El pasillo era condenadamente largo. Álex no dejaba de mirar hacia atrás, y lamentaba haberse internado en él siguiendo los pasos de Ray. ¡Aquel lugar no podría parecer más tétrico!
Para su amigo, sin embargo, aquel era sólo un escenario más. Caminaba sin prestar demasiada atención a los recelos de Álex, avanzando despacio por el corredor. Dirigía su linterna a cada puerta abierta que encontraba a su camino.
Aún era media tarde, pero como aquella ala de dormitorios del cuartel daba a un patio interior, la luz que se colaba por los ventanales era más bien escasa. Por otro lado, había poco que ver en aquellos cuartos, abandonados veinte años atrás, cuando las instalaciones dejaron de servir a fines militares para convertirse en lugar de tránsito para saqueadores avispados, indigentes, grafiteros e incluso jugadores de airsoft.
Pero siempre había algo interesante que ver, algo curioso que descubrir. No hacía ni cinco minutos habían encontrado una sala llena de muebles de oficina con todo el suelo cubierto por documentos. Sin duda alguien los olvidó en el traslado, o los abandonó, y el material no fue del agrado de quien lo encontró tiempo después, a la caza sin duda de objetos de algún valor. No es que esos documentos revelasen secretos militares, sencillamente eran mapas de la zona y datos sobre misiones de entrenamiento. Ese era después de todo el objetivo de unos exploradores urbanos: descubrir la vida pasada de un edificio.
El ruido volvió a sonar. Provenía de la puerta que les aguardaba al final del corredor. Álex avanzó un poco más hasta alcanzar a Ray y le dio un tirón de la mochila.
—¿Qué tal si damos la vuelta? No sabemos quién habrá ahí atrás.
—¡Venga Álex, no fastidies! ¿De qué tienes miedo? ¿Crees que este cuartel esconde unos laboratorios ultrasecretos, en plan Resident Evil, y que nos saldrá algún bicho raro?
—La verdad es que pensaba en algo más normalito, en plan vagabundo asocial con instinto de supervivencia.
—En ese caso —dijo Ray, reanudando la marcha—, ¿por qué iba a atacarnos?
—La defensa de lo que él puede considerar su territorio me parecería un argumento cojonudo si me lo contasen en una peli.
—No digas más tonterías y sígueme. Despacio. ¡Y enfoca hacia delante tu linterna!
Los dos chicos avanzaron en silencio. Y aunque Ray había demostrado no temer ninguna presencia amenazadora, inconscientemente caminaba tratando de minimizar el ruido de sus pisadas. Álex también lo hacía, y pensaba que debió quedarse en el rellano de la escalera, donde aún habría buena luz y sobre todo una vía rápida para salir de allí escopetado si las circunstancias así lo exigían.
Pero Álex siempre había seguido a Ray. Desde que se conocieron en el barrio, cuando la familia de Álex se mudó a la ciudad tras conseguir su padre una plaza como profesor de instituto. Él era un poco más pequeño. Se llevaban dos años y nosecuántos meses. El caso es que él tenía 18 y Ray 20. Los dos estuvieron en el mismo colegio y el mismo instituto, y ahora iban a la misma facultad, Ray para estudiar Periodismo y Álex, Comunicación Audiovisual. En realidad el primero quería ser escritor y el segundo director de cine, pero aquellas carreras fueron lo más cercano a sus pretensiones que pudieron encontrar. Y además, les permitían seguir juntos.
Estaban tan unidos que, durante una pelea en el instituto, el bravucón de la clase se mofó de Ray en público diciendo que era gay por ir siempre con Álex, algo que había sido motivo de burla en otras ocasiones. Ray no tenía nada en contra de los gays, pero le fastidiaban las habladurías y no aguantaba a aquel tipo, así que le devolvió la jugada robándole a su novia.
Era la testarudez de Ray lo que más admiraba Álex, y al mismo tiempo lo que más temía de él. La testarudez, por ejemplo, que le hacía seguir avanzando a lo largo de aquel corredor de la vieja base militar, sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
A escasos metros de la puerta tras la que habían escuchado los ruidos, Álex volvió a acercarse a su amigo.
—Esa puerta tiene pinta de estar cerrada —susurró.
—Enseguida lo comprobaremos.
—Yo diría que lo está —insistió Álex—. Y recuerda que no hay que forzar ninguna entrada.
—Oye, ¿sabes que eres un pesado?
—Ya, pero luego no digas que…
Ray cortó la frase de su amigo al levantar la mano con un movimiento rápido. Tampoco hubiese hecho falta. Álex había escuchado también al otro lado de la puerta cómo algo crujía, probablemente restos desprendidos de la escayola o el cemento de las paredes bajo las suelas de unos zapatos.
Los movimientos de los chicos se volvieron aún más cuidadosos a partir de ese instante. Apenas necesitaron tres o cuatro pasos más para llegar a su destino. Ray se colocó a la derecha del dintel y dirigió a Álex al otro lado.
Mediante señales, le indicó a su amigo que girase el picaporte y empujase hacia adentro, algo que haría más fácilmente desde su lado. Entonces él entraría con un envite para sorprender a quien estuviese al otro lado.
Álex negó con la mano y la cabeza, y dejó claro mediante gestos lo que pensaba sobre la falta de cordura de Ray. Este se cabreó y le lanzó a Álex una mirada que bastó para convencerlo.
Colocó una mano sobre el tirador de la puerta y con la otra contó hasta tres.
Giró entonces muy despacio el pomo. Se atascó. Miró a Ray levantando las cejas ante lo que parecía una cerradura bloqueada, pero su compañero lo instó a probar de nuevo. Así lo hizo, con más fuerza, hasta que logró pasar el punto anterior y saltó el resorte.
Álex levantó ligeramente la barbilla, preparando a su amigo para el movimiento final. Ray asintió, y entonces todo ocurrió muy deprisa.
El impulso que Álex dio a la puerta fue suficiente para que Ray apenas tuviera que apoyar en ella su hombro para que se abriera de golpe. Al mismo tiempo que lo hacía, avanzando su pierna izquierda, también lanzó hacia delante su brazo derecho, que empuñaba la linterna, con la que pretendía hacer un barrido rápido para intentar cegar a quien quiera que le les aguardase al otro lado.
Pero apenas tuvo tiempo. Tras un par de movimientos del haz de luz, la linterna cayó al suelo sumiendo todo el corredor en tinieblas. Ray se agarró el antebrazo dolorido por el golpe certero que le habían propinado con el dorso de una mano. Sólo llegó a atisbar la figura que se ocultaba justo a su lado, la espalda contra la pared, y que se movió con agilidad para lanzarle una patada que levantó su pierna izquierda del suelo, haciéndole perder el equilibrio y caer.
—¡Ray! ¿Estás bien?
También Álex fue rápido al encender su linterna y enfocar con ella hacia el otro lado de la puerta, aunque no fue tan espabilado en su reacción posterior.
—¡Una chica! —exclamó al descubrir el rostro de la sombra.
Apenas pudo verlo un instante. El flash de una cámara de fotos que ella llevaba al pecho lo cegó instantáneamente, mientras la joven aprovechaba el desconcierto para agarrar a Álex de la muñeca y retorcérsela hasta hacer que se doblase como un muñeco de alambre.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó la chica con mucha calma.
—¡Au! ¡Esto duele! —gimió Álex, mientras cerraba y abría los ojos con fuerza para intentar recuperar su visión.
—¿Qué hacéis aquí? —repitió ella, al tiempo que colocaba un pie sobre el pecho de Ray—. Como te muevas, tu amigo se queda sin brazo.
—¡Por tu madre, Ray, quietecito! ¡Ay!
—No hacemos nada —dijo Ray—. Somos exploradores urbanos. Sólo estamos aquí recorriendo el lugar. No queremos robar nada ni hacerte daño.
—¡Eres un cachondo, compañero! —gimió Álex a su amigo, a la vista de la evidente superioridad de la chica.
—¿Estáis solos?
—Sí. De verdad, no tenemos malas intenciones.
La joven les dirigió una rápida mirada a ambos antes de decidir confiar en ellos.
—Está bien —musitó al soltar a sus presas.
—¡Menuda fuerza! —murmuró Álex, frotándose el brazo—. Casi me dejas manco.
Ray localizó la linterna junto a él antes de ponerse en pie.
—Lo siento —dijo la chica—. He tenido alguna mala experiencia en sitios como este.
—Ya veo que estás hecha una tipa dura —se quejó Álex—. Golpeas primero y preguntas después.
—No deberíais entrar en estos edificios solos —dijo ella—. Para eso tenéis los foros y grupos de internet. Hacen quedadas y lo organizan todo muy bien.
—¿Cuántas personas sois en tu grupo? —preguntó Ray.
—Una —respondió, ajustándose la mochila—. Y es más que suficiente. —La joven pasó entre ambos y se encaminó hacia el pasillo por el que Ray y Álex habían llegado—. Hasta la vista.
La tenue luz que aún se colaba por las últimas salas permitía observar su figura estilizada, embutida en unos ceñidos vaqueros, y una cazadora deportiva, el cabello recogido bajo una gorra. En la mochila a su espalda llevaba numerosos objetos colgando de los anclajes exteriores, desde cuerdas y una cantimplora a una pala plegable y un garfio de escalada.
—No está mal —dijo Álex mientras la observaba alejarse. Ray lo miró asombrado ante su ánimo recompuesto—. Lo que se ve desde aquí, quiero decir.
—Anda, vamos —indicó Ray, al tiempo que le dedicaba una mueca a su amigo.
Guiados por la curiosidad, ambos decidieron seguir a la chica, que había ganado terreno avanzando con rapidez.
Abandonaron aquel pabellón, en dirección a la salida del cuartel.
—¿Entonces, tú eres también una exploradora? —preguntó Ray, cuando estaban a punto de alcanzarla.
—Sí.
—Tú misma lo has dicho, no es recomendable venir solo.
—Pues no me ha ido mal del todo hasta ahora.
—No te vamos a comer, chica —intervino Álex—, podrías parar un momento.
Ella se detuvo y se volvió.
Ray y Álex también se pararon y se miraron entre ellos. Álex intentó que la sonrisa picarona que lanzó a su amigo no se advirtiese demasiado. Era verdad que la muchacha no estaba mal. Tenía una expresión dura en la mirada, tan firme como la postura de su cuerpo, lista para la defensa o el ataque.
—No nos irás a zurrar otra vez, ¿verdad? —preguntó Álex.
—No, siempre que no vuelvas a llamarme «chica».
—No hay problema. Prefiero mucho más llamarte… —Álex levantó las cejas a la espera de una respuesta.
Ella miró a los dos amigos con cierto recelo antes de responder.
—Sara. Me llamo Sara.
—Encantado, Sara. Yo soy Álex y el Stallone al que has puesto a fregar suelos se llama Ray.
—Vale —respondió ella sin demasiado interés—, ahora tengo que marcharme, se me hace tarde.
—¿Ya has recorrido todo esto? —preguntó Ray.
—No, pero me lie más de la cuenta en uno de los pabellones y se me echa el tiempo encima. —Sara miró el reloj—. ¡Mierda! Si no me doy prisa pierdo el último autobús que sale del pueblo.
—Si vives en la ciudad —dijo Álex sonriendo—, siempre puedes volverte con nosotros.
La chica ya había echado a andar y se detuvo. Sólo giró la cabeza. Primero miró a Álex y a continuación busco algo más de madurez en Ray.
—Tiene razón —dijo este—. Si quieres apurar hasta que nos quedemos del todo sin luz, después podemos volvernos juntos.
Sara confirmó la hora y pensó. A continuación se volvió de nuevo y lanzó una mirada a las instalaciones militares, en medio de aquel bosque, y dirigió su atención una vez más a los dos amigos.
—De acuerdo —dijo finalmente, echando a andar de regreso a los edificios—. Pero yo guiaré el grupo.
—¡Señor, sí, señor! —respondió Álex, haciendo un saludo marcial cuando ella ya había pasado.
‡ ‡ ‡
A Sara le gustaba colarse en edificios abandonados porque eso le permitía descubrir otras vidas, tal vez más interesantes que la suya. La gente piensa a menudo que cuando alguien abandona su casa no deja nada en ella, nada personal al menos. Pero tras más de dos años como exploradora urbana, Sara había descubierto que eso no era verdad. En ese tiempo había entrado en edificios de apartamentos, hospitales, bases militares, fábricas, oficinas, colegios, orfanatos… y en todos ellos había encontrado huellas de sus últimos inquilinos. No era cuestión de dar con un documento identificativo, es más, eso solía arruinar la experiencia. La clave estaba en saber ver, en agudizar la sensibilidad para poder apreciar a través de los pequeños detalles cómo era la vida en esos inmuebles antes de sucumbir al silencio de la soledad, al estigma del olvido. Era algo especial, que exigía observación, algo de investigación previa y una predisposición espiritual para llegar a sentir la vitalidad latente que desprendían esos edificios.
Así que el hecho en sí de entrar en el lugar no le resultaba tan excitante, al menos no tanto como a Álex y a Ray. Ellos, ante todo, buscaban la aventura, aunque no quisieran reconocerlo.
Aquella noche, de regreso en casa, Sara observó la foto que hizo cuando empleó el flash para desconcertarlos en su encuentro, y le resultó graciosa la expresión de ambos, especialmente la de Álex. Debía medir un poco más que ella, entre metro setenta y cinco y metro ochenta, no tanto como Ray, que además era más corpulento. No en vano Ray era el más deportista de los dos. Más bien era el deportista. Sara se enteró de ese y de otros muchos detalles dado que todo lo que Álex no tenía de atlético, lo tenía de hablador. Le costaba estar callado, tanto como dejar de jugar con el flequillo de su cabello castaño, más oscuro que el de Ray, más rubio, que llevaba con un corte casi militar.
Le habían caído bien los dos amigos. Pensó que eran como una pareja cómica: uno hablaba mucho y el otro pensaba más cada palabra, uno era muy bromista y el otro más sereno, uno no había dejado de intentar conquistarla con piropos e indirectas y el otro se había limitado a dirigirle miradas fugaces pero cargadas de intención.
Ella misma se sorprendió dándoles conversación, una vez terminada la incursión y ya en el camino de vuelta, y respondió a sus preguntas explicándoles que tenía 18 años, que quería estudiar educación especial y que no era lo que podría llamarse una chica de tendencias.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Álex.
—Que no sigo ninguna moda —respondió ella—. No me gusta que me impongan cómo debo vestir, qué debo ver o leer, ni cuáles deben ser mis aficiones. Esa es la forma en la que adoctrinan y acostumbran a la gente desde joven.
—Eres toda una radical —dijo Álex.
—Por lo que me habéis contado, tampoco vosotros debéis de ser los más populares del barrio.
Ray sonrió sin apartar la vista de la carretera. Disfrutaba cuando alguien hacía callar a Álex con su propia medicina.
—Pero al menos te gustarán los Beatles —dijo Álex.
—Ya estamos —suspiró Ray—. ¡No empieces, por favor!
—Pues no especialmente —respondió Sara—. No escucho demasiada música. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Pasa que debería buscarme un amigo más normal —musitó Ray.
—Verás, Sara —empezó a decir Álex, como si diese comienzo a una clase magistral—, es un hecho probado que este mundo se divide en dos clases de personas: los que preferimos a los Beatles y los que prefieren a los Rolling Stones. Y esa elección marca toda nuestra vida. ¡Es así! ¡Es un hecho!
Sara no pudo evitar romper a reír, sin tener muy claro si Álex exageraba el papel o realmente se tomaba aquel asunto tan en serio. Por la forma de gesticular y de hablar, no tardó en comprobar que, como casi siempre, Álex interpretaba su propio personaje.
—Pues creo que no lo tengo muy claro —acabó respondiendo.
—Lo de Álex es de psiquiatra —bromeó Ray—. Una vez, un amigo, por fastidiarlo, le dijo que le daba dinero si era capaz de ir a comprarse un disco de los Stones.
—¿Y qué pasó?
—Pues que lo hizo, y cuando el chico pagó la apuesta, Álex lo descambió y con todo el dinero se compró no sé qué edición especial de los Beatles.
Ray y Sara se unieron en una carcajada.
—Podéis reíros —dijo Álex—, pero esto no es ninguna tontería. No obstante, si aún no has decidido, significa que hemos llegado a tiempo. Tú deja que te aconseje el Sargento Pimienta y todo irá bien. Pero el primer mandamiento es este: Preferirás a los Beatles por encima de todos los grupos. ¿Está claro?
Sentada ante el ordenador de su dormitorio, Sara volvió a sonreír al recordar aquella conversación. Movió el ratón y sacó la fotografía de los chicos de la carpeta de imágenes de aquella incursión, La dejó en el escritorio. Le gustaba tener todas sus fotos y documentos bien ordenados, y aquella imagen no tenía nada que ver con la incursión en sí.
Miró de nuevo aquel archivo .jpg y no supo dónde guardarlo.
Llamaron a la puerta y su padre asomó la cabeza cuando ella le dijo que pasara.
—Ya está la cena, cielo.
—Voy en seguida, papá.
—¿Qué tal ha ido hoy?
—Bien, bastante bien.
—¿Qué ha sido esta vez? ¿Una mansión encantada?
—Papá…
—Perdona, cariño.
—La vieja base militar de Tres Robles.
—Sara, estas cosas que haces son peligrosas. Ya sé, ya sé que tienes cuidado, pero tu madre y yo estaríamos más tranquilos si hicieras esas visitas con algún grupo, con algunos amigos.
—Ya lo sé, papá.
Se llevaba bien con sus padres, por la sencilla razón de que no se metían en su vida ni le imponían nada. Ellos sugerían y ella solía tener el sentido común de discernir entre la voz de la experiencia y los meros caprichos paternos.
Tras cerrar el programa de edición de imágenes volvió a mirar el archivo de la foto de Ray y Álex.
—No te preocupes, papá —dijo—, creo que la próxima vez no iré sola.
—No sabes lo contenta que se pondrá tu madre. Y ahora, vamos, a cenar.
La chica regaló una sonrisa a su padre y tras verlo marchar se giró hacia la pantalla. Abrió el navegador de internet y entró en su servidor de correo. En el destinatario puso la dirección que Ray le había apuntado en la libreta. En el asunto se limitó a escribir «Próxima incursión».
«De acuerdo, creo que iré con vosotros a ese viejo caserón de las afueras —escribió en el cuerpo de texto—. Iremos hablando a lo largo de la semana».
«Besos», tecleó a modo de despedida. Pero se arrepintió.
«Saludos». Miró la palabra y volvió a pulsar la tecla de borrar.
«Hasta pronto», escribió finalmente.