Sara notó un dolor intenso en su mandíbula inferior. De manera instintiva, se palpó y aquello no hizo sino acentuar su malestar. Abrió los ojos y trató de incorporarse. Le dolía todo el cuerpo, como si la hubiese atropellado un camión de gran tonelaje. Estaba tendida sobre un suelo no demasiado limpio. Una habitación con poca luz. Muros de cemento, humedad y una puerta blindada con un pequeño ventanuco en la mitad superior. Una celda nada acogedora.

Ray estaba junto a ella. Seguía inconsciente. Una brecha con sangre reseca le cortaba la ceja derecha, y el ojo izquierdo estaba un poco amoratado.

Fue a tocarlo, pero se arrepintió. Se puso en pie y se dirigió a la puerta. Ya tenía el puño en alto para golpear cuando una voz a su espalda la detuvo.

—No deberías hacer eso. Podría acarrearos más problemas.

Sara se volvió. Estaba tan confusa y dolorida que no había reparado en los camastros anclados a las paredes de la celda, ni en las dos personas que, sentados en uno de ellos a su espalda, los observaban con gesto de sumisión.

Eran un hombre y una mujer, él ya anciano y ella algo más joven. También presentaban marcas de haber sido maltratados, aunque por sus expresiones daba la impresión de que llevaban allí una eternidad. Desde luego no tenían el aspecto que Sara hubiera imaginado en los habituales de una celda policial.

—Hola. Mi nombre es Sara. —Esperó unos segundos a una posible respuesta que no llegó—. ¿Dónde estamos?

—Deberías atender a tu amigo —dijo el anciano—. Parece que le dieron una buena paliza.

Sara se agachó junto a Ray y comenzó a susurrar su nombre mientras lo agarraba del hombro. Poco a poco el muchacho comenzó a recobrar el sentido.

—Fue horrible —dijo Sara—. Unos tipos que se hacían pasar por policías nos asaltaron y…

—¿Que se hacían pasar por policías? —dijo el anciano.

—Así es, iban vestidos de uniforme, con coche patrulla y todo eso. Pero insistían en detenernos sin que hubiéramos hecho nada. Y cuando nos negamos a acompañarlos, ellos…

—¿Os negasteis a acompañarlos? —exclamó la mujer, más asustada que sorprendida por compartir celda con dos locos como aquellos.

—Claro. Como les digo, no habíamos hecho nada. Creo que si hubiesen sido policías de verdad…

—¡Eran policías de verdad! —aseguró el anciano—. Y me temo que cometisteis un gran error al resistiros al arresto. La paliza ha sido lo de menos.

—¡Pero si no hacíamos nada malo! Ellos fueron los que actuaron como unos salvajes sin escrúpulos.

El hombre y la mujer se miraron, compartiendo en silencio un conocimiento que Sara no alcanzaba a imaginar.

—¡Ugh! ¿Dónde… dónde estamos?

Ray comenzó a incorporarse poco a poco. Sara lo ayudó a quedar sentado. Le miró la herida de la ceja y le revisó el resto de la cabeza en busca de alguna brecha de mayor gravedad.

—Estáis en los calabozos del Tribunal de Orden Moral —dijo el anciano.

—¿Dónde está Álex? —preguntó Ray sobresaltado al advertir su ausencia.

—No lo sé —respondió Sara—. Acabo de despertarme hace unos minutos y él ya no estaba.

—Se lo llevaron —susurró la mujer—. Hace un rato. Vinieron varios agentes y dudaron entre los tres. Al final lo escogieron a él.

—¿Pero qué está ocurriendo aquí? —exclamó Ray, palpándose el ojo hinchado.

—Disculpe —dijo Sara, dirigiéndose al anciano—, ¿dónde ha dicho usted que estábamos?

—En el Tribunal de Orden Moral, en el del Distrito Sur. Mala suerte. El juez Brennan es de los peores.

‡ ‡ ‡

El segundo cubo de agua sucia impactó en el rostro de Álex con mayor virulencia. Agitó la cabeza y tosió. El agua le entraba en los ojos y le escocía. Eso, unido al potente foco que lo iluminaba desde arriba, hacía que le resultase aún más complicado poder ver algo de lo que ocurría a su alrededor. Además, sin sus gafas, era inútil intentar atisbar nada con nitidez.

Sabía que tenía a un agente de policía justo detrás de la silla a la que estaba sujeto por firmes correajes. Aparentemente no hacía nada, se limitaba a estar. Otro agente permanecía en posición de firmes junto a la puerta del fondo. Junto a este, en lo alto de un estrado, se encontraba el hombre que dirigía todo el proceso. Estaba sentado en un gran sillón, y por su voz suponía que debía de ser ya bastante viejo. Se había presentado como juez Brennan.

Álex alcanzaba a ver de vez en cuando algo más de la gran sala, envuelta en la semioscuridad que provocaba el potente cono de luz bajo el que lo tenían. Aparentemente se trataba de un tribunal de justicia, con las áreas específicas para el público, el jurado, la fiscalía y los defensores. Pero también con ese tétrico recinto con la robusta silla y un pequeño desagüe bajo esta. El rincón de la tortura del tribunal de justicia.

—Bueno, querido, ¿qué tal ahora? ¿Más despejado? —preguntó el juez Brennan a través del sistema de megafonía.

El tipo vestido de gris que le había lanzado el cubo de agua se plantó ante Álex y comenzó a recogerse las mangas de la camisa.

—¡Responde! —dijo el sujeto, malhumorado.

—¡Protesto, señoría! —gritó Álex.

El hombre de gris, con una insignia policial impresa en la camisa, se volvió para mirar al juez, que no pudo ocultar un gesto de grata sorpresa ante la respuesta del muchacho.

—Valor y sentido del humor —dijo el anciano—. Una pena que jóvenes como usted se pierdan por el mal camino.

—¡Ten más respeto a su señoría! —dijo el de gris.

Álex lo miró y después se giró para mirar al agente que tenía a su espalda. Se dirigió de nuevo al tipo de actitud demasiado amenazante.

—Si tú eres el fiscal, ¿el de aquí atrás es mi abogado defensor?

Nadie sonrió. Nadie lo mandó callar ni le pegó. No hubo reacción ante el comentario. Y con eso, el último resquicio de valor de Álex se vino abajo. Como de costumbre había echado mano del sarcasmo para engañarse y creerse valiente, pero ya no podía contener los temblores de su cuerpo, ni el escalofrío gélido que se le había acoplado en la espina dorsal. Aquello tenía tan mala pinta como la peor de sus pesadillas, y el problema radicaba en que todo parecía demasiado real.

—Bien, querido, volvamos a empezar. —La voz áspera del juez Brennan tronaba en toda la sala—. ¿Por qué se resistieron a la detención?

—No nos resistimos —respondió Álex, con un tono mucho más sumiso, inspirado por el miedo—. Sólo quisimos saber por qué se nos detenía.

—¿Y le parece a usted que esa es una actitud cívica?

—¿A qué se refiere?

—¡A cuestionar a la autoridad!

Álex volvió a mirar a su alrededor, y trató de pensar con lógica a pesar de lo tétrico de aquel escenario. No era el momento para ninguna de sus agudezas.

—Sólo queríamos saber qué habíamos hecho.

—Usted y sus amigos fueron denunciados por unos buenos ciudadanos. Vieron en ustedes una actitud… poco fiable.

—¿Poco fiable, señoría? ¡Pero si no hicimos nada! Mi amiga Sara llamó la atención a un hombre por patear a un perro. Eso fue lo único que ocurrió. ¿Cómo llamaría usted a eso?

El hombre de gris levantó el labio en una media sonrisa que inquietó a Álex.

—¿Que cómo llamaría yo a eso? —respondió el juez, enardecido por el desafiante muchacho.

Álex vio la silueta de Brennan ponerse en pie. De pronto golpeó el estrado con ambas manos al tiempo que dejaba escapar un alarido:

—¡¿Qué cómo llamo yo a eso?! ¡Proceda, alguacil!

Álex sintió los dos puñetazos, como sendas rocas estrellándose contra su rostro. El primero lo aturdió, y el segundo, que le reventó el labio inferior, lo dejó sin sentido.

—Lo llamo debilidad, querido —susurró el juez Brennan, volviendo a tomar asiento.

A continuación le hizo una señal al alguacil para que espabilase al detenido y poder seguir así con el juicio.

—Creo que este joven necesitará algo especial para animarlo a recapacitar sobre su actitud.

El alguacil estiró su camisa y disfrutó ante la idea de lo que suponía aquella frase. Recogió el cubo dispuesto a rellenarlo de nuevo.

La puerta de la sala se abrió en ese momento y entró otro agente con una nota que se apresuró a darle al juez.

—Aguarde un momento, alguacil, y escuche atentamente —dijo el magistrado al tipo de gris tras leer el mensaje—. Despierte al detenido y ocúpese de que esté presentable. Pero antes, aplíquele un buen correctivo. ¿Ha comprendido?

—Perfectamente, señoría.

Dicho esto, el juez Brennan se levantó del sillón desde el que impartía justicia desde hacía más de treinta años.

‡ ‡ ‡

Sara había ayudado a Ray a levantarse. Ambos estaban igual de molidos, aunque al margen de los golpes, el haber pasado tanto tiempo en aquel suelo duro y frío no les había hecho demasiado bien a sus huesos. Se echaron una mano para limpiarse las heridas, y en ese proceso no dejaron de intercambiar miradas mientras escuchaban algunas de las escalofriantes historias del anciano y la mujer encerrados con ellos.

Sara se dio cuenta de pronto de que los ojos de Ray comenzaban a temblar ante unas lágrimas incipientes. Le acarició la cabeza y le habló con dulzura.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —le susurró al oído, como si quisiera preservar el absurdo orgullo masculino.

—Nada, no te preocupes —respondió—. Es sólo que no me gusta que Álex ande solo por ahí. Esa bocaza suya es como un gran cartel luminoso pidiendo «Rómpemela».

Ambos rieron con nerviosismo. No era necesario decir que los dos sufrían por el amigo ausente, sobre todo después de las historias que habían contado los otros dos detenidos sobre la carencia total de escrúpulos y moral no sólo de la policía, sino al parecer, de toda la población.

—¿Decíais entonces que, desde vuestro punto de vista, esto nunca ha sido así? —insistió el hombre, con el deseo de distraer a los dos jóvenes de sus preocupaciones—. Pues dejadme deciros que tal vez os han pegado demasiado fuerte. Los pájaros siempre han volado, los peces siempre han nadado, y la bondad siempre ha estado perseguida en este mundo.

—Lo que dice usted suena a parábola religiosa —dijo Ray—. Siempre ha sido difícil ser bueno.

—¿Cómo difícil? —dijo la mujer, algo molesta—. ¡Es lo más fácil del mundo! Por eso es tan peligroso. Somos pocos los que no podemos reprimir el impulso, ¡pero no creo que por eso deban convertirnos en criminales! Desde el comienzo de los tiempos ha habido gente como nosotros, tratados como apestados, como miembros inferiores de la sociedad. Pero lo que está ocurriendo en el último medio siglo es horrible.

El anciano se dio cuenta de que Ray y Sara no entendían realmente una palabra de lo que les estaban contando.

—¿Cómo podéis no saber de lo que estamos hablando? —dijo él anciano.

—Ya se lo hemos explicado —dijo Ray—. Desde hace dos días es como si estuviésemos en otra realidad.

—Pues dejad que os dé un consejo: tened mucho cuidado con lo que hacéis y decís. No actuéis como vosotros entendéis que es normal. Y si queréis…

Sonaron ruidos al otro lado de la puerta. La cerradura chirrió al girar.

—Si queréis manteneros alejados de los problemas —concluyó el anciano en un susurro—, tomaos un momento antes de actuar. Pensad qué sería lo correcto en esa situación… Y haced lo contrario.

La puerta se abrió y dos agentes entraron en la celda. Se colocaron a ambos lados del dintel, las manos sobre sus armas reglamentarias.

Los cuatro detenidos intercambiaron miradas con una inquietud creciente que rápidamente se convirtió en temor ante lo desconocido. La mujer buscó el abrazo del anciano. Ray aferró las manos de Sara con las suyas. La chica le agradeció el gesto.

Unos pasos iban cobrando fuerza a medida que se aproximaban por el pasillo. Un hombre alto y corpulento, vestido con un traje oscuro, asomó de repente. Le seguían otros dos tipos de aspecto similar.

Entró en la celda. Miró al anciano y a la mujer antes de centrarse en los dos chicos. Se quitó las gafas de sol y los estudió. Se las volvió a poner antes de girar sobre sus talones.

—Los dos jóvenes —dijo al salir de la celda.

El hombre de confianza de Edward H. Sydow no se quedó para ver cómo sus hombres ejecutaban aquella orden.