—Esto parece un videojuego —dijo Ray.
—¿Por qué? —preguntó Sara.
—Tenemos que pensar bien qué arma llevar, cuál puede ser la más acertada para enfrentarnos con el monstruo final.
La chica se encogió de hombros, nunca le enganchó el mundo de las videoconsolas.
Pero Ray no andaba desencaminado con su metáfora. Allí estaban los dos, a solas en el taller de desarrollo, ante la mesa de artilugios diseñados por el profesor Finley y su equipo. Era evidente que no podrían entrar en las instalaciones Sydow con ningún arma de fuego. Además, cuando alguien planteó esa posibilidad, Sara fue la primera en rechazarla. Nunca había empuñado una pistola y no tenía intención de hacerlo. Prefería otras alternativas. Por suerte, el equipo técnico de Finley tenía a su disposición todo un arsenal de objetos aparentemente inofensivos que podrían sacarlos de algún apuro. Por ahora Sara había podido comprobar la eficacia del bolígrafo-fusta y la capacidad aturdidora del teléfono móvil, que al parecer llevaba instalada también una pequeña carga explosiva.
Tras unos minutos allí, los dos dejaron de prestar verdadera atención a lo que tenían entre manos. Manoseaban el equipo, pero sus mentes tenían otras inquietudes.
—Esto sí que está siendo una aventura, ¿verdad? —dijo Ray—. Lo de ser exploradores urbanos nos sabrá a poco cuando volvamos.
—Si volvemos.
—Intentemos ser positivos, Sara. De lo contrario, mal empezamos.
Ella se giró hacia su amigo y reclamó su atención. Él se resistió al principio. Fuese lo que fuese lo que quisiera decirle, no le iba a gustar.
—¿Y si no volviéramos? —dijo Sara—. ¿Te lo has planteado?
—Intento evitar los pensamientos que me hacen tirarme al suelo y llorar como una nena.
—Hablo en serio, Ray. ¿Y si no volviéramos? Tal vez parezca una idea horrible pero, cuanto más lo pienso…
Ray frunció el ceño. Aquella conversación lo pillaba por sorpresa.
—¿Qué intentas decirme? ¿Que no te importaría vivir aquí, bajo tierra o perdida en cualquier isla? Sería horrible. Viviríamos como bichos raros, repudiados por la sociedad y luchando para sobrevivir. ¡Pareceríamos personajes de Stephen King!
—Ray, te recuerdo que tienes 21 años y te gustan las pelis en blanco y negro y la música de hace décadas —respondió Sara—. En nuestro mundo ¡ya eres un bicho raro!
El chico hizo una mueca de asentimiento.
—No lo sé, esta gente me despierta cierta ternura —prosiguió Sara—. Cuando veo a Zoe o a Max… ¡Sí, han sufrido mucho! Pero tienen algo muy poderoso en sus vidas, tienen una razón para luchar que nadie podría rebatir.
—Pues dedícate a combatir el hambre en África —respondió Ray, y de pronto bajó el tono de voz—. Aunque ya comprendo. En África, en la de nuestro universo, no está Max.
Sara lo miró y sonrió. Lo tomó por la barbilla para que volviera a ofrecerle los ojos.
—Será mejor que lo dejemos porque tu simpleza masculina ya empieza a complicar las cosas —le dijo—. Además, ¿quién te ha dicho que yo quiero que Max sea el prota de mi peli?
La chica se inclinó y Ray pudo sentir el calor de sus labios al pasar ante los suyos, antes de posarse en su mejilla. Después se miraron, y el chico se sintió avergonzado por andar preocupándose por el corazón de Sara cuando aún pendía de un hilo la vida de Álex.
—¿Interrumpo, chicos?
Oliver Crow entró en el taller con sus andares victoriosos. Botas y camiseta negras, tejanos azules, chupa de cuero marrón y el cigarro en la boca, apagado, según las restricciones del lugar. Sobresalían del pantalón, a mitad de la cintura, las cachas de nácar de su Colt del 45 automática.
—No me gusta mojarme con los charcos de otros, pero creo que antes de entrar en acción no es conveniente andar desflorando margaritas.
—Lo siento —dijo Ray—, ha sido culpa mía.
—Tranquilo, chaval, sólo bromeaba. Después de todo lo que habéis pasado… Pero se las devolveremos todas juntas.
—Vais a disfrutar de lo lindo, ¿eh? —dijo Ray.
—Bueno, es lo que digo siempre —respondió Crow, saboreando el cigarro apagado—: Si tienes que pasar un mal trago, al menos haz que otros se atraganten más que tú.
A Ray le hizo gracia la actitud de Oliver Crow y sonrió con sinceridad. Era cierta la leyenda, parecía ser un tipo duro con buen corazón.
—Menos mal que estás en este universo —dijo Ray—, en el nuestro serías el amo de los bajos fondos.
—Ya lo soy aquí.
—Sí —dijo el chico—, pero allí, además, tendrías aterrorizado a todo el mundo y sólo la poli te perseguiría. Las viejas se agarrarían el bolso al escuchar tu nombre.
—¡Ray! —exclamó Sara, sonriendo—. ¡Qué empiezas a creerte Al Pacino en una peli de la Mafia!
—Lo siento…
Crow rompió en una carcajada al tiempo que avanzaba hacia ellos. Le dio una palmada en el hombro a Ray, apretándoselo ligeramente en señal afectiva.
—Me gustas, chaval, vuelvo a decirlo. Y quizá vivir en tu universo no sea tan mala idea…
Después miró a Sara y le guiñó un ojo.
—Oliver —dijo la chica—, me gustaría hacerle una pregunta.
—Pues en primer lugar no me trates como si fuera un maldito policía. Y en segundo lugar llámame Crow. Así me llama todo el mundo.
—De acuerdo.
—Bueno —dijo el renegado, mirando a Ray con una mueca—, algunas mujeres, de vez en cuando, también me llaman cariño.
Sara meneó la cabeza.
—Quería preguntarte por qué nos ayudas. Sé que es una indiscreción pero ¿qué te ha hecho Sydow para arriesgarte de este modo?
Oliver Crow se sacó el cigarro de la boca. Apoyó una de sus manos sobre la culata de su pistola y miró a los dos jóvenes.
—Supongo que soy un sentimental —dijo finalmente, sin alterar demasiado el tono de su voz—. Finley ya os habrá contado que hubo un tiempo en el que yo estuve al frente de los rebeldes de esta ciudad. Coordinados con otros muchos grupos infligimos muchos daños a la organización y los propósitos de Edward Sydow. Pero un día logró apresar a mi familia, a mi mujer y a mi hija. Es una de sus técnicas favoritas, llegar hasta lo que uno más quiere para tenerte en sus manos. Acepté dejar la lucha y entregarme a cambio de su libertad. Sabía que era una trampa, que no cumpliría su promesa, pero no tuve elección. —Crow hizo una pausa y se dejó caer sobre el borde de una de las mesas de trabajo—. Ellas no sobrevivieron a las torturas de ese perro, Black, y yo logré escapar. Fallé al intentar acabar con Sydow, aunque lo dejé marcado como a una bestia. Desde entonces pasé de sacrificarme por los demás y decidí ocuparme de mí mismo.
El silencio que siguió a aquella declaración resultó doloroso y demasiado íntimo, así que Sara intentó resarcir su atrevida pregunta.
—Es lógica tu reacción de abandonarlo todo —dijo Sara—. Como también es comprensible entonces que quieras aprovechar ahora la oportunidad de acabar de una vez por todas con Sydow. ¿Y por eso dices que te unes al ataque, porque eres un sentimental?
—No —dijo Crow, poniéndose en pie y haciendo crujir el cigarro al morderlo—. Lo digo porque echo de menos patear los traseros de algunos hijos de perra.