El guerrero
Con extraños juramentos, y armado como el leopardo,
buscando la falsa reputación aun en la boca del cañón.
As you like it. (Como tú quieras).
El caballero que esperaba la bajada de Quintín Durward a la habitación en que había almorzado era uno de los que Luis XI había dicho hacía tiempo que tenían en sus manos la suerte de Francia, ya que a ellos estaba encomendada la custodia y protección directa de la persona real.
Carlos VI había fundado este célebre cuerpo, los arqueros de la Guardia escocesa, como se llamaban, con mejor motivo del generalmente alegado para establecer junto al trono una guardia de tropas forasteras y mercenarias. Las divisiones, que le habían arrebatado más de la mitad de Francia, junto con la fidelidad inconstante e incierta de la nobleza, que aun reconocía su derecho, hacían poco político e inseguro el confiar su seguridad personal a la custodia de aquélla. La nación escocesa era el enemigo hereditario de los ingleses, antiguos y, al parecer, naturales aliados de Francia. Eran los escoceses pobres, valerosos y fieles; sus filas con seguridad estaban bien servidas con la población superabundante de su propio país, ya que ningún otro en Europa los enviaba más aventureros ni más valientes. Sus altas pretensiones de linaje les daba también mejor título para acercarse a la persona de un monarca que a otras tropas, mientras el número, relativamente restringido, de ellos prevenía la posibilidad de que se rebelasen y se hiciesen amos donde debían actuar de servidores.
Por otro lado, los monarcas franceses seguían la política de lograr el afecto de este selecto cuerpo de extranjeros, concediéndoles honores y privilegios y buena paga, de la que la mayoría de ellos disponían con liberalidad militar en sostener su supuesto rango. Cada uno de ellos estaba considerado como un caballero en su profesión, y su proximidad a la persona del rey les dignificaba a sus propios ojos, así como les daba importancia ante la nación francesa. Estaban suntuosamente armados, equipados y montados, y todos tenían autorización para tener un escudero, un criado, un paje y dos ayudantes, uno de los cuales era llamado coutelier, por el gran cuchillo que llevaba para dar cuenta de aquéllos que en la mêlée habían sido arrojados a tierra por su amo. Con este séquito y su correspondiente equipaje resultaba un arquero de la Guardia escocesa persona de calidad e importancia; y como las vacantes se proveían generalmente con aquéllos que se habían impuesto en el servicio como pajes o criados, los jóvenes de las mejores familias escocesas eran enviados a menudo para servir con algún amigo y pariente en esos menesteres hasta que les tocase un turno de ingreso.
El coutelier y su compañero, al no ser nobles ni susceptibles de ser ascendidos de ese modo, se reclutaban entre personas de inferior categoría; pero como su paga y gajes eran excelentes, sus amos podían fácilmente escoger entre sus compatriotas sin colocación los más fuertes y valerosos para que les sirvieran en esta profesión.
Ludovico Lesly o, como más frecuentemente le llamaremos, Le Balafré, por cuyo nombre se le conocía de ordinario en Francia, rebasaba los seis pies de estatura y era robusto, de cuerpo macizo y de rostro feo, cuyo detalle resultaba más manifiesto por una espantosa cicatriz que, comenzando en la frente y dejando, por milagro, a salvo su ojo derecho, había dejado al descubierto el pómulo y descendía por allí casi al lóbulo de la oreja, produciendo un profundo costurón, que unas veces estaba escarlata, en ocasiones azul y otras casi negro, pero siempre repugnante, pues variaba a tono con la expresión del rostro en cualquier estado en que éste se encontrase, bien agitado o tranquilo.
Su traje y armas eran espléndidos. Llevaba la gorra nacional, coronada con un penacho de plumas y con un broche de plata maciza con la Virgen María. Estos broches habían sido regalados a la Guardia escocesa por deseo del rey, en uno de sus accesos de piedad supersticiosa, que consagró las espadas de su guardia al servicio de la Santa Virgen, y según algunos dicen, llevó el asunto tan lejos, que nombró capitana generala a Nuestra Señora. La gola, armadura y manopla del arquero eran del acero más fino, con incrustaciones de plata, y su cota de malla era tan clara y brillante como la capa de escarcha de una mañana de invierno sobre los helechos. Llevaba una casaca o sobrevesta suelta, de rico terciopelo azul, abierto en los costados, como la de un heraldo, con una gran cruz blanca de San Andrés, de plata, bordada por delante y por detrás; sus rodillas y piernas estaban protegidas con calzones de malla y zapatos de acero; un ancho y fuerte puñal (llamado Mercy of God) colgaba del costado derecho; la banda para la espada, de doble empuñadura, ricamente bordada, colgaba de su hombro izquierdo; pero por comodidad llevaba en aquella ocasión en la mano aquella pesada arma, que el reglamento le impedía poner aparte.
Aunque Quintín Durward, como los jóvenes escoceses de aquella época, estaba desde pequeño acostumbrado a las cosas militares, pensó que nunca había visto un militar de aspecto más marcial o mejor equipado que el que ahora le saludaba personificado en su tío y llamado Ludovico el de la Cicatriz o Le Balafré; no obstante, no pudo por menos de impresionarse un poco con la disforme expresión de su rostro, mientras con sus ásperos bigotes rozaba primero uno y luego el otro carrillo de su pariente, daba la bienvenida a Francia a su sobrino y preguntaba al mismo tiempo qué noticias tenía de Escocia.
Pocas noticias buenas, querido tío —replicó el joven Durward—; pero me alegra ver que me reconoció en seguida.
—Te hubiera conocido, muchacho, en las landes de Bordeaux si te hubiera encontrado marchando como una grulla sobre un par de zancos[13]. Pero siéntate, siéntate; si hay penas que oír, encargaremos vino para ayudarnos a sobrellevarlas. ¡Eh, viejo tacaño, nuestro buen patrón, tráiganos del mejor y al instante!
El acento bien perceptible del francés hablado por un escocés era tan familiar en las tabernas cerca de Plessis como el del francés de un suizo en las modernas guingettes de París; y pronto, con la rapidez, ¡ay!, del miedo y el azoramiento, fue oído y obedecido. Una botella de champagne fue puesta ante ellos, de la que el mayor tomó un trago, mientras el sobrino se ayudaba con un sorbo moderado, para corresponder a la cortesía de su tío, dando por excusa que ya había bebido vino por la mañana.
—Eso hubiera sido una buena excusa en boca de tu hermana, querido sobrino —dijo Le Balafré—; temerías menos al vino si gastases barba y te alistases como soldado. Pero vamos, vamos, destapa tu saco de noticias escocesas; hábleme de Glen Houlakin. ¿Cómo está mi hermana?
—Muerta, querido tío —contestó con tristeza Quintín.
—¡Muerta! —repitió su tío con tono más de sorpresa que de simpatía—. Y era cinco años más joven que yo, y nunca en mi vida estuve mejor. ¡Muerta! La cosa parece imposible. Nunca padecí más allá de una jaqueca después de haber pillado borracheras en compañía de mis hermanos de carrera durante los dos o tres días de licencia. ¡Y mi pobre hermana está muerta! Y tu padre, querido sobrino, ¿se ha casado de nuevo?
Y antes que el joven pudiese responder leyó la respuesta en su sorpresa a la pregunta, y dijo:
—¡Cómo! ¿No? Hubiera jurado que Allan Durward no era hombre para vivir sin una esposa. Le gustaba tener su casa en orden; amaba también cuidar de una bonita mujer, y al mismo tiempo era metódico para vivir; todo esto lo tenía en el matrimonio. Ahora bien; a mí me importan poco estas comodidades, y puedo mirar a una mujer bonita sin pensar en el sacramento del matrimonio; no soy lo bastante bueno para merecerlo.
—¡Ay, querido tío! Mi madre quedó viuda hace un año, cuando Glen Houlakin fue robado por los Ogilvies. Mi padre, mis dos tíos, y mis dos hermanos mayores, siete de mis parientes, y el arpista, y el mayordomo, y seis más de los nuestros murieron defendiendo el castillo, y no hay hogar encendido ni piedra en pie en todo Glen Houlakin.
—¡Cruz de San Andrés! —dijo Le Balafré—. ¡Eso es una verdadera carnicería! ¡Ay, esos Ogilvies fueron siempre malos vecinos de Glen Houlakin! Fue mala suerte; pero azares de la guerra, al cabo. ¿Cuándo ocurrió esta desgracia, querido sobrino?
Diciendo esto tomó un buen trago de vino y movió su cabeza con mucha solemnidad cuando su pariente respondió que su familia había sido aniquilada en la fiesta última de San Judas celebrada.
—Escucha —dijo el soldado—; dije que fue cuestión de suerte; en ese mismo día, yo y veinte de mis camaradas asaltamos el castillo de Rochenoir y lo conquistamos a Amaury Bras-de-fer, un capitán de lanceros voluntario, de quien habrás oído hablar. Yo le maté en la misma entrada y gané el suficiente oro para mandar hacer esta hermosa cadena, que antes era de doble longitud que ahora; y esto me recuerda que tengo que enviar parte de ella en un mensaje sagrado. ¡Venga, Andrés, Andrés!
Andrés, su ayudante, entró, vestido como el mismo arquero en general, pero sin armadura para las extremidades; la del cuerpo era de manufactura más basta, la gorra no tenía pluma y la casaca estaba hecha de sarga o tela ordinaria en vez de rico terciopelo. Desenrollando de su cuello la cadena de oro, Balafré separó unas cuantas pulgadas de uno de sus extremos con sus firmes y bien dispuestos dientes, y dijo a su ayudante:
—Andrés, lleva esto a mi compadre, el rollizo padre Bonifacio, el monje de San Martín. Salúdale en mi nombre y dile que mi hermano y hermana y otros cuantos de mi casa están todos muertos, y que le ruego diga misas por sus almas hasta donde permita el valor de estos eslabones, y que haga cuanto sea necesario para librarles del purgatorio. Y adviértele que, como era gente buena y libres de toda herejía, es probable que estén próximos a salir ya del purgatorio, de modo que con poco se verán libres de sus tormentos; y en ese caso le dices que deseo que lo que sobre del oro entregado se emplee en maldiciones sobre una generación llamada los Ogilvies, de Angusshire, en la forma en que mejor la Iglesia juzgue oportuno. ¿Comprendes todo lo que te digo?
El coutelier afirmó que sí.
—Entonces, procura que ninguno de los eslabones vayan a parar a la taberna antes de que el monje los toque, pues si eso sucediese probarás el gusto de unos correazos hasta que te veas despellejado como San Bartolomé. Detente, sin embargo; veo tus ojos fijos en la copa de vino, y no te marcharás sin probarlo.
Al decir esto, llenó para él hasta el borde una copa, que el coutelier bebió, retirándose después para cumplimentar el encargo de su jefe.
—Y ahora, querido sobrino, déjame escuchar cuál fue tu suerte en este asunto desgraciado.
—Peleé junto a aquéllos que eran más viejos y fuertes que yo, hasta que todos caímos —dijo Durward—, y recibí una cruel herida.
—No sería peor que la que yo recibí hace diez años —dijo Le Balafré—. Mira ahora a esto, querido sobrino —señalando a la cicatriz rojo oscuro impresa en su cara—. Una espada de los Ogilvies nunca trazó un surco tan profundo.
—Trazaron bastantes —contestó Quintín tristemente—; pero se cansaron al final, y los ruegos de mi madre lograron clemencia para mí cuando me encontraron con señales de vida; pero aunque un monje erudito de Aberbrothick, que teníamos casualmente de huésped en la ocasión fatal, y por milagro se salvó de no ser muerto en la refriega, le fue permitido que vendase mis heridas y luego me trasladase a un sitio seguro, fue sólo bajo promesa, dada a la vez por mi madre y él, que me haría monje.
—¡Monje! —exclamó el tío—. ¡Bendito San Andrés, eso nunca me sucedió! Nadie desde mi niñez soñó con hacerme monje. Y, sin embargo, me admiro con sólo la idea, pues estarás conforme en que, exceptuando la lectura y la escritura, que nunca pude aprender, y los salmos, que nunca pude soportar, y el traje, que es el de un mendigo loco, ¡la Virgen me perdone! —al decir esto se santiguó—, y sus ayunos, que no armonizan con mi apetito, hubiera hecho un monje tan bueno como mi pequeño compadre allá en San Martín. Pero no sé por qué nadie me propuso nunca semejante cosa. Bien; tenías que hacerte monje, ¿y por qué, me puedes decir?
—Para que concluyese la casa de mi padre, bien en el claustro o en la tumba —contestó Quintín con profundo sentimiento.
—Ya veo —contestó su tío—, comprendo. ¡Pillos redomados, muy pillos! Podían, sin embargo, resultar chasqueados, pues yo mismo recuerdo, querido sobrino, al canónigo Robersart, que había hecho los votos, y después salió del claustro y llegó a ser capitán de los compañeros voluntarios. Tuvo una querida, la moza más linda que recuerdo, y tres niños preciosos. No hay que fiarse de los monjes, querido sobrino; no fiarse de ellos; pueden hacerse soldados y padres cuando menos lo espera uno; pero sigue con tu historia.
—Poco más tengo que decir —dijo Durward—, excepto que, considerando que mi pobre madre respondía en cierto modo por mí, me decidí a vestir el hábito de novicio y a resignarme a las reglas del claustro, y aun aprendí a leer y escribir.
—¡A leer y escribir! —exclamó Le Balafré, que pertenecía a esa clase de individuos que juzgan milagroso toda clase de conocimientos que excedan de los suyos—. ¡A escribir, dices, y a leer! No puedo creerlo; nunca pudo un Durward escribir su nombre, que yo sepa, ni los Lesly tampoco. Puedo responder de uno de ellos: me es tan imposible escribir como volar. Ahora dime, ¡por San Luis!, ¿cómo te enseñaron?
—Fue trabajoso al principio —dijo Durward—, pero con la costumbre se hizo más fácil; yo estaba débil de mis heridas y pérdida de sangre y deseoso de corresponder a mi salvador, el padre Pedro, y así me dediqué con más asiduidad a mi tarea. Pero después de varios meses de decaimiento mi buena madre murió, y como mi salud estaba ya recuperada de lleno, comuniqué a mi bienhechor, que era también subprior del convento, mi repugnancia a hacer los votos, y convinimos, ya que mi vocación no me llamaba al claustro, que retornase al mundo a buscar fortuna, y para evitar al subprior que incurriese en la cólera de los Ogilvies mi partida tendría la apariencia de una fuga, y para más propiedad llevé conmigo el halcón del abad. Pero fui despedido con arreglo a los cánones, según lo comprueba la escritura y el sello del propio abad.
—Eso está bien, eso está bien —dijo su tío—. Nuestro rey se preocupa poco de cualquier otro robo que hayas podido cometer; pero tiene horror a nada que se parezca a un quebrantamiento de clausura. Y aseguraría que no dispones de mucho dinero para subvenir a tus gastos.
—Sólo unas cuantas piezas de plata —dijo el joven—, pues a vos, querido tío, debo hacer una confesión sincera.
—¡Ay! —replicó Le Balafré—, eso es triste. Ahora bien; aunque no atesoro mi paga, porque no resulta tener deudas contraídas en estos tiempos peligrosos, siempre dispongo, y te aconsejo sigas mi ejemplo, de alguna buena cadena de oro, o brazalete o collar de piedras preciosas, que sirve para el ornato de mi persona, y pueden, en caso necesario, suprimiendo uno o dos eslabones superfluos o una piedra sobrante, satisfacer con su venta a una necesidad perentoria. Pero puedes preguntar, querido pariente, qué has de hacer para lograr juguetes como éste —agitó su cadena con complacencia manifiesta—. No cuelgan en todos los arbustos; no crecen en los campos, como los narcisos, con cuyos tallos los niños hacen collares de caballeros. ¿Dónde entonces? Puedes lograrlo como yo lo logré, al servicio del buen rey de Francia, donde siempre se encuentra riqueza si un hombre tiene corazón para buscarla, arriesgando un poco su vida.
—Tengo entendido —dijo Quintín, evadiendo una decisión para la que aún se sentía apenas competente— que el duque de Borgoña mantiene un Estado más noble que el rey de Francia, y que hay más honra que ganar bajo sus banderas, que allí se dan buenos golpes y se realizan hechos de armas, mientras el cristianísimo rey, según dicen, gana sus victorias con las palabras de sus embajadores.
—Hablas como un niño tonto, querido sobrino —contestó el de la cicatriz—; y, sin embargo, pienso que cuando vine aquí era lo mismo de simple: no podía pensar nunca en un rey sin suponerle bien sentado bajo un alto dosel y festejándose entre encopetados vasallos y paladines, comiendo blackmanger, con una gran corona de oro sobre su cabeza, o bien cargando a la cabeza de las tropas, como Carlomagno en los romances, o como Roberto Bruce o Guillermo Wallace en nuestras propias leyendas, tales como Barbour y el Trovador. Escucha atento, hombre; todo son reflejos de la luna en el agua. Política, política para todo. ¿Pero qué es política?, dirás. Es un arte que este nuestro rey francés ha inventado para luchar con las espadas de otros hombres y para pagar sus soldados con el dinero de otros hombres. ¡Ah!, es el príncipe más sabio que gastó púrpura en su espalda, y, no obstante, no acostumbra a prodigarla; le veo a menudo ir más sencillo de lo que a mí mismo me hubiera parecido prudente aparentar.
—Pero no se pone usted en mi caso, querido tío —contestó el joven Durward—. Prestaría servicio, ya que tengo que servir en tierra extranjera, en algún sitio en el que tuviese ocasión de realizar una brava hazaña que me diese un nombre.
—Te comprendo, querido sobrino —dijo el guerrero a las órdenes del rey—, comprendo tu deseo; pero no estás bien enterado de lo que ocurre. El duque de Borgoña es un hombre impetuoso, violento, testarudo e imprudente. Carga a la cabeza de sus nobles y caballeros, sus vasallos de Artois y Hainault. ¿Piensas que si estuvieses allí, o yo mismo estuviera, podríamos aventajar en el ataque al duque y a todos los bravos nobles de su país? Si no estuviésemos a su altura teníamos probabilidad de ser entregados en manos del capitán preboste, por negligencia; si les igualamos, se nos juzgaría bien y se pensaría que merecíamos nuestras pagas, y en el caso de distinguirme mucho en el frente, lo que es a la vez difícil y peligroso en tal mêlée, en la que todos hacen lo que puedan, mi lord el duque diría, en su lengua flamenca, cuando viese dar un buen golpe: «¡Ah, gut getrofen!, buena lanzada, bravo escocés; denle un florín para que beba a nuestra salud»; pero ni rangos, ni tierras, ni tesoros logra el extranjero en tal servicio. Todo va a los hijos del país.
—¿Y adónde debería ir, querido tío? —preguntó el joven Durward.
—Al que protege a los hijos del país —dijo Balafré estirando su gigantesca figura—. Así habla el rey Luis: «Mi buen aldeano francés, mi honrado Jacques Bonhomme, dedícate a tus herramientas, a tu arado, a tu rastrillo, a tu podadera y a tu azada; aquí está mi valiente escocés, que luchará por ti, y sólo tendrás la molestia de pagar por él. Y vosotros, mi serenísimo duque, mi ilustre conde y mi poderoso marqués, reserven su fiero valor hasta que haga falta, pues es posible que se desmande y vaya contra su dueño; aquí están mis compañías aguerridas, aquí mis guardias franceses, aquí, sobre todo, mis arqueros escoceses y mi honrado Ludovico el de la Cicatriz, que pelearán, tan bien o mejor que vosotros, con todo ese valor indisciplinado que en tiempo de vuestros padres malgastaron Cressy y Agincour». Ahora, ¿no llegas a ver en cuál de estos Estados un caballero de suerte alcanza el más alto rango y percibe el máximo honor?
—Me parece entenderle, querido tío —contestó el sobrino—; pero, a mi modo de ver, el honor no se puede ganar donde no hay riesgo. Seguramente resulta —le ruego me perdone— una vida fácil y casi perezosa montar una guardia junto a un hombre de edad a quien nadie juzga capaz de hacer daño; pasar los días de verano y las noches de invierno en aquellas murallas, y encerrado todo el tiempo en cobijos de hierro por temor de que uno deserte su puesto, tío, tío, eso es comparable al halcón sobre su percha, que nunca vuela libre sobre los campos.
—¡Por San Martín de Tours, el niño tiene coraje! Síntoma legítimo de ser un Lesly; se parece mucho a mí, aunque siempre con algo más de bobería. Escucha, joven —viva largos años el rey de Francia—: Apenas pasa día sin que haya que desempeñar una comisión, en la que alguno de sus partidarios ganen a una crédito y dinero. No pienses que las hazañas más bravas y peligrosas son hechas a la luz del día. Podría enumerarte algunas, tales como escalo de castillos, captura de prisioneros y hechos parecidos, en las que un innominado corre mayor peligro y alcanza mayor favor que cualquier desesperado en el séquito del alocado Carlos de Borgoña. Y si a Su Majestad le agrada quedarse atrás, a retaguardia, mientras se realizan tales acciones, dispone de más tranquilidad de espíritu para admirar, y de mayor liberalidad para recompensar a los aventureros, cuyos peligros, quizá, y cuyos hechos de armas puede mejor juzgar que si él mismo hubiese participado personalmente en ellos. ¡Oh, es un monarca sagaz y eminentemente político!
Su sobrino calló unos momentos, y luego dijo en tono bajo pero impresionante:
—El buen padre Pedro acostumbraba a decirme que podía haber mucho peligro en hazañas con las que se lograba poca gloria. No necesito decirle, querido tío, que no quiero dudar que estas comisiones secretas deben de ser honrosas.
—¿Por quién o por qué me tomas, querido sobrino? —dijo Balafré algo en serio—; no he sido educado en el claustro ni sé leer ni escribir. Pero soy el hermano de tu madre; soy un Lesly leal. ¿Crees que sería capaz de recomendarte nada indigno? El primer caballero de Francia, el propio Du Gueselin, si viviese, estaría orgulloso de clasificar mis hazañas entre sus hechos de armas.
—No puedo dudar de su buena fe, querido tío —dijo el joven—; es usted el único consejero que la adversidad me ha dejado. ¿Pero es verdad, como se dice, que este rey tiene aquí en este castillo de Plessis una corte reducida? Sin nobles ni cortesanos, sin que le acompañe ninguno de sus grandes feudatarios, ninguno de los altos oficiales de la corona; con diversiones medio solitarias, compartidas sólo con los sirvientes de su servidumbre; con Consejos secretos, a los que sólo son invitados hombres obscuros y de baja categoría; en la que la nobleza y el rango son despreciados, y los hombres elevados desde los orígenes más modestos al favor real; todo esto parece irregular, no se asemeja a las costumbres de su padre, el noble Carlos, que arrancó de las garras del león inglés este reino de Francia ya casi conquistado.
—Hablas como un niño veleidoso —dijo Le Balafré—, y aun como niño, insistes en los mismos temas desde puntos de vista diferentes. Mira: si el rey emplea a Oliver Dain, su barbero, para hacer lo que Oliver puede hacer mejor que ninguno de los pares, ¿no es el rey el ganancioso? Si pide a su fornido capitán-preboste, Tristán, que arreste a tal o cual vecino sedicioso, que se apodere de tal o cual noble turbulento, el hecho se realiza, y se acabó; mientras que si la comisión fuese dada a un duque o par de Francia, quizá correspondiese éste desafiando al rey. Si, de nuevo, al rey le agrada dar al sencillo Ludovico Le Balafré una comisión que éste ejecuta, en lugar de emplear al gran condestable, que quizá la traicione, ¿no demuestra en ello sabiduría? Sobre todo, ¿no conviene mejor un monarca de estas condiciones a caballeros de fortuna, que pueden acudir adonde mejor sean apreciados sus servicios y en donde con más frecuencia sean requeridos? No, no, niño; te digo que Luis sabe cómo escoger sus confidentes y qué encargarles, sabiendo adjudicar a cada uno lo suyo. No es como el rey de Castilla, que se ahogaba de sed porque el gran despensero no estaba junto a él para alargarle su copa. Pero oigo la campana de San Martín. Debo volver de prisa al castillo. Adiós, que te cuides, y mañana a las ocho de la mañana preséntate delante del puente levadizo y pregunta al centinela por mí. ¡Ten cuidado de no desviarte de la senda frecuentada al aproximarte al pórtico! Hay tales trampas y atrapapiernas, que podía costarte una, que perderías lastimosamente. Verás al rey y aprenderás a juzgarle por ti mismo; adiós.
Diciendo esto, partió deprisa Balafré, olvidando en su precipitación pagar el vino que había encargado, falta de memoria inherente a personas de su calidad, y a la cual el posadero, sobrecogido quizá por la gorra oscilante y la pesada espada de doble empuñadura, no hizo el menor intento de subsanar.
Podía esperarse que cuando Durward se quedase solo se volvería de nuevo a su torrecilla para vigilar la repetición de aquellos deliciosos sonidos que le habían hecho soñar por la mañana. Pero eso fue un capítulo romántico, y la conversación de su tío le había puesto delante de un episodio real de la vida. No era agradable, y por el momento los recuerdos y reflexiones que suscitó dominaron a los otros pensamientos, y especialmente a todos los de índole ligera y romántica.
Quintín se decidió a dar un paseo solitario por las orillas del rápido Cher, habiéndose antes informado por el posadero por qué camino podía pasar sin miedo a una interrupción desagradable de los cepos y trampas, y allí trató de ajustar sus pensamientos alborotados y de reflexionar en sus futuros movimientos, en los que el encuentro con su tío había arrojado alguna duda.