Capítulo I

El contraste

Contempla este cuadro y este otro,

imágenes falsificadas de dos hermanos.

Hamlet.

La última parte del siglo XV preparó una serie de futuros hechos que terminó con la elevación de Francia a esa situación de poderío tan formidable, que desde entonces y periódicamente ha sido siempre el principal motivo de celos de las otras naciones europeas. Antes de ese período tuvo que luchar por su propia existencia contra los ingleses, que ya poseían sus más hermosas provincias, mientras los máximos esfuerzos de su rey y la bizarría del pueblo apenas bastaban para proteger las restantes de un yugo extranjero. No era éste sólo su único peligro. Los príncipes que poseían los grandes feudos de la corona, y en particular los duques de Borgoña y de Bretaña, habían decidido aflojar tanto sus lazos feudales, que no sentían escrúpulos en levantar estandarte en contra de su señor soberano, el rey de Francia, con el más fútil motivo. En tiempos de paz reinaban como príncipes absolutos en sus propias provincias; y la casa de Borgoña, poseedora del distrito de ese nombre, además de la parte más hermosa y rica de Flandes, era de por sí tan poderosa y tan rica, que no cedía a la corona ni en esplendor ni en poder.

A imitación de los grandes feudatarios, cada vasallo inferior de la corona se revestía de tanta independencia como su distancia del poder soberano, la extensión de su feudo o la fortaleza de su castillo le permitían adoptar; y estos tiranuelos, que se burlaban del imperio de la ley, perpetraban con impunidad los más salvajes excesos de opresión fantástica y crueldad. Sólo en Auvernia se hizo un cómputo de más de trescientos de estos nobles independientes, para los que el incesto, el asesinato y la rapiña eran las acciones más corrientes y familiares.

Aparte de estos peligros, otro, que provenía de las guerras prolongadas entre Francia o Inglaterra, añadía no poca miseria al quebrantado reino. Numerosos conjuntos de soldados, agrupados en bandas, bajo el mando de oficiales escogidos por ellos mismos entre los más bravos y afortunados aventureros, se habían formado en varias partes de Francia con la repulsa de las demás regiones. Estos combatientes mercenarios vendían su espada durante cierto tiempo al mejor postor; y cuando no lograban ese servicio, hacían la guerra por su cuenta, apoderándose de castillos y torres, que utilizaban como sitios de su retirada; haciendo prisioneros y rescatándoles, imponiendo tributos en villas indefensas y en el país alrededor de las mismas, y logrando, con toda clase de rapiñas, los epítetos apropiados de Tondeurs y Ecorcheurs; esto es: Esquiladores y Desolladores.

En medio de los horrores y miserias que producían un estado tan revuelto de los asuntos públicos, gastos profusos y sin cuento caracterizaban las cortes de los nobles de menor categoría, así como a las de los príncipes de superior alcurnia, y sus subordinados, imitándoles, gastaban con ostentación brutal, pero magnífica, los bienes que habían arrebatado al pueblo. Una galantería de tono romántico y caballeroso (que, sin embargo, resultaba a veces estropeada por un libertinaje sin freno) caracterizaba el trato entre hombres y mujeres; y el lenguaje de la caballería andante aun se empleaba, y sus leyes se practicaban, aunque el espíritu de amor honorable y de empresa benévola que inculcaba había dejado de caracterizar y de aminorar sus extravagancias. Las justas y torneos, los entretenimientos y festines, que cada corte minúscula celebraba, invitaban a venir a Francia a todo aventurero sin rumbo fijo; y rara vez sucedía que al llegar allí dejase de emplear su valor temerario y espíritu emprendedor en acciones para las que su país nativo, más feliz, no proporcionaba ocasión oportuna.

En este período, y como para salvar su bello reino de los diversos enemigos que le amenazaban, ascendió al trono vacilante Luis XI, cuyo carácter depravado, como era de por sí, hizo frente, combatió, y en gran parte neutralizó, los males de la época: como los venenos de efectos contrarios, según dicen los libros antiguos de medicina, tienen la facultad de neutralizarse mutuamente.

Bastante valiente para todo fin útil y político, no tenía Luis un adarme de valor romántico, ni del orgullo generalmente asociado a éste, que lucha por puntillo de honor cuando se ha logrado con creces utilidad. Calmoso, astuto y profundamente atento a su propio interés, hacía todo sacrificio, tanto de orgullo como de pasión, que pudiese perjudicar a éste. Cuidaba mucho de disfrazar sus sentimientos y propósitos verdaderos con todo el que se aproximaba, y empleaba frecuentemente las expresiones «que no era rey que supiese reinar aquél que no sabía disimular; y que en cuanto a él, pensaba que si su capote conociese sus secretos, lo echaría al fuego». Nadie como él en su tiempo, ni en tiempo alguno, supo aprovecharse mejor de las flaquezas de los demás, ni le igualó en evitar dar ninguna ventaja con una condescendencia inesperada suya.

Era por naturaleza cruel y vengativo, hasta el extremo de encontrar placer en las frecuentes ejecuciones que ordenaba. Pero así como ningún sentimiento de misericordia le inducía a perdonar, cuando podía impunemente condenar, tampoco ningún sentimiento de venganza le estimuló a una venganza prematura. Rara vez saltaba sobre su presa hasta que estaba bien dentro de su alcance y hasta que era ilusoria toda esperanza de rescate; y sus movimientos estaban tan mañosamente disimulados, que su triunfo era lo que generalmente anunciaba primero a la gente el fin que con sus maniobras había estado persiguiendo.

De análoga manera, la avaricia de Luis se transformaba en prodigalidad excesiva cuando era necesario sobornar al favorito o al ministro de un príncipe rival para frustrar un ataque inminente o deshacer cualquier alianza combinada contra él. Era aficionado al placer y al libertinaje, pero ni las mujeres ni la caza, aunque eran ambas pasiones dominantes en él, le apartaban nunca de prestar atención metódica a los asuntos públicos y a los negocios del reino. Su conocimiento de las personas era profundo, y lo había alcanzado en sus andanzas privadas por la vida social, en la que a menudo se mezclaba personalmente, y aunque orgulloso y altanero por naturaleza, no dudaba, despreciando las divisiones arbitrarias de la sociedad que ya se consideraba como algo muy poco natural, en elevar de las categorías más inferiores a hombres que empleaba en los deberes de mayor importancia, y sabía tan bien escogerlos, que rara vez se engañaba respecto a sus cualidades.

No obstante, había contradicciones en el carácter de este monarca hábil y cauteloso, pues la naturaleza humana rara vez es uniforme. A pesar de ser el más falso e insincero de los hombres, algunos de los mayores errores de su vida provinieron de confiarse demasiado en el honor e integridad de los otros. Cuando cometía estos errores, parecían ser debidos a un sistema de política refinado que inducía a Luis a asumir la apariencia de confianza absoluta en aquéllos que deseaba engañar, pues en su conducta general era tan celoso y suspicaz como cualquier tirano.

Otros dos extremos deben hacerse resaltar para completar la descripción de este formidable carácter, gracias al cual se elevó entre los monarcas rudos y caballerosos del período, al rango de un domador de fieras salvajes quien por su superior conocimiento y táctica, con la distribución de alimentos y la disciplina del látigo, acaba por dominar sobre aquéllos que, de no estar sometidos a este trato, acabarían, por su mayor fuerza, en hacerle pedazos.

Era el primero de estos atributos la excesiva superstición de Luis, plaga con que el cielo aflige a menudo a aquéllos que se niegan a escuchar los dictados de la religión. Nunca trató Luis de aquietar el remordimiento que le producían sus malas acciones con el pretexto de sus estratagemas maquiavélicas, sino que se esforzaba, en vano, en calmar y callar ese doloroso sentimiento con prácticas supersticiosas, penitencias severas y dádivas abundantes a los eclesiásticos. La segunda cualidad, con la que la primera se encuentra a veces extrañamente unida, era una disposición a los bajos placeres y al libertinaje encubierto. No obstante ser el más sabio, o por lo menos el más listo de los soberanos de su época, era aficionado a la vida inferior, y como era un hombre de espíritu, gozaba con las bromas y agudezas de la conversación social más de lo que podía esperarse de otros rasgos de su carácter. Llegaba a mezclarse en las aventuras cómicas de la intriga obscura, con una despreocupación poco en consonancia con la desconfianza habitual y siempre en guardia de su carácter; y era tan aficionado a este género de baja galantería, que dio lugar a que sus anécdotas alegres y licenciosas se agrupasen en una colección bien conocida de los coleccionadores de libros, para los que (y la obra no está indicada para nadie más) la verdadera edición es muy apreciada[6].

Por medio del carácter dominante y prudente, y poco amable de este monarca, se sirvió la Providencia, que actúa tanto por los métodos violentos como por los suaves, para restaurar en la gran nación francesa los beneficios del gobierno civil, que al tiempo de su ascenso al trono había casi perdido.

Antes de ocupar éste, había dado más pruebas Luis de sus vicios que de sus talentos. Su primera mujer, Margarita de Escocia, fue la comidilla de la gente murmuradora, y esto ocurría en la corte de su marido, donde, si no hubiera sido por el consentimiento de éste, ni una palabra se hubiera dicho en contra de esa amable e inspirada princesa. Había sido un hijo ingrato y rebelde, conspirando en una ocasión para apoderarse de la persona de su padre, y en otra, declarándole guerra franca. Por la primera ofensa fue desterrado a su infantazgo del Delfinado, donde gobernó con mucha sagacidad; por la segunda, fue condenado a destierro absoluto y forzado a entregarse a la merced, y casi a la caridad, del duque de Borgoña y su hijo, donde gozó de hospitalidad —después pagada con indiferencia— hasta la muerte de su padre en 1461.

Al comienzo de su reinado fue Luis casi dominado por una liga formada contra él por grandes vasallos de Francia, con el duque de Borgoña, o más bien su hijo, el conde de Charalois, a la cabeza.

Levantaron un poderoso ejército, bloquearon París, dieron una batalla de resultado dudoso bajo sus murallas y colocaron la Monarquía francesa en peligro de desaparecer. Generalmente ocurre en esos casos que el más sagaz de los dos generales saca el mejor provecho de la contienda, aunque quizá no gane renombre militar. Luis, que había demostrado un gran valor personal durante la batalla de Montlhéry, fue capaz, con su prudencia, de aprovecharse del carácter dudoso del combate como si hubiese sido una victoria por su parte. Contemporizó hasta que el enemigo deshizo la coalición, y demostró tal destreza en sembrar rivalidades entre aquellos grandes poderes, que su alianza «por el bien público», como ellos la llamaban, pero en realidad para la ruina de todo menos de la apariencia externa de la Monarquía francesa, se disolvió por sí sola, y nunca jamás se rehízo de una manera tan formidable. A partir de entonces, Luis, libre de todo peligro del lado de Inglaterra, con sus guerras civiles de York y Lancaster, se dedicó durante varios años, como médico cruel pero hábil, a curar las heridas del cuerpo político, o más bien a detener, ya con remedios suaves, ya a sangre y fuego, el progreso de esas gangrenas mortales, de las que estaba infectado; y a fuerza de atención constante, aumentó gradualmente su autoridad real o disminuyó la de aquéllos que le hacían sombra.

Sin embargo, el rey de Francia estaba cercado por la duda y el peligro. Los miembros de la liga «por el bien público», aunque no muy unidos, existían, y como una culebra cortada, podían reunirse y ser peligrosos de nuevo. Pero un peligro peor era el aumento de poderío del duque de Borgoña, por entonces uno de los más grandes príncipes de Europa, y cuyo rango resultaba disminuido un poco por la dependencia —muy aligerada desde luego— de su ducado de la corona de Francia.

Carlos, denominado el Temerario, o más bien el Audaz, pues su valor iba acompañado de audacia y coraje, ostentaba la corona ducal de Borgoña, que anhelaba convertir en una corona real independiente. El carácter del duque era en todos sentidos completamente opuesto al de Luis XI.

Este último era calmoso, aficionado a deliberar y astuto, sin proseguir nunca una empresa desesperada ni abandonar jamás alguna que pudiera resultar, por muy alejado que estuviese el éxito. El genio del duque era enteramente contrario. Se precipitaba en el peligro porque le gustaba, y en las dificultades porque las despreciaba. Así como Luis nunca sacrificaba su interés a su pasión, Carlos, por el contrario, nunca sacrificaba su pasión, ni aun su capricho, a consideración alguna. A pesar del parentesco cercano que existía entre ambos y la ayuda que el duque y su padre habían proporcionado a Luis en su destierro cuando era delfín, sólo había entre ellos odio y mutuo desprecio. El duque de Borgoña despreciaba la política cautelosa del rey, y atribuía a falta de valor el que buscase con ligas, compras y otros medios indirectos, aquellas ventajas que, en su lugar, el duque hubiera arrebatado con la espada en la mano. Asimismo odiaba al rey no sólo por la ingratitud con que había correspondido a su anterior amabilidad y por injurias personales y acusaciones que los embajadores de Luis le habían hecho cuando aún vivía su padre, sino también, y muy especialmente, por la ayuda que en secreto había proporcionado a los ciudadanos descontentos de Gante, Lieja y otras grandes poblaciones de Flandes. Estas ciudades turbulentas, celosas de sus privilegios y orgullosas de sus riquezas, estaban en estado frecuente de insurrección contra sus señores soberanos los duques de Borgoña, y nunca dejaban de encontrar apoyo secreto en la corte de Luis, que aprovechaba toda oportunidad de fomentar disturbios dentro de los dominios de su vasallo, demasiado crecido.

El desprecio y el odio del duque eran correspondidos por Luis con igual energía, aunque usaba un velo más espeso para ocultar sus sentimientos. Era imposible para un hombre de su profunda sagacidad el no despreciar la obstinación contumaz que nunca cejaba en su propósito, por muy fatal que esa perseverancia pudiera resultar a la postre, y la impetuosidad temeraria que desarrollaba, sin parar mientes en los obstáculos que pudieran encontrarse. Con todo, el rey odiaba más a Carlos que lo despreciaba, y su odio y desdén eran más intensos porque se mezclaban con miedo, pues sabía que la arremetida del toro furioso, con quien comparaba al duque de Borgoña, debía de ser formidable, aunque el animal embistiese con los ojos cerrados. No era sólo las riquezas de las provincias de Borgoña, la disciplina de sus habitantes belicosos y la masa de la densa población lo que el rey temía, pues las cualidades personales de su caudillo tenían mucho en sí de peligrosas. Carlos el Temerario, encarnación de la bravura, que llegaba a los límites de la temeridad, y por añadidura pródigo en sus gastos, espléndido en su corte, su persona y su séquito, en los que desplegaba la magnificencia hereditaria de la casa de Borgoña, enroló en su servicio a todos los espíritus fogosos de su época cuyos temperamentos congeniaban con el suyo; y Luis vio demasiado claro lo que podía intentarse y realizarse con semejante conjunto de aventureros decididos siguiendo a un caudillo de carácter tan ingobernable como el suyo.

Había aún otra circunstancia que aumentaba la animosidad de Luis hacia su poderoso vasallo: le debía favores que nunca pensó en devolverle, y se veía frecuentemente en la necesidad de contemporizar con él y aun de soportar arrebatos de insolencia descarada, injuriosos para la dignidad real, sin ser capaz de tratarle de otro modo que como su «buen primo de Borgoña».

Era por el año 1468, cuando sus contiendas estaban en su apogeo, a pesar de que una tregua dudosa y sin consistencia, como a menudo ocurría, había sido establecida entre ellos, cuando comienza la presente historia. Se juzgará quizá que la persona que entra la primera en escena resulta de un rango y condición para el que no precisa una disertación como ésta sobre la posición relativa de los dos grandes príncipes; pero las pasiones de los grandes, sus luchas y sus reconciliaciones comprometen el sino de todos los que se les acercan; y se verá, al proseguir nuestra historia, que es necesario este capítulo preliminar para comprender la historia del individuo cuyas aventuras vamos a relatar.