A pesar de haberse entretenido con el accidente de tráfico y la pelea posterior, Sara llegó con tiempo al instituto. Atravesó la verja y chasqueó la lengua cuando vio, en la escalinata de acceso, al Club de las Guapas, como ella las apodaba. Eran media docena de compañeras de clase que prestaban más atención a su aspecto que a cualquier otro asunto sobre la Tierra. Bueno, y a los chicos. Pero por encima de ellos, estaban ellas.

Siempre iban muy maquilladas, con peinados de abuela y con una ropa que a Sara le parecía excesiva incluso para una boda de alto postín. En el fondo lo que a ella le fastidiaba era que no se cortaran un pelo a la hora de juzgar y menospreciar al resto de la gente, a la que miraban por encima del hombro como si no la consideraban digna de ellas.

Por supuesto, Sara encabezaba la lista negra del Club de las Guapas.

Antes, cuando empezaron en el instituto, se metían con ella como hacían con otras compañeras, hasta que vieron que era perder el tiempo. Sara no sólo no les respondía, sino que pasaba de ellas por completo. A veces, incluso, llegó a reírse del grupo en su cara. Sólo una vez tuvieron una confrontación, y la cosa llegó a las manos. A las manos de Sara, que fue la única que repartió un par de golpes que hirieron a las otras especialmente en su orgullo.

Sara pasó junto a ellas al enfilar la escalinata y les dedicó una falsa sonrisa de cortesía.

—¿Además de no tener buen gusto tampoco tienes educación? —preguntó una de las Guapas. Por el tono de la voz Sara supo que se trataba de Celia, la más pizpireta, líder del grupo, y la de peor carácter.

—Eso, se dice buenos días —recalcó otra.

—Buenos días, chicas.

Sara les respondió sin volverse para mirarlas. Tenía demasiada experiencia con gente de su calaña. Sabía que prestarles atención les daba pie para que empezaran con sus tonterías, y aquel día en especial no tenía demasiado aguante para esos jueguecitos de niñas tontas.

Pasó por la clase y dejó la carpeta. Ya estaban casi todos allí. Saludó a Alicia y a Yessi, a Luis y Tomás, que correspondieron con las caras de sueño de casi todos los días a primera hora.

—¿Con qué empezamos hoy? —preguntó Sara.

—Historia —respondió Alicia—. Creo que recuperaré un poco de sueño atrasado.

Sonrieron a su alrededor.

Sara miró el reloj y vio que faltaba poco más de un minuto para que sonara la campana.

—Voy un momento al baño —dijo.

—Pues más te vale darte prisa —advirtió Luis—. Ya sabes cómo es Del Toro.

Sara asintió y salió. Era verdad. El de Historia, director del instituto además, era el profesor más duro que tenían, estricto e inflexible como si aquello fuese uno de esos colegios pijos de uniforme y taller de debate.

Cuando Sara entró en los aseos había un par de chicas ante el espejo y otra más en uno de los urinarios. Se metió en otro de los siete vacíos y escuchó cómo las dos del espejo seguían con sus cuchicheos sobre algún chico del último curso, tal vez algún compañero suyo. Cuando terminaron con su puesta al día, se marcharon. Segundos después sonaba la cisterna y la puerta del cubículo junto al suyo.

Fue entonces, justo al quedarse a solas, cuando sonó el timbre que marcaba el comienzo de la primera hora de clase.

Accionó la cisterna y se compuso con agilidad. No tenía ninguna gana de aguantar una reprimenda de Del Toro tan temprano.

Escuchó ruido de pisadas al otro lado.

Descorrió el pestillo de la puerta y abrió.

—Dinos una cosa. ¿Tú quién te crees que eres?

Sara se sobresaltó al darse de bruces con las seis chicas, Celia en el centro liderando el grupo. Algunas la observaban expectantes con los brazos cruzados, otra los tenía en jarras, y un par de ellas tenían las manos a la espalda.

Pero las manos no importaban. Lo que no le gustaba nada eran aquellas miradas.

—¡Te estoy hablando, sonada!

—Celia, no te pases —respondió Sara, tratando de mantener la calma. Dio un paso al frente—. Y dejaos de tonterías que no quiero llegar tarde a…

El puñetazo que Celia le propinó en el estómago no fue demasiado fuerte, pero sí tan inesperado que incrementó su efecto de manera considerable. Sara se inclinó y se llevó una mano a la zona dolorida.

—¿Qué haces? —Balbuceó después de toser, haciendo esfuerzos para respirar bien.

—Eso digo yo —respondió Celia, prepotente—. ¿Qué haces tú? ¿Te crees que puedes pillarnos a una de nosotras, a traición, a solas, y darnos una paliza?

—¿Pero de qué hablas?

—¡Dale más, Celia! —animó una de las chicas.

—Sí, creo que habrá que calentarla un poco.

—Un momento, por favor. —Sara estaba desconcertada, y si algo le asustaba era no conocer la causa de los acontecimientos—. Yo no he hecho nada.

—Encima se quiere reír de nosotras —dijo otra de las chicas—. ¡Hay que darle una lección!

—¡La lección de su vida!

La que gritó aquella última frase era una de las que tenía las manos a la espalda. Cuando las descubrió, Sara vio relucir algo en una de ellas. La propia chica la sacó de dudas al ponerle ante la cara la afilada hoja de una navaja automática.

—Tía lista, no te pases con nosotras —dijo Celia—. Luci nos ha dicho que anoche le diste una paliza. Allá ella por dejarse pegar. Pero no puedes meterte con una de nosotras y largarte de rositas. Así que te vas a enterar.

También Celia echó mano a su bolsillo y sacó otra navaja. Sara no podía dar crédito a lo que ocurría. Esas chicas siempre habían sido tontas y disfrutaban metiéndose con la gente, pero no le habrían arrancado las alas a una mosca.

Y desde luego no tenían intención de arrancarle las alas a una mosca. Con el filo de la navaja de Celia en la mejilla, Sara temió que podrían ser capaces de algo mucho peor.

Había comprobado que hablar era inútil, así que decidió actuar.

Le largó un puntapié en la pantorrilla a Celia, haciendo que esta se agachase lo suficiente por el dolor como para asestarle un golpe en el cuello con el dorso de la mano.

Las otras chicas actuaron como esperaba Sara, lentas y con torpeza. No obstante, tuvo que repartir un codazo a una de ellas, un golpe en las costillas a otra y una bofetada con el dorso de la mano a la que agarró a la desesperada cuando estaba a punto de salir del baño. Las otras dos se habían lanzado a proteger a su líder.

Sara salió corriendo de allí y tomó el camino que se le presentó justo delante: las escaleras a la primera planta. Estaba en ellas cuando se arrepintió y se maldijo por no haber tomado mejor el pasillo a la izquierda en dirección a la consejería, donde seguro habría aun algunos alumnos y profesores llegando con retraso.

Pero ya era tarde para volver atrás. Escuchaba las voces de las chicas clamando por atraparla. Tan desesperadas andaban por echarle el guante que no repararon en que lanzaban sus planes a voz en grito. Así fue como Sara se enteró de que iban dividirse en dos grupos para subir cada uno por una de las escaleras y así dejarla sin vía de escape. Para ser el Club de las Guapas, aquella no era una mala táctica.

Los pasillos del instituto no eran demasiado largos, así que no pasaría mucho tiempo antes de que hubiesen recorrido todos los posibles escondites. En la primera planta, en la zona por la que ella había subido, las aulas estaban vacías, dado que no habla clases en los laboratorios a primera hora.

Sara comenzó a probar en cada picaporte que fue encontrando, pero todas las puertas estaban cerradas.

Las chicas debían de estar ya en el rellano. Escuchaba sus pisadas embarulladas.

Ninguna puerta cedía.

Una de ellas dio un alarido al alcanzar la primera planta, como un animal que acabase de reencontrar el rastro de su presa.

Fue entonces cuando una de las puertas se desveló abierta y Sara pudo colarse dentro.

Era uno de los laboratorios de química. Estaba a oscuras, con las persianas echadas. Sara se colocó junto a la puerta, preparada por si alguien entraba.

De pronto se había hecho el silencio.

Dejó de respirar por un instante para no interferir en su intento de escuchar los pasos de las chicas. Pero sólo lograba oír los latidos acelerados de su corazón.

Una risa, aguda como el ruido de una ardilla. Unos pasos ante la puerta que siguieron más allá, despacio, tras detenerse un instante.

Sara se dijo que aquello era absurdo. Quedarse allí era lo peor que podía hacer. Saldría corriendo, y en cuanto salvase aquel tramo solitario daría gritos con todas sus fuerzas y la escucharían en la mitad del instituto.

Agarró el tirador con decisión y respiró profundamente. Debía ser rápida, como un jugador en un partido de rugby. Las chicas podían tener malas pulgas, pero en el baño le habían demostrado que eran torpes en sus movimientos.

Contó hasta tres mentalmente antes de decidirse. Abrió de golpe y saltó al pasillo. Tenía dos chicas a su espalda y una en el acceso a la escalera.

Corrió con todas sus fuerzas y la que aguardaba en el otro extremo también se le acercó. Su sonrisa no le hizo ninguna gracia.

«Daré un paso a su derecha para despistarla y la rodearé por la izquierda», pensó Sara. El movimiento fue rápido y limpio, y cumplió su cometido. Con lo que no contaba Sara era con que la chica la atacase.

Sintió un calor intenso en la mano. Le escocía. Por suerte, la navaja no le había hecho más que un corte superficial en el dorso de la mano.

Pero no tenía tiempo para curas. Enfiló la escalera. Y allí tuvo un nuevo sobresalto.

Ante los gritos de alarma del primer grupo de chicas, las que andaban al otro lado del ala habían acudido raudas. Aunque frenaron en seco al comprobar el encuentro que acababa de tener Sara.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el director del instituto.

—Señor, estas chicas, yo… —intentó explicarse Sara.

—¿Es eso sangre? —Observaba a la joven por encima de sus gafas, escurridas hacia la punta de la nariz.

—Sí, sí señor —respondió Sara, cubriendo su mano, con la que había estado a punto de golpear a Del Toro en el pecho al darse de bruces con él en la escalera.

—¡Pues tenga cuidado, señorita! ¡Ha estado a punto de mancharme!

El director rodeó a Sara para alcanzar el rellano de la planta. Una vez allí miró a los dos grupos de chicas a ambos lados de la escalera.

—¿Se puede saber que están haciendo? —preguntó.

—Señor, esas chicas me han atacado —dijo, Sara levantando su mano herida—. Me están persiguiendo.

—¿Es eso cierto?

—Sí, señor —respondió Celia, con su navaja en la mano sin hacer el menor intento por ocultarla.

—¿Y acaso no han escuchado que ya ha sonado el timbre? Creo que tienen ustedes clase conmigo ahora. —Del Toro enfiló el pasillo de la derecha con marcialidad. Al pasar junto a Celia le espetó—. Acaben lo que tengan entre manos y vayan al aula enseguida.

Todas aguardaron a que el director del instituto desapareciera en el pasillo. Celia volvió la cabeza después y buscó la mirada de Sara, completamente desconcertada. Su sonrisa fue sobrecogedora.

—¡Qué no escape! —gritó.

‡ ‡ ‡

—¿De verdad? —preguntó Álex, desconfiado.

—Puedes estar seguro —le respondió su amigo con indiferencia.

—Vamos, di la verdad.

—¡Te la estoy diciendo! Si no quieres creerme es cosa tuya.

—Pues a mí no me da esa impresión.

—¿Y qué impresión te da, Álex? Tienes que girar a la izquierda en la siguiente.

—Sé cómo se llega a ese instituto. Pues me da la impresión de que Sara te parece… interesante.

—Si sabes cómo se llega deberías saber también que ya tendrías que tener el intermitente puesto para meterte en la calle —resopló Ray—. Y claro que me parece interesante. Es una chica valiente e inquieta.

—Ya, claro, y yo un tío con talento. Pero además, ella no está nada mal. Es tu tipo.

—Ya, claro. ¿Qué sabrás tú cuáles son mi tipo?

—¡De acuerdo! —respondió Álex, entrando por la calle que le había indicado Ray—. Tú lo has dicho. Pero no olvides que sí es mi tipo.

—¡Todas son tu tipo, Álex!

—En eso llevas razón —balbuceó cabeceando—. ¡Mira, creo que allí está el instituto!

‡ ‡ ‡

Pegada al muro de ladrillo, justo a la salida del patio trasero, Sara trataba de recuperar el resuello. Había aprovechado que el director le dejó paso libre en la escalera para lanzarse hacia allí perseguida por la jauría.

No sabía qué era más absurdo, si tener a un grupo de compañeras de clase que literalmente querían lincharla o el hecho de que al director del instituto le trajera sin cuidado, incluso tras haber visto las navajas.

Pero ya tendría tiempo de pensar en todo eso e intentar buscarle un sentido. Antes debía salir de allí, a ser posible sin más rasguños.

Se apretó bien el pañuelo que se había anudado alrededor de la mano herida.

Escuchó los pasos y los gritos del grupo. Por suerte se había dividido al llegar a la planta baja, pues Sara había sido lo suficientemente rápida como para suscitar una duda razonable sobre la dirección que había tomado. Sin embargo, al menos dos de ellas bajaban en aquel momento la escalinata del patio.

Sara cerró los ojos un instante y puso su suerte en manos del destino. Se asomó muy, muy despacio, por el poyete que quedaba más o menos a su altura, y las vio a ambas, de espaldas a su posición, observando la otra zona del patio.

Se aventuró entonces a intentar escabullirse bordeando la otra cara del edificio.

Al llegar al patio principal escuchó las voces de Celia y las otras chicas, que salían a asomarse desde la recepción. Sara se pegó al muro tanto como pudo. Las tenía justo encima.

—¿Dónde se habrá metido?

—Es una rata —respondió Celia—. Estará detrás de alguna pared, como hacen las ratas.

—Pues hay que encontrarla y fumigarla —bromeó una de ellas.

—Desde luego —respondió la líder—. Vamos dentro. Busquemos a las otras a ver si han tenido más suerte.

Sara dejó escapar un suspiro mudo. Si volvían al interior podría atravesar el patio sin problemas, aunque aún tendría que conseguir que el conserje abriese desde la recepción. Para eso debía sacar la mano entre la puerta de barrotes, accionar el portero electrónico y soltarle algún cuento. No sería la primera vez.

Estaba preparada para actuar. Ya escuchaba a las chicas volviendo adentro. Fue entonces cuando sonó el claxon del coche, y vio a Álex saludando desde el interior.

—¡Eh, Sara, aquí!

No escuchó nada, pero lo sintió. Levantó la cabeza y allí estaba la cara de Celia con su mirada psicótica.

—¡Está aquí abajo!

Sara sólo tenía un camino. Corrió hacia la salida tanto como pudo, y le pareció que venía del cielo el timbrazo que hacía la verja cuando se abría. Al llegar a ella, con las seis chicas corriendo detrás, se topó de frente con la señorita Dolores, la profesora de Francés, a la que bordeó y colocó como parapeto antes de salir del instituto, cerrando de golpe la puerta de barrotes.

—¡Pero qué hacen ustedes! —exclamó la profesora al verse asaltada primero por Sara y a continuación por el resto de las chicas.

Ninguna le prestó atención.

Los brazos salían de la verja como tentáculos de un pulpo enloquecido, tratando de accionar el portero electrónico para poder atrapar a su víctima.

Pero para entonces Sara ya había alcanzado el coche de sus amigos y se había lanzado al interior.

—¡Sal de aquí, Álex!

Los dos amigos observaban desconcertados al grupo de muchachas que corrían hacia ellos con rostros desencajados por la rabia.

—¿Pero qué pasa? —preguntó Álex.

—Creo que sería prudente dejar la charla para después —dijo Ray.

—¡Pisa, Álex! —gritó Sara.

—A sus órdenes, miss Daisy.