Sara tenía el estómago cerrado. Lo que menos le preocupaba en aquel momento era comer. Pero tenía que hacerlo. Ray y Max le insistieron. Zoe dijo que la dejaran tranquila, que sería el miedo que le habría cerrado el estómago. Sara comió finalmente algo de carne en conserva y un poco de fruta. Ray devoró un filete jugoso. Ambos tomaron antes un poco de sopa.
Tras el almuerzo, Max se ofreció a enseñarles el refugio, pero Sara no se encontraba con ánimos. Ray se marchó entonces con Zoe, y Max se quedó en la cantina con Sara mientras recuperaba fuerza y ánimos.
Aquella decisión supuso un gran acierto, pues Sara fue poco a poco olvidándose de su propia situación a medida que escuchaba las historias y explicaciones de Max sobre la vida en aquella realidad paralela y, por encima de todo, sobre la experiencia de ser un renegado. En cierta medida, a pesar de estar en pleno siglo XXI, aquellas vivencias le recordaban a las que había leído en libros sobre Robin Hood o bandoleros del salvaje Oeste.
Max reconoció, por ejemplo, que solían robar a menudo. Lo contó con pudor, avergonzado al dar por supuesto que Sara, al no comprender lo que ocurría, no entendería que lo hicieran. Sin embargo, la chica sí lo veía lícito. Al fin y al cabo la sociedad los había condenado, obligándolos a luchar por sobrevivir. Así que ellos organizaban incursiones nocturnas en los muelles para saquear los contenedores de comida, de ropa o de herramientas que llegaban de todas partes. También tenían otro grupo especializado en caza furtiva, mientras que un grupo de compañeros se había especializado en desarrollar cultivos en zonas poco accesibles, de manera que difícilmente eran localizados por las fuerzas de choque, dedicadas en exclusiva a darles caza.
Al contrario de lo que Max pensaba, aquellas historias no despertaban en Sara ningún sentimiento recriminatorio, sino más bien una creciente solidaridad con aquellos hombres, mujeres y niños que, sin haber cometido ningún delito, se velan empujados a una vida hostil. Max le explicó que, según la Ley Sydow, sí que cometían un delito, un delito tan ambiguo y común que hacía de los renegados de todo el mundo un grupo de lo más variopinto. Desde filósofos y militares, a ladrones o incluso políticos.
—¿No has oído nunca hablar del honor entre criminales? —preguntó Max—. Pues eso supone que ese criminal sea perseguido por partida doble, por sus delitos y por su propia personalidad contraria a la ley Sydow.
Sara y Max se miraron un instante. Él sonreía. Casi siempre sonreía. O era tal vez esa expresión relajada que marcaba siempre su rostro. Sin embargo, Sara seguía pensando que aquellos bonitos ojos azules escondían una profunda tristeza. Estuvo a punto de entrar en el plano personal, pero se reprimió, y decidió seguir preguntándole por el grupo.
—Zoe habló antes de los que sobreviven y los que lucháis por cambiar las cosas. ¿Qué hacéis para conseguirlo?
—Pues no podemos hacer demasiado —respondió Max—. Asaltamos los juzgados y las prisiones locales para intentar liberar a todos los renegados que nos sea posible. Algunos se unen a nosotros y otros se marchan. También repartimos el botín de nuestros asaltos entre los grupos que no pueden valerse por sí mismos porque son demasiado débiles.
—¿Por qué no se unen a vosotros? —preguntó Sara.
—Porque ya somos demasiados aquí. Tenemos que mantener unas reglas mínimas para que la vida en el subsuelo sea digna y saludable. Además es muy peligroso. Cuanta más gente hay, más riesgo corremos de que haya algún infiltrado, de que alguien ofrezca información a cambio de la liberación de un familiar… Es un milagro sobrevivir como lo hacemos.
—Pero todo eso que hacéis, los asaltos, las liberaciones, es muy arriesgado. Supongo que la policía os tenderá trampas, os estarán esperando.
—¡De lo contrario sería muy aburrido!
Max lanzó aquel comentario iluminando su rostro como si estuviese hablando de una fiesta, y eso hizo que Sara se avergonzase por su pregunta. A continuación volvió a sentir compasión por él. Siempre había admirado a la gente que lograba imponer el optimismo en las situaciones más difíciles, y más aún cuando lo hacían a costa de su propio drama personal.
—Sí, desde luego es muy peligroso. Las fuerzas de choque están siempre alerta —respondió Max en un tono más suave, impregnada su voz con cierta melancolía—. Pero no hay mucho más por hacer. ¿A qué crees que puede dedicar uno la vida cuando tiene que estar oculto, cuando está perseguido? Los que no luchan se consumen por la desesperación o el aburrimiento. Nosotros, al menos, molestamos un poco, les devolvemos el golpe. Algunos caen en los asaltos, pero somos conscientes del riesgo.
—¿No tienes miedo a morir? —La pregunta de Sara sonó más como una afirmación que buscaba ser confirmada.
—No tengo demasiado que perder.
La sumisión en su voz al decir aquello, esa dolorosa amargura, terminaron por minar la resistencia de Sara, que no pudo resistir su curiosidad. Acarició a Max en el brazo, como gesto de apoyo al verlo tan afectado, y a continuación se echó a un lado el flequillo.
—Max, ¿cómo llegaste hasta aquí? Quiero decir, ¿cómo te convertiste en renegado?
El chico la miró y sonrió. Suspiró y cerró los ojos.
—Lo siento —dijo Sara—. No he debido preguntarlo.
—Tranquila, no pasa nada —contestó Max con calma—. Aquí todos tenemos una historia dolorosa. Creo que hay pocas cosas peores que sentirse traicionado, vendido, acusado, por un familiar, un amigo, un conocido. La delación es algo tan horrible…
—Insisto, por favor: olvida la pregunta.
Pero Max negó con la cabeza y le guiñó un ojo a Sara para que no se preocupase.
—Mis padres siempre estuvieron muy enamorados. Sólo así pudieron permanecer juntos siendo tan diferentes. Mi padre era como casi todo el mundo, pero mi madre era como yo. ¡O yo como ella, más bien! Era una mujer muy sensible, sufría por todo el mundo. Mi padre discutía mucho con ella por eso. Yo se lo echaba en cara y me llevaba duros castigos, y algún que otro golpe. Pero un día ese amor no debió de ser suficiente y se separaron. Mi padre se fue a vivir con otra mujer, y se llevó a mi hermana con él. Yo me quedé con mi madre. Fue en la época en la que entré en el ejército. No había nada que desease más que ser piloto de cazas. Aunque eso ya qué importa. —Max se quedó en blanco un instante, mirando más allá de la mesa a la que dirigía sus ojos, mirando más allá de aquel momento que llegaba a su fin—. Un día las fuerzas de choque se presentaron en casa. Mi hermana me contó que fue aquella mujer la que nos denunció. Creía que mi padre, a pesar de todo, seguía enamorado de mi madre.
Se hizo un silencio incómodo.
—¿Qué le ocurrió a tu madre? —preguntó Sara, intentando acabar cuanto antes con aquella historia.
Max la miró y sonrió con tanto dolor que Sara se estremeció.
—No soportó el interrogatorio del juez Brennan.
Unos gritos festivos desde el corredor disolvieron el tono dramático de la charla. Las puertas de la cantina se abrieron de golpe y entró un grupo de hombres y mujeres entre risas y alboroto que saludaron a Max de manera entusiasta. El chico se apresuró a recuperar su ánimo y les devolvió el gesto, deseándoles buen provecho.
—Ven —le dijo a Sara a continuación—. Daremos una vuelta. Deja que te enseñe nuestro hogar.
‡ ‡ ‡
El grito de alarma de Zoe hizo que Ray apartase su mano como si hubiese recibido una descarga eléctrica. El chico se quedó mirando la lata de refresco, tratando de imaginar dónde estaba el drama. Era sólo un refresco entre la decena de cachivaches, artefactos y objetos diversos que había repartidos por la larga mesa central del taller. Un par de hombres con batas grises llenas de manchas trabajaban en otras mesas junto a la pared. Esta estaba cubierta de herramientas y piezas de todo tipo, desde correas de transmisión de un coche a cadenas de bicicleta, cañones de diversas armas de fuego, cañerías, tapaderas de cubos de basura…
—Te he advertido que no tocaras nada —dijo Zoe.
—Yo… lo siento. ¿Qué es?
Zoe cogió la lata de refresco que Ray había estado a punto de tocar. Se la acercó para que la viese mejor y le hizo una mueca.
—Tócala, pero muy, muy suavemente.
Así lo hizo Ray, comprobando para su sorpresa que no se trataba de aluminio, sino de una capa de papel de aluminio acoplada sobre alguna estructura que ofrecía la ilusión de una lata al uso.
—¡Eh, geniecillos! —exclamó la chica—. Voy a mostrarle a este visitante la chispa de la vida.
Los dos hombres siguieron trabajando en sus asuntos sin responder nada. Sólo uno de ellos levantó el brazo a modo de asentimiento.
Zoe fue al cuarto contiguo, una pecera diseñada con un grueso cristal de seguridad. En el interior había dos maniquíes con estructuras acolchadas, vestidos con uniformes de policía. Zoe dejó la lata en el suelo, entre ambas figuras, y tiró del resorte metálico para abrirla. A continuación salió de la habitación, asegurando bien la puerta.
—Diez segundos —le dijo a Ray al llegar a su lado.
El chico comprobó su reloj.
Pasado ese tiempo, un pequeño destello surgió de la boca de la lata, una pequeña explosión seguida de una pequeña nube de humo que envolvió el recipiente. Casi al mismo tiempo, decenas de tintineos resonaron contra los cristales de seguridad.
—Anda, acompáñame —dijo Zoe.
Una vez en la pecera de seguridad, Ray contempló los dos maniquíes cubiertos por decenas de clavos, y en el suelo, entre ambos, restos de papel de colores alrededor del esqueleto metálico de la lata de refresco. En el centro aún conservaba el núcleo en el que, supuso Ray, irían alojados esos clavos que se dispararon con la pequeña detonación.
Con la expresión risueña de un niño en un parque de atracciones, Ray observó todo el taller desde el interior de la pecera, y a continuación miró a Zoe.
—¿Trabajáis con el armero de 007 o algo así?
Zoe le lanzó la misma mirada con la que recriminaría la broma absurda de un niño.
—El profesor Finley es el autor de la mayoría de nuestro arsenal «especial». Es muy ingenioso.
—No lo dudo —respondió Ray mirando de nuevo los artilugios sobre la mesa. Cogió un bolígrafo bastante grueso—. ¿Y este qué hace, lanza tinta o dispara un mini-misil?
Zoe le pidió que se lo entregase. No se enfadó. Al contrario, parecía que le había gustado que Ray le hiciera aquella pregunta.
Agitó con un movimiento seco la mano en la que aguantaba el bolígrafo y este se extendió de pronto en una fina y resistente vara metálica de unos cincuenta centímetros de largo. Zoe la movió con tanta pericia y agilidad que Ray apenas tuvo tiempo de gritar e inclinarse a un lado y a otro antes de que la chica hubiese guardado la fusta telescópica.
—¡Joder, cómo duele eso! —se lamentaba Ray, frotándose ambos muslos.
—Pues imagina si te hubiese atizado a conciencia —respondió Zoe, dejando el bolígrafo sobre la mesa.
La visita al refugio rebelde concluyó en el almacén contiguo, la armería. Allí, Zoe le mostró todo el material que habían ido reuniendo a partir de confiscaciones forzosas a la policía y fuerzas de asalto, así como robos a todo tipo de establecimientos. Porque en aquel universo, según le explicó a Ray, uno podía comprar un fusil automático en la tienda de la esquina con la misma facilidad con la que salía a por el periódico cada mañana. Ray le explicó que, en su realidad, eso sólo ocurría en algunos países. Zoe se encogió de hombros.
—¿Sois muchos los que lucháis por cambiar la situación? —preguntó Ray.
—Creo que cada vez menos —respondió Zoe—. Supongo que la gente se cansa de no obtener resultados. Es como golpear un muro de cemento. Lo que muchos no comprenden es que el objetivo de la lucha no es derrotar al enemigo, sino evitar que él acabe con nosotros, ya sea pegándonos un tiro o robándonos la esperanza.
—Hablas con amargura —dijo el chico.
—¿Cómo lo harías tú en mi situación? Primero tuve que huir para seguir viviendo, y poco después mi familia desapareció. Nunca supe qué ocurrió realmente. —La chica luchó para no dejarse arrastrar por los recuerdos—. Ante una situación así, o te dejas morir o plantas batalla.
Ray no pudo evitar que en su rostro aflorara cierta compasión, ternura más bien, la misma que creía entrever, muy agazapada, en la dura actitud de Zoe.
—¿Y no hay un gran líder? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes —dijo Ray—. Alguien simbólico. Un tipo que se haya dejado la piel en la lucha. Un mártir, o un luchador al que no han podido echar el guante. Un tipo cuya historia sea mitad real, mitad leyenda…
—¡Vaya, ni que lo conocieras! —exclamó Zoe con una carcajada—. Acabas de describir al mismísimo Oliver Crow.
—¿Quién es?
—Para unos es un héroe y para otros un tipo ruin —explicó Zoe—. Menos asesinatos y tráfico de drogas ha practicado todo tipo de delitos, pero hubo una época en la que fue el renegado que más daño hizo al sistema, el que más luchó para poner en evidencia la vergüenza de la Ley Sydow.
—¿Murió?
—Peor aún. —Zoe suspiró antes de responder—, se vendió. O eso dicen. Ahora se dedica al trapicheo, como de costumbre, pero sin tener que esconderse, dicen que a costa de vender a muchos compañeros.
—¡Sí que es un tipo ruin! —dijo Ray.
—Bueno, yo no estoy del todo segura —respondió Zoe—. Además, alguien que estuvo frente a Sydow y le dejó la cara marcada de por vida… ese tipo debe merecer la pena.
Ray prosiguió revisando todo el variopinto armamento que había en aquella habitación, ordenado en estanterías, mesas y atriles. Sin volverse hacia Zoe, le preguntó:
—Me gustaría hacerte una pregunta.
—Si te atreves… —respondió ella, y cuando él la miró, ella le lanzó otra de sus muecas.
—Desde que hemos llegado parece que Max y tú estáis al frente de este grupo, de esta pequeña ciudad bajo tierra, junto al profesor Finley.
—Así es.
—Me resulta curioso. Sois jóvenes, veintitantos… No sé, hubiera imaginado que alguien mayor, con más experiencia, se habría impuesto al frente.
—Mientras se respeten unas normas mínimas de seguridad —dijo Zoe—, esto es lo que podríamos llamar un club de libre admisión. El que está aquí es porque quiere, porque se siente protegido, acompañado, a gusto. El que no está bien, se larga. ¡O lo echamos! Max y yo no somos jefes, ni líderes, ni nada de eso. Nadie manda aquí. ¡Sólo el jefe de cocina, que tiene los caramelos y el chocolate bajo llave!
Los dos rieron, y a Ray le gustó que por fin Zoe fuera bajando la guardia.
La chica se sentó en un banco que había dispuesto entre dos hileras de armarios metálicos. Echó a un lado su cabellera rubia y clavó su mirada en el suelo. Ray dejó de observar las armas para dedicarle a ella toda su atención.
—Nuestra comunidad ha perdido a mucha gente —dijo Zoe, mostrándose vulnerable—. El último golpe nos llegó hace cuatro meses, tal vez menos. Nos enteramos de que habían detenido a un pequeño grupo, imprudente e inconsciente, y decidimos rescatarlos. Todo estaba bien planeado, pero no contábamos con que el maldito Edward Sydow estaba ofreciendo desinteresadamente su ejército a los gobiernos locales para reforzar la seguridad. Dicen que lo único que quiere es poner en práctica sus nuevas tácticas y armamento. Sea como sea, aquello fue una carnicería.
Ray se inclinó y le echó a un lado unos mechones de cabello que le tapaban el rostro. Zoe levantó la cabeza y su mirada estaba vidriosa, irritada. Su rostro, levemente enrojecido, intentaba controlar la rabia por los recuerdos y la tristeza por la memoria.
—Murieron varios de los nuestros, y muchos de ellos fuimos… fueron, detenidos. No creo que volvamos a saber de ninguno. Entre los que hemos perdido estaban la mayoría de los veteranos. Y sobre todo, los que estaban al frente de este grupo: Adrián, Mary Joe, Martha… Varios veteranos se marcharon después de aquello. Sólo el profesor Finley se quedó. Max y yo habíamos estado siempre en segunda línea, siempre al pie del cañón. Y supongo que siempre con ganas de hacer cosas. Eso es lo que nos ha llevado a tomar en cierto modo las riendas. Los tres creemos que si detenemos la lucha no tardaremos en caer.
Zoe bajó la cabeza y Ray le puso una mano en el hombro. La chica aguantó sólo unos segundos aquel gesto de apoyo. Después se sobrepuso y se levantó con bríos.
—¡Ya está bien! —dijo—. Busquemos a Max y a tu amiga.
La propia Zoe se sorprendió de encontrarse tan a gusto con Ray. Solía levantar un muro, alto y frío, al relacionarse con cualquier persona. Salvo con Max, claro. Sin embargo, Ray había echado abajo ese bloque sin ni siquiera proponérselo. Por eso le fastidió tanto a Zoe que, para una vez que se sentía bien, el responsable de conseguirlo dibujara de pronto un gesto tan lúgubre.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó.
—De pronto me he acordado de nuestro amigo. A saber cómo estará en manos de Sydow. Es horrible.
Ahora que Zoe estaba en pie, fue Ray el que se dejó caer en el banco, abatido ante el temor por el destino de su amigo.
—Pobre Álex —dijo meneando la cabeza, mirando al suelo—. Es tan miedoso… Tan divertido. Es… —Ray levantó la cabeza para mirar a Zoe—. Es mi mejor amigo.
La chica suspiró y cerró los ojos. No podía creer lo que estaba pensando. Pero después de todo, como solía decir Max, ¿qué les quedaba por perder en la vida?
—Anda, deja de lloriquear o me obligarás a abrazarte como a un oso de peluche.
Ray miró a Zoe con ojos tan grandes como su sorpresa ante aquella respuesta. Se puso en pie, esforzándose por recuperar la compostura.
—No te preocupes —dijo Zoe, dulcificando su voz, mientras le acariciaba la mejilla—. Encontraremos la forma de rescatar a vuestro amigo.