El almuerzo
¡Santo Dios! ¡Qué masticadores! ¡Qué pan!
Viajes de Yorick.
Hemos dejado a nuestro joven forastero en Francia en una situación más confortable de la que hasta ahora había encontrado desde que penetró en los territorios de los antiguos galos. El almuerzo, según indicamos al final del último capítulo, fue admirable. Hubo una pâte de Perigord, con la que un gastrónomo hubiera deseado vivir y morir, como los comedores de lotus de Homero, olvidados de parientes, país natal y cualquiera especie de obligaciones sociales. Sus vastas murallas de magnífica costra parecían puestas, cual baluartes de rica ciudad, como demostración de la riqueza que tienen que proteger. Había un delicado ragout, con aquella petit point de l’ail que los gascones aman y los escoceses no odian. Había además un delicado pernil que no hacía mucho había pertenecido a un noble jabalí en los bosques vecinos de Mountrichart. Había el pan blanco más exquisito, hecho en forma de panecillos redondos llamados boules (de donde los panaderos toman en Francia el nombre de boulangers), cuya corteza era tan tentadora que aun sólo con agua sería un bocado exquisito. Pero no sólo había agua, pues también había un frasco de cuero llamado bottrine que contenía medio azumbre aproximado, de un exquisito vin de Beaulne. Tantas buenas cosas hubieran despertado el apetito a un muerto. ¿Qué efecto, pues, no había de producir en un joven de veinte años escasos, quien (debemos decir la verdad) apenas había comido en los dos últimos días, excepto la escasa fruta madura que por casualidad acertaba a coger y una ración muy exigua de pan de cebada? Se arrojó sobre el ragout y dio fin de la fuente; atacó al magnífico pastel, ahondó en las entrañas del mismo, y rociando su abundante comida con copas de vino, volvió una y otra vez a la carga, con el asombro del posadero y el regocijo de maese Pedro.
El último, probablemente por ser el autor de una acción más amable de lo que había pensado, parecía encantado con el apetito del joven escocés; y cuando, por fin, observó que sus esfuerzos comenzaban a languidecer, trató de estimularlo a nuevos esfuerzos, ordenando confituras, darioles y otras golosinas menudas que pensaba podían incitarle a continuar su comida. Mientras se entretenía de este modo, el rostro de maese Pedro expresaba cierto género de buen humor, que casi reflejaba benevolencia, y que parecía muy distanciado de su carácter ordinario, severo, cáustico y astuto. Los ancianos casi siempre simpatizan con las alegrías de los jóvenes y con sus esfuerzos de toda clase cuando el espíritu del espectador permanece en su equilibrio natural y no está perturbado por la envidia o por la emulación.
Quintín Durward, también, y mientras estaba tan agradablemente ocupado, no podía hacer otra cosa que descubrir que la cara del que le había convidado, que al principio encontró tan poco atrayente, mejoraba cuando era vista bajo la influencia del vin de Beaulne, y había amabilidad en el tono con que reprochaba a maese Pedro que se divirtiese con él burlándose de su apetito sin comer él nada.
—Estoy haciendo penitencia —dijo maese Pedro— y no puedo comer nada antes del mediodía, excepto algún dulce y una copa de agua. Dígale a aquella señora —añadió volviéndose al posadero— que me lo traiga aquí.
El posadero salió de la habitación, y maese Pedro prosiguió:
—Bien; ¿he cumplido mi palabra respecto al almuerzo que te prometí?
—La mejor comida que he comido —dijo el joven— desde que dejé Glen Houlakin.
—¿Glen qué? —preguntó maese Pedro—. ¿Vas a invocar al demonio con el empleo de palabras tan largas?
—Glen Houlakin —replicó Quintín de buen humor—, que quiere decir Cañada de los mosquitos, nombre de nuestro antiguo patrimonio, mi buen señor. Ha comprado el derecho de reírse con la palabra si gusta.
—No tengo la menor intención de ofender —dijo el anciano—; mas iba a decir, ya que has gozado tanto con esta comida, que los arqueros escoceses de la guardia comen una tan buena como ésta, o aun mejor, todos los días.
—No me sorprende —dijo Durward—, pues, si tienen que estar encerrados toda la noche en los nidos de golondrina deben de sentir gran apetito por la mañana.
—Y lo suficiente para dejarles satisfechos, —dijo maese Pedro—. No necesitan, como los borgoñeses, montar a pelo para tener la tripa llena; visten como condes y comen como abates.
—Que les aproveche —dijo Durward.
—¿Y por qué no quieres entrar aquí de servicio, joven? Tu tío podía, estoy seguro, procurarte una plaza en filas cuando ocurra una vacante. Y, presta atención, yo mismo tengo una poca de influencia y podía serte de alguna utilidad. ¿Puedes montar a caballo, presumo, que tan bien como manejar el arco?
—Los de mi país son tan buenos jinetes como el que más y sé que podía aceptar su amable, ofrecimiento. Sin embargo, fíjese en que el alimento y el vestido son necesarios; pero en mi caso los hombres piensan en honores, progresos y hechos bravos de armas. Vuestro rey Luis, Dios le bendiga, pues es un amigo y aliado de Escocia, sólo vive aquí en el castillo o se dirige a caballo de una plaza fortificada a otra; y gana ciudades y provincias con embajadas políticas y no en lucha franca. En cuanto a mí, opino como Douglass, que siempre está en el campo porque prefiere oír cantar a la alondra que chillar al ratón.
—Joven —dijo maese Pedro—, no juzgues tan atrevidamente las acciones de los soberanos. Luis trata de ahorrar la sangre de sus súbditos y no se preocupa por la suya. Se portó como un hombre valeroso en Montlhéry.
—Ya; pero eso fue hace doce años o más —contestó el joven—. Me gustaría seguir a un amo que mantuviese su honor tan brillante como su escudo y que se aventurase siempre en el tropel de la batalla.
—¿Por qué no te detuviste entonces en Bruselas con el duque de Borgoña? Te hubiera puesto en camino de romperte los huesos a diario, y antes de quedarse atrás, hubiera hecho la tarea por ti mismo, especialmente si llega a enterarse que habían pegado a su guardabosque.
—Verdaderamente —dijo Quintín—, mi sino desgraciado me ha cerrado esa puerta.
—Sin embargo, hay abundancia fuera de aquí de osados con los que los jóvenes alocados encontrarían servicio —dijo su consejero—. ¿Qué piensas, por ejemplo, de Guillermo de la Marck?
—¡Cómo! —exclamó Durward—. ¿Servir al de la Barba, servir al Jabalí de las Ardenas, a un capitán de pillos y asesinos, que mataría a un hombre por lo que vale su capa y que asesina a frailes y peregrinos como si fuesen caballeros armados y gente de guerra? Sería un borrón eterno en el escudo de mi padre.
—Bien, joven ardoroso —replicó maese Pedro—; si juzgas al sanglier demasiado cruel, ¿por qué no sigues al joven duque de Gueldres[9]?
—¿Seguir a esa furia? —dijo Quintín—. No hay quien le aguante. ¡Le están esperando en el infierno! Dice la gente que puso prisionero a su propio padre y que llegó a pegarle. ¿Puede usted creerlo?
Maese Pedro pareció algo desconcertado con el horror innato con que el joven escocés hablaba de ingratitud filial, y contestó:
—No sabes, joven, qué poco subsisten los lazos de parentesco entre los de elevada alcurnia.
Después cambió el tono en el que había comenzado a hablar, y añadió alegremente:
—Además, si el duque ha pegado a su padre, te aseguro que su padre le había pegado antes; así es que sólo era un ajuste de cuentas.
—Me maravilla oírle hablar de ese modo —dijo el escocés, rojo de indignación—; las canas como las suyas deberían buscar objetos más adecuados para bromear. Si el anciano duque pegó a su hijo en su niñez, no le pegó bastante, pues era preferible que hubiese muerto a estacazos que vivir para hacer que el mundo cristiano se avergonzase de que semejante monstruo haya sido bautizado.
—A este tenor —dijo maese Pedro—, y dado cómo juzgas los caracteres de cada príncipe y jefe, pienso que sería mejor que te erigieses a ti mismo en capitán, pues ¿dónde uno tan sabio encontraría jefe digno de que le mandase?
—Se ríe usted de mí, maese Pedro —dijo el joven, de buen humor—, y quizá tiene usted razón; pero no ha nombrado a un hombre que es un jefe valiente y sostiene aquí una brava partida, en la que un hombre podría muy bien querer alistarse.
—No acierto adivinar a quién te refieres.
—¿Cómo? Pues a aquél que cuelga como el ataúd de Mahoma (maldito sea Mahoma) entre dos imanes; a aquél a quien nadie llama francés o borgoñés, pero que sabe guardar el equilibrio entre ambos y les hace temerle y servirle por lo buen príncipe que es.
—No puedo acertar a quién señalas —dijo, pensativo, maese Pedro.
—¿Pues a quién he de referirme sino al noble Luis de Luxemburgo, conde de Saint Paul, el gran condestable de Francia? Allá se sostiene, con su pequeño y esforzado ejército, con la cabeza tan erguida como el rey Luis o el duque Carlos, y en equilibrio entre ambos, como el niño que está de pie en el centro de un tablón mientras otros dos se balancean en los extremos opuestos[10].
—Está en peligro de correr la peor suerte de los tres —dijo maese Pedro—. Y escucha, joven amigo, ya que juzgas el saqueo crimen tan grande, ¿sabes que tu político, el conde de Saint Paul fue el primero en dar el ejemplo de quemar el país durante el tiempo de guerra? ¿Y que antes de realizar su vergonzosa devastación, ciudades y aldeas abiertas, que no hicieron resistencia, fueron siempre perdonadas?
—Entonces, si así ha sucedido —dijo Durward—, empezaré a creer que ninguno de esos grandes hombres es mucho mejor que los otros, y que el escoger entre ellos es como buscar un árbol de donde ahorcarse. Pero este conde de Saint Paul, este condestable, se apoderó con buenas artes de la población que lleva el nombre de mi santo y honorable patrón, San Quintín[11] (al nombrarle se santiguó), y me parece que si viviese allí, mi santo patrón hubiese cuidado de mí (no hay tantos que lleven su nombre, al contrario de lo que pasa con vuestros santos más populares), y sin embargo, debe haberme olvidado, pobre Quintín Durward, su hijo espiritual, ya que me ha dejado marchar un día sin alimento, y me deja a la mañana siguiente al amparo de San Julián y a la cortesía casual de un desconocido, lograda al azar por un chapuzón en el renombrado río Cher, o uno de sus afluentes.
—No blasfemes de los santos, mi joven amigo —dijo maese Pedro—. San Julián es el fiel patrón de los viajeros, y quizá el bendito San Quintín ha hecho más por ti de lo que te imaginas.
Mientras hablaba, se abrió la puerta, y una muchacha, que más bien tenía más que menos de quince años, entró con una fuente cubierta con un damasco, en la que había colocado un platillo con las ciruelas secas, que tanta fama habían dado siempre a Tours, y una copa de la curiosa vajilla que el orífice de aquella ciudad tenía desde antiguo fama de trabajar, con una delicadeza de detalles que las distinguía de las de otras ciudades de Francia, y aun excedía en habilidad de ejecución a las de la metrópoli. La forma de la copa era tan elegante, que Durward no pensó en observar de cerca si el material era de plata o, como la que tenía delante de él, de un metal inferior, pero tan bien bruñido que parecía de un metal más rico.
Pero la presencia de la joven persona que realizó este servicio atrajo mucho más la atención de Durward que los pequeños detalles del menester que realizaba.
Pronto descubrió que largas trenzas negras, las cuales, según la costumbre de las jóvenes de su país, no tenían adorno alguno, excepto una sola guirnalda, hecha con hojas de yedra, formaban un marco a un rostro que con sus facciones regulares, ojos obscuros y expresión pensativa, se asemejaba al de Melpómene, aunque había un débil color en los carrillos y una inteligencia en su mirada que hacían vislumbrar que la alegría no era extraña a una cara tan expresiva, aunque no fuese su expresión más habitual. Quintín llegó a pensar que había circunstancias deprimentes, causa de que un rostro tan joven y adorable estuviese más serio de lo que es natural en una belleza temprana; y como la imaginación romántica de la juventud es rápida para sacar conclusiones de premisas ligeras, le agradó inferir de lo que sigue que la suerte de esta hermosa visión estaba envuelta en silencio y misterio.
—¿Qué tal, Jacqueline? —dijo maese Pedro cuando ella entró en la habitación—. ¿Por qué esto? ¿No deseo que dame Perette traiga lo que necesito? Pasques dieu! ¿No está ella, o se cree demasiado buena para servirme?
—Mi parienta está enferma y descansa —contestó Jacqueline en un tono precipitado pero humilde—; está enferma y no sale de su cuarto.
—¿Es eso cierto? —replicó maese Pedro con cierto énfasis—; soy perro viejo, y no soy de aquéllos que creen en enfermedades fingidas.
Jacqueline se puso pálida y aun tembló con la respuesta de maese Pedro; porque hay que reconocer que su voz y sus miradas, en todo tiempo ásperas, cáusticas y desagradables, tenían, cuando quería expresar cólera o sospecha, un efecto a la vez siniestro y alarmante.
La caballerosidad montaraz de Quintín Durward se despertó en el momento y se precipitó a acercarse a Jacqueline y a librarla de la carga que llevaba, y que ella pasivamente le entregó, mientras con una mirada tímida y ansiosa vigilaba el rostro del enfadado burgués. No era natural resistir a la expresión penetrante y llena de compasión de sus miradas, y maese Pedro prosiguió no sólo con aire de enfado aminorado, sino con tanta gentileza como podía manifestar en su rostro y modales:
—No te censuro, Jacqueline, y eres demasiado joven para ser (lo que es lástima pensar serás algún día) una cosa falsa y traicionera, como el resto de tu inconstante sexo. Nadie que frecuente el trato de gente pierde la oportunidad de conoceros a todas[12]. Aquí está un caballero escocés que te dirá lo mismo.
Jacqueline miró por un instante al joven extranjero como si obedeciese a maese Pedro; pero la mirada, con ser rápida, se le representó a Durward, como una llamada patética en busca de ayuda y simpatía, y con la rapidez dictada por los sentimientos de la juventud y la veneración romántica por el sexo bello, inspirada por su educación, contestó rápido: «Que retaba a cualquier adversario, de igual rango y edad, que se atreviese a decir que semejante rostro como el que ahora contemplaban podía dejar de estar inspirado por el espíritu más puro y sincero».
La muchacha se puso densamente pálida, y echó una mirada de temor a maese Pedro, a quien la bravata del joven gallardo sólo pareció incitar a risa más desdeñosa que aprobatoria. Quintín, cuyos segundos pensamientos generalmente corregían los primeros, aunque algún tiempo después de haberlos emitido, se ruborizó intensamente por haber proferido palabras que podían considerarse como una jactancia inoportuna en presencia de un anciano de profesión pacífica; y como penitencia justa y adecuada resolvió pacientemente someterse al ridículo en que había incurrido. Ofreció la copa y el plato de ciruelas a maese Pedro con sonrojo y rostro humillado, que trataba de disimular con una sonrisa forzada.
—Eres un joven tonto —dijo maese Pedro—, y sabes tan poco de las mujeres como de príncipes, cuya vida —dijo, santiguándose con devoción— Dios guarde muchos años.
—¿Y quién guarda la de las mujeres? —dijo Quintín, resuelto, si podía evitarlo, a no ser vencido por la supuesta superioridad de este extraordinario anciano, cuya manera de ser, altiva y tranquila, tenían un ascendiente sobre él, del que se sentía avergonzado.
—Me temo que esa pregunta te la tenga que responder otro —dijo maeso Pedro sin alterarse.
Quintín fue otra vez vencido, pero no se sintió muy ofendido. «Seguramente —se dijo para su interior— no correspondo a este burgués de Tours con la deferencia debida, a cambio de la miserable deuda de un almuerzo, aunque haya sido bueno y substancioso. Los perros y los halcones están adictos a uno sólo por la comida; el hombre debe ser amable si se le quiere ligar con los lazos del afecto y la obligación. Pero es una persona extraordinaria; y esa preciosa aparición, una cosa tan bonita, no encaja en este sitio humilde, no debe pertenecer al comerciante acaparador de dinero, aunque parezca ejercer autoridad sobre ella, como indudablemente la ejerce sobre todo aquél que la suerte interpone en su camino. Es sorprendente qué importancia dan estos flamencos y franceses a la riqueza; mucha más de la que ésta merece, hasta el punto de que creo que este viejo comerciante cree que el respeto que debo a su edad es debido a su dinero; ¡yo, un caballero escocés de sangre y escudo de armas, y él, un artesano de Tours!».
Tales eran las ideas que atravesaban raudas por la mente del joven Durward, mientras maese Pedro decía, con una sonrisa y golpeando suavemente al mismo tiempo la cabeza de Jacqueline, de la que colgaban las largas trenzas:
—Este joven me servirá, Jacqueline; debes retirarte. Diré a la negligente parienta que hace mal en exponerte a que te vean sin necesidad.
—Sólo fue para servirle —dijo la doncella—. Le aseguro que no tiene motivos para enfadarse con mi parienta, ya que…
—Pasques dieu! —dijo el comerciante, interrumpiéndola, pero no abruptamente—. ¿Malgastas palabras conmigo, rapaza, o sigues aquí para mirar a este joven? ¡Vete! Es noble y sus servicios me bastarán.
Jacqueline desapareció; y tanto se interesó Quintín Durward en su repentina desaparición, que perdió el hilo de sus anteriores reflexiones, y actuó mecánicamente cuando maese Pedro le dijo en tono de uno acostumbrado a ser obedecido, mientras se recostaba en una cómoda butaca:
—Coloca esa bandeja junto a mí.
El comerciante entornó entonces sus perspicaces ojos, de modo que apenas eran visibles y sólo lanzaban de vez en cuando rápida y penetrante mirada, comparable a los rayos del sol poniente detrás de una nube obscura, a través de la cual son aquellos lanzados, pero sólo por un instante.
—Ésta es una criatura bonita —dijo por fin el viejo, levantando la cabeza y mirando con fijeza a Quintín, mientras añadía—: Una joven adorable para ser criada de un auberge. Estaría mejor en el hogar de un honrado burgués; pero es de origen villano y carece de educación.
A veces ocurre que un dicho oportuno mata una ilusión, y el que la poseía se indispone un poco con el que la echa abajo, aunque el daño inferido sea involuntario por parte del ofensor. Quintín se vio desilusionado, y estaba dispuesto a enfadarse, él mismo no sabía por qué, con este anciano por haberle participado que esta hermosa criatura no era ni más ni menos que lo que su ocupación anunciaba: la criada de un auberge, una criada de superior categoría, probablemente sobrina del dueño o algo parecido; pero siempre una doméstica, obligada a soportar los modales de los parroquianos, y particularmente a maese Pedro, que probablemente tenía muchos caprichos y bastante dinero para estar tan seguro de verlos satisfechos.
El pensamiento, el obsesionante pensamiento, de nuevo volvió a él, de que debía hacer comprender al anciano caballero la diferencia entre sus condiciones, y hacerle notar que por muy rico que fuese, sus riquezas no le ponían a la altura de un Durward de Glen Houlakin. Sin embargo, cuando miró al rostro de maese Pedro con tal intención, halló en él, no obstante la mirada baja, las facciones apretadas y traje humilde y pobre, algo que impidió al joven afirmar la superioridad que creía poseer sobre el comerciante. Por el contrario, cuanto más y con más fijeza le miraba Quintín, aumentaba su curiosidad para saber quién o qué era en la actualidad este hombre; y se le figuró ser un síndico o un alto magistrado de Tours, o uno que, de un modo o de otro, tenía la costumbre inveterada de exigir y ser tratado con deferencia.
En el ínterin, el comerciante parecía de nuevo absorto en alguna idea fija, de la que se desprendió levantándose y santiguándose devotamente para comer alguna fruta seca con un pedazo de bizcocho. Hizo entonces señas a Quintín para que le diese la copa, añadiendo mientras éste se la daba:
—¿Dices que eres noble?
—Seguramente lo soy —replicó el escocés—, si quince generaciones pueden hacerme noble, como antes le dije. Pero no se preocupe por esa cuestión, maese Pedro; siempre me enseñaron que es el deber de los jóvenes ayudar a los de más edad.
—Excelente máxima —dijo el comerciante, aprovechándose de la ayuda del joven al presentarle la copa y llenándola del contenido de un jarro que parecía ser del mismo material que la copa, sin ninguno de esos escrúpulos por su manera de proceder que quizá Quintín había esperado despertar.
«Que el diablo cargue con la confianza y familiaridad de este viejo artesano ciudadano», se dijo una vez más para su capote Durward; «se aprovecha de la ayuda de un noble caballero escocés con tan poca ceremonia como si hubiese sido yo un cualquiera».
Habiendo concluido entretanto el comerciante su copa de agua, dijo a su compañero:
—Por las ganas con que pareces haber saboreado el vin de Beaulne me imagino que no me harías la competencia con este licor natural. Pero poseo un elixir que convierte el agua de manantial en los más ricos vinos de Francia.
Mientras hablaba, sacó una bolsa grande de su pecho, hecha de piel de foca, y volcó una lluvia de pequeñas monedas de plata en la copa, hasta que ésta, que era pequeña, quedó llena hasta más de la mitad.
—Tienes motivos para mostrarte más agradecido, joven —dijo maese Pedro—, tanto a tu patrón San Quintín como a San Julián, de lo que hasta ahora has sido. Te aconsejo que des limosnas en su nombre. Permanece en esta posada hasta que veas a tu pariente, Le Balafré, que saldrá de guardia esta tarde. Procuraré que se entere que aquí le puedes encontrar, pues tengo asuntos en el castillo.
Quintín Durward quiso decir algo para excusarse por aceptar los generosos ofrecimientos de su nuevo amigo; pero maese Pedro, arqueando las cejas e irguiendo su encorvada figura en una actitud de mayor dignidad de la que hasta ahora le había visto asumir, dijo en tono autoritario:
—No repliques, joven, y haz lo que se te ordena.
Con estas palabras salió de la habitación, haciendo una indicación al partir para que Quintín no le siguiese.
El joven escocés quedose atónito y no sabía qué pensar del particular. Su primer impulso, el más natural, aunque quizá no el más digno, le indujo a mirar en el interior de la copa que, con seguridad, estaba más que promediada de monedas de plata, que sumaban varias veintenas, de las que Quintín, con toda probabilidad, nunca había llegado a tener por suyas ni siquiera veinte en toda su vida. ¿Pero podía reconciliar con su dignidad como caballero el aceptar así el dinero de este rico plebeyo? Era ésta una ardua cuestión, pues aunque había logrado un buen almuerzo, no era una gran reserva para viajar, bien hacia Dijon, en el caso de querer arriesgar la cólera y entrar al servicio del duque de Borgoña, o a San Quintín, si prefería el del condestable de Saint Paul, pues a uno de estos potentados, ya que no al rey de Francia, estaba decidido a ofrecer sus servicios. Quizá tomó la resolución más prudente en estas circunstancias al resolverse a tomar el consejo de su tío, y mientras tanto colocó el dinero en su bolsa de cacería y llamó al dueño de la casa para devolver la copa de plata, resolviendo al mismo tiempo hacerle algunas preguntas sobre este comerciante liberal y autoritario.
El posadero apareció a poco, y si no más comunicativo, estuvo al menos más locuaz que anteriormente. Positivamente rehusó hacerse cargo de la copa de plata. No era suya, dijo, sino de maese Pedro, que la había regalado a su convidado. Poseía cuatro hanaps de plata, que le había dejado su abuela, de feliz memoria; pero ninguna con el cincelado como la que su convidado tenía en la mano; era una de las famosas copas de Tours, trabajada por Martín Dominique, un artista que podía hombrearse con los de París.
—Y dígame, por favor, ¿quién es este maese Pedro —dijo Durward interrumpiéndole— que hace a los forasteros regalos tan valiosos?
—¿Que quién es maese Pedro? —dijo el posadero, dejando caer las palabras lentamente de su boca, como si las hubiera estado destilando.
—Sí —dijo Durward, rápida y perentoriamente—, ¿quién es este maese Pedro y por qué prodiga su bondad de este modo? ¿Y quién es ese individuo, con aspecto de carnicero, que envió por delante para ordenar el almuerzo?
—Señor, usted mismo debía haberle preguntado a maese Pedro quién es; y en cuanto al caballero que encargó preparasen el almuerzo, ¡Dios nos libre de tratarle íntimamente!
—Hay algo misterioso en todo esto —dijo el joven escocés—. Este maese Pedro me dijo que era un comerciante.
—Si eso le dijo —dijo el posadero—, seguramente es un comerciante.
—¿En qué géneros trafica?
—En cosas muy distintas —dijo el hostelero—, y especialmente ha montado aquí unas manufacturas de seda que compiten con esos fardos que los venecianos traen de la India y Cathay. Pudo usted ver la fila de moreras al venir aquí, todas plantadas por disposición de maese Pedro para alimentar los gusanos de seda.
—Y esa joven que entró con las ciruelas, ¿quién es, mi buen amigo? —dijo Quintín.
—Señor, mi huésped, con su haya, una especie de tía o parienta —contestó el posadero.
—¿Pero es que de ordinario utiliza a sus huéspedes para servirse unos a los otros? —dijo Durward—. Pues observé que maese Pedro no tomó nada de su mano de usted o de la de su sirviente.
—Los hombres ricos tienen sus caprichos, pues pueden pagarlos —dijo el mesonero—; no es la primera vez que maese Pedro ha encontrado el procedimiento para que la gente bien nacida le sirva a una señal suya.
El joven escocés se sintió algo ofendido con la insinuación; pero ocultando su resentimiento, preguntó si le podían proporcionar en la casa una habitación por un día y quizá más.
—Ciertamente —replicó el posadero—, por todo el tiempo que desee estar.
—¿Podía entonces permitírseme —preguntó— presentar mis respetos a las damas de quien voy a ser compañero de hospedaje?
El posadero dudó un momento.
—No salen de casa —dijo—, y no reciben a nadie en ella.
—¿Con la excepción, supongo, de maese Pedro? —dijo Durward.
—No me es permitido citar ninguna excepción —contestó el hombre, firme, pero respetuosamente.
Quintín, que exageraba demasiado la noción de su propia importancia, si se considera lo huérfano que se encontraba de medios para sostenerla, algo mortificado con la respuesta del posadero, no dudó en valerse de una práctica bastante corriente en aquella época.
—Lleve a las damas —dijo— un frasco de Auvernat, con mis respetos, y diga que Quintín Durward, de la casa de Glen Houlakin, caballero escocés, y ahora su huésped, desea lograr permiso para presentarle su homenaje en una entrevista personal.
El mensajero partió y volvió casi en el acto, haciendo constar el agradecimiento de las damas, que, por vivir en privado, no podían aceptar la visita del caballero escocés.
Quintín se mordió el labio y tomó una copa del rechazado Auvernat, que el patrón había colocado en la mesa.
«¡Vive el cielo, que ésta es una extraña comarca —se dijo a sí mismo—, en la que comerciantes y artesanos practican los modales y munificencia de los nobles, y damiselas viajeras, que hacen de una posada su corte y mantienen un rango cual princesas disfrazadas! Veré de nuevo a la doncella de rostro moreno o muy difícil la cosa será».
Y después de tomar esta resolución pidió ser conducido a la habitación que le destinaban.
El posadero le condujo por una escalera de una torrecilla y después por una galería con muchas puertas que daban a ella, como las de las celdas de un convento, semejanza que nuestro joven héroe, que recordaba con gran fastidio una prueba temprana de vida monástica, estaba lejos de admirar.
El patrón se detuvo en el extremo de la galería, escogió una llave del gran manojo que pendía de su cinturón, abrió la puerta y mostró a su huésped el interior de una habitación en una torrecilla pequeña, limpia y aislada, y que, aunque provista de cama y otros muebles muy bien dispuestos, podía considerarse como una habitación de un palacete.
—Espero encontrará agradable esta habitación, señor —dijo el mesonero—. Tengo deber de complacer a todo amigo de maese Pedro.
—¡Oh, bendito chapuzón! —exclamó Quintín Durward, haciendo cabriolas tan pronto como su patrón se hubo retirado—. Nunca la buena suerte se presentó de mejor manera. Estoy satisfecho con mi buena estrella.
Mientras así hablaba se adelantó a la ventanita, la cual, como la torrecilla, sobresalía bastante de la fachada del edificio; no sólo dominaba su precioso jardín, algo extenso, que pertenecía a la posada, sino que permitía ver más allá de su límite un atrayente bosquecillo de esas moreras que había plantado maese Pedro para fomentar la cría del gusano de seda. Además, apartando la vista de estos objetos más remotos y mirando de costado a lo largo de la pared, resultaba opuesta la torre de Quintín a otra torre, y la pequeña ventana en que estaba permitía ver otra ventanita similar en un saliente correspondiente del edificio. Hubiera sido difícil para un hombre veinte años mayor que Quintín saber por qué esta torrecilla le interesaba más que el agradable jardín o el bosquecillo de moreras, pues ojos que cuentan con más de cuarenta años de uso miran con indiferencia a las ventanas de una torrecilla, aunque la celosía esté medio abierta para dejar paso al aire, mientras el postigo está medio cerrado para impedir el sol o quizá una mirada demasiado curiosa, y aunque en un costado de la ventana cuelgue un laúd en parte cubierto por un ligero velo de seda verde mar. Pero a la feliz edad de Durward tales accidentes, como un pintor los llamaría, son base suficiente para múltiples visiones y conjeturas misteriosas, a cuyo recuerdo el hombre maduro sonríe mientras suspira, y suspira mientras sonríe.
Como habrá de suponerse que nuestro amigo Quintín deseaba saber algo más de su bella vecina, la propietaria del laúd y del velo; como puede imaginarse que, por lo menos, estaba interesado en cerciorarse si no resultaría ser la misma persona a quien había visto servir humildemente a maese Pedro, se sobrentiende que no mostró un rostro curioso ni su persona de lleno en el marco de su ventana. Durward conocía bien el arte de cazar pájaros, y debió al hecho de mantenerse a un lado de su ventana, mientras miraba a través de la celosía, el placer de ver un brazo blanco, redondo y bello que descolgaba el instrumento, y el que sus oídos participasen, regocijados, con su diestro manejo.
La doncella de la torrecilla, del velo y del laúd cantaba precisamente la misma tonada que suponemos acostumbraba a fluir de los labios de las damas de linaje cuando caballeros y trovadores escuchaban y languidecían.
La letra no tenía tanto sentido, ingenio o fantasía como para distraer la atención de la música, ni la música tanto arte como para ahogar todo significado de las palabras. La una parecía amoldarse a la otra, y si el canto se hubiese recitado sin notas o la música interpretada sin palabras, no se hubiera notado el hecho. Por eso, apenas puede justificarse el repetir versos no compuestos para ser dichos o leídos y sólo para cantarlos. Pero tales restos de antigua poesía siempre han ejercido en nosotros una especie de fascinación, y como la música se ha perdido para siempre, a no ser que Bishop logre encontrar la notas o alguna alondra enseñe a Esteban a cantar la tonada, arriesgaremos nuestro crédito y el gusto de la doncella del laúd, conservando los versos, simples y rudos como son:
¡Ah! Conde Guy, la hora se acerca;
el sol ha dejado la llanura;
la flor del naranjo perfuma el jardín;
la brisa sopla hacia el mar.
La alondra, que se pasó el día cantando,
aguarda silenciosa la llegada de su pareja;
brisa, pájaro y flor confiesan la hora;
pero ¿dónde está el conde Guy?
La doncella de la aldea se desliza en la sombra
para escuchar los cortejos de su zagal;
a una belleza tímida, tras alta reja,
canta el caballero de alcurnia.
La estrella del amor, dominando a las estrellas,
reina ya sobre cielos y tierra,
y altos y bajos están bajo su influencia;
pero ¿dónde está el conde Guy?
Cualquiera que sea la idea que el lector se forme de esta letra sencilla, ejerció un gran efecto en Quintín, pues, unida a melodías celestiales, y cantada por una voz dulce y pastosa, llegando las notas mezcladas con las suaves brisas perfumadas del jardín, y permaneciendo oculta la casa de la cantante, aparecía todo ello envuelto en un velo de misteriosa fascinación.
Al final de la tonada, el joven no pudo contenerse en mostrarse más arriesgado que hasta ahora e hizo un rápido movimiento para ver más de lo que hasta entonces había podido descubrir. La música cesó al momento, cerraron la ventana, y una cortina obscura, echada por dentro, puso fin a todo nuevo intento de observación por parte del vecino en la torrecilla próxima.
Durward se molestó y quedó sorprendido de la consecuencia de su precipitación; pero se consoló con la esperanza de que la dama del laúd no podría tan fácilmente olvidar la práctica de un instrumento que tan familiar le parecía ni resolverse a renunciar al placer del aire puro y a una ventana abierta con el único fin egoísta de reservar para su propio oído los dulces sonidos que producía. Había quizá, y mezclado con estas consoladoras reflexiones, un ligero sentimiento de vanidad personal. Si, como astutamente sospechaba, había una doncella de hermosas trenzas negras en una de las torrecillas, no podía menos de percatarse que un galán hermoso, joven, atrayente e ingenioso, un caballero de suerte, era el que ocupaba la otra; y los romances, esos instructores prudentes, le habían enseñado de más joven que si las doncellas son tímidas, no carecen de curiosidad ni les falta interés para los asuntos de sus vecinos.
Mientras Quintín estaba embebido en estas sabias reflexiones, una especie de servidor o camarero de la posada le informó que un caballero que estaba abajo deseaba hablar con él.