Nunca una sorpresa resultó menos sorprendente.

Edward H. Sydow sonreía en silencio, observando con altivez las reacciones de Ray y Sara.

Pasados los primeros instantes tras el anuncio del ataque, los chicos comenzaron a sentirse cada vez más inquietos. No esperaban que Sydow se echase a llorar al saber lo que ocurría, pero tampoco esperaban una respuesta tan indiferente. Todo indicaba que tenía razones para sentirse seguro, algo que no tardaría en explicarles.

—No deja de sorprenderme la ingenuidad que puede llegar a alimentar un ser humano —dijo—. La ingenuidad y los sueños imposibles, por los que es capaz de darlo todo, incluida su vida.

Ray barajó respuestas. Había pocas. Sopesó en su mano el dispositivo interdimensional que tanto ansiaba Sydow.

—No sé a qué se refiere —dijo.

—Estoy seguro de que os habrán hablado de mí. Mal, espero. Y en ese caso seréis conscientes de que no dejo nada al azar.

Sydow chasqueó los dedos y Black envió una señal a través de un pequeño mando de control que extrajo del bolsillo.

Las puertas del despacho se abrieron y dos tipos corpulentos vestidos con trajes oscuros las atravesaron llevando cada uno de un brazo a Zoe.

La soltaron con un ligero impulso y a continuación se colocaron tras los chicos, a modo de indeseados guardaespaldas.

Estaba realmente compungida. Le costaba mirar a sus dos amigos. La vergüenza y el dolor la atenazaban.

—Nunca fui buen jugador de póquer —dijo Sydow—, y no por ser demasiado torpe sino, modestamente, por ahuyentar a los mejores jugadores. Jamás me siento a la mesa sin la certeza de que voy a ganar cada una de las manos, y el fin justifica los medios.

Con sus últimas palabras miró a Zoe y fingió apiadarse de ella.

—Es demasiado fácil someter a los rebeldes. Ellos son la mejor prueba de mi teoría de que todo país que no los persiga y elimine estará condenado a ser dominado. Son débiles, sensibles, fáciles de manipular. En el caso de vuestra amiga, bastó con echar mano de su familia y esperar al mejor momento para pedirle amablemente que se pusiera a nuestra entera disposición.

Sara y Ray la miraron. Mantuvieron la frialdad en su gesto, pero tal vez Zoe pudo leer en sus ojos que no eran indiferentes a su sufrimiento.

—Lo siento, de verdad que lo siento —sollozó, bajando la cabeza—. No me dieron elección.

—También nosotros lo sentimos, Zoe —dijo Sara.

Sydow dio una sonora palmada y comenzó a caminar por el despacho. Black continuaba a un lado, cerca de Zoe, con los brazos cruzados en el pecho, mientras sus dos hombres seguían firmes tras Ray, Álex y Sara. El doctor Rosza, por su parte, había tomado asiento en uno de los sillones y su mente andaba en otro lugar.

—Explicadme algo —dijo Sydow—. ¿De verdad llegasteis a pensar que tendría éxito vuestro plan? Zoe nos dio los detalles y, francamente, es lo que yo definiría como un ataque desesperado. Lanzarse al asalto contra los flancos menos protegidos, evitando así la entrada principal y la cara que da al acantilado. No hace falta ser un estratega militar para ver que vuestra idea es bastante descabellada. Claro que, a tenor de la turba que componen las fuerzas de los renegados, no se puede hacer mucho más.

Sydow caminó en silencio un poco más y se llevó la mano a la mejilla. Comenzó a acariciarse la cicatriz.

—¿Es cierto que Oliver Crow se ha unido al grupo de Finley? —preguntó en un tono más serio.

Ray asintió.

—¿Cuándo acabaremos con todo esto? —se quejó el doctor Rosza—. Quisiera volver al trabajo cuanto antes. Ya que por fin hemos recuperado el prototipo, permítame ponerme a ello de una vez.

Sydow meneó la cabeza.

—Hombres de ciencia —dijo—. No saben disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Como el del triunfo, el placer de aplastar al enemigo cuando él mismo se pone bajo tu bota.

Entonces los nervios traicionaron a Ray, que no pudo maquillar una sonrisa.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Sydow, molesto.

—Nada. Es sólo que debería tener cuidado. Podría pisar mal, caerse, y romperse el cuello.

Dejó de acariciarse la cicatriz y enarcó una ceja. De pronto se quedó paralizado. Miró a Ray y a Sara, luego a Zoe y volvió a Ray. Todo ello sin el más leve movimiento de su cabeza. Sus ojos, abiertos con especial ímpetu, comenzaron a bailar en sus cuencas con creciente inquietud.

Sin dejar de mirar a los chicos retrocedió hacia su escritorio y pulsó el intercomunicador.

—Comuníqueme con el comandante al cargo de la defensa de…

La frase de Edward Sydow se vio interrumpida por una tremenda explosión que hizo vibrar todo el despacho.

—Eso no ha sido fuera del edificio —advirtió alarmado el doctor Rosza—, sino en los niveles inferiores.

Sydow tardó en reaccionar. Su mente se resistía a valorar siquiera la idea de que hubiese podido ser objeto de una trampa. Sonó entonces el intercomunicador.

—¡Señor, nos atacan! —bramó una voz excitada—. Pero no tiene nada que ver con el asalto previsto. De momento tenemos constancia de tres frentes: en la entrada principal, por mar, contra los accesos submarinos; y por aire, donde ya han logrado tomar la cubierta. No hemos tenido capacidad de reacción, señor Sydow. Las tropas estaban concentradas en los flancos, tal y como usted pidió, y eso ha permitido la infiltración del enemigo. Sólo resistimos en la entrada principal, aunque no sabemos…

Una nueva explosión en el interior de las instalaciones hizo temblar la sala, y todos se agitaron como ocupantes de una casa de muñecas. Las lámparas tintinearon y los cuadros cayeron.

El magnate cerró los ojos y aún con más fuerza los puños. Descargó su ira con sendos golpes sobre la mesa subrayados por un alarido. Cuando se volvió hacia los chicos, sus ojos estaban enrojecidos.

Comenzó a avanzar despacio hacia Zoe.

—No creo que seas capaz de imaginar el grado de dolor que puedo causaros a ti y a los tuyos —advirtió, con unas palabras que parecían surgirle desde la boca del estómago—. La traición es algo que…

—Ella no sabía nada —intervino Sara—. Uno de los rebeldes de Crow descubrió que estaba siendo manipulada por usted, y decidimos aprovecharla para hacerle llegar nuestro falso plan de ataque.

Sydow se detuvo. Zoe miró a sus amigos y Ray le regaló una sonrisa cargada de ternura.

—No tienes nada de lo que avergonzarte —le susurró el chico, consciente de la tortura que debía de haber supuesto para ella tener que vender a sus amigos—. Nunca has dejado de estar con los tuyos.

‡ ‡ ‡

No fue fácil para el profesor Finley creer lo que Crow le había contado. Pero el líder de los renegados, a su vez, confiaba plenamente en Gato, su sigiloso hombre capaz de hacerse con los secretos mejor guardados. Y en este caso no había sido complejo seguir a Zoe y descubrir sus conversaciones a hurtadillas. Fue entonces cuando decidieron aprovechar esa circunstancia para engañar a Sydow. Sin que ella lo supiese la convirtieron en una especie de agente doble, tendiendo de este modo la trampa perfecta.

Aunque lo cierto es que si Zoe hubiese confesado los verdaderos planes de los renegados, es posible que Sydow se hubiese negado a creerlos por lo desquiciados que parecían. Y sin duda lo eran. Se trataba de una estrategia tan desesperada que, como dijo Crow, tenía que salir bien.

Fue Max quien planteó la idea cuando, en realidad, sólo pretendía dar rienda suelta a su frustración a través del sarcasmo. Habida cuenta de que ningún plan de asalto directo parecía tener visos de éxito, el muchacho dijo, casi para sí: «Pues se cambia la postura de las tenazas y se aprieta por arriba y por abajo». La sala en la que se mantenía la reunión, de la que ya habían excluido discretamente a Zoe, quedó en silencio. Crow lo pensó un instante y dijo: «Es una gran idea, chico. Atacaremos por mar y por aire».

Así fue como, aprovechando sus experiencias previas, Max acabó a cargo de una cuadrilla de alas delta compuesta en su mayor parte por renegados de Crow, que planearon sin ser vistos desde una montaña cercana para caer con precisión sorprendente sobre la azotea del edificio de Industrias Sydow. Aquel era el grupo más fuerte: tuvo que abrirse paso a través de las escaleras y corredores de las instalaciones luchando cuerpo a cuerpo y ganando cada metro con agilidad y destreza, apurando en lo posible el elemento sorpresa.

El veterano de la Armada, el profesor Finley, se hizo cargo del asalto por mar, recurriendo a unos deslizadores submarinos que él mismo había diseñado tiempo atrás, y con los que no fue difícil llegar hasta los accesos bajo el agua de la fortaleza, protegidos con menos eficacia. Este escuadrón iba bien pertrechado con todo tipo de explosivos, pues al estar su entrada directamente en las áreas de investigación y desarrollo, presuponían menos resistencia de seguridad y mayores posibilidades de provocar daños estructurales debido a la amplia variedad de productos y elementos de trabajo, desde compuestos químicos a combustibles y todo tipo de materiales inflamables.

Mientras tanto, el frente más duro, el de tierra, lo lideró Crow en un contundente ataque directo al acceso principal, que comenzó con un barrido de la primera línea con morteros y granadas para dejar paso franco a la entrada del edificio.

Tanto el cuerpo de seguridad como el ejército personal de Sydow, a las órdenes de su comandante, no cejaron en su empeño por contener los tres avances. Sin embargo, gracias a la desinformación creada por Zoe, su tiempo de respuesta fue más lento de lo necesario.

Sydow había insistido en reunir el grueso de las tropas en los flancos señalados por la chica, donde los rebeldes se limitaron a establecer fuego de distracción. Al comenzar poco después los verdaderos ataques, el desconcierto se apoderó de las fuerzas guardianas. Cuando acertaron a reaccionar, las tropas renegadas ya habían accedido a las instalaciones, llevando con ellas una oleada de explosiones e incendios. En cuanto Finley y los hombres a su mando alcanzaron el corazón industrial de la base, la batalla se inclinó definitivamente del lado rebelde.

‡ ‡ ‡

Todos en la sala estaban pendientes de las instrucciones de Sydow. En realidad, todo el mundo en aquellas instalaciones corría de un lado para otro desconcertado sin saber qué ocurría ni cómo reaccionar.

El doctor Rosza, nervioso y cada vez más asustado, insistía en que debían marcharse de allí cuanto antes. Black, por su parte, empezaba a expresar sus dudas sobre la seguridad de aquella sala, y le preocupaba sacar de allí a su jefe cuanto antes. Por otro lado, sus dos hombres seguían controlando a los chicos, aunque ya habían abandonado la posición de firmes ante tanto zarandeo del piso, y como gatos inquietos, estaban en guardia y listos para actuar en cualquier momento.

De todas partes llegaban ruidos de explosiones y ráfagas de ametralladora, voces de alarma y gritos de batalla.

Pero Edward Sydow parecía ajeno a cuanto ocurría. No podía dejar de mirar a los chicos, torturándose ante la idea de que realmente habían logrado engañarlo.

—¡Es necesario salir de aquí!

La voz excitada del doctor Rosza sacó a Sydow finalmente de sus pensamientos. Agitó la cabeza y avanzó hacia Ray.

—Bien, se acabó. Dame el dispositivo.

Pero un movimiento de Sara desconcertó a todos.

Extrajo de un bolsillo otro pequeño aparato, que cubría en buena medida con su mano.

—Este es el auténtico artefacto, señor Sydow —dijo.

Fue algo muy rápido. Sara levantó el brazo y Sydow se inclinó para observarlo. En realidad, con aquella frase, llamó inconscientemente la atención de todos, y todos imitaron la reacción de Sydow. Todos, menos Ray, que tenía la certeza de que lo que él sostenía era el prototipo del doctor Rosza, por lo que la iniciativa de Sara sólo podía significar una cosa.

Agachó la cabeza y cerró los ojos, justo antes de que Sara activase el teléfono móvil desarrollado por Finley y el despacho de Sydow se inundase de una luz cegadora que provocó gemidos y movimientos torpes en el resto de los presentes.

Sin dudarlo un instante, Ray y Sara aprovecharon el desconcierto para librarse de los dos hombres que tenían tras ellos. Estos ya habían echado mano de sus armas, pero no tuvieron la oportunidad de usarlas. Los dos chicos lanzaron atrás sus brazos, golpeando a los matones primero en la cara y más tarde en el cuello. Cayeron sin sentido al instante y Ray se apresuró a desarmarlos.

Los dos amigos se miraron. Sara sonrió y Ray enarcó una ceja. Era realmente efectivo aquel recurso integrado por Finley en sus cazadoras: unos antebrazos de kevlar mejorado, un material tan ligero como contundente.

Cuando el resto fue recobrando poco a poco la visión se encontró con Ray armado con dos pistolas automáticas, encañonando a Black, aunque sin perder de vista a Sydow y a Rosza. Sara había ido a atender a Zoe y a Álex, para intentar que espabilasen y poder así emprender la huida.

—¡Vamos ya! —apremió Ray, nervioso de tener esas armas encima, y sin quitar ojo a los dos matones noqueados.

Comenzó a caminar de espaldas, en dirección a la puerta. También los otros chicos. Sara guiaba a Zoe, aún con la vista nublada.

Eso hizo más fácil que Álex pudiese ponerse a su espalda y tomar a Sara por el cuello para apuntar a continuación una pistola a su sien.

—Suelta las armas y levanta las manos —ordenó Álex.

Por un momento Ray no sabía a quién le hablaba. Cuando se dio cuenta de que se dirigía a él no supo reaccionar ante lo que no llegaba a comprender.

Pero un gesto de Álex, acentuando la presión del arma sobre la chica, disolvió las dudas.

Ray obedeció a su mejor amigo, convertido ahora en soldado de Edward H. Sydow.