La guerre est ma patrie;
Mon harmois, ma maison;
Et en toute saison.
Combattre, c’est ma vie
El escenario de esta novela se remonta al siglo XV, cuando el sistema feudal, que había sido la base de la defensa nacional y del espíritu caballeresco, por el cual, como por alma vivificadora, estaba animado ese sistema, comenzaba a modificarse y a ser reemplazado por esos grandes personajes que cifraban toda su felicidad en procurarse los objetos personales en los que habían puesto su apego exclusivo. El mismo egoísmo se había manifestado en tiempos aun más primitivos; pero era ahora por primera vez confesado sin tapujos, como un principio de acción a seguir. El espíritu caballeresco presentaba en sí la excelente cualidad de que, por muy exageradas y fantásticas que podamos juzgar sus doctrinas, estaban todas fundadas en generosidad y abnegación, las cuales, si desapareciesen de la faz de la tierra, harían difícil concebir la existencia de la virtud en la especie humana.
Entre aquéllos que fueron los primeros en ridiculizar y abandonar los principios de abnegación en que se instruyeron de jóvenes con todo esmero, figura en primer término Luis XI de Francia. Este soberano era de un carácter tan exclusivamente egoísta, tan incapaz de alimentar ningún propósito desligado de su ambición, codicia y deseo de goce egoísta, que casi parece una encarnación del propio demonio, al que le reconocemos la cualidad de hacer todo lo posible para corromper de raíz nuestras ideas sobre el honor. No hay que olvidar que Luis poseía gran dosis de ese ingenio mordaz que es capaz de poner en ridículo todo lo que un hombre hace en provecho de otro, y estaba, por consiguiente, muy calificado para representar el papel de amigo burlón e insensible.
Desde este punto de vista, la concepción de Goethe del carácter y modo de razonar de Mefistófeles, del espíritu de tentación con que aparece en el Fausto, la tengo por más feliz que la debida a Byron, y aun que el Satanás de Milton. Estos dos grandes autores han concedido al Principio del Mal algo que eleva y dignifica su maldad: una resistencia sostenida e inconquistable contra la propia Omnipotencia, un desdén sublime del sufrimiento antes que someterse, y todos esos puntos de atracción en el autor del mal que han inducido a Burns y a otros a considerarle como el héroe del Paraíso perdido. El gran poeta alemán, por el contrario, ha pintado su espíritu seductor como el de un ser que, desprovisto de toda pasión, parece haber sólo existido para el propósito de incrementar, con sus persuasiones y tentaciones, la cantidad de depravación moral, y para despertar con sus seducciones esas pasiones dormidas que de otro modo podían haber permitido al ser humano, objeto de las asechanzas del Espíritu Maligno, deslizarse por la vida con sosiego. Para este fin está dotado Mefistófeles, como Luis XI, con un espíritu despierto de desprecio y de ingenio mordaz, que se emplea incesantemente en rebajar y envilecer todas las acciones.
Aun al autor de obras de mero entretenimiento puede permitírsele ponerse serio por un momento con el fin de condenar toda política, de carácter público o privado, que tenga por fundamento los principios de Maquiavelo o la conducta de Luis XI.
Las crueldades, los perjurios, las sospechas de este príncipe aparecían aún más detestables por la degradante superstición que constantemente practicaba. La devoción a los santos de la Corte celestial, de la que tanto alarde hacía, podía compararse a la miserable práctica de algún mezquino comisario que intenta ocultar o atenuar las malversaciones de que es culpable con dádivas liberales a aquéllos cuyo deber es observar su conducta, y trata de sostener un sistema de fraude con un intento de corromper lo incorruptible. No de otro modo podernos considerar su idea de hacer a la Virgen María condesa y coronel de su guardia, o la astucia con que atribuía a una o dos formas particulares de juramento la fuerza de una obligación ineludible, que negaba a todas las demás, manteniendo estrictamente el secreto, cuya forma de juramento tenía, en realidad, como obligatoria y en la categoría de uno de los misterios más valiosos del Estado.
A una falta total de escrúpulo, o, como aparecía, a toda carencia de sentido moral, añadía Luis XI una gran firmeza natural y una sagacidad de carácter, con un sistema de política tan sumamente refinado, si se considera los tiempos en que vivió, que a veces se sobrepasó a sí mismo cediendo a sus dictados.
No hay retrato tan obscuro que por lo general carezca de contrastes. El rey comprendió los intereses de Francia, y se dedicó a defenderlos mientras pudo identificarlos con el suyo. Condujo al país con seguridad a través de la crisis peligrosa de la guerra denominada «por el bien público», desuniendo y dispersando esta grande y peligrosa alianza de los vasallos de la gran corona de Francia contra el soberano. Un rey de un carácter menos precavido y contemporizador y de una disposición más atrevida y menos habilidosa que Luis XI hubiera fracasado con toda probabilidad. Luis tenía además algunas prendas personales no contradictorias con su carácter en público. Era alegre o ingenioso en sociedad; acariciaba a su víctima, como el gato que acaricia cuando está dispuesto a hacer una dolorosa herida, y nadie fue más hábil para sostener y enaltecer la superioridad de las razones toscas y egoístas con las que trataba de suplir esos motivos más nobles para el esfuerzo, que sus antecesores habían encontrado en el elevado espíritu caballeresco.
De hecho, este espíritu se estaba anticuando, y tuvo, aun en su perfección, algo tan forzado y fantástico en sus principios, que lo hizo objeto especial del ridículo cuando, como otras modas antiguas, comenzó a perder reputación y pudieron emplearse contra él las armas de la murmuración, sin excitar el disgusto y horror con que hubieran sido rechazadas en un período temprano, cual una especie de blasfemia. Habían surgido en el siglo XIV una pandilla de burladores que pretendían reemplazar lo que era naturalmente útil en lo caballeresco por otros recursos, y arrojar el ridículo sobre los principios exclusivos y extravagantes del honor y la virtud, que se consideraban a todas luces como absurdos, porque en realidad estaban fundidos en un molde de perfección demasiado elevada para la práctica de seres falibles. Si un joven ingenuo y de noble espíritu se proponía mantenerse dentro de los principios de honor de su padre, era objeto de irrisión como si hubiese presentado en la palestra al bueno y anciano caballero Durindarte o lo hiciese el mismo con una espada de doble empuñadura, ridícula por su hechura antigua y estilo, aunque su hoja tuviese el temple del Ebro, y sus adornos fuesen de oro puro.
De análoga manera fueron echados a un lado los principios caballerescos, y su ayuda se suplió con estimulantes más villanos. En vez del espíritu elevado que impulsaba a cada hombre a la defensa de su país, Luis XI utilizó los esfuerzos de todo soldado mercenario dispuesto, y persuadió a sus súbditos, entre los que comenzaba a destacarse la clase mercantil, que era mejor dejar a los mercenarios los riesgos y trabajos de la guerra, y proporcionar a la Corona los medios de pagarles, que exponerse a los peligros en defensa de su propia substancia. Los mercaderes fueron fácilmente convencidos por este modo de razonar. No llegó la hora, en los días de Luis XI, en que la clase media afincada y la nobleza pudieran, de análogo modo, ser excluidas de ir a las filas combatientes; pero el monarca voluntarioso comenzó ese sistema, que, mantenido por sus sucesores, acabó por poner toda la defensa militar del Estado en manos de la Corona.
Se había adelantado igualmente a modificar los principios que por costumbre regulaban el intercambio de los sexos. Las doctrinas de la caballerosidad habían establecido, en teoría al menos, un sistema en que la Belleza era la divinidad que gobernaba y recompensaba y el Valor su esclavo, que se crecía en su presencia, y daba su vida por prestarlo el menor servicio. Es cierto que este sistema era propicio a extravagancias fantásticas, y con frecuencia se originaban casos de escándalo. Sin embargo, eran generalmente de aquéllos, como los mencionados por Burke, en que la flaqueza estaba privada de la mitad de su culpa, resultando purificada de toda su grosería. En la práctica de Luis XI sucedían las cosas de otro modo. Era un voluptuoso de categoría inferior, buscando el placer sin sentimiento y despreciando el sexo del que deseaba obtenerlo; sus queridas eran de rango inferior, tan poco comparables con el carácter elevado, aunque defectuoso de Inés Sorel, como Luis a su heroico padre, que libró a Francia del yugo de Inglaterra. Seleccionando, de igual modo, sus favoritos y ministros entre las heces del pueblo, Luis demostró la poca consideración que guardaba a la cuna selecta y a la posición preeminente; y aunque esto pudiese no sólo ser excusable, sino meritorio, en el caso de que la voluntad del monarca hiciese conocer al talento oculto, o llamase al hombre modesto de valía, era muy diferente citando el rey hacía su favorito a hombres como Tristán l’Hermite, el jefe de su Marshalsea o policía; y era evidente que príncipe semejante no podía por más tiempo ser como su descendiente Francisco se designaba elegantemente a sí mismo, «el primer caballero en sus dominios».
Tampoco eran los dichos y acciones de Luis en público o en privado de un género que pudiesen redimir tales ofensas contra el carácter de un hombre de honor. Su palabra, que debía ser tenida como la prueba más sagrada del carácter de un hombre, y cuyo menor incumplimiento es una ofensa capital en el código del honor, era despreciada con el menor motivo, y su olvido era acompañado a menudo con la comisión de los crímenes más enormes. Si quebrantaba su palabra empeñada, no trataba al público con más ceremonia. El envío de una persona inferior disfrazada de heraldo a Eduardo IV era en aquellos días, en los que se consideraban a los heraldos como los sagrados depositarios de la fe pública y nacional, una imposición atrevida, de la que pocos, excepto este príncipe sin escrúpulos, se hacían culpables[1].
En una palabra, las maneras, sentimientos y acciones de Luis XI eran de tal índole, que resultaban incompatibles con los principios de caballerosidad, y su ingenio cáustico se aplicaba a ridiculizar un sistema en lo que consideraba como la más absurda de todas sus bases, ya que estaba fundado en el principio de dedicar esfuerzos, talento y tiempo a la consecución de objetos de los que, dada la naturaleza de los mismos, ninguna ventaja personal podía lograrse.
Es más que probable que al prescindir casi abiertamente de los lazos de religión, honor y ética, por los que los seres humanos se sienten en general influidos, buscaba Luis obtener grandes ventajas en sus negociaciones con partidos que se consideraban a sí mismos obligados, mientras él gozaba de libertad. Podía imaginarse que partía hacia la meta como el corredor de caballos que se ve libre de los pesos que aún entorpecen a sus competidores y espera ganar la carrera. Pero la Providencia parece siempre mezclar la existencia de un peligro peculiar con alguna circunstancia que puede poner en guardia a aquéllos expuestos a dicho peligro. La constante sospecha que se tiene de cualquier hombre público que adquiere mala fama por faltar a su palabra es para él lo que el cascabel a la culebra de este nombre; y los hombres acaban por calcular no tanto por lo que dice su antagonista, sino por lo que es probable que haga, grado este de desconfianza que tiende a frustrar las intrigas de un carácter desleal con predominio sobre la ventaja de verse libre de los escrúpulos de los hombres de conciencia. El ejemplo de Luis XI produjo disgusto y sospecha más que un deseo de imitación entre otras naciones de Europa, y la circunstancia de considerarse más listo que algunos de sus contemporáneos sirvió para poner en guardia a los otros. Aun el sistema caballeresco, si bien mucho menos extendido que antiguamente, sobrevivió al reinado de este relajado monarca, que tanto hizo para empañar su lustro, y mucho tiempo después de la muerte de Luis XI inspiró al Caballero Sin Miedo y Sin Tacha y al galante Francisco I.
Si bien el reinado de Luis tuvo tanto éxito desde el punto de vista político como él pudo desear, el espectáculo de su lecho de muerte pudo ser un aviso contra la seducción de su ejemplo. Sospechando de todos, pero principalmente de su propio hijo, se encerró entre las paredes del castillo de Plessis, confiando exclusivamente su persona a la fidelidad dudosa de sus mercenarios escoceses. No salía nunca de su habitación, no admitía a nadie en ella, y abrumaba al cielo y a todos los santos con rezos no para lograr el perdón de sus pecados, sino la prolongación de su vida. Con una pobreza de espíritu del todo contradictoria con su aguda sagacidad mundana, importunaba a sus médicos, hasta que éstos acabaron por insultarlo y saquearle. En su extrema ansiedad por la vida envió a buscar en Italia unas supuestas reliquias y mandó venir a un campesino ignorante y alelado, el cual, probablemente por pereza, se había encerrado en una cueva y renunciado a la carne, pescado, huevos, o a los productos derivados de la leche. A este hombre, que no poseía el menor barniz de ilustración, reverenciaba Luis como si hubiese sido el propio Papa, y para ganar su afecto fundó dos claustros.
No era la menor circunstancia singular de este ser supersticioso que los únicos objetos que parecían interesarle eran su salud corporal y la felicidad terrestre. Estaba estrictamente prohibido el hacer la menor referencia de sus pecados cuando se hablaba del estado de su salud, y cuando, a sus ruegos, un sacerdote rezó una oración a San Eutropio, en la que rogaba por la salud del rey, tanto corporal como espiritual, Luis dispuso que se omitiese la última palabra, diciendo que no era prudente importunar al santo bendito con demasiados ruegos de una vez. Quizá pensase que no proclamando sus crímenes podía suceder que no los recordasen los patronos celestiales, cuya ayuda invocaba para su cuerpo.
Tan grandes fueron las torturas bien merecidas de este tirano en su lecho de muerte, que Felipe de Comines pudo establecer una comparación entre ellas y las numerosas crueldades infligidas a otros por orden suya, y considerando ambas llegó a expresar la opinión que las angustias y agonía experimentadas por Luis fueron tales que podían compensar los crímenes que había cometido, y que después de una razonable cuarentena en el purgatorio podía misericordiosamente ser destinado a las regiones superiores.
Fenelón también dejó su testimonio adverso a este príncipe, cuyo modo de vivir y gobernar ha descrito en el siguiente notable pasaje:
«Pigmalión, atormentado por una sed insaciable de riquezas, se hace cada vez más miserable y odioso a sus súbditos. Es un crimen en Tiro tener grandes bienes; la avaricia le hace desconfiado, sospechoso, cruel; persigue a los ricos y teme a los pobres.
Es un crimen aun mayor en Tiro ser virtuoso, porque Pigmalión sospecha que los buenos no pueden sufrir sus injusticias y sus infamias; la virtud lo condena, se encoleriza e irrita contra ella. Todo le agita, le inquieta, le preocupa; tiene miedo de su sombra; no duerme ni de día ni de noche; los dioses, para anonadarle, le colman de tesoros de los que no puede gozar. Lo que busca para ser dichoso es precisamente lo que le impide serlo. Siente todo lo que da, y teme siempre perder; se atormenta para ganar.
No se le ve casi nunca; está solo, triste, abatido en el fondo de su palacio; sus propios amigos no se atreven a abordarle por miedo de hacérsele sospechosos. Una guardia terrible provista de espadas desenvainadas y de picas patrulla alrededor de su casa. Treinta cámaras que se comunican entre sí, cada una de las cuales tiene una puerta de hierro con seis grandes cerrojos, constituyen el lugar de su encierro, y se asegura que no se acuesta jamás dos noches seguidas en la misma por miedo de ser degollado. No conoce ni los dulces placeres ni la amistad, todavía más dulce. Si se le habla de buscar la alegría, siente que ésta huye lejos de él y que rehúsa entrar en su corazón. Sus ojos hundidos lanzan miradas siniestras; sin cesar los mueve en todas direcciones; presta atención al menor ruido y se asusta en cuanto lo apercibe; está pálido, abatido, y las más serias preocupaciones se reflejan en su rostro, siempre con arrugas. Se calla, suspira, lanza profundos suspiros, y no puede ocultar los remordimientos que laceran sus entrañas. Los alimentos más exquisitos le desagradan. Sus hijos, en vez de ser su esperanza, son causa de su terror; ha hecho de ellos sus más peligrosos enemigos. No tiene ni un momento de tranquilidad; no se conserva sino a fuerza de derramar la sangre de todos aquéllos a los que teme. ¡Insensato, que no ya que su crueldad, en la cual confía, le hará perecer! Cualquiera de sus domésticos, tan sanguinario como él, se apresurará a librar al mundo de este monstruo».
La ejemplar pero conmovedora escena de los sufrimientos del tirano tuvo por fin término con la muerte, acaecida el 30 de agosto de 1485.
El haber escogido a este notable personaje como el principal de la novela —pues fácilmente se comprenderá que la pequeña intriga de amor de Quintín sirve sólo como medio de presentación de la historia— proporcionó grandes facilidades al autor. Toda Europa, durante el siglo XV, estaba agitada con disensiones de origen tan vario que se hubiera requerido casi un discurso para haber inculcado en el lector inglés un espíritu perfectamente despierto y preparado para admitir la posibilidad de las escenas extrañas que se le presentaban.
En tiempo de Luis XI tenían lugar conmociones extraordinarias a través de toda Europa. Las guerras civiles de Inglaterra estaban concluidas más en apariencia que en realidad por el breve influjo de la Casa de York. Suiza proclamaba esa libertad que después tan bravamente defendió. En el Imperio, y en Francia, los grandes vasallos de la Corona procuraban emanciparse de su gobierno, mientras Carlos de Borgoña, por la fuerza, y Luis, más arteramente, por medios indirectos, laboraban para someterlos a su servicio en sus respectivas soberanías. Luis, mientras con una mano embaucaba y sometía a sus propios vasallos rebeldes, trabajaba secretamente con la otra para ayudar y alentar a las grandes ciudades comerciales de Flandes a rebelarse en contra del duque de Borgoña, a lo que la prosperidad o irritabilidad de dichas ciudades naturalmente las disponía. En la mayoría de los distritos forestales de Flandes el duque de Gueldres y Guillermo de la Marck, llamado por su ferocidad el Jabalí salvaje de las Ardenas, estaban prescindiendo de los hábitos de los caballeros, para practicar las violencias y brutalidades de bandidos comunes.
Cien secretas combinaciones existían en las diferentes provincias de Francia y Flandes; numerosos emisarios privados del inquieto Luis, bohemios, peregrinos, mendigos, o agentes disfrazados de tales, estaban propagando por todas partes el descontento que por política lo convenía mantener en los dominios de la Borgoña.
Entre materiales tan varios y abundantes era difícil seleccionar los que más comprendiese e interesase al lector, y el autor tiene que lamentar que, aunque hizo uso con liberalidad del poder de apartarse de la realidad de la historia, no se siente en modo alguno confiado de haber dado a esta historia una forma agradable, compacta y suficientemente comprensible. El móvil principal de la trama es tal, que todo el que conozca un poco del sistema feudal puede comprenderlo fácilmente, aunque los hechos sean pura inventiva. Uno de los derechos de un jefe feudal más universalmente reconocidos era la facultad de poder impedir el matrimonio de un vasallo hembra. Esto puede juzgarse en contradicción con la ley civil y canónica, la que declara que el matrimonio será libre, mientras la jurisprudencia feudal o municipal, en el caso de que un feudo pase a una hembra, reconoce el derecho del que otorga el feudo a dictaminar en la elección del esposo de aquélla. Ello se fundaba en el principio de que el personaje feudal, por su merced, era el otorgador original del feudo, y estaba interesado en que el matrimonio de la hembra vasallo no introdujese a un enemigo del soberano feudal. Por otra parte, puede razonablemente defenderse que este derecho de imponer a una hembra vasallo, dentro de ciertos límites, la elección del marido sólo compete al personaje feudal del que procede el feudo. No es, pues, muy improbable que una hembra vasallo de Borgoña acuda presurosa a buscar la protección del rey de Francia, de quien el propio duque de Borgoña era un vasallo, ni es muy inverosímil el afirmar que Luis, con toda su carencia de escrúpulos, hubiese proyectado traicionar a la fugitiva con una alianza que podía resultar inconveniente, cuando no peligrosa, para su pariente y vasallo de Borgoña.
Debo añadir que la historia de QUINTÍN DURWARD, que alcanzó una popularidad en Inglaterra más extendida que las anteriores novelas, encontró también un éxito no corriente en el Continente, en el que las alusiones históricas despertaban ideas más familiares.
Abbotsford, 1 diciembre 1831