Fue la prensa quien comenzó a hablar del distrito cuarto, al oeste de la ciudad, llamándolo el Barrio Blanco. Mucha gente creía que lo bautizaron de ese modo por la cantidad y variedad de drogas que se movían en sus calles, algo que por otro lado era cierto. Sin embargo, todo surgió de un macabro chiste entre reporteros, aludiendo a que cada vez que cubrían alguna noticia en aquella zona, era sobre alguien que salía pálido de ella. Entrar en el Barrio Blanco había llegado a convertirse en una de las principales causas de defunción en la ciudad. Y aunque policías y periodistas soltaban esa frase entre risas, las estadísticas demostraban que era una realidad demasiado seria.
Claro que eso era asunto suyo, de los que vivían en el Barrio Blanco. Desde hacía años la policía no se acercaba por allí. Después de todo a las autoridades de la ciudad les venía muy bien. Las drogas, el contrabando, la prostitución… Todo quedaba en aquel barrio, donde no vivía ningún vecino que tuviese menos miedo a la policía que a los maleantes, pues ellos mismos lo eran. De este modo, el resto de la ciudad estaba limpia y tranquila.
Además el Ayuntamiento recibía unos impuestos «especiales» de la comisión mafiosa que dirigía el barrio, un pago que mantenía alejada a la autoridad.
En el corazón desangrado de aquel distrito era donde tenían su centro de operaciones Oliver Crow y su banda de renegados. A diferencia del resto de los criminales, ellos estaban buscados por la justicia no sólo por sus delitos de robo, estafa o extorsión, sino también por violar la Ley Sydow. Al principio eso hizo que algunos mafiosos pensasen que Crow y sus chicos eran una pandilla de blandengues, tipos de buen corazón de los que podrían aprovecharse como si fueran niñas a la salida del colegio. Algunas palizas, desapariciones e incendios después, ya nadie dudaba de la dureza de esos hombres, curtidos el doble que cualquier otro fuera de la ley para poder hacer frente a los que les buscaran las cosquillas.
La policía y las fuerzas de choque tenían orden de captura de Crow y sus renegados, pero también tenían orden extraoficial de hacer la vista gorda. Eran tan buenos en lo suyo, especialmente con el contrabando de cualquier tipo de artículo, que los principales jefes mafiosos de la ciudad se habían encargado de demostrar a las autoridades, con argumentos cuantiosos sobre la mesa, que dar captura a Oliver Crow no era buen negocio para nadie.
Así fue creándose la leyenda de Crow y sus renegados. Hombres buscados por la justicia y siempre un paso por delante del resto de los criminales, con quienes trabajaban pero sin perder jamás su independencia. Si en alguna parte algún criminal era perseguido por infringir la Ley Sydow, sabía que podía encontrar un hueco entre los renegados de Crow. Eso, siempre que fuera admitido. Y para lograrlo debía demostrar tres cosas: tener honor, ser leal y no haber matado a nadie… que no lo mereciera.
Crow siempre sonreía y mordía su puro cuando soltaba aquella última frase.
Zoe y Ray detuvieron la moto en un callejón junto al Plissken’s Bar, el local donde les había dicho Finley que podrían encontrar a Crow. El profesor era muy meticuloso en lo que se refería a estar bien informado. Se las había arreglado para organizar una pequeña red de espionaje para mantenerse al día de los movimientos de los personajes más importantes de la ciudad. Eso era siempre de gran utilidad para saber si la colonia de renegados estaba en peligro de algún modo.
Crow solía ausentarse a menudo de la ciudad, cuando viajaba a otros lugares para sus negocios, para algún asalto y cosas así. Pero recientemente había llegado de un trabajo, y le habían contado a Finley que aquella noche participaría en una de las carreras de motos que solían organizar por las calles del Barrio Blanco. Muchos lo retaban, pero al parecer nadie ganaba a Crow en una de esas competiciones.
Sin embargo, la zona estaba muy tranquila. Dejaron la moto entre las sombras del callejón y salieron a la vía principal. El cartel luminoso del Plissken’s Bar centelleaba sobre la pared de ladrillo. No había nadie en los alrededores, apenas se escuchaba algo de música en el interior del local. Otros pubs cercanos, a ambos lados de la calle, presentaban la misma falta de actividad. El halo de una farola iluminaba a los chicos en la esquina del edificio.
—¿Este es el barrio más peligroso de la ciudad? —dijo Ray—. No me extraña que más de uno muera aquí de aburrimiento, pero aparte de eso…
—No te pases de listo —respondió Zoe—. Tal vez sea la carrera.
—¡Pero si no hemos visto a nadie!
—Estarían en otra calle.
—¡No fastidies! —dijo Ray—. ¿Acaso los espectadores van corriendo al lado de las motos para no perderse detalle?
Zoe lo miró y agitó la cabeza.
—No exactamente —dijo la chica—. Van corriendo detrás de las motos.
Por una calle al este comenzó a sonar algo, un ruido que se acercaba.
—¿Detrás? ¿Para qué?
El sonido era cada vez más intenso. No era el ruido de una moto, ni de diez. Parecía casi el ruido de un reactor aéreo.
—Yo nunca he visto una de estas carreras —dijo Zoe, mirando hacia la calle de donde provenía el sonido—, pero cuentan que el público es el verdadero espectáculo.
Aquel ruido atronador estaba cada vez más cerca del Plissken’s Bar.
—¿Hay que hacer algo especial para ganar? —preguntó Ray.
Por fin, el callejón del que provenía aquella orquesta de tubos de escape, pistones y llantas se iluminó progresivamente como si el sol hubiese decidido salir por él aquella noche.
—Sí que hay que hacer algo especial para ganar —dijo Zoe—. ¡Seguir con vida!
Cuatro motocicletas salieron del callejón como si hubiesen sido lanzadas con una catapulta gigante. Una de ellas derrapó y perdió el control al girar para tomar la calle principal. La máquina acabó estampada contra un coche aparcado y su piloto salió despedido por encima para atravesar el escaparate de una tienda abandonada.
Instantes después llegó el gran rugido. Dos camiones sin los tráilers encabezaban el grupo, seguidos de una docena de camionetas, todas ellas con sus espacios de carga traseros llenos de tipos vestidos de cuero, bigotes frondosos y brazos tatuados, que jaleaban a los conductores, con botellas de bourbon y cerveza en las manos, para que arrollasen a los motoristas. A esa comitiva la seguían a continuación una veintena de hombres y mujeres, de semejante estilo, en motocicleta. Era sorprendente la velocidad que camiones y camionetas lograban mantener, sin duda con los motores arreglados a fin de poder dar alcance a las motos. Algunas habían perecido ya bajo sus ruedas, tal y como evidenciaban algunos restos de las máquinas en los radiadores o incluso sobre el capó.
Las motos estaban ya cerca de alcanzar el punto del Plissken’s Bar. Entonces, las que iban a cada extremo comenzaron a cerrarse sobre la que tenían en medio. El piloto se defendía como podía, lanzando patadas y alterando la dirección para que el impacto no fuese certero. Los otros dos pilotos se miraron y se hicieron un gesto. Se alejaron a ambos lados, tomando distancia de la moto central. El piloto de esta miró por el retrovisor. Tenían los camiones cada vez más cerca.
Entonces los dos moteros se inclinaron a todo gas para cerrarse como unas pinzas sobre el que iba en cabeza. Este aguantó, viéndolos aproximarse, y cuando estuvieron a poco menos de un metro, frenó en seco.
Los moteros, sorprendidos, lo siguieron con la mirada, distracción suficiente para que no pudieran evitar chocar uno contra el otro.
Con el radiador del camión rugiendo a su espalda, el motero central echó atrás las manos, se agarró a la rejilla y dejó que la moto se escurriera entre sus piernas. Aunque se apresuró a levantarlas para no enredarse con las dos motos y sus pilotos respectivos que acabaron bajo las ruedas del camión y de las camionetas que lo seguían. Cuando el monstruo diesel frenó en seco, pasados algunos metros del Plissken’s Bar, el motero saltó hacia delante y rodó algunas vueltas por el impulso antes de ponerse en pie.
Sólo se escuchaba la abrupta sinfonía de motores en ralentí.
Entonces se quitó el casco y levantó victorioso el puño enguantado.
Una salva de vivas y cláxones, de fogonazos de las luces de los vehículos y acelerones atronadores inundaron la noche del Barrio Blanco.
El vencedor y único superviviente de la carrera sacó un puro de su chupa de cuero y lo mordió, satisfecho.
—Ese es Oliver Crow —le susurró Zoe a Ray.
‡ ‡ ‡
La calle estaba tranquila, lo habitual en aquel barrio residencial a esas horas de la noche. Las luces del piso estaban apagadas, todas ellas, y eso ya era demasiada tranquilidad en opinión de Sara. Sus padres, los de su mundo al menos, siempre estaban viendo la televisión a esa hora, y eso cuando su madre no andaba leyendo en el dormitorio. Sin embargo todo indicaba que no habla nadie en casa, o que estaban acostados ya. Pero era demasiado temprano, incluso para los padres de Sara.
Aquello confirmaba las sospechas que habían comentado por el camino. El movimiento más lógico del sicario de Sydow tras el secuestro de los chicos debió de ser localizar el domicilio de Sara y ponerlo patas arriba buscando aquel pequeño artefacto. Si los padres estaban en casa o se presentaron en mitad del registro, no debieron de correr demasiada suerte.
Eso preocupó a Sara. Si la teoría que Sydow les había explicado no estaba equivocada, lo que les ocurriese a sus padres de esa realidad podría afectar drásticamente a los otros, los buenos, a los que ella quería.
Agazapados en una esquina frente al portal de la chica, Max comprobó el reloj y a continuación volvió a observar la calle, tan solitaria que olía a emboscada.
—Lo que vamos a hacer es meternos en la boca del lobo —le dijo a Sara—. Lo sabes, ¿verdad? —ella asintió—. Quiero que sepas que puede ser muy peligroso.
—Gracias, Max, lo sé. Pero no podemos hacer mucho más. No hay alternativa. Al menos tenemos que intentarlo.
El chico la miró y le sonrió.
—De acuerdo, no te separes de mí. —Se echó la mano a la espalda y sacó de debajo del jersey una pistola automática. Comprobó la munición y dejó el arma montada, lista para usar—. Si nos encontramos a alguien ahí arriba y hay disparos, tírate al suelo, ¿de acuerdo?
Sara volvió a asentir.
Max aseguró el arma en el cinturón y volvió a asomarse. Nadie a la vista.
—Está bien, hay que cruzar hasta el portal tan rápido como podamos. ¡Ahora!
Apenas les llevó entre cinco y siete segundos. Fue sólo durante ese instante que hubo algún movimiento en la calle. Pero hubiera dado lo mismo que hubiesen sido treinta segundos o sólo dos. El hombre de Sydow encargado de vigilar el lugar sabía demasiado bien las consecuencias de un fracaso y apenas se permitía pestañear. Por otro lado, aunque Max y Sara habían tomado la precaución de dejar la moto a cierta distancia, para que el motor no alertase a nadie, en la quietud de la noche el ruido había sido perfectamente audible, poniendo en guardia al vigía.
Desde su puesto, en una ventana superior del edificio frente al de Sara, justo encima de donde ellos habían estado observando el lugar, el hombre a las órdenes de Black aguardó un instante. De pronto se encendió la luz de la escalera del bloque de pisos en el que habían entrado los chicos.
Echó mano de su transmisor de radio. Apretó el botón de comunicación y se limitó a anunciar: «Están dentro».