Eran dos mapas idénticos. Los mismos países, los mismos océanos, los mismos sistemas montañosos, las mismas ciudades destacadas. Eran una copia uno del otro, y al mismo tiempo los dos eran originales. Estaban trazados en sendas maquetas en relieve, de unos diez metros cuadrados cada una. Ocupaban el centro de una gran sala de techos altos. Unos focos iluminaban cada panel, dejando en semioscuridad el resto de la estancia. El otro gran punto de luz era una pantalla de grandes dimensiones en una de las paredes, en la que aparecía iluminado uno de los mapamundis.

Edward H. Sydow hablaba y señalaba. Lo rodeaban media docena de hombres de gesto severo, todos embutidos en uniformes militares con gorras de plato caladas con la misma pulcritud con la que lucían insignias y estrellas, estrellas de general. En sus guerreras sólo faltaba el identificador de alguna nación. En su lugar llevaban prendido en el pecho el emblema del emporio Sydow.

Algunos tomaban notas de las indicaciones de Sydow, otros observaban con atención los puntos que destacaba en uno y otro mapa. Desde la sala de control que tenían tras ellos, un supervisor escuchaba e iba señalando esos mismos puntos en el diagrama de la pantalla.

De vez en cuando los generales intercambiaban miradas, aunque ninguno se animaba a exponer sus pensamientos. Se limitaban a escuchar para no perder detalle de todas las propuestas estratégicas que les planteaba su comandante en jefe para que estudiaran y valoraran. Pero Edward H. Sydow no era un hombre al que se le pudiese rebatir una idea, por eso temían que todo lo que les estaba exponiendo realmente pretendiese llevarlo a la práctica. Algunos de aquellos generales mercenarios tenían experiencia de combate con varios frentes abiertos, pero jamás se habían encontrado con algo tan inusual como tener que coordinar invasiones en dos mundos diferentes.

Sydow prosiguió con su disertación aun cuando la puerta se abrió y unos pasos acercándose resonaron en toda la sala. Sus generales se habían retirado para no interponerse en el camino de Black.

Le susurró algo al oído, y Sydow se despidió inmediatamente de los responsables de su ejército. Anunció que la sesión había terminado y con ello se apagó la pantalla y se cerró la persiana automática del ventanal de la sala de control.

—Hemos buscado a fondo, señor —dijo Black, sin asomo de temor en su voz, aunque sí de frustración—, pero no hemos encontrado el dispositivo. He dejado a un par de hombres vigilando el lugar, por si la chica acude a su casa.

—Es una contrariedad, Black.

—Tenemos controlados a sus padres. Quería su autorización para traerlos aquí para…

—No, nada de eso. No te preocupes, Black. Esto sólo supondrá un pequeño retraso. —Sydow sonrió y se volvió a observar de nuevo las maquetas de los dos mapas—. Debo reconocer que admiro a esos jóvenes. No obstante, los tenemos a nuestra merced. No jugamos con uno, sino con dos ases contra ellos.

Con sus últimas palabras se llevó la mano a la mejilla para acariciar la aparatosa cicatriz que la cortaba. El brillo de sus ojos reflejaba una ilusión malsana.

—Serán nuestros en cuestión de horas —dijo—, y también el prototipo del doctor Rosza. Y hablando de él, veamos qué tal le va con nuestro invitado. Acompáñame, Black.

Cuando Sydow y su hombre de confianza entraron en el laboratorio, Rosza estaba de pie, las manos en los bolsillos de su bata, observando lo que hacían dos de sus hombres. Ambos estaban sentados ante unas sofisticadas consolas con diversos botones e indicadores iluminados y varias pantallas de seguimiento de constantes vitales y procesos de desarrollo. Todos aquellos datos provenían de una máquina ubicada a un lado, una camilla dispuesta casi completamente en vertical, a la que estaba sujeto Álex por varios correajes. El chico estaba conectado al sistema a través de cables que iban a su corazón a sus sienes.

—¿Qué tal está nuestro paciente? —preguntó Sydow mientras se acercaba a Álex.

—Ah, hola —dijo el doctor Rosza al ver a los visitantes—. Se encuentra mejor. La cirugía láser se ha desarrollado sin complicaciones. Las costillas estarán…

—Doctor —lo interrumpió Sydow—, no me interesan sus costillas.

—Oh, se refiere al proceso. —El doctor Rosza se pasó la mano por la calva, echó un vistazo a los monitores de la consola y carraspeó—. Sin complicaciones.

—Bien, muy bien —dijo Sydow.

Se aproximó aún más al muchacho, inconsciente, para observarlo de cerca.

De pronto se giró y le hizo a Black un gesto con su mano.

—Creo que ya es hora de activar a nuestro renegado favorito, sólo por si acaso.

Black avanzó desde la puerta para recibir las órdenes.

—¿Alguna instrucción concreta?

—Ninguna —respondió Sydow—. No debe hacer nada que delate su presencia. Queremos que sea nuestros ojos y nuestros oídos.

—Sí, señor.

Con gesto marcial, el corpulento sirviente giró sobre sus talones y se encaminó hacia la salida.

—Y, Black, adviértele que podría ser muy peligroso que se despistara y pasara por alto algún detalle. Eso sería…

—Inaceptable —dijo Black ya desde la puerta.

—Completamente.

—Muy bien, señor.

Sydow lo vio perderse en el pasillo y se volvió de nuevo hacia Álex. Lo miró unos segundos y se pasó el dedo suavemente por el bigote.

—¿Qué hay del nuevo prototipo, Rosza? —preguntó, de espaldas al científico y sus colaboradores—. ¿Algún avance?

—Ninguno por el momento. Cuando acabe con el chico volveré a mi laboratorio y espero terminar la nueva combinación, aunque no sé si será la correcta.

—Claro, nunca lo sabemos.

—En cualquier caso, va a conseguir el dispositivo original, ¿no es así? Con él podremos clonar la fórmula sin problemas.

—No obstante, siga intentándolo.

Sydow se dio la vuelta y se dirigió a la salida del laboratorio. Ya casi en la puerta, se volvió.

—Rosza, quiero al muchacho en el Salón de la Guerra dentro de cuarenta y cinco minutos.

—Pero el proceso aún durará al menos hora y media más.

—Pues arrégleselas para que dure la mitad —sentenció.