo, endurecido, egoísta y de poca inteligencia; atrevido y dispuesto para el cumplimiento de su deber, aunque conociendo pocos asuntos aparte de éste, excepto el cumplimiento formal de una devoción sencilla, aliviada con alguna francachela ocasional con el hermano Bonifacio, su camarada y confesor. Si su talento hubiese sido de carácter más general probablemente hubiera sido promovido a algún cargo importante, pues el rey, que conocía personalmente a cada soldado de su guardia, tenía mucha confianza en el valor y fidelidad de Balafré; y además el escocés tenía la bastante sabiduría o astucia para comprender perfectamente las peculiaridades de ese soberano. Con todo, su capacidad era demasiado limitada para admitir su ascenso a categoría superior, y aunque alabado y favorecido por Luis en muchas ocasiones, Balafré continuó siendo un mero guardián de vida o arquero escocés.

Sin alcanzar a comprender el verdadero carácter de su tío, Quintín se sorprendió de su indiferencia por el aniquilamiento catastrófico de toda la familia de su cuñado, y no pudo dejar de sorprenderse de que un pariente tan cercano no le ofreciese el auxilio de su dinero, pues, a no haber sido por la generosidad de maese Pedro, se hubiera visto en la necesidad de pedírselo descaradamente. Hizo a su tío la injusticia de suponer que esta falta de atención a sus necesidades probables era debida a la avaricia. Como en aquel momento no le precisaba dinero a Balafré, no se le ocurrió que su sobrino pudiese necesitarlo; por otra parte, consideraba a un pariente cercano como una cosa tan suya, que hubiera hecho lo posible por la felicidad de su sobrino vivo como había tratado de hacer con la hermana difunta y su marido. Pero por el motivo que fuese el descuido era muy desagradable para el joven Durward, y más de una vez echó de menos no haber entrado al servicio del duque de Borgoña antes de pelearse con su guardabosque. «Como quiera que me hubiese ido —pensó para sí—, siempre me hubiera podido consolar con la reflexión de que en el caso de salirme mal las cosas tenía un amigo de verdad en la persona de mi tío. Pero ya le he visto, y ¡ay de mí!, he encontrado más ayuda en un simple desconocido comerciante que en el propio hermano de mi madre, mi paisano y un caballero. Se diría que la cuchillada que ha borrado todo atractivo a su rostro ha sido causa de que se vaya de su cuerpo toda gota de sangre noble».

Ahora sentía Durward no haber tenido una oportunidad de mencionar a Le Balafré el nombre de maese Pedro con la esperanza de obtener algún nuevo informe de ese personaje; pero las preguntas de su tío se habían sucedido rápidas, y la llamada de la gran campana de San Martín de Tours había interrumpido algo bruscamente su conferencia. «Ese anciano, se dijo a sí mismo, era áspero o impertinente en apariencia, mordaz y desdeñoso en el lenguaje, pero generoso y liberal en sus acciones, y le prefería a su pariente indiferente. Lo que dice nuestro viejo proverbio escocés: “Es preferible un forastero amable que un pariente poco amable”[14]. Buscaré a ese hombre, lo que me imagino no será empresa difícil, ya que, según mi posadero, es persona de gran posición. El me aconsejará, por lo menos, y si va a países extranjeros, como muchos como él hacen, puede que éste sea un servicio tan venturoso como el que desempeñan los soldados que guardan al rey Luis».

Mientras Quintín acariciaba esta idea, una voz que provenía de lo más íntimo de su corazón le sugirió que quizá la dama de la torrecilla, la del velo y laúd, participaría de ese venturoso viaje.

En tanto el joven escocés hacía estas reflexiones, encontró a dos hombres de aspecto grave, ciudadanos en apariencia de Tours, a quienes, quitándose la gorra con el respeto que los jóvenes deben a las personas mayores, preguntó que le diesen las señas de la casa de maese Pedro.

—¿La casa de quién, joven? —dijo uno de los viandantes.

—De maese Pedro, el gran comerciante en sedas, que plantó todas las moreras en aquel parque —dijo Durward.

—Joven —dijo el que estaba más próximo a él—, has escogido oficio de haragán demasiado pronto.

—Y has equivocado las personas con las que ejercitas tus bobadas —dijo el más alejado aun con mayor aspereza—. El síndico de Tours no está acostumbrado a que le hablen de este modo los bufones vagabundos de países extranjeros.

Quintín se sorprendió tanto por la ofensa impremeditada que estas dos personas, de aspecto decente, habían querido ver en una pregunta simple y cortés, que olvidó enfadarse con lo intempestivo de la respuesta y se quedó mirándoles mientras marchaban con paso acelerado, volviendo con frecuencia la cabeza atrás como si estuvieran deseando perderle pronto de vista.

Después encontró a una partida de vendimiadores, a los que hizo la misma pregunta; y por respuesta le preguntaron si a quien buscaba era al maestro Pedro el profesor de escuela, o al maestro Pedro el carpintero, o al maestro Pedro el pertiguero, o a otra media docena de maestros Pedro. Como ninguno de éstos correspondía a las señas de la persona por la que preguntaba, los campesinos le acusaron de burlarse de ellos impertinentemente y le amenazaron con caer sobre él en pago a su burla. El de más edad entre ellos, que tenía alguna influencia sobre los demás, consiguió que desistiesen de los procedimientos violentos.

—Ya veis por su modo de hablar y por su gorra —dijo— que es uno de los montañeses forasteros que han venido a nuestro país y a quienes algunos llaman magos y adivinos, y otros, juglares, y cosas parecidas, y nadie sabe qué mañas se gastan entre ellos. He oído decir de uno que dio un tejón por darse un atracón de uvas en la viña de un pobre hombre, comió tantas como para llenar una carretilla, y ni por acaso tuvo que desabrocharse un botón de su coleto, así es que déjenle marchar sin incomodarle, y que siga su camino, y nosotros el nuestro. Y tú, amigo, si quieres salir bien librado, camina tranquilamente, en nombre de Dios, de nuestra Señora de Marmontier y de San Martín de Tours, y no nos molestes más con tu maese Pedro, que debe llevar otro nombre.

El escocés, comprendiendo que llevaba las de perder, juzgó más prudente proseguir su paso sin contestar; pero los campesinos, que al pronto se apartaron de él con horror por sus supuestas artes de brujería y de devorador de uvas, se envalentonaron cuando se distanciaron un poco, y profiriendo gritos y maldiciones, los recalcaron con una lluvia de piedras, aunque a tal distancia que no hicieron daño al objeto de su enojo. Quintín, mientras proseguía su paso, comenzó a pensar, a su vez, o que estaba bajo la influencia de un encanto, o que la gente de Turena era la más brutal, estúpida e inhospitalaria de Francia. El primer incidente que observó a continuación no contribuyó a disminuir su opinión.

En una pequeña eminencia que se elevaba sobre el rápido y hermoso Cher, en línea recta con la senda que seguía, aparecían situados tan felizmente dos o tres castaños grandes, que formaban un grupo notable y que llamaba la atención; y junto a ellos había de pie tres o cuatro campesinos, inmóviles, con la vista hacia arriba, y fija aparentemente en algún objeto entre las ramas del árbol próximo a ellos. Las meditaciones de la juventud raras veces son tan profundas como para no ceder al menor impulso de curiosidad, con la misma facilidad que una piedra, que se cae casualmente de la mano, rompe la superficie de un límpido arroyo. Quintín aceleró su paso y recorrió de prisa la cuesta de subida con tiempo para presenciar el espantoso espectáculo que llamaba la atención de esos espectadores el cual era nada menos que el cuerpo de un hombre, en las convulsiones de la última agonía, suspendido de una de las ramas.

—¿Por qué no cortan la cuerda y le echan abajo? —dijo el joven escocés, cuya mano estaba siempre dispuesta lo mismo a prestar auxilio a los afligidos que a mantener su propio honor cuando lo juzgaba atropellado.

Uno de los campesinos, mirándole muerto de miedo y con la cara pálida como la arcilla, señaló una marca grabada en la corteza del árbol, que tenía la misma grosera apariencia de una flor de lis, que ciertos rasgos talismánicos bien conocidos de nuestros oficiales de renta tienen con una flecha tosca. Sin comprender la significación ni la importancia de este signo, el joven Durward saltó, ligero como el lince, sobre el árbol, sacó de su bolsillo el instrumento más necesario a un montañés o leñador, el indispensable skene dhu[15], y gritando a los de abajo que recibiesen el cuerpo en sus manos, cortó la cuerda en dos, sin que hubiese transcurrido un minuto desde que se dio cuenta del caso.

Pero su humanidad fue mal correspondida por los espectadores. Lejos de prestar ninguna ayuda a Durward, parecían aterrorizados de la audacia de su acción, y huyeron a una como si temiesen que sólo su presencia pudiera considerarse como complicidad en acción tan atrevida. El cuerpo, sin apoyo por abajo, cayó pesadamente a tierra, de tal suerte que Quintín, que en seguida se tiró, tuvo la tristeza de ver que las últimas chispas de vida habían desaparecido. No abandonó su intención caritativa, sin embargo, sin más esfuerzos. Libertó el cuello del desgraciado infeliz del lazo fatal, soltó el justillo, salpicó la cara con agua y puso en práctica todos los remedios usuales para devolver la vida.

Mientras estaba ocupado en esta tarea humanitaria, un rumor confuso de voces, hablando un lenguaje desconocido, surgió a su alrededor, y apenas tuvo tiempo de observar que estaba rodeado por varios hombres y mujeres de aspecto singular y extraño, pues fue de pronto sujeto por ambos brazos y amenazado su cuello con un cuchillo.

—¡Pálido esclavo de Eblis! —dijo un hombre en francés incorrecto—, ¿estás robando al que has asesinado? Pero te hemos cogido y las pagarás.

Dichas estas palabras, surgieron cuchillos contra él por todas partes, y los rostros torvos y mal encarados que le miraban parecían los de lobos dispuestos a precipitarse sobre su presa.

El valor y la presencia de ánimo del joven escocés vinieron en su ayuda.

—¿Qué pretenden ustedes? —dijo—. Si éste es el cuerpo de un amigo vuestro, sólo he cortado la cuerda de que colgaba por impulsos de caridad, y mejor obrarían si intentasen devolverle la vida que arremeter contra un extranjero a quien debe una probabilidad de salvación.

Las mujeres, en el ínterin, se habían hecho cargo del cuerpo inanimado y continuaron sus intentos para reanimarle con el mismo mal éxito que Durward, de modo que, desistiendo de sus infructuosos esfuerzos, parecieron abandonarse a todas las lamentaciones que se estilan en Oriente: ellas lanzando quejidos lastimeros y mesándose los cabellos, mientras los hombres parecían rasgarse las vestiduras y echarse polvo sobre sus cabezas. Poco a poco se dedicaron con tanto ardor a sus ritos mortuorios, que no prestaron más atención a Durward, de cuya inocencia estaban convencidos a juzgar por las circunstancias. El plan más prudente hubiera sido con seguridad haber dejado a esta gente salvaje en sus lamentaciones pero Quintín había sido criado en desprecio casi temerario del peligro y experimentaba la ansiedad de una curiosidad juvenil.

La singular reunión de hombres y mujeres llevaba turbantes y gorras, más semejantes en general a su propia gorra que a los cubrecabezas usados en Francia. Algunos de los hombres llevaban barbas negras ensortijadas, y la piel de todos era casi tan negra como la de los africanos. Uno o dos que parecían sus jefes tenían brillantes adornos de plata alrededor de sus cuellos y en sus orejas, y gastaban vistosas bandas amarillas, escarlata o verde claro; pero las piernas y brazos iban al aire, y todos ellos tenían aspecto escuálido y miserable. No les vio Durward más arma que los largos cuchillos con que le habían amenazado y un corto sable encorvado o alfanje morisco que llevaba un joven de aspecto vivo, que con frecuencia ponía la mano sobre la empuñadura, mientras sobrepasaba a todos los demás en la exteriorización de la pena, y parecía que mezclaba con ella amenazas de venganza.

El grupo desordenado, con sus voces lastimeras, era algo tan distinto de todo lo que Quintín había hasta ahora visto, que estuvo a punto de creer que era una partida de sarracenos, de esos «perros paganos» que eran los adversarios de caballeros gentiles y monarcas cristianos en todos los romances que había leído u oído, y estaba pensando apartarse de la vecindad de compañía tan peligrosa, cuando se oyó el galope de un caballo, y los supuestos sarracenos, que por entonces habían levantado el cuerpo de su camarada sobre sus hombros, fueron atacados por un pelotón de soldados franceses.

Esta repentina aparición cambió los lloros de los afligidos en gritos de terror. En un momento fue arrojado por el suelo el cuerpo, y los que le rodeaban demostraron la máxima y más mañosa actividad en escapar, casi bajo los cascos de los caballos, de las puntas de las lanzas que iban dirigidas contra ellos con exclamaciones de: «¡Abajo los malditos ladrones paganos; arremeter y matar; tratarles como bestias; a lanzazos con ellos, como si fueran lobos!».

Estos gritos iban acompañados de los correspondientes actos de violencia; pero tal fue la celeridad de los fugitivos y el terreno se hizo tan desfavorable para los jinetes, con espesuras y arbustos, que sólo dos fueron tumbados y hechos prisioneros, uno de los cuales fue el joven de la espada, que antes había hecho alguna resistencia. Quintín, quien estaba en racha de mala suerte, fue cogido al mismo tiempo por los soldados, y sus brazos, a pesar de sus protestas, fueron atados con una cuerda, demostrando una rapidez y disposición para ello los que le apresaron, que probaba no ser novicios en asuntos de policía.

Mirando ansiosamente al jefe de los jinetes, de quien esperaba obtener la libertad, Quintín no supo si alegrarse o alarmarse al reconocer en él al abatido y silencioso compañero de maese Pedro. En realidad, cualquiera que fuese el delito de que se acusase a estos extranjeros, este oficial debía saber por la historia de la mañana que él, Durward, no tenía nada que ver con ellos; pero era cuestión más difícil saber si este hombre taciturno sería un juez favorable o testigo voluntario a favor suyo, y empezó a dudar si mejoraría su condición saliendo en su defensa.

Poco lugar hubo para la duda.

—Trois Eschelles y Petit André —dijo el tétrico oficial a dos de su banda—, estos mismos árboles están muy bien situados. Enseñaré a estos brujos descreídos y ladrones a no mezclarse con la justicia del rey cuando ha visitado a alguno de los de su maldita raza. Desmontad, muchachos, y haced rápidamente vuestro cometido.

Trois Eschelles y Petit André se apearon al momento, y Quintín observó que cada uno tenía en la grupa y en el pomo del arzón de la silla una lía o dos de cuerdas, que rápidamente desenrollaron, con lo que se vio que cada lía era una soga de ahorcar con la lazada fatal hecha y dispuesta para ejecutar. La sangre se le heló a Quintín en las venas cuando vio que eran escogidas tres sogas y se percató que una estaba destinada a ajustarse a su cuello. Llamó al oficial en alta voz, recordándole su encuentro de la mañana; reclamó el derecho de un escocés nacido libre, en un país amigo y aliado, y negó conocer a las personas con las que había sido aprehendido ni saber de sus malas acciones.

El oficial al que dirigió estas palabras Durward, apenas se dignó mirarle mientras hablaba, y no hizo caso de su afirmación de conocerle con anterioridad. Se limitó a volverse a uno o dos de los campesinos que se habían acercado, bien para declarar en contra de los prisioneros o sólo por curiosidad, y dijo:

—¿Estaba este joven con los vagabundos?

—Sí que estaba, señor preboste —contestó uno de ellos—; fue el primero que con todo descaro descolgó al bribón que los verdugos de Su Majestad colgaron muy merecidamente.

—Juraría por Dios y San Martín de Tours que le he visto con la pandilla de ellos —dijo otro— cuando saquearon nuestra métairie.

—Pero, padre —dijo un niño—, aquel pagano era moreno, y éste es rubio; aquél tenía pelo corto y rizado, y éste tiene largas guedejas rubias.

—¡Ay, niño! —dijo el campesino—. Y quizá digas que aquél tenía casaca verde y éste coleto gris. Pero su ilustrísima preboste sabe que pueden alterar sus rostros tan fácilmente como sus coletos; así es que insisto en que era el mismo.

—Es suficiente que le haya visto inmiscuirse en el curso de la justicia del rey intentando salvar a un traidor ejecutado —dijo el oficial—. Trois Eschelles y Petit André, despachad.

—¡Aguarde, señor oficial! —exclamó el joven en mortal agonía; déjeme hablar, no me haga morir inocente, mi sangre le será exigida en este mundo por mis paisanos y en el otro por la justicia del cielo.

—Responderé de mis acciones en ambos —dijo fríamente el preboste, e hizo una seña con la mano izquierda a los verdugos; después, con una sonrisa de malicia triunfante, tocó con su dedo índice su brazo derecho, que descansaba en una venda, inválido probablemente del golpe que Durward le había dado por la mañana.

—¡Criatura miserable y vengativa! —contestó Quintín, persuadido por ese detalle que el único motivo para el rigor de este hombre era la venganza privada, y que no había que esperar de él misericordia alguna.

—El pobre joven delira —dijo el funcionario—; dile una palabra de consuelo antes de que muera, Trois Eschelles; eres un hombre consolador en esos casos, cuando no hay a mano un confesor. Dale un minuto de consuelo espiritual y despacha el asunto al siguiente. Debo continuar la ronda. ¡Soldados, seguidme!

El preboste echó a andar su caballo, seguido por su guardia, excepto dos o tres individuos que se quedaron para ayudar a la ejecución. El infeliz doncel lanzó en pos de él una mirada de desesperación, y pensó que en cada pisada de los cascos de su caballo en retirada oía desvanecerse la última y débil esperanza de salvación. Miró a su alrededor, angustiado, y se sorprendió, aun en aquel momento, de ver la estoica indiferencia de sus compañeros prisioneros. Antes habían dado toda clase de pruebas de su temor y hecho todos los esfuerzos imaginables para escapar; pero ahora, ya asegurados y destinados aparentemente a muerte inevitable, esperaban su llegada con gran compostura. La suerte suya quizá fuese causa de un tinte más amarillo en sus atezadas facciones, pero ni alteraba éstas ni apagaba la altivez porfiada de sus miradas. Se asemejaban a zorras, las que después que agotan todos sus intentos mañosos y astutos para escapar, mueren con una fortaleza silenciosa y cazurra, que los lobos y osos, con toda su fiereza no demuestran.

Estaban impávidos observando la conducta de los fatales verdugos, que hacían los preparativos de su oficio con más parsimonia de la recomendada por su jefe, lo que probablemente provenía de haber adquirido por el hábito cierto placer en el desempeño de su horrible cometido. Nos detendremos un instante para describirlos, porque bajo una tiranía, sea despótica o popular, el carácter del verdugo constituye un tema de gran importancia.

Estos funcionarios eran completamente distintos en su aspecto y modales. El rey Luis acostumbraba a llamarles Democritus y Heraclitus, y su jefe, el preboste, los denominaba Jean qui pleure y Jean qui rit.

Trois Eschelles era alto, delgado, hombre tétrico, con una gravedad especial reflejada en su rostro. Y Un gran rosario alrededor del cuello, que acostumbraba ofrecer piadosamente a los infelices en los que ejercía su misión. Continuamente decía uno o dos textos latinos sobre la vanidad y poca importancia de la vida humana; y si hubiese sido admisible tener esa dualidad, podía haber desempeñado el oficio de confesor junto con el de verdugo. Petit André, por el contrario, era un individuo pequeño, de aspecto alegre, activo, franco, que desempeñaba su papel como si fuese la cosa más divertida del mundo. Parecía tener una especie de afecto por sus víctimas, y siempre les hablaba en términos amables y afectuosos. Eran sus pobres infelices, sus preciosas adoradas, sus compadres, sus buenos abuelos, según el sexo y edad de los reos, y mientras Trois Eschelles intentaba inspirarles reflexiones filosóficas o religiosas para el futuro, rara vez dejaba Petit André de dedicarles una o dos bromas para inducirles a que considerasen la vida como algo risible, despreciable y no digno de tomarse en serio.

No puedo decir por qué causa, pero estas dos excelentes personas, no obstante la variedad de sus talentos y la rara concurrencia de éstos en personas de su profesión, eran ambas detestadas con más intensidad que quizá ninguna criatura de su especie lo fue antes o después, y la única duda de aquéllos que les conocían era si el grave y patético Trois Eschelles, o el vivo, cómico y alegre Petit André eran objeto del mayor miedo o de la más profunda execración. Es cierto que se llevaban la palma en ambos extremos sobre los demás verdugos en Francia, si se exceptúa, quizá a su jefe Tristán l’Hermite, el famoso capitán-preboste, o su señor, Luis XI[16].

Poco podían interesar estas reflexiones a Quintín Durward. La vida, la muerte, el tiempo y la eternidad aparecían ante él en perspectiva aterradora. Se dirigió al Dios de sus padres, y al hacerlo recordó la pequeña capilla sin techo y tosca que contenía a casi toda su progenie, menos a él. «Nuestros enemigos feudales dieron sepultura en nuestra propia tierra a mis parientes —pensó—; pero yo debo de servir de pasto a los cuervos y milanos de una tierra extranjera como un traidor excomulgado». Las lágrimas asomaron involuntariamente a sus ojos. Trois Eschelles, tocándole en el hombro, le exhortó gravemente a que se preparase espiritualmente a bien morir, y profiriendo en tono patético: Beati qui in Domino moriuntur, hizo la observación de que el alma era feliz de dejar el cuerpo mientras había lágrimas en los ojos. Petit André, golpeando el otro hombro, exclamó:

—¡Valor, hijo mío! Ya que tienes que comenzar la danza, que el baile comience alegremente, pues todos los rabeles están afinados —torciendo al mismo tiempo la soga para completar su broma.

Como el joven volviese sus miradas angustiadas primero al uno y luego al otro, pusieron su intención más de manifiesto empujándole suavemente hacia el árbol fatal y recomendándole valor, pues todo concluiría en un momento.

En este trance fatal el joven lanzó una mirada en busca de apoyo en derredor suyo.

—¿Hay algún buen cristiano que me escuche —dijo— que quiera decir a Ludovico Lesly, de la Guardia escocesa, llamado en este país Le Balafré, que su sobrino es aquí vilmente asesinado?

Fueron oportunas las palabras, pues un arquero de la mencionada Guardia, atraído por los preparativos de la ejecución, estaba próximo, con uno o dos viandantes que acertaron a pasar, para ver lo que pasaba.

Tengan cuidado con lo que hacen —dijo a los verdugos—; si este joven es escocés de nacimiento no permitiré que le ejecuten.

—El cielo lo prohíbe, señor caballero —dijo Trois Eschelles—; pero tenemos que obedecer las órdenes recibidas —arrastrando a Durward hacia adelante por un brazo.

—El juego más corto es siempre el más bonito —dijo Petit André arrastrándole por el otro.

Pero Quintín había oído palabras de consuelo, y reuniendo sus fuerzas se desprendió de pronto de ambos ejecutores de la ley, y con los brazos aun atados corrió junto al arquero escocés.

—Protéjame, paisano —le dijo en su propia, idioma—, ¡por el amor a Escocia y por San Andrés! Soy inocente, soy natural de su tierra nativa. ¡Protéjame, se lo suplico!

—¡Por San Andrés, que le cogerán pisando mi cuerpo! —dijo el arquero, que desenvainó su espada.

—Corte mis ligaduras, paisano —dijo Quintín—, y podré yo hacer algo por mi defensa.

Aquéllas fueron cortadas con la espada del arquero, y el cautivo, libertado, saltando de pronto sobre uno de los soldados del preboste, le arrebató una alabarda, con la que iba armado.

—¡Y ahora —dijo—, vengan si se atreven!

Los dos verdugos hablaron en voz baja entre sí.

—Vete a buscar al capitán-preboste —dijo Trois Eschelles—, y le detendré mientras tanto, si puedo. Soldados del preboste, ¡a las armas!

Petit André montó su caballo y desfiló, y los otros hombres de servicio se juntaron tan rápidamente a la voz de mando de Trois Eschelles, que en la confusión que siguió dejaron escapar a los otros dos prisioneros. Quizá no estuvieran muy ansiosos de detenerlos, pues últimamente estaban ahítos de sangre de esos infelices, y cual animales feroces después de una prolongada carnicería, estaban cansados de mortandad. Pero el pretexto fue que se consideraban obligados a atender a la salvación de Trois Eschelles, pues existía una competencia, que a veces acababa en riñas, entre los arqueros escoceses y los soldados de la escolta del preboste.

—Somos lo bastante fuertes para vencer a los orgullosos escoceses si ustedes lo buscan —dijo uno de los soldados de Trois Eschelles.

Pero este prudente empleado le hizo señas de que se quedase quieto, y se dirigió con gran cortesía al arquero escocés.

—Es un gran insulto, señor, al capitán-preboste que trate de mezclarse en los acuerdos de la justicia del rey, fiel cumplidora de sus deberes, y no procede bien conmigo, que estoy en posesión legal de un criminal. Ni tampoco le hace usted un gran favor al muchacho, ya que pocas oportunidades como ésta se le presentarán de ser ahorcado en las que se encuentre tan bien preparado como lo estaba antes de su inoportuna intervención.

—Si mi paisano —dijo el escocés sonriendo— es de opinión que le he injuriado, le devolveré a su poder sin más discusiones.

—¡No, no; por el amor de Dios, no! —exclamó Quintín—. Preferiría que me separase la cabeza del tronco con su larga espada; eso estaría más en consonancia con mi cuna que morir en manos de semejante ruin y malvado.

—¡Miren cómo injuria! —dijo el verdugo—. ¡Ay!, qué pronto se olvidan las buenas resoluciones; estaba muy bien dispuesto para partir, y ahora, en dos minutos, se ha vuelto un menospreciador de las autoridades.

—Dígame de una vez —dijo el arquero—, ¿qué es lo que ha hecho este joven?

—Decidirse —contestó Trois Eschelles— a descolgar el cuerpo muerto de un criminal cuando la fleur de lys estaba marcada en el árbol del que fue colgado por mi propia mano.

—¿Cómo es eso, joven? —dijo el arquero—. ¿Cómo es posible que haya cometido semejante ofensa?

—Como busco su protección —contestó Durward—, le diré la verdad como si fuera en confesión. Vi a un hombre que hacía movimientos colgado de un árbol y corté la soga de que pendía por mera humanidad. No pensé ni en la fleur de lys ni en el alelí, y no tuve más intención de ofender al rey de Francia que a nuestro padre el Papa.

—¿Qué diablos tenía usted que hacer con el cuerpo muerto? —dijo el arquero—. Los verá usted colgando como uvas de cada árbol, y bastante tendrá que hacer en este país con solo dedicarse a reunir los cuerpos de los ajusticiados. Sin embargo, no abandonaré la causa de un paisano si puedo ayudarle. Oigan, soldados del preboste: esto es una completa equivocación. Deberían tener alguna compasión de viajero tan joven. En nuestro país no estaba acostumbrado a ver procedimientos tan activos como los vuestros y los de su jefe.

—No porque no sean necesarios, señor arquero —dijo Petit André, que volvía en este momento—. Atención, Trois Eschelles; aquí viene el capitán preboste; ahora veremos por dónde sale al ver que le quitan su trabajo de las manos antes de estar acabado.

—Y muy oportunamente —dijo el arquero—; aquí llegan algunos camaradas míos.

Al mismo tiempo que el preboste Tristán aparecía con su patrulla por un lado de la pequeña colina, que era la escena del altercado, cuatro o cinco arqueros escoceses llegaron de prisa por el otro, y a su cabeza el propio Balafré.

En este caso de apuro no demostró Lesly nada de esa indiferencia hacia su sobrino de la que Quintín le había acusado en lo íntimo de su ser, pues tan pronto distinguió a su camarada y Durward dispuestos a defenderse, exclamó:

—Cunningham, te doy las gracias. Caballeros, camaradas, prestadme vuestra ayuda. Es un joven escocés, mi sobrino. ¡Lindesay, Guthrie, Tyrie, sacad las espadas y acometed!

Parecía inminente una lucha desesperada entre los dos bandos, que no eran muy desiguales en número, ya que las armas mejores de los caballeros escoceses les daban probabilidades de vencer. Pero el capitán-preboste, bien porque dudase del resultado del conflicto, o juzgando que pudiera ser desagradable para el rey, hizo indicaciones a sus partidarios de que evitasen la violencia, mientras preguntaba a Balafré, que ahora se había colocado a la cabeza del otro bando:

—¿Qué se propone un caballero de la Guardia del rey oponiéndose a la ejecución de un criminal?

—Niego hacer eso —contestó Le Balafré—. ¡San Martín! Hay, a mi modo de ver, alguna diferencia entre la ejecución de un criminal y la matanza de mi sobrino.

—Su sobrino puede ser tan criminal como cualquier otro, señor —dijo el capitán-preboste—, y cualquier extranjero en Francia está sujeto a las leyes de Francia.

—Sí, pero los arqueros escoceses tenemos privilegios —dijo Balafré—, ¿no es eso, camaradas?

—Sí, sí —exclamaron todos a una—. ¡Privilegios, privilegios! ¡Qué viva el rey Luis muchos años, qué viva el valiente Balafré, qué viva muchos años la Guardia escocesa y muera todo el que atropelle nuestros privilegios!

—Reflexionen un poco, caballeros —dijo el preboste—; tengan en cuenta mi comisión.

—No nos queremos molestar en reflexionar —dijo Cunningham—. Nuestros propios oficiales nos darán la razón. Queremos sólo ser juzgados por privilegio del rey o por nuestro mismo capitán ahora que no está presente el excelso lord condestable.

—Y no nos dejaremos ahorcar por nadie —dijo Lindesay— sino por Sandie Wilson, el ejecutor de nuestro Cuerpo.

—Sería un positivo escarnio contra Sandie que vale tanto como el mejor verdugo, si prescindiéramos de él —dijo Le Balafré—. En el caso de tener que ser yo ahorcado, ningún otro me pasaría el lazo por el cuello.

—Mas, oigan —dijo el capitán-preboste—, este joven no es de los vuestros y no puede participar de lo que llamáis vuestros privilegios.

—Lo que llamamos nuestros privilegios están reconocidos por todo el mundo como tales —dijo Cunningham.

—¡No queremos que ahora se discutan! —fue el clamor unánime de los arqueros.

—Parecemos locos, señores —dijo Tristán l’Hermite—. Nadie discute vuestros privilegios; pero este joven no es de los vuestros.

—Es mi sobrino —dijo Balafré con aire triunfante.

—Pero no es arquero de la Guardia, creo —replicó Tristán l’Hermite.

Los arqueros se miraron un poco desconcertados.

—Resistámonos aún, camarada —murmuró Cunningham a Balafré—. Diga que está en el servicio como nosotros.

—¡San Martín!, dice usted bien, buen paisano —contestó Lesly.

Y elevando la voz, juró que aquel día había inscrito a su pariente como soldado de su compañía.

Esta declaración fue un argumento contundente.

—Está bien, caballeros —dijo el preboste Tristan, que sabía la aprensión nerviosa del rey respecto a una posible deslealtad que se incubase entre sus arqueros—. Conocéis, como decís, vuestros privilegios, y no es mi deber seguir disputando con los arqueros del rey. Pero informaré de este asunto al rey para que decida, y quiero que sepáis que, al obrar así, obro con más suavidad de lo que me exige el deber mío.

Diciendo esto puso en marcha su tropa, mientras los arqueros, que permanecieron en donde se encontraban, tuvieron una consulta rápida para saber lo primero que tenían que hacer.

—Debemos dar cuenta de lo sucedido a lord Crawford, nuestro capitán, en primer lugar, y hacer que el nombre de este joven se inscriba en nuestra lista.

—Pero, caballeros, mis dignos amigos y protectores —dijo Quintín titubeando un poco—, aun no he decidido si entraré o no en vuestro Cuerpo.

—Piénsalo bien —dijo su tío— si prefieres ser colgado o decidirte a ingresar con nosotros, pues te aseguro, sobrino mío, que no veo otro recurso para escapar de la horca.

Éste era un argumento incontrovertible, y obligó a Quintín a acceder a lo que de otro modo podía haber considerado como una proposición no muy agradable; pero la reciente escapatoria de la soga, que había estado alrededor de su cuello, le hubiera probablemente reconciliado con una alternativa peor que la propuesta.

—Debe ir al cuartel con nosotros —dijo Cunningham—; no hay seguridad para él fuera de nuestros límites mientras estos cazadores de hombres ronden por aquí.

—¿No podría por esta noche albergarme en la hostelería en que almorcé, querido tío? —dijo el joven, pensando quizá, como otros muchos reclutas, que una sola noche de libertad era ganar algo.

—Sí, querido sobrino —contestó su tío irónicamente—, para que nos des el gusto de pescarte en algún canal o foso o quizá de algún remanso del Loira, atado en un saco, para mayor facilidad para nadar, pues ése es el fin que te esperaba. El capitán-preboste se sonrió al tiempo de partir —continuó, dirigiéndose a Cunningham—, y eso indica que sus pensamientos son peligrosos.

—No le temo —dijo Cunningham—; estamos fuera de su alcance. Pero yo de ti se lo contaría todo a Oliver, que siempre fue buen amigo de la Guardia escocesa, y verá al padre Luis antes que el preboste, pues mañana tiene que afeitarle.

—Pero escucha —dijo Balafré—, no podemos darle nada por el encargo, pues me encuentro sin una mala moneda.

—Así estamos todos —dijo Cunningham—. Oliver no debe sentir escrúpulos de creer en nuestra palabra escocesa por una vez. Reuniremos algo decente entre todos el primer día de paga, y si espera algo, dile que el día de paga vendrá lo antes posible.

—Y ahora hacia el castillo —dijo Balafré—, y mi sobrino nos contará por el camino lo que pasó entre él y el preboste para saber cómo presentar nuestro informe, tanto a Crawford como a Oliver[17].