Capítulo III

El castillo

Justo en el medio, se eleva un macizo edificio,

con puertas enrejadas, que impiden el paso a todo invasor.

Fuertes y robustas surgen las murallas almenadas,

y el foso se hunde en la profundidad.

Lenta alrededor de la fortaleza, corre el agua perezosa,

y altas en el aire, lucen las torrecillas vigilantes.

Anónimo.

Mientras así hablaban Durward y su nuevo conocido dieron vista a todo el frente del castillo de Plessis-les-Tours, que aun en aquellos peligrosos tiempos en que los poderosos se veían obligados a residir en lugares de gran fortaleza se distinguía por el extremo y celoso cuidado con que se le vigilaba y defendía.

Desde el lindero del bosque en que el joven Durward se detuvo con su compañero, con el fin de tornar una vista de esta residencia real, se extendía, o más bien se elevaba, aunque con pendiente muy suave, una explanada abierta desprovista de árboles y arbustos, excepto una gigantesca y medio seca encina muy vieja. Este espacio quedaba despejado, según las reglas de la fortificación en todas las épocas, con el fin de que el enemigo no pudiese aproximarse a las murallas bajo cubierto o sin ser visto desde las almenas, y detrás de él se elevaba el castillo.

Había tres murallas exteriores, almenaradas y con torrecillas de trecho en trecho, y en cada esquina; el segundo recinto se elevaba más alto que el primero y estaba hecho de modo que dominase la defensa exterior en el caso de ser ganado aquél por el enemigo, y estando a su vez, de análoga manera, dominado por la barrera tercera y más interna.

Alrededor de la muralla exterior, según le informó el francés a su joven compañero (pues como se encontraban más bajos que los cimientos de la muralla no podían verlo), corría un foso de unos veinte pies de profundidad, al que proveía de agua una presa situada en el río Cher, o más bien en uno de sus afluentes. Enfrente de la segunda muralla, dijo, había otro foso, y un tercero, ambos de las mismas desusadas dimensiones, abierto entre el segundo y tercer recinto. Al borde, tanto del circuito más interno como más externo, estaba fuertemente fortificado con empalizadas de hierro, que cumplían la finalidad de lo que en la fortificación moderna se llama chevauxde frise, estando la parte superior de cada empalizada erizada de agudas púas que debían costarle la vida al que intentase saltar sobre ellas.

En el interior del recinto tercero se elevaba el castillo, que se componía de edificios de diferentes períodos, dispuestos alrededor y unidos con la antigua e imponente torre del Homenaje, que era anterior a todos ellos, y se elevaba como gigantesco etíope negro, erguida en el aire, mientras la ausencia de ventanas, ya que las que había no eran mayores que agujeros de tirador dispuestos para la defensa irregularmente, comunicaban al espectador la misma desagradable impresión que experimentamos al contemplar un hombre ciego. Las otras construcciones no parecían mejor dispuestas para los fines del confort, pues las ventanas daban a un patio cerrado o interior, de suerte que el conjunto del frente exterior se asemejaba mucho más a una prisión que a un palacio. El actual rey había aumentado este efecto, pues deseoso de que las adiciones que él había dispuesto en las fortificaciones fuesen de un estilo que no se diferenciase fácilmente del edificio original (como muchas personas celosas, no le gustaba que se percatasen de sus temores), se utilizó el ladrillo y la piedra de sillería de tonos los más obscuros y se mezcló hollín con la cal para dar a todo el castillo el mismo tinte uniforme de antigüedad remota y tosca.

Este lugar formidable sólo tenía una entrada, por lo menos Durward no distinguió ninguna otra a lo largo del frente espacioso, excepto en el centro del primer recinto más exterior, donde se erguían dos sólidas torres, que indicaban ser defensas de un paso al interior; y pudo observar su acompañamiento obligado, rastrillo y puente levadizo, de los que el primero estaba bajado y el segundo levantado. Torres de entrada similares se veían en la segunda y tercera muralla, pero no en línea con las del circuito exterior, a causa de que el paso no cortaba en línea recta los tres recintos, sino, por el contrario, aquéllos que entraban tenían que recorrer unas treinta yardas entre la primera y la segunda muralla, expuestos, si sus propósitos eran hostiles, a ser blanco de las armas arrojadizas desde ambas, y de nuevo, al ser traspuesto el segundo recinto, tenían que hacer una desviación similar de la línea recta para poder llegar al pórtico del tercer recinto, más interior; de suerte que, antes de alcanzar el patio exterior que corría a lo largo del frente del edificio, había que atravesar dos estrechos y peligrosos desfiladeros bajo las descargas de flanco de la artillería, y tres puertas, defendidas con la mayor eficacia conocida en la época, tenían que ser forzadas sucesivamente.

Viniendo de un país asolado a su vez por guerras exteriores y luchas internas, país también cuya superficie desigual y montañosa, que abunda en precipicios y torrentes, proporciona tantas posiciones ventajosas para el combate, el joven Durward estaba bastante familiarizado con los variados artificios con los que los hombres, en aquella edad ruda, procuraban asegurar sus moradas; pero francamente confesó a su compañero que no se imaginaba que el arte tuviese tales recursos de defensa donde la Naturaleza había hecho tan poco, ya que la fortaleza, como hemos indicado, estaba en la cima de una suave eminencia, a la que se ascendía desde el sitio donde se encontraban.

Para aumentar su sorpresa, su compañero le contó que los alrededores del castillo, excepto la única senda en zigzag por la que se podía llegar con seguridad a la portada, estaban, como las espesuras que habían atravesado, llenos de toda clase de trampas ocultas y cepos para atrapar al desgraciado que se aventurase por allí sin un guía; que en las murallas había dispuestas ciertas cunas de hierro, llamadas nidos de golondrinas, desde las que los centinelas, que estaban allí apostados por lo general, podían, sin exponerse a riesgo ninguno, apuntar con seguridad a cualquiera que intentase entrar sin la señal, o santo y seña del día, y que los arqueros de la guardia real hacían ese servicio de día y de noche, por lo que recibían una buena paga, ricos trajes y mucho honor y beneficio de parte de Luis XI.

—Y ahora di, joven —continuó—, ¿viste nunca una fortaleza tan fuerte y crees que hay hombres lo bastante valientes para asaltarla?

El joven miró un rato con atención al lugar, cuya vista le atraía tanto que olvidó, en medio de su curiosidad juvenil, la humedad de su ropa. La expresión de su mirada y el color que le subió a los carrillos le asemejaban a un hombre atrevido que medita una acción honrosa al contestar:

—Es un castillo resistente y muy bien defendido; pero no hay imposibles para hombres valientes.

—¿Hay alguien en tu país capaz de semejante hazaña? —preguntó el anciano con algo de sorna.

—No afirmaré tal cosa —contestó el joven—; pero hay miles que por una buena causa intentarían hazaña tan atrevida.

—¡Bah! —dijo el otro—. ¿Quizá seas tú el atrevido?

—Faltaría a la verdad si me jactase que no existe peligro —contestó el joven Durward—; pero mi padre ha hecho un acto de valentía semejante, y estoy seguro de no ser bastardo.

—Bien —dijo su compañero sonriendo—; puedes igualar a tu padre en el intento, pues los arqueros escoceses de la Guardia de Corps del rey Luis están de centinela en aquellas murallas; trescientos caballeros de la mejor alcurnia de tu país.

—Y si yo fuese el rey Luis —respondió el joven— confiaría mi seguridad a la lealtad de los trescientos caballeros escoceses, demolería las murallas para llenar los fosos, llamaría a mis nobles pares y paladines y viviría como me correspondía, entre quiebras de lanzas en torneos lucidos, con festivales de día con los nobles y danzas de noche con las damas, y no tendría más miedo del enemigo que de una mosca.

Su compañero sonrió de nuevo, y volviendo la espalda al castillo, al que observó se habían acercado demasiado, tornó otra vez al camino por una senda más ancha y más transitada que la que antes habían seguido.

—Ésta —dijo— nos conducirá a la población de Plessis, donde tú, como forastero, encontrarás acomodo razonable y decente. A unas dos millas más allá está la bonita ciudad de Tours, que da nombre a este condado rico y hermoso. Pero la población de Plessis, o Plessis del Parque, como a veces la llaman, por su vecindad a la residencia real y de la caza que está rodeada, te proporcionará hospitalidad más próxima y adecuada.

—Le agradezco, amable señor, su información —dijo el escocés; pero mi estancia aquí será tan corta que si no necesitase un pedazo de carne y un trago de algo mejor que agua pasaría de largo por Plessis.

—Creía —contestó su compañero— que tenías que ver a algún amigo en este sitio.

—Y así es: a un hermano de mi madre —contestó Durward.

—¿Cómo se llama? —preguntó el anciano—. Lo averiguaremos, pues no es conveniente que subas al castillo, donde podían tomarte por un espía.

—¡Por la salud de mi padre! —dijo el joven—. ¡Yo tornado por un espía! ¡Qué se condene quién me acuse de semejante falsedad! ¡No tengo por qué ocultar el apellido de mi tío! ¡Es Lesly; Lesly, apellido noble y honrado!

—Así lo será, no lo dudo —dijo el anciano—; pero hay tres con ese apellido en la Guardia escocesa.

—Mi tío se llama Ludovico Lesly —dijo el joven.

—De los tres Leslys —contestó el comerciante—, dos se llaman Ludovico.

—Llaman a mi pariente Ludovico el de la Cicatriz —dijo Quintín—. Nuestros nombres familiares son tan comunes en una casa escocesa, que cuando no se poseen tierras usamos siempre el apodo.

—Un nom de guerre supongo querrá decir —contestó su compañero—; y al hombre de quien hablas nosotros le llamamos Le Balafré por la cicatriz que ostenta en su cara: un hombre como es debido y un buen soldado. Me gustaría poderte facilitar una entrevista con él, pues pertenece a una tanda de caballeros cuyas obligaciones son estrictas, y que no salen con frecuencia fuera de su guarnición a no ser en servicio inmediato de la persona del rey. Y ahora, joven, contéstame a una pregunta. Apostaría algo a que deseas entrar a servir con tu tío en la Guardia escocesa. Si ése es tu propósito, es una intención loable, pero algo extemporánea, pues eres demasiado joven y se necesitan algunos años de práctica para el alto cargo a que aspiras.

—¡Quién sabe si alguna vez pensé semejante cosa! —dijo Quintín descuidadamente—; pero si lo hice, deseché ya mi fantasía.

—¿Cómo es eso, joven? —dijo el francés algo sorprendido—. ¿Hablas así de un cargo que tantos aspirantes tiene entre los más nobles de tus paisanos?

—Que gocen con él es mi deseo —dijo Quintín con mesura—. Hablando sin rodeos, me hubiera gustado estar al servicio del rey de Francia; pero por muy bien vestido y alimentado que me encontrase, amo más el espacio libre que el estar confinado en una jaula o nido de golondrina, allá, como llama usted a esas cajas enrejadas. Además —añadió en voz más baja—, y para ser sincero, no me gusta el castillo cuando el covintree[8] tiene las bellotas de aquél de allá.

—Adivino a lo que te refieres —dijo el francés—; pero habla con más claridad.

—Para hablar con más claridad —respondió el joven—, le diré que allá crece una hermosa encina, a un tiro de ballesta aproximadamente del castillo, y en esa encina cuelga un hombre con un coleto gris parecido a éste que llevo.

—¿De verdad? —dijo el francés—. Pasques dieu! ¡Mira lo que vale tener ojos jóvenes! Yo veo algo, pero lo tomé por un cuervo entre las ramas. Mas el espectáculo no es una novedad, joven; cuando el verano cede el paso al otoño, y las noches de luna son largas, y los caminos se hacen peligrosos, puede verse un manojo de diez y hasta de veinte de tales bellotas colgando en esa vieja encina. Son a modo de estandartes desplegados para espantar a los bribones, y por cada malvado que del árbol cuelgue, un hombre honrado puede calcular que habrá un ladrón, un traidor, un salteador de caminos, un pilleur y opresor del pueblo menos en Francia. Éstos, joven, son muestra de nuestra soberana justicia.

—Yo les hubiera colgado más lejos de mi palacio de haber sido el rey Luis —dijo el joven—. En mi país colgamos los cuervos muertos en donde rondan los cuervos vivos, pero no en nuestros jardines o palomares. La peste de la carne corrompida, ¡qué asco!, llega a mis narices a la distancia en que nos encontramos.

—Si vives para servidor honrado y leal de tu príncipe, buen joven —contestó el francés—, aprenderás que no hay perfume que iguale al olor de un traidor muerto.

—No me gustará vivir para perder el olfato de mi nariz o la vista de mis ojos —dijo el escocés—. Muéstreme un traidor vivo, y aquí están mi mano y mi arma; pero una vez muerto, no debe subsistir el odio. Pero me parece que llegamos a una población en donde espero demostrarle que ni la zambullida ni el disgusto me han quitado el apetito para almorzar. Así es que, mi buen amigo, vayamos a la hostería con toda la velocidad posible. Antes, sin embargo, de aceptar su hospitalidad déjeme saber por qué nombre atiende.

—Los hombres me llaman maese Pedro —contestó su compañero—. No poseo títulos. Soy un hombre corriente que vivo por mi cuenta. Ése es mi destino.

—Así sea, maese Pedro —contestó Quintín—, y me alegro de que mi buena suerte nos haya juntado, pues necesito consejos oportunos, que sabré agradecer.

Mientras así hablaban, la torre de la iglesia y un alto crucifijo de madera, que se elevaba por encima de los árboles, les cercioraron que estaban a la entrada de la población.

Pero maese Pedro, desviándose un poco del camino, que ahora se había unido a una calzada abierta y pública, dijo a su compañero que la posada donde pensaba llevarle estaba algo retirada y sólo se recibía en ella a los viajeros más distinguidos.

—Si quiere usted dar a entender aquéllos que viajan con la bolsa bien repleta —contestó el escocés—, yo no soy del número, ¡y prefiero que me despojen en la carretera que en una posada!

Pasques dieu! —dijo su guía—. ¡Qué cautos son los oriundos de Escocia! Un inglés entra decidido en una taberna, come y bebe de lo mejor y nunca piensa en la cuenta hasta que tiene la tripa llena. Pero te olvidas, señorito Quintín, que te debo un almuerzo por la mojadura que mi equivocación te proporcionó. Es el castigo por haberte ofendido.

—En realidad —contestó el animoso muchacho— ya había olvidado mojadura, ofensa, castigo y todo. Mis ropas se han secado con el paseo, o poco les falta; pero no rehusaré su amable ofrecimiento, pues mi comida de ayer fue frugal, y no cené. Usted parece un viejo y respetable burgués y no veo razón para no aceptar su ofrecimiento.

El francés se rió a escondidas, pues se percató plenamente que el joven, a pesar de estar medio muerto de hambre, encontraba alguna dificultad para reconciliarse con la idea de comer a costa de un extraño e intentaba someter su orgullo interior con la reflexión de que al aceptar cortesía tan ligera daba gusto al anciano.

Mientras tanto, descendieron por una calle estrecha sombreada por altos olmos, al fondo de la cual un pórtico les dio entrada en el patio de una posada de dimensiones no corrientes, calculada para el alojamiento de los nobles y sus cortejos que tenían asuntos en el vecino castillo, donde raras veces y únicamente cuando semejante hospitalidad era inevitable, permitía Luis XI que estuviese albergado alguno en su corte. Un escudo de armas, que ostentaba la flor de lis, se veía sobre la puerta principal del irregular y vasto edificio; pero no había ni en el patio ni en los locales ese bullicio que en aquellos días, cuando se alojaba a huéspedes en establecimientos públicos y privados, indicaba que había negocios y movimiento de viajeros. Parecía como si el carácter hosco y poco sociable de la mansión real de la vecindad hubiese comunicado parte de su melancolía solemne y terrorífica a un sitio al que se consideraba, según la costumbre universal, por templo de la sociedad alegre y de buen humor.

El maese Pedro, sin llamar a nadie y sin aproximarse siquiera a la entrada principal, levantó el picaporte de una puerta lateral y se dirigió a una amplia habitación en la que un haz de leña crepitaba en el hogar y se veían preparativos para un substancial almuerzo.

—Mi compadre ha cuidado de todo —dijo el francés al escocés—. Debes de tener frío, y ha encargado un fuego; tienes que sentir hambre, y ahora almorzarás.

Silbó, y entró el posadero; contestó al bon jour de maese Pedro con una reverencia, pero en modo alguno demostró aquella charlatanería característica de los posaderos franceses de todas edades.

—Esperaba que un caballero —dijo maese Pedro— hubiese encargado un almuerzo. ¿Lo ha hecho?

En respuesta, sólo se inclinó el posadero, y mientras continuaba trayendo y disponiendo sobre la mesa los distintos platos de un reconfortante almuerzo no se preocupó de ensalzar sus méritos con una sola palabra. Y, sin embargo, este almuerzo merecía los elogios que los mesoneros franceses acostumbran a otorgar a sus banquetes, como el lector verá en el siguiente capítulo.