Era una furgoneta blanca con el emblema de Industrias Sydow en el lateral. Atravesó la verja exterior y un guarda la saludó desde la garita mientras levantaba la baliza. Tomó la única carretera que llevaba hasta allí, bordeando el desfiladero y al pie de la montaña que al atardecer cubría las instalaciones con su alargada sombra.

Otro guarda salió de la garita para ver alejarse la furgoneta. Llevaba un fusil automático colgado del hombro. El tipo se estiró en un largo bostezo, pero inmediatamente se arrepintió y miró a su alrededor por si alguien lo había visto en actitud tan poco profesional. Sólo su compañero se había dado cuenta, y desde su puesto agitó la cabeza. El guarda se ajustó el correaje del arma al hombro y comenzó a andar dispuesto a reanudar su ronda.

Fue entonces cuando los vio.

Salían de entre los árboles, descendiendo de algún punto impreciso de la montaña. Se acercaban a pie, caminando uno junto al otro. Despacio, como si no se tratase más que de un agradable paseo. Con la salvedad de que nadie paseaba por aquella zona desde hacía años. Desde que se había vuelto poco recomendable para los curiosos.

Tan sólo eran dos jóvenes, pero la singularidad de su presencia fue suficiente para que la inquietud del guarda guiase su mano hacia la culata del fusil. Apenas la palpó. Demasiada artillería para una amenaza inexistente.

Salió a su paso, colocándose ante la baliza.

—Venimos a ver a Edward H. Sydow —dijo Sara al detenerse.

Ray miró al guarda que los observaba desde la garita antes de hablar con su compañero.

—Nos está esperando, puede comprobarlo —le dijo.

Aquella conversación sí que inquietó al vigilante, que esta vez colocó su mano sobre la empuñadura de su pistola al cinto.

Se volvió hacia su compañero y este levantó el teléfono para consultar con el interior del edificio. Mientras esperaba alguna indicación, el guarda de la baliza volvió a observar a Ray y a Sara.

Pero entonces algo llamó la atención a la espalda de los chicos, al pie de la montaña, entre los arbustos.

Su mano se cerró sobre la culata de la automática, y extendió el otro brazo para marcar una distancia física con los dos visitantes.

Un ciervo salió de entre la maleza, miró hacia ellos, y volvió a perderse en su hábitat natural.

El guarda, despacio, retiró el brazo y quitó la mano del arma. Miró a los chicos y dibujó una expresión de cortesía. Incluso llegó a sonreír.

En realidad se reía de sí mismo. ¿Quién estaría tan loco como para intentar atacar aquellas instalaciones?

‡ ‡ ‡

Desde su posición entre los árboles, Oliver Crow gozaba de una visión perfecta del acceso a Industrias Sydow. Allí estaban Ray y Sara, y tras la espera de rigor, el guarda de la garita indicó al otro que los dejara pasar. A mitad de camino hacia el edificio principal salió a recibirlos un tipo trajeado y con maneras de relaciones públicas.

Crow echó mano del pequeño walkie-talkie que guardaba en el bolsillo de la cazadora.

—Max, aquí Crow, ¿me recibes?

—Alto y claro —respondió el chico, al otro lado de las ondas.

—Ya están dentro. ¿Todo listo por ahí?

—Listo, Crow. ¿Novedades de Zoe?

—Ninguna. Salió cuando estaba previsto. Espero que no estemos equivocados. —Los dos guardaron un breve silencio—. Pronto lo averiguaremos. ¿Preparados, entonces?

—Preparados —respondió Max—. Impresionados también por el panorama, algunos más que otros. Pero todos preparados.

—Todo saldrá bien —dijo Crow—. Te acompañan los mejores hombres que puedas imaginar, espero que sepas guiarlos.

—Lo intentaré. Y tú, no seas muy duro con la gente del refugio que se ha unido a nosotros.

Crow echó una visual a los hombres y mujeres que lo rodeaban, armados y bien pertrechados, con trajes de camuflaje y de asalto. Desde luego no tenían demasiado aspecto de soldados, aunque nadie podía negar sus evidentes ganas de darle una lección a Edward Sydow.

—Me gustaría que todos ellos salieran con vida —dijo Crow.

—¡Y a mí! —respondió Max.

—En ese caso, chico, seré con ellos tan duro como un maldito lobo del desierto.

—Comprendido, Crow. Buena suerte.

—Igualmente, chaval. Finley, ¿está a la escucha?

—A la escucha y en posición.

La transmisión del profesor resultaba más aparatosa, con ruido de aire y agua.

—Ahora que está sobre el terreno —dijo Crow—, es un decir, ¿sigue creyendo que podrá hacerlo? —Hubo un pequeño silencio—. ¿Profesor?

—Mis años en la Armada de su Majestad no fueron en balde, Oliver. Y un buen marino siempre será marino. Todo listo y dispuesto aquí también. No observamos movimientos en la fortaleza.

—De acuerdo —respondió Crow—. Pues les daremos a los chicos el tiempo acordado antes de entrar en acción.

‡ ‡ ‡

Los dos deseaban reencontrarse con Álex al atravesar la puerta del despacho de Edward Sydow, pero tanto Ray como Sara sabían en su interior que no sería así. Cuando entraron en el gran despacho encontraron al magnate a solas, sentado en su sillón al otro lado del escritorio desde el que dictaba, de un modo u otro, el destino de millones de personas.

El asistente que los había acompañado desde la entrada cerró la puerta cuando entraron los chicos, dejando a los tres en la intimidad de aquella sala. Sara y Ray intercambiaron miradas para darse ánimos mutuamente.

—Pasad, pasad, no os quedéis ahí.

Sydow los observó acercarse cautelosos. Sonreía con su prepotencia habitual. No se puso en pie hasta que los chicos no hubieron recorrido más de la mitad del despacho.

—¿Os encontráis bien? —preguntó con fingida preocupación—. Me han comunicado que fuisteis objeto de un intento de secuestro. Pero el teneros aquí me congratula. Es evidente que lograsteis escapar de vuestros captores.

Sydow rodeó la mesa y se apoyo en ella. Se atusó el bigote mientras observaba la reacción de Sara y Ray a aquella historia que los tres sabían incorrecta.

—Os encuentro muy silenciosos —prosiguió—, mucho más que en nuestra entrevista anterior.

—¿Dónde está nuestro amigo? —preguntó Ray.

—Ah, por fin concluye el soliloquio —replicó Sydow.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Sara.

—Por supuesto, querida, ¿por qué no habría de estarlo? Sano y salvo, y deseando reunirse de nuevo con vosotros. Al contrario de lo que cuentan por ahí sobre mí, soy un hombre honrado que siempre cumple sus promesas.

Sydow accionó un intercomunicador sobre la mesa para contactar con el doctor Rosza.

—En seguida estarán aquí —dijo—. Así que ahora os toca a vosotros.

Sara extrajo de uno de sus bolsillos el pequeño dispositivo que permitía viajar entre mundos alternativos, su único medio de volver a casa, la llave para el triunfo definitivo de Sydow.

Este hizo el amago de avanzar para cogerlo, pero la chica lo apartó de su alcance. No dijo nada, pero Sydow sonrió ante aquella inocencia. Decidió aceptar. No lo reclamaría hasta que Álex no hubiese llegado.

La espera, de unos pocos minutos, fue eterna para Ray y Sara. Cuando finalmente se abrió la puerta lateral que daba acceso al ascensor de los laboratorios, el rostro de los dos chicos rebosó de ilusión al ver aparecer a su amigo, seguido de Rosza y Black.

Sara corrió hacia él para abrazarlo, y Álex la estrechó con fuerza y una gran sonrisa. También Ray sonreía, y por unos segundos no importó lo que pudiera pasar después. Volvían a estar juntos.

Álex se acercó a su amigo, se miraron, y acabó por darle un manotazo en el hombro.

—Tardabais mucho —dijo.

—Nos perdimos por el camino —respondió Ray, emocionado.

—Debí ser yo el que acompañara a Sara.

—Sí, amigo, debiste ir tú.

Ahora fue Ray el que dio una palmada a Álex en el brazo, apretándoselo a continuación.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Mejor que nunca —respondió el chico.

Sydow dio un paso al frente.

—Un enternecedor reencuentro —dijo—. Sin duda no hay nada como la amistad. Y ahora, si no os importa, el prototipo.

Sydow extendió la mano hacia Sara. Junto a ellos, Black, que había permanecido hasta entonces con los brazos a la espalda, los alineó con el cuerpo, disponiéndose a reaccionar ante cualquier orden de su superior.

Sara miró el aparato en su mano y, muy despacio, fue extendiendo el brazo.

Ray observó el inminente encuentro entre ambas manos. Miró el gesto de incertidumbre y temor de su amiga, y la expresión de ansiedad del empresario sin escrúpulos. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido, mucho más de lo que habían imaginado. Se volvió hacia Black, tan imponente como cuando lo vieron por primera vez, y de nuevo hacia las manos.

Edward Sydow casi podía rozar ya el dispositivo cuando la mano de Ray se cerró sobre él como la zarpa de un gato, arrebatándoselo a Sara.

—Antes de entregárselo nos gustaría saber algo —dijo.

—¡Dáselo, Ray! —lo interpeló Álex.

—Tranquilo, no pasará nada —dijo Ray—. Sólo me gustaría saber sus planes. Sus auténticos planes. Señor Sydow, quisiera que nos contara qué pretende hacer realmente en nuestro mundo.

Sydow frunció el ceño y miró al chico. Por un instante pareció que iba a estallar en un arrebato de cólera, pero de pronto relajó la expresión, hasta dejar aflorar una sonrisa.

—Eres un ratoncito desafiando a un león —dijo, acariciándose la cicatriz de la mejilla—. ¿Eres consciente de eso, muchacho?

—En ese caso, supongo que el león no tiene nada que perder —respondió Ray.

—Sólo su tiempo.

Con su respuesta, Edward Sydow lanzó a Ray una mirada desafiante que este aguantó con estoicismo. A continuación, cabeceó.

—Supongo que habréis escuchado alguna vez esa expresión de que si os lo contara, después tendría que mataros.

Ray suspiró y mantuvo su postura. Sabía que hablaba en nombre de sus amigos, y no necesitaba mirarlos para comprobar que estaban tan asustados y convencidos como él mismo.

—Creo que lo hará de cualquier forma —respondió finalmente.

Sydow cambió la expresión.

—Sí que estás loco —dijo, y a continuación miró a Black y al doctor Rosza—. Y creo que te mereces una respuesta. Después de todo, llevas razón. —Lanzó una breve mirada Sara antes de volver a Ray—. No saldréis jamás de esta fortaleza.

‡ ‡ ‡

El doctor Rosza presentó serias objeciones a que Sydow les desvelase sus planes a los chicos, pero el magnate tenía pocas oportunidades de presumir ante nadie de aquel inmenso y ultramoderno mundo subterráneo, así que bastó que Ray insistiera un poco para que su ego se viera tentado.

Los seis transitaron por los recorridos principales de aquel entramado de subniveles, túneles de acero y cristal e inabarcables hangares. Pasaron de las plantas de desarrollo y producción de armamento a las de vehículos, comida sintética o ingeniería de campaña. Se internaron más tarde en el ala científica, donde Sydow ordenó a Rosza que diese a los chicos unas nociones básicas sobre el aspecto más ambicioso del plan: la creación acelerada de un ejército de hombres genética y psicológicamente controlados.

Aquel fue sin duda el momento más tenso y desagradable de todo el recorrido. Sara preguntó por los costes humanos de aquella experimentación, a lo que Sydow respondió, en un alarde de macabro cinismo, asegurando que no les faltaban voluntarios.

Con esas palabras los invitó a entrar en otro hangar sumido en la oscuridad. No parecía haber nadie trabajando allí. Sydow lanzó una señal a Rosza y este obedeció, aunque no muy convencido de aquel alarde innecesario. Uno tras otro, comenzaron a encenderse los focos de aquel silo que se extendía cientos de metros. Los chicos descubrieron entonces unas singulares estructuras de almacenamiento, infinidad de hileras en varias plantas de vainas cibernéticas que se extendían hasta perderse al fondo de aquel almacén.

Sydow animó a Sara y a Ray a acercarse, hasta que pudieron comprobar que en cada uno de aquellos sarcófagos de acero y cristal, con controles de signos vitales y diversos conductos alrededor, había un ser humano. Los había de todas las edades, sexos y razas.

Sara tuvo que taparse la boca para ahogar un gemido, aunque no pudo evitar que se le saltasen las lágrimas. Era una aberración. Ray se apresuró a abrazarla.

Sydow estaba disfrutando con aquella demostración de poder y ambición. Tanto, que a pesar de conducirlos de regreso a su despacho, insistió en revelar el objetivo final de aquel majestuoso proyecto.

—Como los pueblos conquistadores han llegado siempre a tierras nuevas para dominar a sus habitantes, colonizar sus territorios y expoliar sus recursos —dijo con voz elocuente—, así yo lideraré una invasión de vuestro universo para convertirlo en la despensa y sala de desperdicios de este. ¡Romperemos el equilibrio! Todo lo mejor y los mejores estarán aquí, mientras los indeseables trabajarán para nosotros al otro lado.

—Después de todo lo que hemos visto y lo que nos ha contado —dijo Ray—, ¿cómo imagina que puedo darle este aparato?

—Puedes dármelo o puedo arrebatártelo —respondió Sydow—. La diferencia estriba en el grado de dolor que quieras experimentar. No existe otra opción.

Una luz roja comenzó a iluminarse entonces en la consola del teléfono, acompañada por un desagradable pitido. Sydow se acercó y apretó el botón del altavoz.

—¿Qué ocurre? —preguntó, molesto por la interrupción.

—¡Nos atacan, señor Sydow! —gritó excitada una voz al otro lado del comunicador.