El caminante
El mundo es mi ostra, que abro con la espada.
Ancient Pistol.
En una deliciosa mañana de verano, y antes de que el sol recobrase su poder de abrasar, y mientras las gotas de rocío refrescaban y perfumaban el ambiente, un joven que procedía del Nordeste se aproximaba al vado de un pequeño río, o más bien arroyo grande, tributario del Cher, cerca del castillo real de Plessis-les-Tours, cuyas murallas obscuras y almenadas destacaban en el fondo del paisaje del extenso bosque que las rodeaba. Este arbolado constituía un parque real o terreno de caza, cercado por una tapia, denominada en el latín de la Edad Media Plexitium, que da el nombre de Plessis a tantas aldeas de Francia. El castillo y la aldea a los que ahora nos referimos se llamaban Plessis-les-Tours para distinguirlo de otros, y estaba construido a unas dos millas al sudoeste de la bella población de ese nombre, la capital de la antigua Turena, cuyo rico llano había sido denominado el Jardín de Francia.
En la orilla del mencionado arroyo, opuesta a la que se acercaba el viajero, dos hombres, que sostenían animada conversación, parecían, de vez en cuando, vigilar sus movimientos, ya que por su situación, mucho más elevada, podían verle a considerable distancia.
La edad del joven viajero oscilaría entre los diecinueve y veinte años, y su cara y su persona, que no eran vulgares, indicaban que no pertenecía al país en que ahora estaba. Su corta capa gris y calzones eran más bien de estilo flamenco que francés, mientras la elegante gorra azul, con una sola ramita de acebo y una pluma de águila, denunciaban el cubrecabezas escocés. Su traje estaba muy limpio y arreglado con la precisión de un joven consciente de poseer una figura fina. Llevaba a la espalda un morral que parecía contener algunos objetos indispensables, una manopla de cetrería en su mano izquierda, aunque no llevaba pájaro alguno, y en su mano derecha una buena vara de cazador. Sobre su hombro izquierdo colgaba una banda bordada que sostenía una bolsita de terciopelo escarlata, como las que entonces usaban los cazadores de aves distinguidos para llevar el alimento de su halcón, y otras cosas pertenecientes a ese deporte tan admirado. Esta banda estaba cruzada por un tahalí, del que pendía un cuchillo de caza. En vez de las botas de la época llevaba borceguíes de piel de ciervo a medio curtir.
Aunque su cuerpo aún no había adquirido su pleno desarrollo, era alto y activo, y la ligereza de su paso demostraba que la forma pedestre de viajar era más bien un placer para él que una mortificación. Era rubio, a pesar de su cutis ligeramente ennegrecido por el sol extranjero, o quizá por la constante exposición al aire en su propio país.
Sus facciones, sin ser enteramente perfectas, eran francas, abiertas y agradables. Una media sonrisa, que parecía provenir de una feliz exuberancia de vida, mostraba, a intervalos, sus dientes bien colocados y tan blancos como el marfil, mientras sus brillantes ojos azules, con alegría manifiesta, tenían una mirada apropiada para cada objeto que encontraban, expresando buen humor, corazón animoso y firme resolución.
Recibía y devolvía los saludos de los pocos viajeros que frecuentaban los caminos en esos peligrosos tiempos en que cada cual hacía lo que le convenía. El vagabundo lancero, medio soldado, medio bandido, medía al joven con la vista, como queriendo apreciar si la perspectiva de botín merecería la pena de encontrar una resistencia desesperada, y leía tan claras indicaciones de esta última en la mirada sin miedo del viajero, que trocaba su propósito rufián por un áspero «Buenos días, camarada», que el joven escocés contestaba con un tono tan marcial, aunque menos desabrido. El caminante peregrino, o el fraile mendicante contestaban a su respetuoso saludo con una bendición paternal; y la joven campesina de ojos obscuros lo seguía con la vista un buen rato después de cruzarse y cambiar entre sí una salutación y una sonrisa. En una palabra, había una atracción en su porte que no dejaba de llamar la atención, y que provenía de la mezcla de franqueza intrépida y buen humor, con miradas alegres, y una cara y un cuerpo hermosos. Parecía también como si toda su manera de ser fuese el de uno que entra en la vida sin aprensión de los peligros de los que está llena y con pocos medios para luchar contra sus adversidades, excepto un espíritu despierto y un temperamento valeroso; y es con esos caracteres con los que más fácilmente simpatiza la juventud y por los que principalmente la edad y la experiencia sienten un interés apasionado y compasivo.
El joven que hemos descrito hacía tiempo que era visible para las dos personas que pasaban el tiempo en el lado opuesto del riachuelo que le separaba del parque y del castillo; pero al verle descender la escabrosa orilla que conducía al borde del agua con la soltura de un corzo que acude a la fuente, el más joven de los dos dijo al otro:
—¡Es nuestro hombre, es el bohemio! Si intenta cruzar el vado es hombre perdido; hay mucha agua y el vado es impracticable.
—Déjale que haga el descubrimiento por sí solo —dijo el personaje de más edad—; quizá salve el obstáculo.
—Le conozco por la gorra azul —dijo el otro—, pues no distingo su cara. ¡Mire, señor! Nos grita para averiguar si el agua es profunda.
—Nada vale lo que la experiencia en este mundo —contestó el otro—; déjale probar.
Mientras tanto, el joven viajero, no recibiendo ninguna indicación en contrario e interpretando el silencio de aquéllos a quienes se dirigía como un estímulo para proseguir, penetró en la corriente sin más dilación que la indispensable para quitarse sus borceguíes. La persona de más edad le gritó en ese momento que tuviese cuidado, diciendo en tono más bajo a su compañero:
—Mortdieu, compadre, te has equivocado de nuevo; éste no es el charlatán bohemio.
Pero la indicación al joven llegó demasiado tarde. O no la oyó o no pudo aprovecharse de ella, encontrándose ya en la corriente profunda. Para uno menos ducho en el ejercicio de natación la muerte hubiera sido segura, pues el arroyo era a un tiempo impetuoso y profundo.
—¡Por Santa Ana! Es un joven de una vez —dijo el de más edad—. Corre y sácale, si puedes, de su error, ayudándole. Pertenece a los tuyos; si el viejo refrán dice verdad, el agua no podrá ahogarle.
Efectivamente, el joven caminante nadaba con tanto vigor y salvaba los remolinos tan bien, que, no obstante la fuerza de la corriente, sólo resultó un poco desviado del sitio ordinario de tomar tierra.
En el ínterin, el más joven de los desconocidos se precipitaba a la orilla para prestarle auxilio, mientras el otro le seguía a un paso más mesurado, diciéndose a sí mismo mientras se aproximaba: «Sabía que el agua nunca podría ahogar a ese joven individuo. ¡Cáspita, ya está en tierra y empuña su vara! Si no me doy prisa pegará a mi compadre por la única acción caritativa que le vi realizar, o intentar realizar, en toda su vida».
Había alguna razón para augurar que tal sería la conclusión de la aventura, pues el gallardo escocés había ya saludado al joven samaritano, que se apresuraba a socorrerle, con estas coléricas palabras:
—¡Perro grosero! ¿Por qué no contestaste cuando llamé para saber si el paso podía intentarse en buenas condiciones? Aunque me condene, te he de enseñar el respeto debido a los forasteros para otra ocasión.
Esto fue acompañado de ese significativo manejo de su vara que se llama le moulinet, porque el artista, cogiéndola por en medio, mueve los dos extremos en todas direcciones, como las aspas de un molino de viento en movimiento. Su contrario, viéndose así amenazado, echó mano a su espada, porque era uno de ésos que en todas las ocasiones están más dispuestos para la acción que para el discurso; pero su compañero, más considerado, que acababa de llegar, le mandó que se contuviese, y volviéndose al joven viajero, le acusó de precipitación por sumergirse en el vado crecido y de violencia inmoderada por regañar con un hombre que se precipitaba en su auxilio.
El joven, al verse reprendido de este modo por un hombre de edad avanzada y de apariencia respetable, bajó en el acto su arma y dijo que sentía el haber sido injusto; pero que, en realidad, le había parecido como si hubiesen consentido que su vida corriese peligro al no avisarle a tiempo, y esa acción no era digna de hombres honrados ni de buenos cristianos, y mucho menos de respetables burgueses, como parecían serlo.
—Joven rubio —dijo la persona de más edad—, parece usted, por su acento y tipo, un extranjero, y debería recordar que su dialecto no es fácilmente comprendido por nosotros, como quizá lo es para usted el pronunciarlo.
—Bien —contestó el joven—; no le doy gran importancia al zambullido que me he dado, y le perdonaré desde luego el haber tenido en parte la culpa, siempre que me encamine a algún sitio en que puedan secarse mis ropas, pues es mi único traje y deseo conservarlo decente.
—¿Por quién nos toma usted, joven rubio? —dijo el individuo mayor en respuesta a su proposición.
—Por burgueses legítimos, sin duda alguna —dijo el joven—, o quién sabe si usted, señor, es un chamarilero o un mercader de granos y este hombre un carnicero o un ganadero.
—Ha acertado nuestros oficios por casualidad —dijo el anciano sonriendo—. Mi oficio es, en verdad, comerciar con el dinero, y los menesteres de mi compadre tienen puntos de contacto con los de un carnicero. Intentaremos servirle en sus deseos; pero primero debo conocer quién es usted y adónde va, pues en estos tiempos que corren, los caminos están llenos de viajeros a pie y a caballo que tienen de todo en la cabeza menos honradez y temor de Dios.
El joven lanzó otra mirada intensa y penetrante al que había hablado y a su silencioso compañero, como dudoso si ellos por su parte merecían la confianza que pedían, y el resultado de su observación fue el que sigue:
El mayor y más digno de consideración de estos hombres, por su apariencia y traje, se asemejaba al mercader o tendero de la época. Su coleto sin mangas, calzones y capa eran de un color obscuro uniforme; pero tan raídos, que el astuto joven escocés se imaginó que el portador de esas prendas debía ser muy rico o muy pobre, probablemente esto último. El estilo del traje era cerrado y corto; género de vestimenta que no se tenía entonces por decoroso entre la nobleza o hasta en la clase superior de ciudadanos, los que generalmente gastaban vestiduras sueltas, que descendían más abajo de la mitad de la pierna.
La expresión del rostro de este hombre era en parte atractiva y en parte aborrecible. Sus facciones acentuadas, carrillos y ojos hundidos tenían, sin embargo, una expresión de astucia en consonancia con el carácter del joven aventurero. Pero al mismo tiempo, esos mismos ojos hundidos, bajo la cubierta de espesas cejas negras, tenían algo en ellos que era a la vez siniestro y dominante. Quizá fuese aumentado este efecto por la gorra de piel, muy aplastada en la frente, y que aumentaba la sombra, desde la que miraban esos ojos de soslayo; pero lo cierto es que el joven extranjero encontraba alguna dificultad en reconciliar sus miradas con la humildad de su apariencia en otros detalles. Su gorra, en particular, en la que todos los hombres de alguna valía ostentaban bien un broche de plata o de oro, estaba adornada con una imagen mezquina de la Virgen, de plomo, semejante a la que los peregrinos más pobres traen de Loreto.
Su camarada era un hombre fornido, de mediana edad y unos diez años más joven que su compañero, con un rostro despreciable y una sonrisa siniestra cuando, por casualidad, sonreía, lo que nunca sucedía, excepto para replicar a ciertos signos secretos que se cambiaban entre él y el hombre de más edad. Este individuo iba armado con una espada y una daga, y debajo de su traje sencillo observó el escocés que ocultaba un jazeran, o camisa flexible de cota de malla, la cual, usada ordinariamente por aquéllos, aun de profesiones tranquilas, que precisaban en aquellos tiempos peligrosos estar con frecuencia de viaje, confirmó al joven en su conjetura que el que ahora la llevaba era carnicero, ganadero o algo por el estilo, que le obligaba a estar mucho fuera.
El joven extranjero comprendió con una sola mirada el resultado de la observación que a nosotros nos ha exigido algún tiempo exponer, y después de un momento de silencio respondió:
—Ignoro a quiénes tengo el honor de dirigirme —haciendo una reverencia al mismo tiempo—; pero no me es indiferente que se sepa que soy un joven escocés y que vengo a Francia a probar fortuna, o a cualquier otro país, según la costumbre de mis paisanos.
—Pasques dieu!, bonita costumbre —dijo el mayor de los amigos—. Eres un joven simpático y en la edad conveniente para medrar entre los hombres o las mujeres. Soy mercader y necesito un muchacho para que me ayude en mi negocio. ¿Qué dices? Supongo que eres demasiado caballero para ayudarme en una faena tan vil.
—Señor —contestó el joven—, si su ofrecimiento es en serio, de lo que tengo mis dudas, sólo me queda darle las gracias por él; pero me temo que no sirva para auxiliarle.
—¡Es natural! —dijo el señor—. Apuesto a que sabes manejar mejor el arco y la flecha que manejar a un acreedor; que sabes coger mejor una espada que una pluma.
—Soy, señor —contestó el joven escocés—, un arquero. Pero a más de eso he estado en un convento, en donde los buenos padres me enseñaron a leer y a escribir y aun a contar.
—Pasques dieu! Magnífico —dijo el comerciante—. ¡Por Nuestra Señora de Embrum, eres un prodigio!
—Contenga su alegría, buen señor —dijo el joven, que no estaba muy satisfecho de la jocosidad de su nuevo conocido—. Debo antes secarme que continuar aquí de pie, chorreando y contestando a preguntas.
El comerciante rió aún con más fuerza mientras aquél hablaba, y contestó:
—Pasques dieu! Nunca falla el proverbio fier connue un ecossois; pero ven, joven, eres de un país que merece mi consideración, pues en un tiempo comercié en Escocia; son los escoceses gente honrada, y si quieres venir con nosotros a la población, te obsequiaré con una copa de vino y un almuerzo caliente, para compensarte de tu remojón. Pero, tête bleau!, ¿qué haces con un guante de cetrería en la mano? ¿No sabes que está prohibida la caza con halcón en una posesión real?
—Me enteré de ello —contestó el joven— por un infame guardabosque del duque de Borgoña. Hice volar al halcón que traje conmigo de Escocia, sólo con el fin de hacerme algo notorio, contra una garza cerca de Peronne, y el desvergonzado mató mi pájaro de un flechazo.
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó el mercader.
—Apalearle —contestó el joven blandiendo su vara—, como todo hombre pundonoroso hubiera hecho en mi caso.
—¿Sabías —dijo el burgués— que de haber caído en manos del duque de Borgoña hubieras sido ahorcado?
—Me enteré que está tan dispuesto a disponer que funcione la horca como el rey de Francia. Pero como esto sucedió cerca de Peronne, traspasé de un salto la frontera y me burlé de él. Si no hubiera sido tan impulsivo, quizá le hubiera propuesto prestar servicio con él.
—Echará de menos a un paladín como tú si la tregua se quebranta —dijo el comerciante, lanzando una mirada a su compañero, que contestó con una de esas sonrisas forzadas que animaban su rostro como un meteoro que pasa e ilumina el cielo de invierno.
El joven escocés se detuvo de pronto, se echó la gorra sobre su ceja derecha en actitud de uno que no consiente que se burlen de él, y dijo con firmeza:
—Señores míos, y especialmente usted, señor, que por su edad debería ser el más prudente, supondrá que no puedo consentir ninguna burla a costa mía. No me gusta, desde luego, el tono de su conversación. Puedo aguantar una broma de cualquiera y una amonestación también de mis mayores, y dar las gracias si reconozco que es merecida; pero no me gusta ser traído al retortero como un chiquillo cuando, gracias a Dios, me siento con energías para entendérmelas con ambos si me provocan demasiado.
El mayor de los hombres pareció ahogarse de risa con esta actitud del joven; su compañero, en cambio, deslizó la mano a la empuñadura de su espada, lo que visto por el joven, le propinó un golpe en la muñeca que le incapacitó para cogerla, mientras el júbilo de su compañero aumentaba con este incidente.
—¡Basta, basta —gritó—, bravo escocés, aunque no sea más que por consideración a tu querido país! Y tú, compadre, abandona esa mirada amenazadora. Pasques dieu!, seamos sólo comerciantes y saldemos la mojadura con el golpe en la muñeca, que fue dado con tanta gracia y rapidez. Y mira, joven amigo —dijo al escocés, con mirada seria, que a pesar de la influencia de sus pocos años le calmó y sobrecogió—, no más violencia. No soy materia adecuada a ello, y mi compadre, como puedes ver, ya tiene bastante de ella. Dime tu nombre.
—Responderé con urbanidad a una pregunta hecha en debida forma —dijo el joven—, y guardaré a usted las consideraciones propias de su edad si no me busca las cosquillas con burlas. Desde que estoy en Francia y Flandes los hombres me han llamado, caprichosamente, el «mozo de la bolsa de terciopelo» a causa de esta bolsa para la caza con halcón que llevo a un costado; pero mi verdadero nombre, cuando estoy en mi país, es Quintín Durward.
—¡Durward! —dijo el que preguntaba—. ¿Es ése un apellido de caballero?
—Que se lleva en nuestra familia hace quince generaciones —dijo el joven—, y eso me retrae de seguir oficio distinto al de las armas.
—¡Eres un verdadero escocés! Con abundancia de sangre azul, plétora de orgullo y una gran carencia de escudos. Bien, compadre —dijo a su compañero—, adelántate y diles que tengan preparado algo de comer allá en la alameda de Mulberry, pues este joven le hará tantos honores como un ratón hambriento a un queso. Y en cuanto al bohemio, escucha con atención.
Su camarada contestó con una sonrisa triste, pero inteligente, y echó a andar a un buen paso, mientras el más anciano continuó, dirigiéndose al joven Durward:
—Tú y yo seguiremos mesuradamente hacia adelante y oiremos una misa en la capilla de San Humberto, en nuestro camino por el bosque, pues no es bueno pensar en nuestras necesidades corporales antes que en las espirituales.
Durward, como buen católico, no tuvo nada que objetar contra esta proposición, aunque probablemente hubiera deseado, en primer lugar, tener seca su ropa y reponer sus fuerzas. Pronto perdieron de vista a su compañero, aunque continuaron siguiendo la misma senda que él había tomado, que les condujo a un bosque de altos árboles, que alternaban con espesuras y matorrales, atravesado por largas avenidas, por las que se veían en lontananza a ciervos trotando en pequeños rebaños con una seguridad que indicaba su convencimiento de estar bien protegidos.
—¿Me preguntó usted si era un buen arquero? —dijo el joven escocés—. Deme un arco y un par de flechas y tendrá usted un venado en un momento.
—Pasques dieu!, joven amigo —dijo su compañero—, ten cuidado con lo que dices; mi compadre tiene un ojo especial para los ciervos; están a su cuidado y sabe guardarlos bien.
—Más tiene aire de un carnicero que el de un alegre guardabosque —contestó Durward—. No puedo creer que ese camastrón pueda guardar nada a nadie que conozca las reglas por las que se rige la guardería.
—Mi joven amigo —contestó su compañero—, mi compadre tiene algo que no predispone al pronto a su favor; pero aquéllos que le tratan nunca se quejan de él.
Quintín Durward encontró algo desagradable y particular en el tono con que esto fue dicho, y, mirando de repente a su interlocutor, pensó que había algo en su rostro, en la ligera sonrisa que fruncía su labio superior y en el guiño simultáneo de su ojo obscuro, que justificaba su sorpresa desagradable. «He oído hablar de ladrones —pensó para su capote— y de astutos bribones y cortacuellos. ¿Qué de particular sería que ese individuo que se ha adelantado fuese un asesino y este viejo pillo su señuelo? Estaré prevenido; poco lograrán de mí, como no sea buenos puñetazos escoceses».
Mientras así reflexionaba llegaron a una cañada, en la que aparecían más separados entre sí los grandes árboles del bosque y en la que el terreno, limpio de arbustos y de monte bajo, estaba revestido de una alfombra de verde suave y agradable que, protegido de los rayos ardientes del sol, resultaba aquí más tierno que el que generalmente se ve en Francia. Los árboles, en este sitio apartado, eran en su mayoría hayas y olmos de grandes dimensiones, que se elevaban en el aire como grandes colinas de hojas. Entre estos magníficos hijos de la tierra asomaba, en el sitio más despejado de la cañada, una capilla baja de techo, cerca de la cual murmuraba un riachuelo. Su arquitectura era del género más rudimentario y sencillo, y había un alojamiento muy pequeño junto a ella para albergue de un ermitaño, que permanecía allí para desempeñar el servicio del altar con regularidad. En un pequeño nicho, sobre el arco de la puerta de entrada, había una imagen de piedra de San Humberto, con el cuerno de caza colgado a su cuello y una traílla de galgos a sus pies. La situación de la capilla en medio de un parque o cazadero tan repleto de caza justificaba el que estuviese bajo la advocación del santo cazador[7].
Hacia esta capilla dirigió el anciano sus pasos, seguido por el joven Durward, y al aproximarse apareció el sacerdote revestido de los ornamentos sacerdotales que se disponía a marchar de su celda a la capilla para el desempeño, sin duda, de su sagrado oficio. Durward se inclinó reverentemente ante el sacerdote, como lo exigía el respeto debido a su sagrado ministerio, mientras su compañero, con apariencia de mayor devoción aún, se arrodilló, doblando una pierna, para recibir la bendición del sacerdote, y después le siguió a la capilla con paso y aire expresivos de contrición y humildad sincera.
El interior de la capilla estaba adornado en un estilo adaptado a la ocupación del santo mientras fue seglar. Las más ricas pieles de los animales que son objeto de cacería en los diferentes países suplían el sitio de tapices y colgaduras alrededor del altar, y otros emblemas de cacería rodeaban las paredes y alternaban con cabezas de ciervo, lobos y otros animales considerados como bestias de caza. El conjunto de la decoración tenía un carácter silvestre y apropiado, y la misma misa, considerablemente acortada, resultó de ese género que se llama misa de cacería, que se reza ante los nobles y poderosos, que mientras asisten a la solemnidad desean, impacientes, comenzar su deporte favorito.
Durante la breve ceremonia el compañero de Durward parecía guardar la más estricta y escrupulosa atención, mientras Durward, no tan embebido en pensamientos religiosos, no podía por menos de reprocharse de haber tenido sospechas de un hombre tan bueno y humilde. Lejos de tenerle ya por un compañero y cómplice de ladrones, le faltaba poco para considerarle ahora como un santo.
Al terminar la misa se retiraron juntos de la capilla y el mayor dijo al joven camarada:
—Hay poco trecho desde aquí a la población; ahora puedes quebrantar tu ayuno con una conciencia tranquila; sígueme.
Volviendo a la derecha y siguiendo a lo largo de una senda que parecía gradualmente subir recomendó a su compañero que no abandonase por nada el sendero, sino que, al contrario, se mantuviese lo mejor que pudiese en el eje de él. Durward no pudo por menos de preguntar qué razones había para esta precaución.
—Estás cerca de la corte, joven —contestó su guía—, y, Pasques dieu!, hay alguna diferencia entre pasear por esta región o en sus montañas llenas de brezos. Cada yarda de este terreno, excepto el sendero que seguimos, es peligroso y casi impracticable por estar lleno de trampas y cepos, provistas de hojas de guadaña, que siegan las piernas del pasajero desprevenido en un abrir y cerrar de ojos, y abrojos de hierro que atraviesan los pies, y hoyas lo bastante profundas para quedar para siempre enterrado en ellas, pues ahora te encuentras dentro del recinto de la posesión real y pronto veremos el frente del castillo.
—Si fuese yo rey de Francia —dijo el joven—, no me tomaría la molestia de instalar trampas y cepos, y en su lugar trataría de gobernar tan bien que ningún hombre se atreviese a acercarse a mi morada con mala intención; y para los que llegasen hasta ella en paz y buena voluntad, cuantos más fuesen más contento me pondría.
Su compañero miró a su alrededor con mirada de zozobra y alarma, y dijo:
—¡Cállate, cállate, mozo de la bolsa de terciopelo! Pues me olvidé decirte que uno de los peligros de estos contornos es que las propias hojas de los árboles tienen oídos que llevan al propio gabinete del rey todo lo que se habla.
—Me importa eso poco —contestó Quintín Durward—. Llevo una lengua escocesa en mi boca lo bastante atrevida para decirle lo que pienso al rey Luis en su cara; Dios le bendiga; y en cuanto a los oídos de que me habla, si logro ver que crecen en una cabeza humana los cercenaré de ella con mi cuchillo de monte.