Un viaje en el tiempo, en el espacio; un viaje a otra dimensión, a otra realidad. Eso es lo que parecía aquel trayecto. Quizás dos días atrás hubiera definido simplemente como una locura el recorrer en una motocicleta a gran velocidad un túnel bajo una montaña sin más iluminación que el foco del vehículo. Pero habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo.
A decir verdad Ray intentaba no pensar demasiado. No quería distraerse lo más mínimo. Debía estar atento al terreno, a las distancias, a la velocidad. Le habían advertido que tenía que seguir fielmente las indicaciones que le daban si no quería estamparse contra las paredes rocosas, contra el motorista que le antecedía o ser embestido por el que llevaba detrás.
Le dieron aquellas instrucciones antes de internarse en el túnel. Se detuvieron unos segundos ante la entrada, o al menos eso dijeron, porque por más que la buscaba, Ray sólo veía ante él la abrupta pared de la montaña.
Concluido el cursillo exprés, el primer motorista, con Sara a su espalda, aceleró y se fue directo hacia el muro de roca. El grito de la chica, a pesar del casco, fue perfectamente audible.
Ray, sobresaltado y aún sin arrancar, ahogó su voz cuando vio que atravesaban la montaña como si fuera aire. Y eso era, ni más ni menos. Al pasar por aquel punto, siguiendo la dirección que le marcaba el motorista que llevaba de paquete, Ray tuvo ocasión de vez unos pequeños proyectores luminosos a lo largo del dintel de aquella magnífica entrada. La perfecta combinación de aquellos haces de luz proyectaba una imagen holográfica de la pared rocosa que hacía imposible ver el túnel desde el interior.
Conducían deprisa, pues el mínimo reflejo en el interior podría hacer fallar la cortina virtual y descubrir el acceso a cualquier espectador inesperado. El trayecto no fue demasiado largo, pero sí lo suficiente como para suponer que se encontraban en las entrañas de una cadena montañosa. Aquel planteamiento quedaría confirmado en pocos minutos.
Primero tuvieron que atravesar varias puertas de seguridad, todas ellas blindadas y custodiadas por parejas de hombres y mujeres armados. No tenían aspecto de militares, pero sí de luchadores, gente que había tenido que familiarizarse con las armas y la disciplina para sobrevivir.
Tras pasar esos controles, los motoristas llegaron al final del túnel, que desembocaba en una cueva inmensa, sorprendente, con cientos de metros de altura y diámetro, tal vez alguna vieja mina reforzada y adaptada. Había mucha gente yendo de un lado a otro, entrando y saliendo de los centenares de cubículos fabricados en diversos niveles con paneles de chapa y otros materiales reciclados, o excavados en la propia roca. Aquello era como un centro comercial subterráneo con viviendas y almacenes en lugar de tiendas y cines.
Sara fue la primera en apearse de la motocicleta, y a continuación el herido que viajaba con Ray. El tercer motorista se quitó el casco. Era un hombre de mediana edad, y a Sara le pareció que tenía cara de ser cajero de un banco o vendedor de coches, pero en ningún caso un mercenario armado.
Le causó una impresión muy distinta el rostro del motorista con el que ella había viajado. Al quitarse el casco se descubrió como un chico joven, que no debía de tener más de veinticinco años. Era moreno, con unos ojos claros que parecían demasiado tristes como para pertenecer a alguien violento. Tenía la nariz afilada y una bonita sonrisa que Sara no imaginaba que descubriría tan pronto.
Le sonreía a su compañero herido, al que el otro motorista ayudaba a apear.
—Te has puesto muy bien a tiro —dijo el chico, con un tono de burla evidente incluso para los dos secuestrados—. Ya sabía yo que te las arreglarías para no tener que salir de misión en una temporada.
El motorista dijo algo, pero el casco impedía que se le entendiera bien.
—¿Cómo dices?
El herido le dio entonces un manotazo a Ray, aún sobre la moto, y le indicó que le ayudase a quitarse el casco.
Lo primero en quedar al descubierto fue su pelo, una brillante cabellera rubia que cayó sobre sus hombros en cuanto se vio liberada de la presión del casco. Después fue aquella cara algo pálida y afilada, con barbilla respingona y ojos de mirada dura.
—Te he dicho que te vayas a la mierda, Max —repitió la chica—. ¡Ah! Ten más cuidado.
Era el motorista con cara de cajero el que estaba revisándole el hombro.
—Creo que no será nada —explicó—. Es una herida limpia, la bala entró y salió.
—No será nada para ti —dijo la chica, con gesto de dolor—. Por cierto, amigo, no está nada mal tu estilo conduciendo la moto. Casi nos la pegamos un par de veces, pero sólo casi.
La chica le echó a Ray una buena visual mientras le hablaba, antes de sonreír.
—Y tampoco tú estás del todo mal —añadió—. Aunque esa cara de lelo no juega a tu favor.
—¡Oye, rubia, no te pases! —intervino Sara, ofendida por el comentario sobre su amigo.
El cajero de banco meneó la cabeza con una mueca. Recogió sus cosas y se marchó.
—Luego nos vemos. Cuídate esa herida, Zoe. Y más atención la próxima vez.
—¿Tú lo hubieras hecho mejor?
Ya de espaldas, su compañero respondió agitando la mano en el aire.
—Saúl tiene razón —dijo Max—. Menos mal que estábamos ya a bastante distancia, porque aquel pistolón te hubiera destrozado a pocos metros.
—Mala suerte —farfulló la chica, mirando a su compañero—. Para ti, quiero decir. Con lo bien que estarías sin tenerme encima todo el día, ¿verdad?
Ray y Sara asistían a aquel juego de improperios con el desconcierto habitual de las últimas horas.
—¿Qué ha pasado? —El grupo se giró hacia la voz—. ¡Zoe, estás herida!
Era un hombre de unos sesenta años, especialmente delgado para su edad, espigado, con abundante cabello gris y vestido con mucha elegancia aunque con un traje de tweed inglés algo pasado de moda.
—No se preocupe, profesor, estoy bien.
—Zoe, querida —dijo al llegar junto a las motos—. Recuérdame cuál es tu especialidad.
—El cuerpo a cuerpo, profesor Finley.
—En ese caso escucharé tu opinión cuando tenga que abrir una lata de sardinas con el canto de la mano, pero en el caso de una herida, si no tienes inconveniente, prefiero llevarte al hospital. ¡Vamos!
El profesor Finley se acercó a Ray y lo observó como si se tratase de un insecto gigante. Después le dirigió una mirada a Sara antes de volverse hacia Max.
—¿Son ellos? —preguntó.
—No creo que haya mucho margen de error —respondió Max—. Dos jóvenes escoltados por los hombres de Sydow.
—Y con caras de no saber de qué va la cosa —apuntó Zoe.
Ray se apeó entonces de la moto para poder hablar con mayor autoridad.
—Ya que lo mencionan —dijo—. ¿Podrían explicarnos qué está pasando?
—Pero los que rescatamos del juzgado de Brennan hablaron de tres chicos —dijo el profesor Finley, ignorando el comentario.
—Pues en el coche sólo iban estos dos.
—Por favor —insistió Sara—. ¿Quiénes son, y qué quieren de nosotros?
—¡La vida de nuestro amigo corre peligro! —dijo Ray—. Tenemos que ir a buscar algo para Sydow, o quién sabe lo que le hará.
—¿Se da cuenta, profesor? —dijo Zoe—. No nos equivocamos. Eran esos tres de los que nos hablaron.
—Está bien —dijo Finley—. Zoe, a la enfermería. Y tú, Max, vente conmigo y trae a nuestros invitados. Hablaremos un rato con ellos.
—¿Nos dirá lo que ocurre? —dijo Ray.
El profesor Finley se acercó al muchacho y cabeceó pensativo. Su cabello gris se agitaba con cada movimiento. Finalmente lo miró a los ojos.
—Primero nos contaréis vuestra historia.
‡ ‡ ‡
Hablar de un problema ayuda a superarlo, dicen. En el caso de Sara y Ray, narrar todo lo acontecido en las últimas veinticuatro horas les hizo ser aún más conscientes de lo fantástico que resultaba lo que les estaba ocurriendo. Ya no tenían ninguna duda de que vivían una realidad que no era la suya. No estaban muy seguros de si la versión de Sydow era cierta, pero de lo que no cabía duda era de que aquel no era su mundo. Por otro lado, la experiencia estaba salpicada de tanto dramatismo, con la violencia, el secuestro de Álex y el tiroteo, que ya no se sentían tan ridículos al pensar en ello.
Finley y Max escuchaban atentos la historia cruzada que iban desgranando entre ambos, y sólo Zoe, que se incorporó a la reunión con el brazo en cabestrillo, los interrumpía de vez en cuando para lanzar algún insulto contra Edward Sydow. También murmuró algo sobre Black y su disparo cuando los chicos concluyeron el relato, pero el profesor Finley la mandó callar.
Se levantó de su silla y comenzó a caminar alrededor de la mesa de reuniones. Uno de los tubos fluorescentes del techo parpadeaba de vez en cuando, un efecto visual sin importancia que sin embargo acentuaba la ansiedad de los cuatro jóvenes por conocer qué era lo que rondaba la cabeza de Finley.
Sara no pudo aguantar su inquietud por más tiempo y decidió dejar al profesor con sus cavilaciones y tratar de averiguar algo más sobre la situación. Se dirigió a Max para preguntarle quiénes eran ellos, qué era aquel lugar y por qué habían atacado el coche de Sydow para secuestrarlos.
El chico buscó en el profesor Finley alguna señal que aprobase o denegase unas respuestas satisfactorias. Ante la falta de reacción por su parte, Max actuó según su instinto.
Les explicó que se encontraban en una ciudad de rebeldes, o renegados, tal y como los llamaban socialmente. Había miles de asentamientos subterráneos así por todo el mundo. También en algunas pequeñas islas del Índico y del Atlántico, así como en lugares recónditos de selvas y desiertos de varios continentes. En ellos, los renegados intentaban establecer su propia sociedad para vivir con normalidad, aunque por lo general era muy difícil. Por más escondidos que estuviesen, siempre había algún descuido, alguna filtración, y acababan siendo localizados por las fuerzas de choque del gobierno de turno, o por los cazarrecompensas.
Fue Zoe quien respondió a la pregunta de Ray sobre la naturaleza de los renegados. Les contó que eran la prueba del inagotable poder de Edward H. Sydow. Desde tiempos inmemoriales las cárceles habían acogido a aquellos que robaban y mataban, según dictaba la ley. Hasta que un día, algunas décadas atrás, la influencia de Sydow en la coalición de las naciones más importantes, las que marcaban el rumbo de la vida en el planeta, llevó a aprobar una ley que condenaba a los ciudadanos «potencialmente peligrosos», cuyo principal crimen era la debilidad; era la Ley Sydow.
—Nos habéis dicho que, al contrario que en vuestro mundo —intervino Max—, en este veis el odio y la violencia a flor de piel, como algo normal y aceptado. Es así. Sencillamente el común de la población tiene un instinto más salvaje. Ahora bien, imaginad que vosotros no fuerais así y tuvieseis que convivir con los demás. Pues eso nos ocurre a nosotros, y a otros muchos.
—Y si a lo largo de la historia a los débiles les resultó siempre difícil sobrevivir en una sociedad que no los protegía —apuntó Zoe—, imaginad si de pronto nos marcan como apestados. En cuanto alguien advierte un comportamiento «poco sociable» en otra persona, la denuncia sin remordimientos.
Sara y Ray se miraron. Sin duda es lo que les ocurrió en el bar.
—¿Pero qué gana Sydow con todo esto? —preguntó Ray—. ¿Qué sentido tiene esa ley?
—Fue parte de su política de imposición como el principal proveedor de armamento y ejércitos privados —dijo Max—. Explicó uno por uno a los líderes de cada país que los ciudadanos débiles, sensibles, con problemas de conciencia, eran un foco de subversión y revueltas que haría estar en desventaja a esa nación frente a otras que ya habían introducido la nueva normativa.
—Así, poco a poco —prosiguió Zoe—, millones de ciudadanos normales y corrientes de todo el mundo, estudiantes, amas de casa, ancianos, niños… empezaron a ser detenidos. Muchos escapamos, y nos convertimos en fugitivos, en renegados. Algunos sobreviven como pueden. —La chica miró a Max y él le lanzó un guiño—. Otros luchamos para intentar cambiar las cosas.
Los cuatro chicos se quedaron en silencio a continuación. Intercambiaron miradas y reflexionaron sobre los difíciles momentos que habían tenido que atravesar, cada cual en circunstancias y épocas diferentes. En el caso Ray y Sara, apenas era día y medio, lo que les hacía suponer lo difícil que sería sobrellevar algo así y mostrar la entereza de la que hacían gala Zoe y Max.
—Esa lucha es la razón de que fuéramos a por vosotros —añadió Max, rompiendo el silencio—. Esta mañana hicimos una incursión para sacar a dos compañeros de los calabozos del tribunal del juez Brennan, y nos hablaron de tres chicos tan importantes para Sydow que había ido a buscarlos su hombre de confianza. Así que pusimos en marcha nuestro operativo de vigilancia y decidimos preparar una emboscada.
Ante los rostros aún confusos de Sara y Ray, Zoe aclaró la historia.
—El objetivo era tomaros como rehenes. Si realmente sois importantes para Sydow, podemos proponer un intercambio por algunos compañeros presos.
—Pues me temo que no valemos demasiado para él —dijo Sara—. Sydow sólo persigue ese pequeño aparato del que os hemos hablado, y a estas alturas estará poniendo mi casa patas arriba para encontrarlo.
—¿Y lo hará? —preguntó el profesor, del que ya se habían olvidado.
—¿Cómo dice?
—¿Crees que a sus hombres les será fácil encontrarlo? ¿Lo guardaste bien?
—Más que guardarlo lo escondí, profesor —respondió Sara—. Tendrían que tener mucha suerte para dar con el hueco oculto en el fondo de mi armario. Ni siquiera mi padre lo conoce, y eso que ha enredado varias veces en el ropero para arreglarme baldas y cajones.
—¡Espléndido!
El profesor Finley retomó su caminar por la sala, como si aquellas palabras no hubieran sido más que un obligado paréntesis en sus reflexiones.
—Profesor, ¿tan importante es ese aparato? —preguntó Max—. ¿Realmente cree que ese científico a las órdenes de Sydow ha podido…?
Max no terminó la frase. No sabía bien cómo definir aquel supuesto invento. El profesor lo miró y enarcó una ceja, señal inequívoca de que seguía pensando. Poco después se detuvo ante el grupo y se dirigió a los dos visitantes.
—Lo que nos habéis contado confirma mis peores presagios —susurró—. Significa que un poder incontrolable está en manos del hombre más vil sobre la faz de la Tierra.
Finley miró a sus oyentes. Podía leer en sus rostros que lo estaban escuchando, pero sin alcanzar a comprender sus palabras. Después de todo, hasta el momento se había hablado de un mecanismo para viajar entre dos dimensiones diferentes. Nadie dijo nada de un arma.
—Ignoro cuáles serán los planes de Sydow —dijo el profesor—, pero estoy seguro de que no serán buenos para nadie. Un hombre con su ambición, sus conocimientos y su falta de escrúpulos, podría encontrar la forma de combinar lo peor de ambos universos, los tipos más peligrosos, para tener a todo el mundo a su merced.
—Profesor, Sydow ya tiene a todo el mundo a su merced —dijo Zoe.
—Sí, lo tiene, pero gracias a su influencia con los gobiernos, con los que tiene que negociar, a los que chantajea y presiona. —El profesor se estiró y cruzó los brazos—. Pero un hombre con tantos delirios de grandeza quiere siempre un poco más, y casi todos los de su calaña buscan siempre lo mismo: el control absoluto, la dominación total.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Max.
—¿Qué haremos? —dijo Sara—. No sé vosotros, pero Ray y yo volveremos con Sydow para intentar que deje libre a Álex y nos permita volver a nuestra realidad.
—Te recuerdo que eres nuestra prisionera, guapa —respondió Zoe.
El profesor estiró los brazos para rogar calma.
—Aquí no hay prisioneros, Zoe, sólo supervivientes. Y siento deciros, chicos, que Edward Sydow no es un hombre al que se le pueda pedir nada. Tal vez se haya mostrado amable con vosotros, pero si lo ha hecho ha sido sencillamente por diversión, por jugar con vosotros como lo haría un científico con un ratón de laboratorio cuyo destino está en sus manos.
—¿Qué pasará entonces con Álex? —preguntó Ray.
El profesor Finley lo miró y guardó silencio. Su mirada desprendía una nada halagüeña mezcla de piedad y preocupación. Buscó a Zoe, que dibujó una mueca en lugar de decir que no había demasiadas alternativas, y de ella pasó a Max, que tampoco supo qué responder, o más bien no quiso decir lo que pensaba. El chico se volvió hacia Sara, y le resultó difícil soportar aquella mirada. También él había perdido a buenos amigos, demasiados.
Pero Sara no estaba dispuesta a darse por vencida.
—¿Cómo rescataremos a nuestro amigo? —insistió.