En su camino hacia el instituto, no muy lejos de casa, Sara no dejó de observar a su alrededor. Algo ocurría, aunque no sabía explicar lo que era. Todo parecía normal, como de costumbre. La salida del sol sobre la copas de los árboles del parque, tráfico moderado en las calles, decenas de adolescentes y de madres con pequeños cruzándose en dirección a los colegios e institutos de la zona. Como cada mañana.

Y sin embargo, Sara tenía una extraña sensación.

Sin dejar de caminar, meneó la cabeza y se dijo que probablemente aún estuviese algo afectada por el episodio de la tarde anterior. Quizás aquel aparato emitió realmente un tipo de pulso de energía que les había provocado algún leve trastorno mental. De ahí aquella sensación de vértigo que sintieron y la psicosis que vivieron a continuación en el autobús. Al pensar en ello Sara se asustó un poco. Más les valía que los efectos de aquel aparato, fuese lo que fuese, pasasen rápido, porque eran muy desagradables.

Por fin lograba identificar la sensación que la acompañaba al instituto aquella mañana. Se sentía diferente. Como si ella, o más bien todos a su alrededor, hubieran cambiado. Y aquella impresión de soledad en la multitud resultaba bastante aterradora.

Al chirriar de unos frenos le siguió el ruido de la colisión. Un coche debió de saltarse la luz roja y había embestido a otro, aunque a juzgar por los desperfectos, el golpe no fue nada dramático. Sara vio a ambos conductores lanzarse improperios mientras salían de sus respectivos vehículos. Un espectáculo demasiado habitual. Siguió su camino.

Llevaba recorridos tan sólo unos cuantos metros cuando se cruzó con tres chicos que sonrieron poco antes de pasar a su lado. No fue una sonrisa ofensiva, ni tampoco un intento de seducción. Parecía que algo les divertía, por lo que Sara, muy discretamente, se pasó los dedos por la cara para comprobar que tenía los labios limpios de restos del café. Echó la mirada abajo y tanto sus vaqueros azules como su camisa blanca y la cazadora roja lucían bien. ¿De qué se reían pues esos estúpidos?

Estaba segura de que se arrepentiría, pero decidió volverse para comprobar si la miraban. No lo hacían. Los tres seguían su camino, y toda su atención estaba al otro lado de la calle, en el cruce donde se había producido el accidente. Parecía que era aquella escena la que les había hecho sonreír tan temprano.

Sara siguió avanzando para dejar atrás unos setos que le impedían ver lo que ocurría junto al siniestro. Entonces, poco a poco, fue viendo al conductor de uno de los coches. Hacía movimientos extraños, hacia atrás y hacia delante, como un delantero de fútbol al tirar un penalti. Sara se detuvo en el sitio cuando comprobó que el supuesto balón era el otro conductor.

La chica observó horrorizada cómo aquel hombre pateaba una y otra vez con rabia al que le había embestido accidentalmente con el coche. Y tras unos segundos, Sara se percató de algo que le sorprendió aún más. Ella era la única que había alterado su paso. La gente continuaba a su ritmo, cruzando junto a la pelea sin inmutarse. Miraban y pasaban de largo. Así lo hacían también los coches, y alguno hizo sonar su claxon y gritó, al pasar junto a la refriega, que se echaran a un lado para no molestar.

Era terrible la paliza que le estaba propinando a aquel pobre hombre. No sabía Sara qué le habría dicho o hecho a su agresor para provocarlo de aquel modo, pero en cualquier caso había sido todo muy rápido, pues el accidente se había producido hada apenas uno o dos minutos.

La chica estaba tan impresionada con aquella violencia desmedida que no pudo evitar acercarse. No lo hacía por morbo, sino en un impulso solidario de intentar ayudar a la víctima, aunque al mismo tiempo era consciente de que no podría hacer demasiado.

Miraba a su alrededor, con la esperanza de ver a alguien que se acercara para detener al tipo, un hombre de mediana edad con un traje elegante, pero nadie hacía nada. Cuando estuvo más próxima, Sara comprobó para mayor asombro que el agresor llevaba incluso a dos niños pequeños en el asiento de atrás del coche.

Había logrado cruzar la avenida cuando escuchó una sirena y a continuación vio un coche de policía girar la esquina. Un soplo de calma invadió a Sara, que no quería mirar con demasiada atención al hombre en el suelo, ante el temor de encontrarse con una estampa demasiado desagradable.

Dos agentes se bajaron del coche patrulla y el agresor dejó de patear a su víctima, inmóvil en un charco de sangre. Con mucha calma, el sujeto se dirigió hacia los policías y habló con ellos. Los tres charlaban con singular sosiego. Los agentes comenzaron a asentir. Uno de ellos sacó una libreta y tomó unas notas según le hablaba el individuo. Sara observó durante un par de minutos el desarrollo de los acontecimientos. Se planteó acercarse para ofrecerse como testigo. Después de todo siempre es importante la colaboración ciudadana. Casi se había decidido cuando vio que el conductor violento cabeceaba y se despedía de los agentes. Se montó en su coche, lo puso en marcha y se largó.

Libre ya de todo espanto, Sara estaba ahora cabreada. ¿Cómo era posible que aquel energúmeno se marchara como si tal cosa? Uno de los agentes llamaba por radio mientras otro, agachado, comprobaba el estado de la víctima. Y la gente alrededor proseguía inalterable con su vida.

¿Se habían vuelto todos locos?

‡ ‡ ‡

Álex recogió a Ray en su casa con el coche de su madre. Era otra de las ventajas de que sus padres estuvieran fuera: podía disponer del coche cuando le apetecía. Cuando llegó, su amigo ya lo estaba esperando en el portal.

—¿Dónde es la misa, padre? —bromeó al abrirle la puerta.

Ray hizo caso omiso del comentario de Álex, que siempre se metía con él por su tendencia a vestir de negro, en este caso vaqueros, jersey de cuello vuelto y chaqueta de cuero, todo en el mismo tono. Álex, por el contrario, solía preferir colores alegres y luminosos, como los pantalones blancos y la sudadera azul en que iba enfundado aquella mañana.

Álex se puso en marcha.

—Pues tú dirás adónde vamos —dijo, mientras maniobraba para incorporarse al tráfico.

—Álex, ¿has notado algo raro?

—¿Cómo dices?

—Que si has notado algo raro. Desde ayer. En casa, con tus padres, con tu hermana. No sé.

—Mis padres no están —respondió Álex, sin apartar la mirada del frente—, y mi hermana debió pasarse la noche afinando con el músico.

—Te hablo en serio, no fastidies. ¿No has notado nada raro?

Álex miró a su amigo y resopló. Puso el intermitente y se detuvo en doble fila. Su cara había perdido el gesto risueño a favor de una mueca de preocupación.

—¿Que si he notado algo raro, Ray? Tan raro que todavía los tengo de corbata.

—¿Qué te ha pasado?

—Nada, pasarme no me ha pasado nada, de momento —dijo Álex—. Pero todavía tengo mis dudas sobre si no me estaré volviendo loco.

—¿¡Quieres hablar de una vez!?

—¿Sabes que tengo toda la colección de discos de los Stones?

—¡Álex, por favor! —Ray empezaba a desesperarse—. Te hablo en serio, es importante.

—¿Me ves cara de estar de guasa, Ray? Yo no me he comprado un disco de los Stones en toda mi vida. ¡Tú lo sabes! Pero anoche, cuando llegué…

Ray y Álex intercambiaron la crónica de lo que habían observado al volver a sus casas la noche anterior. Y cuanto más hablaban, más ridículos se sentían por estar comentando aquellas cosas.

Pero al mismo tiempo no podían obviar que todo era tan real como extraño.

—¿Qué está pasando, Ray? ¿Nos estamos volviendo tarumbas?

—No lo sé, socio, pero tampoco desfasemos. Es posible que cuando ayer tocaste lo que no debías tocar, aquel aparato nos afectase de algún modo.

—Quizás nos dio alguna descarga eléctrica o vete a saber qué. Por eso nos mareamos y nos sentíamos como después de una resaca de garrafón.

—Es la respuesta más lógica que se me ocurre.

Los dos pensaron en silencio durante un momento. Los coches y la gente iban y venían a su alrededor. Los sonidos de la calle, de la vida cotidiana, reforzaban en los dos amigos la certeza de que, en realidad, no ocurría nada extraño. Que todo era producto de su imaginación trastornada.

Pensar eso, al menos, era lo que les hacía sentir más tranquilos.

—¿Llegó a decirte Sara en qué instituto estudia? —preguntó Álex, rompiendo el silencio.

—Creo que hemos tenido la misma idea. Sí que me lo dijo.

Álex puso el intermitente, comprobó el retrovisor y volvió a ponerse en marcha.

—Pues vamos a ver si también a ella le ha susurrado Mick Jagger esta noche —murmuró.