Los tres removían en silencio su bebida. De vez en cuando alguno de ellos levantaba la vista para mirar a sus amigos, pero rápidamente volvía a bajarla. Álex jugaba con los grumos del cacao en la leche mientras Sara daba pequeños sorbos a su café y mantenía ambas manos alrededor de la taza, que aún desprendía calor. No era una mañana especialmente invernal, pero ella no podía reprimir algunos escalofríos ocasionales. Aún estaba asustada por lo ocurrido.
Habían recorrido más de media ciudad antes de decidir que ya era una huida lo suficientemente elaborada como para sentirse seguros. Entraron en una cafetería cualquiera de un barrio cualquiera, con jubilados y parados sentados en los bancos de una plaza al sol, mujeres con bolsas de la compra yendo de un lado para otro y camiones cargando y descargando pedidos en las tiendas y bares de los alrededores.
Aunque la hora punta del desayuno ya había pasado, en la cafetería aún había bastante gente.
Ray miró a su alrededor y apuró su café solo.
—Bueno, creo que ya es hora de que hablemos de lo que está pasando —dijo.
—Desde luego —dijo Sara—, porque nos vamos a volver locos.
—Eso, si no lo estamos ya —apuntó Álex.
Los tres hablaron con naturalidad y decisión, pero en cuanto se escucharon entre ellos se percataron de la verdadera dimensión de lo que estaban diciendo. Y los tres se descubrieron mirando a su alrededor como en una absurda comedia de televisión.
—Esto es ridículo —dijo Álex—. Nos comportamos como si fuésemos las víctimas de un complot o algo por el estilo.
—¿Cómo te sientes tú? —preguntó Ray.
—Pues así, precisamente —reconoció su amigo.
—Es cierto —intervino Sara—. Desde ayer es como si algo le ocurriese a todo el mundo. Hasta mi padre se comportó de una manera extraña.
—La gente es más desagradable —apuntó Ray—. Como si no tuviera escrúpulos. Acordaos de lo del autobús.
—¿Del autobús? —exclamó Sara—. ¡Hace un rato mis compañeras querían matarme y al director no le ha importado lo más mínimo!
—Estamos de acuerdo en que algo sucede —dijo Álex, tratando de mantener la sangre fría—. Ahora bien, apliquemos la lógica. Anoche estuvimos bajo los efectos de un aparato extraño y a continuación todo cambió.
Un gemido cortó de pronto la conversación. Un perro de mirada lastimera, blanco, con una mancha negra en el lomo, había entrado en el bar y había recibido a modo de saludo la violenta patada de uno de los hombres que andaba sentado en una mesa. Lo golpeó con tanta rabia que levantó al animal del suelo lanzándolo hacia la salida.
—¡Largo de aquí, chucho asqueroso!
—¡Eh, oiga! —gritó Sara sin poder reprimirse—. ¿Le gustaría a usted que lo trataran de esa forma?
El hombre miró a su compañero de mesa, sorprendido ante aquella respuesta. A continuación se volvió hacia Sara.
—¿Quieres probar tú también? —le gritó.
Sara estuvo a punto de responder, pero Ray le agarró la mano y se la apretó. Entonces se dio cuenta de que las miradas recriminatorias de los parroquianos del bar estaban clavadas en ella, y no en el agresor.
«Esta juventud», decían algunas voces. «Los jóvenes ya no respetan a sus mayores», dijeron otros.
—¿Veis? A esto me refería —dijo Álex, bajando la voz—. Ahora bien. Siendo nosotros los afectados por ese aparato, ¿resulta que todos los demás son los que han cambiado? ¿No os suena esto un poco a paranoia? Todos están locos menos nosotros tres.
—¿Y qué me dices de los Stones? —dijo Ray.
—¿Qué pasa con los Stones? —preguntó Sara.
—Que anoche al llegar a casa, Álex se encontró con que su colección de discos de los Beatles había desaparecido y en su lugar tenía…
—Menuda tontería —respondió Sara, sin dejarlo terminar, y observando aún de reojo al tipo malencarado con el que había discutido.
—¿Tontería? ¡Tontería! Esto me pasa por juntarme con bárbaros culturales.
—Hombre, después de lo que ha vivido hoy Sara, es cierto que lo de tus discos no parece igual de grave. —Ray no pudo reprimir una gran sonrisa, aunque en seguida recobró la seriedad—. Aunque ese es un detalle importante. Que la paranoia haga sufrir a alguien manía persecutoria se puede comprender, pero que le haga ver cosas que no hay…
—Olvidemos de una vez lo de la paranoia —dijo Sara poniendo sobre la mesa su mano herida—. Lo que yo he vivido ha sido muy real.
—Entonces, ¿qué está ocurriendo?
—No lo sé, Ray —respondió la chica—. Como bien has dicho, sólo hay dos alternativas. O nuestra percepción se ha visto de algún modo alterada, cosa que no creo…
—O es nuestro entorno el que ha cambiado.
Álex soltó aquella frase sin atender a sus amigos, aunque quedó muy claro que no permanecía ajeno a la conversación.
Sus ojos, sin embargo, no dejaban de recorrer la cafetería y sus clientes. Le preocupaba que los tres se hubiesen convertido en el centro de las miradas y cuchicheos. Además, no le gustaba un pelo la forma en la que hablaban la camarera que atendía las mesas y el dueño del bar, al otro lado de la barra. Estaban demasiado lejos como para oír lo que decían, pero su actitud y sus miradas revelaban que el tema eran ellos. El tipo que había pateado al perro se levantó y se unió a ellos en la conspiración que se traían entre manos.
—Eso no suena mal, Álex, ¿pero cómo se come?
—¿Eh?
Ray le dio un toque a su amigo en la cabeza para recuperar su atención.
—Te digo que eso de que nuestro entorno ha cambiado es la impresión que todos tenemos, pero que cómo entendemos eso. ¿Existe alguna explicación lógica?
—Agujeros negros, mundos paralelos, rupturas del continuo espacio-tiempo…
—De acuerdo, Isaac Asimov —respondió Ray, mandando callar a su amigo con un gesto—. Creo que tu ayuda es excesiva para nosotros.
—Teniendo en cuenta la situación, intenta pensar en algo más racional —dijo Álex—. Además, ya sabes que las ciencias nunca fueron lo mío. Pero no me molesta que me llaméis Emmett Brown.
Sara miró a Ray, con pocas ganas de reírse del comentario de Álex, que no había entendido.
—El científico chiflado de Regreso al futuro —aclaró el chico. Ella meneó la cabeza.
—Vamos a ver —dijo Sara, cansada de tanto rodeo—. Está claro que algo tenemos que hacer. Yo no puedo volver a mi casa así como así después de todo lo ocurrido.
—¿Te ha pasado algo en casa? —preguntó Álex. La chica miró a los dos amigos y pensó bien lo que iba a decir. Pero realmente no había otra forma de expresar lo que sentía, aunque su sentido común le dictara que era una locura.
—El hombre que encontré ayer en mi casa no era mi padre —dijo, con una mezcla de tristeza y temor en su voz—. Es igual que él, pero no es mi padre.
—¿Y si son extraterrestres, como en La invasión de los ultracuerpos?
—¿Y si te doy una leche como no dejes de decir tonterías?
Álex se disculpó con una mueca y le dio la razón a su amigo. Se estaba pasando de gracioso. Pero no podía evitarlo. Empezaba a asustarse de verdad.
Se lo tomaría más en serio a partir de aquel momento, y empezó por volver a observar a cuantos los rodeaban en el bar. Dos de las mesas se habían quedado vacías. En otra de ellas, tres mujeres cuchicheaban sin dejar de quitarles la vista de encima, al igual que dos chavales más o menos de su misma edad al fondo del local. En la barra, el tipo que había pateado al perro y la camarera los seguían mirando con recelo, mientras el dueño del local hacía una llamada telefónica. Fue rápida. En cuanto colgó hizo una señal de asentimiento a la camarera y al otro sujeto.
Álex vio en sus caras un brillo de satisfacción malsana que le dejó preocupado.
—Creo que deberíamos salir de aquí —dijo sin dejar de observar los movimientos en la barra.
—¿Qué ocurre? —preguntó Sara.
—Nada, pero tengo un mal presentimiento.
—Sí, no sería mala idea moverse —intervino Ray—. Pero ¿adónde vamos?
—Tal vez podríamos ir a ver a ese amigo tuyo —planteó Sara—, para que desmonte el aparato que encontramos en la casa. Quizás nos pueda decir algo sobre él.
—Y tampoco sería mala idea buscar algún acceso a internet. Tal vez lo que nos está pasando no sea algo aislado y haya más gente afectada.
—Deberíamos pensar todo eso en el coche —dijo Álex, cada vez más inquieto ante la actitud del resto de los clientes del bar. Se sentía observado como uno de esos animales africanos en un safari, justo antes de ser abatido por el gran cazador blanco.
—¿Y a ti qué te pasa?
—Ya lo he dicho, es un presentimiento. —Álex se volvió hacia sus amigos y dio unos golpecitos en la mesa—. Por cierto, en cuanto a eso de internet… Con tanto ajetreo me olvidé de preguntaros. ¿Alguno se ha conectado en las últimas horas?
Sara y Ray se miraron. Ray negó con la cabeza.
—Yo estuve buscando anoche algo sobre lo que nos había ocurrido —dijo Sara—. Una búsqueda sin sentido, ya lo sé, pero no se me ocurría nada mejor.
—¿Y no advertiste nada raro?
—Pues no, creo que no. Tampoco estuve demasiado y, la verdad, no presté mucha atención a los detalles. Pero, Álex, ¿qué pasa?
—Yo también me conecté anoche antes de dormir —comenzó a explicar, colocándose bien las gafas—, y otra vez esta mañana. ¿Sabéis eso que dicen siempre de que es imposible controlar internet? Pues alguien lo está haciendo.
—¿Podrías ser más explícito? —preguntó Sara.
—Búsquedas restringidas —dijo Álex—. Los buscadores ya no tienen cientos, miles de sugerencias para una búsqueda, sino sólo unas decenas, y todas filtradas por una empresa llamada… Sydow Systems, creo.
El dueño del bar hizo un gesto hacia el exterior del local y a continuación salió de detrás de la barra.
—Lo que estás diciendo es absurdo —intervino Ray.
—Espera —dijo Sara—, ahora que lo dices, ese nombre me suena. ¿No aparecía en una especie de sello en las páginas de búsqueda?
—¡Exacto, eso es! Como si fuera un certificado de seguridad o algo parecido. Pero en realidad creo que…
A Álex le hubiese gustado explicar con más detalle lo que había visto en internet, pero estaba demasiado atento siguiendo a aquel individuo, que tras salir del bar se detuvo ante dos coches de la policía. El chico enmudeció cuando vio a los agentes apearse y mirar hacia el local, hacia donde ellos estaban sentados, siguiendo las indicaciones del dueño.
—Chavales, ya estamos tardando en salir de aquí.
Sara y Ray se volvieron hacia la puerta, por donde estaban entrando los policías.
—¿Qué pasa? —dijeron al unísono.
Cuatro agentes tomaron posiciones alrededor de la mesa mientras los clientes que había cerca se levantaban en prevención de problemas. Los chicos permanecieron sentados, sorprendidos ante la escena. Ninguno se movió hasta que uno de los policías echó mano de su porra, esgrimiéndola antes de hablar.
Ray fue el primero en ponerse en pie.
—Agentes, ¿qué ocurre? —dijo lo más respetuoso que le permitía su ansiedad—. No hemos hecho nada malo.
—Parece que habéis montado un buen lío —dijo uno de los policías, aún con las gafas de sol puestas.
A través del hueco que dejaban dos de los agentes, Álex pudo observar al dueño del bar, de regreso junto a sus cómplices conspiradores.
Se puso en pie con decisión.
—No ha habido ningún lío —dijo—. No sé qué les habrán dicho, pero pueden ver que estamos muy tranquilos aquí.
—Ya —dijo el agente de las gafas de sol—. ¿Y qué hay del perrito?
—¿Del perrito? —dijo Ray, sin dar crédito a lo que escuchaba.
—Parece ser que alguien pateó a un pobre perrito, ¿no es cierto?
Otro de los policías echó mano también de su porra.
—Y por lo visto a vosotros no os gusta que maltraten a los perritos —dijo ese otro agente.
Ray miró a Álex. Álex bajó la mirada hacia Sara. Sara pasó de uno a otro amigo antes de ponerse en pie. Los tres miraron a su alrededor y a continuación a los agentes.
—Oiga, esto es ridículo —dijo Ray—. Le digo que no hemos hecho nada.
—Dímelo, dímelo —susurró el agente de las gafas—. Pero me lo vas a decir mejor en la comisaría.
—¡Andando, pandilla! —gritó uno de los agentes.
—Ya has oído, guapa.
Antes de que terminara la frase, el policía colocó el extremo de su porra en la espalda de Sara y la empujó con un golpe seco, impulsándola tanto que Álex tuvo que abalanzarse para que no cayera sobre la mesa.
—¡Eh! —exclamó Sara.
—¿Pero qué hace? —gritó Ray.
—¡Oye, no te pases! —Temor y odio se combinaron en Álex y se impuso el segundo sentimiento—. Ahora mismo nos vamos con vosotros a la comisaría, claro que sí. ¡Para poner una denuncia que os vais a cagar! Mirad a vuestro alrededor. ¿Será por testigos?
Tras ayudar a Sara a recuperar el equilibrio, Álex había extendido uno de los brazos para señalar a la gente alrededor, que observaba sin embargo la escena con total indiferencia. No pudo pensar demasiado en ello dado que el golpe de una de las porras en su antebrazo le infligió un dolor terrible que acaparó toda su atención.
—¿Se han vuelto locos? —gritó Ray atendiendo a su amigo.
—Como me revientan los listillos —dijo uno de los policías mirando al de las gafas oscuras.
—Pues reviéntalos tú a ellos —respondió el líder.
Los agentes sonrieron. Ray miró a Sara y a continuación se volvieron hacia los agentes.
La lluvia de golpes duró poco tiempo. Al menos antes de que los dejaran inconscientes.