Un concierto para piano inundaba todo el Salón de la Guerra a través de un sistema de pequeños altavoces camuflados. La luz artificial que arrojaban los falsos ventanales era más tenue ahora, anunciando ya el anochecer que se cernía en esos momentos decenas de metros por encima de aquella construcción, sobre la superficie.
Sydow y Álex caminaban despacio por la larga estancia como si se tratase de un agradable paseo por el parque. El magnate avanzaba con las manos en los bolsillos de su chaqueta, mientras que Álex mantenía sus brazos pegados al cuerpo. Sydow no dejaba de maravillarse de su propia construcción, señalando este y aquel detalle, pero el chico se limitaba a mirar al frente sin terciar una sola palabra.
—Sé sincero, Álex —dijo Sydow, con el mismo tono de voz con el que un padre le hablaría a su hijo, más aún, un abuelo—. ¿Crees realmente que nuestro mundo… perdón, nuestros mundos… serían los mismos de no haber existido estos hombres que ves aquí?
El megalómano empresario extendió su brazo para subrayar la grandilocuencia de sus palabras, animando al chico a observar las estatuas de aquellos salvajes conquistadores, generales carniceros, inclementes gobernantes. Álex siguió avanzando sin inmutarse.
—Muchos en tu mundo dirán seguramente que estos hombres sólo trajeron consigo muerte y destrucción. Por suerte, en este universo la gente es más… práctica. Pero dime, Álex, ¿realmente crees que hubiésemos llegado a donde estamos sin la guerra?
Álex no respondió.
—¡Claro que no! —prosiguió Sydow—. Es de cretinos pensar eso. Desde la rueda a los satélites, los mayores inventos del hombre, los grandes avances del ser humano, han venido inspirados de una forma u otra por su necesidad de defenderse de los demás. Y ya sabemos que no hay mejor defensa que un buen ataque, ¿verdad? Sólo la guerra consigue que los gobiernos de cualquier país inviertan tanto dinero como sea necesario en cuestiones armamentísticas y en cualquier otro campo colateral. Y por supuesto, la población de ese país lo apoya. ¿Acaso en tu mundo ocurre algo parecido en otro sector que no sea el militar? —El poderoso empresario sonrió—. Lo dudo.
Álex proseguía firme, la mirada al frente, los pasos con una cadencia mecánica.
—Así que, dime. —Sydow se detuvo, y el chico lo imitó dos pasos más adelante—. Desde ese punto de vista, ¿no crees que estos hombres son los principales impulsores de la grandeza del ser humano?
El muchacho se dio la vuelta pero no miró las estatuas, sino a Sydow, que con los brazos extendidos lo observaba con una expresión de absoluta placidez. Poco a poco recobró la postura y se acercó a Álex.
—Pronto se verán obligados a sumar mi nombre a los de estos personajes de la historia —le susurró al chico—. Y las generaciones venideras sabrán que Edward Sydow fue el responsable de la primera guerra interdimensional, un conflicto de proporciones épicas que desatará el ingenio de los hombres y nos hará avanzar a pasos agigantados. Y los que no avancen, perecerán.
Sydow se aproximó aún más a Álex y observó sus ojos. Unos ojos carentes de todo brillo. Miraba como un autómata, del mismo modo en el que andaba y hablaba.
—¿Querrás ayudarme a conseguir ese sueño, Álex? —preguntó Sydow acercándose a su oído—. ¿Lo harás?
—Sí, señor Sydow —respondió el muchacho.
—Me alegra saber que puedo contar contigo. Claro que no se me ocurre cómo podrías ayudarme…
—Encontrando a mis amigos para conseguir su prototipo.
—¡Bravo, Álex! —exclamó Sydow, alejándose del chico—. Esa idea es magnífica. Aunque tal vez ellos no quieran entregártelo.
Los ojos de Álex resplandecieron por primera vez y buscaron los de Sydow.
—Me lo entregarán —dijo Alex, o quien quiera que fuese en quien se había convertido— a cualquier precio.
‡ ‡ ‡
Cuando Zoe y Ray llegaron a la sala de reuniones, Max y Sara ya estaban allí. Estaban sentados en uno de los extremos de la mesa, frente al estrado y la pizarra de tácticas, uno frente al otro. Los dos sonreían comentando algo cuando Zoe se apresuró a romper la intimidad.
—Así me gusta, que seas cordial con nuestras visitas y las hagas sentir como en casa.
—¡Ah, hola! —respondió Sara. Miró a Ray y desvió la mirada. Por alguna razón no se sentía del todo cómoda con la situación.
—No seas tonta, Zoe —dijo Max—. Sólo pasábamos el rato contándonos historias.
—¡Pero si me parece fantástico! También Ray y yo hemos matado el tiempo con historias, ¿a que sí?
Zoe le lanzó un manotazo a Ray en el pecho antes de lanzarse a cruzar la habitación para sentarse a la mesa.
—Yo, eh… —Ray miró a Sara, y también se sintió desconcertado por sus sentimientos, como si Sara fuese su pareja o algo así, y él hubiera estado tonteando con Zoe. ¡Absurdo!
—¿Qué pasa con el profesor? —dijo al tomar asiento—. ¿Para qué nos ha citado aquí?
—Sé tanto como tú —respondió Max—. Supongo que habrá estado pensando en todo lo que hablamos antes y querrá plantearnos los pormenores de la situación.
—Pues es una situación bien jodida —dijo Ray.
—En seguida lo sabremos —anunció Zoe cuando se abrió la puerta más cercana a ellos.
El profesor Finley entró en la sala y se detuvo un momento para mirar al grupo antes de continuar. Subió los dos escalones hasta la tarima del estrado y se sentó en el borde de la mesa. Unió sus manos en la cintura y miró a los cuatro jóvenes.
—¡Vamos, profesor, no se ande con más misterio! —exclamó Zoe.
—Aún no me creo lo que voy a plantearos —comentó Finley—, pero no tenemos otra opción. Hemos de buscar la forma de frenar a Edward Sydow. Si es cierto que el doctor Rosza ha conseguido controlar nuestro elemento y transformar su energía para…
—Un momento, profesor, disculpe —lo interrumpió Max—. Al decir «nuestro elemento», ¿a qué se refiere exactamente?
Finley miró a Max y a Zoe y suspiró con angustia.
—La esencia de esa puerta interdimensional descansa en un elemento de la naturaleza que descubrimos el doctor Rosza y yo, años atrás, cuando trabajábamos juntos.
—¿Usted y el perro con estetoscopio de Sydow? —gritó Zoe.
—Así es. En aquella época estábamos inmersos en unas investigaciones apasionantes. Sólo vivíamos para el trabajo, pero el alcance de nuestros resultados fue tan extremo que todas las provisiones económicas se quedaban cortas. Entonces Rosza propuso vender el proyecto a Sydow, darle exclusividad a cambio de los fondos para seguir investigando. Yo me negué en rotundo, pero mi compañero no tuvo tantos escrúpulos.
—¡Qué hijo de…!
—¿Y no reclamó su idea? —preguntó Ray, interrumpiendo a Zoe.
—Para cuando quise intentarlo Sydow se había encargado de ponerme en lo más alto de la lista negra y tuve que huir. El propio Rosza me avisó, supongo que en un último gesto de camaradería.
—De acuerdo —intervino Max—. Pero no es necesario ahondar en el pasado, ya lo sabe, profesor. Usted se retiró cuando Sydow entró en juego. Si Rosza obró mal con aquel descubrimiento, no es culpa suya.
Finley agitó la cabeza, no muy convencido de aquella conclusión.
—Lo que queremos saber, profesor, es qué podemos hacer. Si es tan grave como usted nos dijo antes, no podemos quedarnos de brazos cruzados.
—Eso es lo que me preocupa, Zoe —dijo Finley—. Probablemente esta oportunidad que Rosza le brinda a Sydow sea el culmen de su ambiciosa carrera, el sueño de cualquier megalómano: dominar un universo para, con esos recursos, conquistar el otro, arrasarlo, esclavizarlo. O no conozco a Edward H. Sydow, o esos deben ser los planes que ha trazado.
—Eso respondería a las filtraciones que nos han llegado —intervino Max—, sobre esa producción contrarreloj de armamento y vehículos de combate.
—Y lo de los niños.
Sara y Ray se volvieron hacia Zoe al escuchar aquella frase.
—¿Qué es lo de los niños?
La chica lanzó un gesto al profesor, dejándole a él la explicación. Finley se sintió incómodo.
—Me temo que también yo estoy en el origen de ese horror. Es lo malo de la ciencia: un gran descubrimiento en manos de la persona equivocada puede resultar terrible.
—¿Y bien? —dijo Sara, perdiendo el pudor ante los recién conocidos.
—Rosza y yo trabajamos con células madre. Un hallazgo concreto nos llevó a plantearnos otro asunto: ¿Y si se pudiera acelerar el crecimiento de un ser humano, igual que se ha logrado con los vegetales? Tener en cinco años a un hombre de treinta.
—Los seres humanos no son vegetales, profesor.
—Lo sé Zoe, no necesitas ser cruel. Lo sé muy bien. Y os aseguro que no buscábamos una aplicación real, sólo investigábamos, teníamos ansiedad por saber, por conocer los límites.
—Pues parece que Rosza no ha encontrado el suyo —dijo Ray.
—Así es. —El profesor se dirigió entonces a Sara, para responder a su pregunta—. Nuestros confidentes en la organización de Sydow, una especie de quinta columna, nos cuentan desde hace años que siempre hay niños en las instalaciones, visitas de colegios y asociaciones, y muchos de esos niños son seleccionados para un campamento de la corporación. Y dicen que los que acuden, jamás vuelven. —El profesor hizo una pausa y respiró profundamente. El peso de la culpa se advertía en su gesto y su voz—. Pero ¿qué podíamos hacer nosotros? ¡Qué podíamos hacer!
—Sydow está acelerando la creación de un ejército a su medida —resumió Max.
—¡Qué hijo de perra!
Sara le lanzó a Ray una mirada recriminatoria, y este levantó las cejas al sentirse como un crío. Claro que no tardó en aflorarle una sonrisa cuando escuchó la contundencia de Zoe al decir:
—¡Hay que pararle los pies a ese animal!
—Lo sé, Zoe —dijo el profesor—. Pero no sé cómo.
—Imagine —apuntó Max—, podríamos hacerle daño a Sydow de verdad por primera vez. Desbaratar sus planes. ¡Sería algo grande!
—¡Tan grande que no es viable! —respondió Finley—. Sydow apenas sale de esas instalaciones subterráneas, y allí es donde estará vuestro amigo, y también Rosza con sus experimentos. ¿Qué queréis, tomar al asalto los laboratorios? ¡No son más que la fachada de una fortaleza inexpugnable!
—Parece que es la única opción —dijo Max, poco convencido—. Somos pocos, y la mayoría tienen más voluntad que preparación. Sydow tiene un ejército personal en ese cuartel de operaciones construido bajo tierra. Habría que estar loco para intentarlo.
Zoe vio en la expresión de su compañero que tampoco él creía que un ataque así pudiese prosperar. A continuación miró a Ray y su mirada volvió a provocarle cierta emoción.
—¿Y si fuera un loco quien lo hiciera? —planteó Zoe, con voz firme.
—¿Cómo quién, lista? —respondió Max, pensando que ella bromeaba.
—Como Oliver Crow.
Max se volvió hacia el profesor y este levantó una ceja.
—¡Crow! —exclamó—. Zoe, ¿sabes que es uno de los criminales más conocidos de la ciudad? Tan influyente que ni siquiera le echan el guante a pesar de que un día fue…
—Todavía es un renegado, como nosotros —dijo la chica—. ¡Usted mismo nos lo dijo!
—¡Es cierto! —intervino Max—. Usted nos contó que años atrás fue el líder más fuerte que tuvieron los nuestros, el único que consiguió plantar batalla a Sydow.
—Hizo mucho más que eso, chicos —respondió Finley—. Llegó a poner en peligro su imperio, haciendo que la población se replantease nuestra condena. Estuvo cerca, muy cerca. Pero no lo logró. Y pagó un alto precio. Acabó organizando esa banda de delincuentes que la prensa bautizó como «Los rebeldes de Crow». Así, de paso, nos daban mala fama a todos sus antiguos compañeros. —El profesor se acarició la barbilla, pensativo, y acabó meneando la cabeza—. Pero dudo mucho que Crow llegue siquiera a escucharnos. Y sería muy peligroso llegar hasta él. Además, ¿por qué iban un motero mafioso y su pandilla a arriesgar sus vidas por nosotros?
—Quizás le atraiga la idea de saquear las instalaciones de Sydow —dijo Ray, desesperado por hallar la forma de salvar a su amigo y volver a casa—. ¡Podría sacar una pasta con lo que debe de haber allí!
—Demasiado riesgo para ese botín —respondió el profesor—. No, Crow no se implicará en esto.
Max hizo una mueca y miró a Sara y a Ray. Acabó asintiendo con laconismo. El profesor llevaba razón.
—Sí que lo hará, profesor —dijo Zoe, poniéndose en pie—. Si la leyenda que corre sobre él es cierta, Oliver Crow no hará esto por ayudarnos a nosotros ni por los beneficios que pueda obtener. Lo hará, sencillamente, por acabar con Edward Sydow.