La cabeza de Álex iba a estallar. Aún en el suelo, la meneó para sacudirse aquella capa de molestos abejorros que parecían revolotear enloquecidos en su interior. Miró a su alrededor y vio a Ray y a Sara, tendidos en el suelo polvoriento de aquel sótano.
¿Qué les había ocurrido? Levantó la mirada y vio el agujero en el techo, que daba al trastero al que se habían asomado minutos antes.
¿Sólo habían transcurrido minutos? Consultó su reloj. Apenas llevaban hora y media en aquella casa, por lo que Álex calculó que habían pasado inconscientes entre veinte minutos y media hora.
Se puso en pie, pero las rodillas le traicionaron y le hicieron flaquear. Entonces recordó la luz y aquella aterradora sensación de vértigo. Reparó a continuación en el objeto que había junto a él. Era aquel extraño aparato, el dispositivo que nunca debió tocar. Y no obstante, no pudo evitar cogerlo de nuevo. Pesaba poco, y no era más que un trozo de plástico con botones; algo inerte, inofensivo. Lo miró fijamente unos segundos y un escalofrío le sacudió el cuerpo como si lo atravesara un rayo. Pero sólo era miedo. Abrió la mano y dejó caer aquel cacharro del que no sabía qué esperar.
Ese ruido sirvió para que Sara y Ray volviesen en sí, ambos con los mismos síntomas de aturdimiento que Álex.
—¿Estáis bien? —preguntó a sus amigos.
—Sí —respondió Sara—. Aunque me duele mucho la cabeza.
—También a mí —dijo Ray, llevándose la mano a la sien. La retiró al tocarse—. ¡Au! Creo que tengo un chichón.
—Déjame ver.
Sara tanteó a su alrededor en busca de su linterna, y cuando la encontró la dirigió hacia la cabeza de Ray.
—Tienes un poco de sangre. Has debido hacerte un corte con la caída.
—¿Sangre? —exclamó Álex.
—No empieces con tus ansiedades —dijo Ray—, que no se me van a salir las tripas por ahí.
—No es nada —explicó Sara, aplicándole un pañuelo de papel.
Los dos se pusieron en pie y sacudieron sus ropas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sara.
—No lo sé —dijo Ray—. Sólo recuerdo la luz blanca cuando Álex apretó… ¿Álex?
—Presente.
—¿Te enterarás algún día de que eres un manazas?
—Creo que ahora tenemos un problema mayor que mi torpeza mundialmente conocida —dijo el chico, recorriendo con el haz de su linterna todo el sótano—. Se nos ha perdido un muerto.
—¿Qué? —gritaron los otros dos al unísono.
—Nuestro amigo el fiambre, el dueño de este juguetito. —Álex iluminó el suelo—. Ya no está.
—¡Es cierto! —dijo Ray, observando los escombros bajo los que habían encontrado el cuerpo—. ¿Pero cómo es posible?
—No es posible —sentenció Sara—. Sencillamente no lo es. De que el tipo estaba muerto no nos cabe duda. Y para mover todas estas piedras y maderas habría que hacer tanto ruido que es imposible que hubiésemos seguido inconscientes sin enterarnos de nada. Y ni siquiera hay marcas en el polvo del suelo.
—Cierto —apuntó Ray—. Es como si nunca hubiese estado aquí.
Los tres chicos se miraron y un silencio escalofriante se adueñó de aquel sótano.
—¿Entonces, qué ha pasado? —preguntó Álex, tratando de controlar el miedo.
—Creo que para empezar lo mejor sería largarse de este sido —propuso Ray—. Salgamos de esta casa, que nos dé el aire. Comprobemos que estamos bien y pensemos con calma.
—Estoy de acuerdo. Y nos llevaremos esto.
Sara se agachó a coger el dispositivo con aspecto de teléfono móvil. Todos lo miraron antes de que ella se lo guardara en el bolsillo.
—¿Qué sería esa luz que salió del cacharro y nos dejó sin sentido? —preguntó Ray meditabundo, susurrante, temeroso incluso de que alguno tuviese la respuesta.
Pero no la tenían.
La noche había caído. Tal y como Álex había calculado, apenas habían pasado un rato inconscientes, pero había sido suficiente para que el día apurase sus últimos destellos de sol.
Salieron del caserón por la misma ventana por la que se habían colado, y rodearon el edificio hasta alcanzar la entrada principal. Una vez allí, Sara, Ray y Álex hablaron durante un rato sobre lo sucedido. Barajaron todas las explicaciones posibles sobre lo que había pasado, y lo que más les inquietó fue que no se les ocurría ninguna plausible.
Álex propuso ir a la policía. Después de todo, se habían topado con un cadáver. Sara preguntó entonces por el cuerpo, que es lo primero que haría la policía. Sin él, sólo eran tres jóvenes que habían entrado en una propiedad privada y que se habían inventado aquella absurda historia quién sabe con qué propósito. La chica planteó la posibilidad de entrar y revisar cada habitación de la casa. A Álex no le gustó demasiado la idea, y Ray la descartó alegando que aquello parecería una vieja comedia del Gordo y el Flaco, con un muerto que los malos van pasando de una habitación a otra mientras los protagonistas siguen torpemente su rastro.
Definitivamente no tenía sentido que el cadáver estuviese aún en el caserón. Por el contrario, Ray apostó por seguir el hilo tecnológico del asunto, llevar el aparato a un amigo suyo que podría desmontarlo y estudiar su configuración. Tal vez de ese modo podrían entender qué había ocurrido. Quizás aquel «chisme», como lo definió Álex, producía algún tipo de onda electromagnética que los había dejado sin sentido. O tal vez no era más que el elaborado mando de la puerta de un garaje.
Lo importante era que estaban bien. Algo magullados por la caída, un poco aturdidos, pero a salvo. Y no podrían resolver mucho más hasta el día siguiente. Sara dijo que prefería marcharse a casa, darse una ducha y pensar con calma en lo ocurrido. Los chicos estuvieron de acuerdo, tal vez por internet pudiesen encontrar historias parecidas. Álex bromeó al respecto: «¿Crees que habrá por ahí gente que dice haber visto cadáveres que se levantan y se largan en silencio, sin querer molestar?». Ray y Sara se miraron y sonrieron ante aquel sarcasmo. Era verdad, sonaban como unos de esos chiflados que pululan por la red narrando desvaríos parecidos.
Pero ellos estaban cuerdos, o al menos eso pensaban.
Caminaron en silencio hasta la parada del autobús, tan solitaria como cabría esperar. En un par de ocasiones Álex hizo el gesto de hablar, para exponer alguna teoría sobre lo ocurrido, pero él mismo la descartó por absurda antes de que llegara a rozar sus labios.
Había poco tráfico a aquella hora, y los potentes faros del autobús lo delataron desde bastante distancia. Al tiempo que los chicos lo vieron aproximarse también lo hizo un hombre que salió de las sombras. Era afroamericano, de mediana edad, con una bolsa de tela al hombro, casi tan gastada como su ropa. Probablemente llevaba en ella los excedentes del día, las cosas que no había logrado vender en los semáforos. Así lo supuso Sara cuando vio en su camisa una tarjeta con su fotografía, su nombre y otros datos que no llegó a leer. Sobre todo ello, en letras rojas grandes estaba estampado a modo de mensaje: «Extranjero».
—No había visto eso antes —susurró Ray, al advertir también ese detalle.
—Yo tampoco —respondió Sara—. Pero me parece horrible. Como si marcaran ganado.
Cuando el hombre se acercó a ellos, los chicos lo saludaron inclinando la cabeza con una sonrisa. Él apenas hizo un gesto. Parecía cansado, tal vez un poco triste, pero sobre todo, bastante temeroso.
El autobús se detuvo. Los chicos subieron, pagaron el billete y tomaron asiento. Había una docena de personas más a bordo. Algunos jóvenes y sobre todo hombres y mujeres de mediana edad. También algún anciano.
Las puertas se cerraron y el motor rugió al emprender la marcha.
Sara, Ray y Álex seguían ensimismados pensando en todo lo ocurrido. Intercambiaban miradas, a veces sin más reacción, a veces subrayándola con una mueca o una sonrisa nerviosa. Era tan extraño todo que parecía que cuanto más tiempo pasaran sin hablar de ello antes quedaría enterrado en sus mentes como un mal sueño o una mera fantasía.
Entonces, los gritos los hicieron volver a la realidad.
—¡Háblame claro, idiota, que no te entiendo!
Más que palabras, lo que profería el conductor del autobús parecían ladridos. A ellos respondió el afroamericano entre susurros, la cabeza humillada.
—¡Y a mí que me cuentas! —bramó el conductor—. ¡Si te faltan unas monedas no hay más que hablar! ¿Y tienes la desfachatez de subirte sin poder pagar entero el billete?
El autobús frenó en seco, provocando el consiguiente balanceo violento en los viajeros.
—¿Qué pasa? —preguntó una anciana.
—Un listo, señora —gritó el conductor, volviéndose hacia atrás—. ¡Un indeseable que se cree que estamos de rebajas!
—Pues dele usted una patada y sigamos nuestro camino de una vez —dijo con indiferencia una mujer que andaba disfrutando una chocolatina.
Sara, Ray y Alex intercambiaron miradas.
—Vaya que si lo voy a hacer —dijo el conductor.
Apretó el botón que abría la puerta del autobús y a continuación se puso en pie. Agarró al hombre por la camisa y lo atrajo hacia él.
—Y ahora te vas a dar un paseíto hasta el agujero en el que vivas…
—¡Eh, oiga! ¿Está loco?
El grito de Sara hizo reaccionar a todos los pasajeros como no lo habían conseguido hasta entonces los ladridos del conductor.
—¿Qué me has llamado, niñata?
Álex se percató de que algunos viajeros empezaban a cuchichear entre ellos, lanzando miradas recriminatorias a los chicos.
A la vista de la tensión creciente, Ray se puso en pie para intentar calmar los ánimos. Se dirigió hacia la parte delantera
—Por favor, diga, ¿cuál es el problema? ¿Falta dinero?
Al acercarse, Ray vio que el hombre de la mochila y la tarjeta identificativa no reaccionaba. Estaba como un pelele en manos del conductor. Temblaba. Y mantenía la mirada clavada en el suelo.
—¿Y a ti qué más te da? —vociferó el conductor, con el rostro cada vez más enrojecido por la ira.
—No pasa nada, no hay por qué ponerse así —dijo Ray con tono apaciguador—. Yo pagaré el billete. ¿Cuánto le falta?
Como en un partido de tenis, las cabezas de los viajeros se giraron para mirar al muchacho. La expresión de muchos de ellos pasó de reflejar el desprecio inspirado por Sara al asombro despertado por el ofrecimiento del chico.
—¿Te estás cachondeando de mí, bastardo? —respondió el conductor.
—¡Oiga! —gritó Álex, poniéndose en pie—. ¡Se está usted pasando tres pueblos!
La gente volvió a cuchichear, cada vez más alarmados. Sara observó a cada viajero, a cada grupo. Estaba tan sorprendida como ellos, aunque en su caso era por la completa permisividad que observaba ante el violento episodio que estaban viviendo.
—¡Cállate, Álex! —ordenó Ray, que pensó que era fundamental no perder la sangre fría—. Oiga, no estoy de broma. Es tarde y todos queremos irnos a casa. Déjeme que…
Pero Ray no llegó a terminar su frase. En un acopio de valor, el hombre de la mochila dio un fuerte tirón a su camisa para liberarla de las manos del conductor y bajó de un salto del autobús. En cuestión de segundos se había perdido bajo el manto negro de la noche.
Se hizo entonces un desagradable silencio en el interior del vehículo público. Desagradable e intimidatorio. Ray estaba de pie, en el centro, y todos lo observaban. Álex y el conductor también seguían levantados. Este último rompió la quietud agitando la cabeza con desprecio. Le lanzó a Ray una mirada cargada de rabia y se aseguró de que viera cómo hacía crujir los nudillos al cerrar sus puños. Después, volvió a sentarse, cerró la puerta y reemprendió la marcha.
—Hay que coger el número del autobús cuando nos bajemos —susurró Álex cuando Ray se sentó—. Le vamos a meter un paquete a este tío que se va a enterar.
—Aún no me lo creo —dijo Ray—. Vosotros no le habéis visto los ojos. Os juro que estaba dispuesto a patear a ese pobre hombre.
—Y a ti también… —apuntó su amigo.
—Eso es lo de menos —dijo Sara—. ¿Qué me decís de la gente? No puedo creerme que nadie más que nosotros haya dicho algo. No es que tuvieran miedo, sino que no les importaba lo más mínimo. Les ha dado igual que quien los lleva a sus casas sea una mala bestia.
—Bueno, técnicamente, mientras sea buen conductor…
—Ni pizca de gracia, Álex.
—Lo sé, Ray, perdona.
Prosiguieron en silencio el resto del camino, limitándose a recibir las continuas miradas de los viajeros y el conductor. Ahora resultaba que era malo ser bueno.
Sara fue la primera en bajarse. Los chicos quisieron acompañarla pero les explicó que su casa quedaba justo al lado de la parada, y además, si lo hacían tardarían en coger otro autobús. Acordaron quedar al día siguiente para llevarle aquel extraño aparato al amigo de Ray.
Los dos chicos se apearon del autobús cuatro paradas después. Pudieron sentir en el cogote las miradas inquisidoras de los que aún viajaban en él, incluida la del conductor, quien antes de arrancar hizo un gesto con la mano que a Ray le pareció una amenaza en toda regla, aunque no pudo verlo con claridad.
Se internaron en las calles del barrio meditabundos, tratando de aplicar cierta cordura a lo que había ocurrido en el caserón, haciendo lo posible por apartar de sus mentes el desagradable incidente del autobús.
Al despedirse, concretaron que al día siguiente no irían a la facultad, que se verían por la mañana para hablar de lo sucedido.
Desde su portal, Ray observó a Álex alejarse, antes de volverse para tomar el ascensor.
—¡Mamá, ya estoy en casa! —gritó al traspasar el umbral de la puerta.
Nadie respondió.
—¡Papá! ¿Dónde…?
Cuando Ray dejó atrás la entrada y la cocina del piso, tuvo que pestañear varias veces antes de poder reaccionar ante lo que veía en el salón. Hizo el amago de volverse, sin saber muy bien para qué. Como cuando uno cogía un libro y tras leer unas líneas comprobaba la portada para estar seguro de no haberse equivocado.
¿Aquella era su casa? Sin duda eran los muebles, y los cuadros, y las fotografías de su familia. Pero todo aquel desorden, con la ropa por medio, vasos y platos encima de la mesa, botellas de alcohol… Ni en la fiesta más salvaje de sus padres habría permitido su madre tener el salón así. Y desde luego no se habría marchado a ningún sitio sin recoger antes.
Volvió a llamarlos pero nadie respondió.
Recorrió el resto del piso con el mismo sigilo con el que había caminado a lo largo del caserón con Álex y Sara. Aquella era su casa, sin duda. Pero al mismo tiempo no lo era. O no lo parecía, al menos. Todo estaba bien en conjunto, pero los detalles… Como decía siempre Álex, citando a un viejo director de cine: «la vida se esconde en los detalles». En aquel instante, Ray comprendió el alcance de esa frase.
Abrió la puerta de su dormitorio. Y aquel gesto ya fue algo extraño. Si había una máxima impuesta por su padre desde que Ray era pequeño era que en casa jamás habría puertas cerradas. Todo parecía estar en orden en su cuarto.
Volvió a salir y miró hacia el salón. Decidió llamar a su padre al móvil, pero lo tenía apagado. Aquella tarde estaba siendo como un capítulo de Más allá del límite.
Ray suspiró meneando la cabeza y se dejó caer en la cama. Algo tenía que hacer. Podría llamar a alguien. Pensó y se estiró. Estaba agotado, y le dolía la herida de la frente. Aunque se resistió al principio, no tardó en quedarse dormido.
‡ ‡ ‡
Sentada ante el ordenador, Sara tecleaba patrones de búsqueda en internet que reconocía absurdos y sin sentido, pero tampoco había mejor forma de definir lo que les había ocurrido durante su incursión de aquel día. Junto a la pantalla tenía aquel artefacto electrónico al que dirigía miradas furtivas.
No es más que un mando a distancia para activar algo, se decía. Unas luces, una puerta… algo así. Si tiene varios botones será… porque tal vez sirva para varias cosas, tiene varias opciones que se controlan y regulan con…
Sus propias explicaciones no la convencían demasiado, pero no podía hacer mucho más.
Suspiró y se estiró en su silla. Pensó que lo mejor sería darse una ducha y ponerse el pijama. Se acostaría pronto y al día siguiente vería las cosas con más claridad.
De pronto se abrió la puerta, sin llamada previa. La pillaron en pleno estiramiento.
—¡Ah, hola, papá! Acabo de llegar. Te llamé al entrar, pero creo que estabas en el baño y…
—¡Vamos a cenar, así que lávate!
Sara bajó sus brazos despacio. Su padre jamás había utilizado un tono tan rudo y autoritario, ni con ella ni con nadie.
—Perdona, papá, es que acabo…
—Y por todos los demonios, Sara, ¿de verdad tienes que ir así por la calle?
Sara bajó la mirada, asustada ante la posibilidad de no haberse dado cuenta y haber llegado a casa manchada aún de polvo tras el incidente en el sótano. Pero no vio más que su ropa habitual de las incursiones.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que podrías vestirte de vez en cuando como una chica normal.
La joven volvió a mirar su indumentaria, alabada por su propio padre cuando la eligió para tales fines. De pronto sonrió y levantó la cabeza. Ya lo entendía: su padre bromeaba.
—Ah, claro, papá —dijo—. La próxima vez llevaré un tutú y un lazo de…
—¡De tu mal gusto me esperaría cualquier cosa! Aunque no estaría mal verte así de vez en cuando. Que pareces una marimacho, siempre con esas pintas.
—¡Papá! ¿Pero qué dices?
Estaba claro que no bromeaba. Sara no salía de su asombro. Si había alguien que siempre la apoyó en su independencia, que la animó a ser ella misma y a no seguir modas, ese fue su padre. Y desde luego nunca tuvieron discusiones respecto a su ropa.
—¡Coño, no te enfades! Sólo digo que podrías salir de compras de vez en cuando con tus amigas. ¡Ja, qué bueno! ¿Lo pillas? Para eso antes tendrías que tener amigas. ¡Y ahora, a cenar!
Se marchó con un portazo, y Sara agachó la cabeza e intentó retener unas lágrimas incipientes cerrando los ojos con fuerza. No era ya que le afectase aquel trato, sino el hecho de escuchar que su padre hablara de aquella manera.
Cuando levantó la vista se encontró con aquel extraño aparato que habían recogido en el sótano del caserón, de manos de un muerto que había desaparecido. Lo miró fijamente y sintió un impulso de romperlo del todo inexplicable.
A pesar de todo, decidió no hacer caso a su instinto.
‡ ‡ ‡
Álex entró en casa silbando Drive my car, una de sus canciones favoritas de los Beatles, y eso le hizo pensar que si se hubieran dejado de tonterías y hubieran hecho eso, llevar el coche esa tarde, se habrían ahorrado el mal trago del autobús.
Tal y como esperaba, no había nadie en casa. Sus padres pasaban todo aquel mes en el pueblo, lo que era un lujo para un chaval de su edad. Él se las apañaba bien con la comida y su hermana se encargaba de la ropa. Y como ella acababa de echarse un novio rockero, pasaba la mayor parte del tiempo acompañándolo a los ensayos y los bolos por los pueblos de los alrededores.
Álex no podía quejarse. De hecho, no lo hacía.
Cogió un refresco del frigorífico y una bolsa de patatas fritas. Ya en su cuarto, lanzó la mochila a un rincón y se dejó caer en la cama. Repasó mentalmente todo lo ocurrido, y al llegar al final de las andanzas del día sólo se le ocurrió farfullar un explícito «¡jooooder!».
Llegaba la hora del descanso del guerrero, como él solía decir. Así que se quitó las botas y se acomodó en su cama. Alcanzó el mando a distancia y apretó el botón del lector de CDs.
Abrió la lata de refresco y dio un largo trago. La bebida helada le sentó de maravilla. Suspiró y cerró los ojos.
Las congas empezaron a sonar. Un grito ahogado. Unas maracas.
Álex abrió los ojos y frunció el entrecejo. Tomó un segundo buche, muy despacio, tratando de adivinar qué disco de los Beatles había dejado pinchado. Hubiese jurado que era el Rubber soul pero ¿qué canción era esa?
Entonces, junto a un piano, entró la voz.
Please allow me to introduce myself
I’m a man of wealth and taste
El líquido caía a cámara lenta por la garganta de Álex.
If you meet me, have some courtesy,
Have some sympathy,
and some taste;
Cuanto más caía el refresco camino a su estómago, más se abrían sus ojos al escuchar aquella percusión, aquellas voces, aquella letra.
Use all your well-learned politesse,
Or I’ll lay your soul to waste[1].
La lata cayó de su mano, y Álex no se molestó en saber adónde iría a parar el líquido derramado. Saltó de la cama y fue hacia el equipo de música. Entonces observó que había desaparecido de su estantería específica, junto al estéreo, la edición de coleccionista de la discografía completa de los Beatles.
En su lugar encontró, bien ordenados cronológicamente, dos docenas de discos de los Rolling Stones.
—No fastidies… —susurró.