Era un salón regio, majestuoso. Largo, a modo de galería, de techo abovedado cubierto de hermosas pinturas, con lámparas de araña de cristal resplandeciente colgando en varios puntos. A ambos lados había figuras de mármol de los más destacados autores, y entre ellas, puertas de cristal. Era una reproducción casi perfecta del Salón de la Guerra del Palacio de Versalles. Se habían empleado los mismos materiales y los artesanos más importantes se habían esmerado en copiar fielmente cada detalle. Sin embargo, la construcción terminó siendo un reflejo fiel de su dueño. Desmedida, pervertida, ajena a cualquier criterio o escrúpulo.

La luz a través de los grandes ventanales inundaba de claridad el salón, pero se trataba de una luz artificial, tan falsa como la imagen holográfica de los exteriores de palacio que se veían al asomarse. El salón se había levantado en el corazón de una construcción subterránea, rodeado de cientos de metros de cemento, acero y cristal.

Por otro lado, las figuras no evocaban las creaciones clásicas de inspiración griega que atesoraba la sala original del palacio parisino. En el encargo a los escultores se especificó que aquel Salón de la Guerra debía hacer honor a su nombre, y así las figuras habrían de ser un tributo a los grandes hombres que cambiaron el curso de la historia, tales como Julio César, Alejandro el Conquistador, Aníbal Barca, Saladino, Carlomagno, Gengis Khan, Napoleón Bonaparte, Adolf Hitler o George W. Bush.

Sólo él tenía acceso a aquel salón, y allí le gustaba pensar, disfrutar de sus victorias y meditar sobre sus fracasos, que habían sido pocos. Algo importante debía ocurrir para que su lugarteniente turbara la quietud de aquel lugar.

Estaba recostado en un confortable sillón hacia la mitad de la sala, donde solía sentarse a leer o a deleitarse con el paso del tiempo, que corría siempre a su favor, entre la atenta mirada de Federico II de Prusia y la afilada lanza de Escipión el Africano. Fumaba un largo cigarro mientras con la otra mano se atusaba el grueso bigote blanco, que lucía con el mismo orgullo que su densa cabellera plateada, ligeramente más larga de lo habitual para un hombre ya sexagenario. Tras pasar el dedo por el mostacho siguió el recorrido por la mejilla derecha hasta casi llegar al extremo superior de la oreja. Su expresión se endurecía cada vez que acariciaba aquella cicatriz que partía de la comisura de los labios. Varios reputados cirujanos plásticos se habían ofrecido a minimizar esa desagradable marca, pero él siempre se negaba. Aquella huella del pasado le recordaba que debía ser fuerte e inflexible en todo momento.

Vestía de negro riguroso, un elegante traje de corte inglés con una camisa italiana, como sus relucientes zapatos, hechos a mano. Llevaba al cuello, escrupulosamente amoldado, un pañuelo de seda del mismo color, y a la altura del corazón lucía prendido el emblema de su emporio, forjado en oro blanco: una ese encuadrada en un globo terráqueo. Una nada discreta metáfora de su poder.

Su lugarteniente accedió al salón con paso firme, con una cadencia en su caminar que resonaba en toda la estancia con ritmo marcial.

Era alto y corpulento, enfundado en un traje que apenas podía matizar su cuerpo musculoso. Señalaba su camino con la barbilla, alzando la cabeza con un orgullo que también se apreciaba en sus ojos. Avanzaba con diligencia pero sin prisa. Su mirada, pendiente de cuanto lo rodeaba, delataba una atención permanente por controlar cualquier aspecto que pudiese afectarles a él o al hombre que había depositado toda su confianza en su efectividad, y que ahora lo observaba aproximarse.

—Señor, todo está dispuesto —dijo con voz suave al llegar al centro del salón, junto al sofá—. Le está esperando.

—Gracias, Black. Vamos allá.

Se puso en pie y se colocó bien la chaqueta. Miró a su hombre de confianza y le palmeó la espalda con una sonrisa. Este apenas esbozó otra e inclinó la cabeza como agradecimiento. Después, ambos emprendieron juntos el camino hacia el extremo opuesto de la galería.

Presidía aquella pared, al fondo, el gran cuadro de Jacques-Louis David Leónidas en las Termópilas, el original, traído de París tras un polémico acuerdo. Black lo observó con atención, no porque sintiese especial predilección por el artista francés, sino para comprobar que, una vez accionado el control que llevaba en la mano, el mecanismo funcionaba correctamente. El lienzo se deslizó poco a poco hacia arriba, dejando así a la vista una pantalla de dimensiones similares, unos tres metros por cinco.

A Sydow no le gustaban las conversaciones telefónicas. Insistía en realizar todas sus reuniones y entrevistas cara a cara. Cuando los encuentros personales no eran posibles o resultaban inapropiados, como cuando se encontraba en aquellas instalaciones, a las que no era prudente que acudieran sus socios políticos, insistía siempre en la opción de la videoconferencia. En esas ocasiones se sentía más cómodo e inspirado hablando desde la calidez histórica de aquel salón en lugar de la aséptica oficialidad de su despacho.

Black apretó otro botón y apareció un punto de luz en el centro de la pantalla que se expandió hasta ofrecer la imagen de un hombre sentado tras una robusta mesa de despacho. A su espalda, la luz de un gran ventanal quedaba tamizada por una plétora de banderas de naciones de todo el planeta. En el centro del grupo presidía el estandarte de la Nueva Sociedad de Naciones Unidas, blanca con el emblema azul del globo terráqueo. Un ejemplar de la misma, mucho más pequeña, lucía sobre la mesa de escritorio, a un lado de las carpetas y papeles entre los que rebuscaba el hombre sentado a ella. Alguien debió advertirle de que se había establecido la comunicación que esperaba y se apresuró a recomponer su gesto. Atusó su cabello grisáceo y desplegó la más radiante de sus sonrisas. Mientras lo hacía, comprobó instintivamente el nudo de su corbata y la correcta orientación del pin que llevaba en la solapa de su chaqueta, con la bandera de su nación.

—Señor Sydow, es un placer volver a verlo. Compruebo que tiene el mismo aspecto envidiable que de costumbre.

—Me agrada decir lo mismo de usted, presidente Freeman.

—Es parte de nuestro deber, después de todo, ¿no le parece? Estar siempre en forma para servir a nuestros votantes.

Sydow matizó una sonrisa y echó las manos a la espalda. Black se retiró aún más a un lado al ver que su jefe se disponía a amenizar la reunión con pequeñas caminatas ante la pantalla, tal y como era su costumbre.

—Dígame, Presidente —dijo al comenzar a andar, la mirada en las puntas de sus relucientes zapatos—. ¿Han abordado el tema de la financiación?

—Desde luego, ha sido el punto crucial de la cumbre.

—¿Y?

—Creo que usted sabe que no había más que una respuesta posible. ¿Qué líder mundial se arriesgaría a quedar fuera de este proyecto? Aunque no crea que ha sido sencillo convencer a los indecisos. Reconocerá que con los pocos detalles que nos ha facilitado es casi un acto de fe confiar en que…

—Perdone, presidente Freeman, pero usted sabe que es algo más que un acto de fe. ¿Alguna vez le he fallado, a usted o a cualquiera de sus colegas?

—No, desde luego —respondió el dignatario—. Disculpe si lo he ofendido, no pretendía…

—Claro que no me ha ofendido, viejo amigo —dijo Sydow, sin dirigirse a la pantalla—, pero entenderá que no se le puede meter prisa al destino. Y hacia allá es hacia donde nos dirigimos, a la posteridad, directos a entrar en los anales la Historia. Los recientes compromisos que usted, como líder de la Nueva Sociedad de Naciones Unidas, ha logrado sacar adelante, no sólo están permitiendo el desarrollo de un concepto revolucionario de fuerzas armadas, sino que también abrirán las puertas a un campo de conquista y expansión inimaginable.

—A ese respecto, señor Sydow, comprendemos el concepto de la nueva generación de armamento, incluso el desarrollo de esa raza de supersoldados de crecimiento controlado, sin embargo, en lo que se refiere a esos nuevos territorios de explotación… Todos, desde Rusia a Bolivia, pasando por China, Irán, Francia, o nosotros mismos, todos estamos en el mismo grupo. ¿De dónde saldrá esa nueva tierra tan rica que habrá de beneficiarnos a todos? Usted ha desestimado la investigación en la carrera espacial. Entonces, ¿acabaremos enfrentándonos entre los propios miembros de la Sociedad?

—¿Sería la primera vez? —Sydow se volvió hacia la pantalla enarcando una ceja—. Disculpe, Presidente, sólo bromeaba. Desde luego que no. Además, piénselo bien, ¿acaso hay mucho más que expoliar en este mortecino planeta azul? Yo le hablo de una tierra nueva, desde luego, del mayor proyecto de conquista jamás abordado por el hombre. Lo de Colón en América o la NASA en la Luna serán simples anécdotas, se lo aseguro.

El presidente Freeman cabeceó en señal de asentimiento. Se permitió unos segundos para disfrutar de la tranquilidad que le invadía tras quedar solventadas aquellas dudas que, en realidad, nunca fueron las suyas. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa mientras observaba a Sydow en su caminar reflexivo.

Robert Freeman sonrió satisfecho. Él siempre había sido uno de los mayores defensores de Edward H. Sydow. Cuando aún no ostentaba la presidencia de su país ya favoreció cuanto pudo las adquisiciones y fusiones del empresario, apostando por una legislación comercial más permisiva que fueron imitando en un país tras otro a la vista de los beneficios, tanto directos como indirectos, que Sydow aseguraba a los distintos gobiernos. Su emporio fue extendiéndose por las principales áreas que marcaban la vida cotidiana de las sociedades, desde energía y armamento hasta transportes y comunicaciones.

Nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran los orígenes de aquel hombre, pero a nadie se le escapaba su gran talento para concebir y defender ideas revolucionarias, ideas encauzadas a unir a todos los hombres en busca de un futuro común y mejor, pagando para ello el irrisorio precio de sacrificar a quienes no merecían gozar de ese futuro. ¿Quién podía rebatir tesis como las suyas cuando no reportaban más que beneficios económicos y sociales a cada nación, mayores rangos de seguridad y menores gastos públicos en las minorías que sólo reportaban quebraderos de cabeza?

De este modo Sydow fue adquiriendo el poder y la influencia necesarios para auspiciar la aprobación de una normativa universal que favoreciera el progreso de las naciones y la pureza de las sociedades a partir de la eliminación de los «elementos» indeseables. Aquella norma se hizo tan popular que su nombre acabaría haciendo honor a su inspirador. Era la ley 3045/2011 de la Nueva Sociedad de Naciones Unidas, aunque el ciudadano de a pie la conocía, sencillamente, como Ley Sydow.

—Dispondrá de los fondos que pidió —dijo Freeman retomando su intervención. Deberá darnos un mes para que todas las naciones puedan llevar a cabo las operaciones pertinentes. Y sería deseable que pudiera realizar a la mayor brevedad algún tipo de… exhibición.

—¿Cómo dice? —Sydow, las manos aún a la espalda, se detuvo y se giró de nuevo hacia la pantalla.

—Ya sabe, los políticos somos como críos. Enséñenos algo, para que los más recelosos se queden tranquilos al ver que sus inversiones se están materializando.

—Les daré algo mejor, Presidente. Ya estoy trabajando con los generales del nuevo ejército, mi ejército, que será la punta de lanza de esta operación sin precedentes. —Sydow se detuvo ante la gran pantalla y se irguió ante su interlocutor—. Sí, Freeman, les daré algo más que una exhibición. Les daré… un nuevo mundo.

Como la de un crío, efectivamente, fue la reacción del presidente Freeman ante aquella irresistible promesa.

—Es un placer trabajar con usted, señor Sydow.

—Lo sé, presidente Freeman. Trato de que a ninguno le queden dudas al respecto. Y ahora, si me disculpa, tengo otros asuntos.

—Por supuesto.

—Hasta pronto, señor Presidente —se despidió Edward Sydow, al tiempo que giraba sobre sus talones y comenzaba a avanzar hacia el extremo opuesto del Salón de la Guerra.

—Esperaré ese momento con ansiedad, señor Sydow. Hasta pronto.

Black no esperó ninguna indicación para accionar el control remoto. La imagen desapareció de la pantalla al tiempo que volvía a ocupar su lugar la pintura de Jacques-Louis David.

—¿Satisfecho, señor? —preguntó Black mientras recorría el salón junto a su jefe, de regreso a la entrada principal.

—Bastante, desde luego. Aunque no es eso lo que debe preocuparnos ahora. ¿Alguna pista sobre su paradero?

—Ninguna todavía, señor Sydow.

—Hay que encontrarlo, Black, tiene en su poder la clave de la mayor aventura jamás concebida por el hombre. Y la más lucrativa.

—Continuamos revisando las rutas previstas, las guaridas señaladas, y hemos introducido patrones clave en los servicios de identificación y rastreo de las fuerzas de seguridad, pero sin resultados de ningún tipo por el momento.

Sydow lanzó una mirada a su colaborador antes de asentir.

—Pues tiene que aparecer, Black. De un modo u otro, tenemos que encontrar mi nuevo juguete.