El coche giró bruscamente al salir del aparcamiento subterráneo y pasó sobre el badén del puesto de vigilancia sin aminorar la marcha. Sara y Ray brincaron sobre el asiento y se agarraron instintivamente al pasamano. Sentados frente a ellos, dos de los hombres de Black los observaban impasibles tras sus gafas de sol. El lugarteniente de Sydow iba junto al conductor, y ya antes de que subieran al vehículo les advirtió a los chicos que no quería oír ni una sola palabra.

Sin duda ambos estaban ansiosos por poder comentar entre ellos todo lo que Sydow y el doctor Rosza les habían contado, y especialmente, compartir su preocupación por la seguridad de Álex y por la importancia de aquella supuesta llave interdimensional.

Cuando Ray pensaba en ese concepto le parecía imposible creer que aquello sucediera de verdad. De no ser porque ya le habían dado varios golpes, y bien duros además, se pellizcaría para ver si lograba despertar de aquella pesadilla. Sin embargo, todo indicaba que aquel siniestro magnate era muy real, junto a su doctor, su guardaespaldas y todo su emporio. Y al pensar en eso no podía más que estremecerse al plantearse que tal vez jamás podrían salir vivos de aquel trance. La lógica apuntaba a que, cuando Sydow obtuviese aquel aparato, se desharía de ellos con la facilidad de chasquear los dedos.

Ray miraba por la ventanilla del coche, donde había visto al entrar una pequeña pegatina en el extremo inferior derecho que anunciaba un potente blindaje. Supuso que todo el vehículo estaría reforzado para resultar inexpugnable. Aquello no era tampoco demasiado tranquilizador.

Estaban atravesando el bosque, y en breve alcanzarían la carretera que conducía a la ciudad.

Sara también pensaba en todo lo que había escuchado, y había valorado seriamente si sería inteligente entregar el artefacto a Black. Claro que tampoco se le ocurrían demasiadas alternativas.

Superada por la situación, la mente de Sara se centró en sus dos amigos. Pensó en el pobre de Alex, siempre tan temeroso, tan impresionable, que sabía ser simpático y dulce cuando era necesario. Ahora estaba encerrado en aquel lugar, solo y herido, a merced de aquellas personas de las que no sabía aún qué pensar.

A continuación miró de reojo a Ray. Estaba ensimismado observando el paisaje, pensativo. Había demostrado ser un chico valiente y con sangre fría, capaz de emplear la lógica sin perder los nervios en situaciones tan inesperadas como las que acababan de vivir. Sara se sintió como una estúpida cuando se sorprendió pensando cuál de los dos amigos le parecía más atractivo. Se exculpó diciéndose que estaba agotada y nerviosa.

—¿Qué es eso? —dijo Black.

—Parece un accidente —respondió el conductor—. Un coche que ha volcado.

—Rodéalo por el otro carril —dijo Black—. Acelera al pasar junto a él.

Avanzaban por una carretera comarcal de dos direcciones, trazada entre dos pendientes cubiertas de pinos. La tarde comenzaba a caer, y la luz se iba tiñendo de un tono rojizo que resaltaba el intenso verde de los árboles.

Estaban a pocos metros del siniestro. Ray trató de buscar el mejor ángulo desde la ventanilla trasera para verlo. Tal vez había sido un frenazo brusco, por algún ciervo que se hubiese cruzado en su camino. Pero no había marcas de frenos. Ni humo. Tampoco se veía a nadie en los alrededores. Sólo una mancha que se extendía a todo lo ancho de la carretera. Tal vez era gasolina. Quizás sólo agua.

—Te he dicho que aceleres —ordenó Black, con voz tajante, al llegar al lugar—. ¡Gira y acelera!

Así lo hizo el conductor. Dio un volantazo, en buena medida presionado por el grito de su superior, y tal vez por eso perdió parcialmente el control del coche por unas décimas de segundo. Fue un tiempo precioso, el suficiente para que, cuando alcanzaron a ver la trampa de clavos colocada sobre la calzada, no tuviera tiempo para reaccionar.

Los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, y patinaron gracias a esa mancha húmeda, que resultó ser aceite. Sonó una explosión seca, luego otra, y otra. El coche entró de costado en la línea de clavos, y lo hizo a tal velocidad, perdido ya el control, que el cuarto neumático no llegó a reventar. Pasó por encima de los clavos cuando el vehículo salió disparado para dar dos vueltas de campana y terminar girando en el asfalto sobre el techo como una peonza.

La portezuela de Black fue la primera en abrirse. Ray vio al lugarteniente de Sydow agitando la cabeza, tratando de recuperarse del zarandeo. Después miró a Sara. Estaba aturdida, pero bien. Como ellos dos, también los hombres que los acompañaban habían tenido la precaución de ponerse el cinturón. La estructura de seguridad del vehículo hizo el resto para mantenerlos con vida.

No obstante, al estar bocabajo, sujetos por el cinturón, envueltos en la nube de polvo que había levantado el accidente, no resultaba especialmente fácil moverse.

—¡Vamos, fuera! ¡Deprisa! —ordenó Black a sus hombres.

Estos se apresuraron en reaccionar.

Pero no pudieron.

Las puertas habían quedado bloqueadas. Comenzaron a gritar pidiendo a Black que abriese desde el exterior. Él sólo debía estirar el brazo para llegar al tirador. Sin embargo, varias ráfagas de disparos hicieron que aquella distancia resultase tan inalcanzable como un millón de metros.

El ataque provenía de las arboledas a ambos lados de la carretera. Los proyectiles golpeaban la carrocería por todos los flancos, aunque sin provocar más que roces y arañazos. Black se había lanzado al suelo, el rostro sobre el asfalto, sin demasiadas opciones de actuación en aquel campo descubierto y con el enemigo en posición elevada.

De pronto los disparos cesaron. Black sólo aguardó un par de segundos antes de actuar. Sin levantarse, se arrastró como una serpiente hasta alcanzar la puerta.

—¡Sacad los fusiles, rápido! —ordenó.

Varios rugidos llegaron desde los árboles. No era preciso mirar para saber que se trataba de motores poniéndose en marcha, probablemente motocicletas.

Black se irguió sin llegar a ponerse en pie. Dejó una rodilla en tierra y desenfundó una Magnum Wildey 475 automática, un arma tan poderosa que era capaz de atravesar blindajes de cierto grosor como si fueran mantequilla.

La primera motocicleta apareció de entre los pinos con tal impulso que al alcanzar el terraplén salió volando por los aires. Black levantó el arma y apuntó. Tenía al piloto alineado con el ánima de la pistola cuando una explosión a su lado lo desorientó.

Había sido una granada lanzada por un segundo motorista, que salía también de ese mismo flanco. Para cuando otros dos motoristas descendieron por el terraplén opuesto, los hombres de Black ya habían sacado del maletero sus fusiles automáticos.

Uno de ellos comenzó a disparar ráfagas cortas a uno y otro motorista. El otro apenas tuvo tiempo de rozar el gatillo antes de caer abatido por el disparo certero de uno de los asaltantes. Black no tardó en igualar el juego. Recuperado de la explosión, volvió a empuñar su pistola.

La esgrimió hacia un motorista que se dirigía derecho a él, con su arma también lista, Black apuntó con calma. El asaltante comenzó a disparar. Los proyectiles hacían saltar el asfalto alrededor de Black. Este respiraba con calma. Y entonces disparó. La bala impactó con tal fuerza en el pecho del tipo que salió impulsado hacia atrás mientras su motocicleta seguía sola en marcha hacia Black.

En el interior del coche blindado los disparos resonaban con especial violencia, por lo que Sara y Ray asistían al tiroteo con los oídos tapados, ya liberados de los cinturones de seguridad, y sin decidirse por lo que sería más razonable hacer.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Ray.

—¿Pero qué haremos? ¿Qué será de Álex?

—Álex y nosotros estamos muertos en manos de esta gente. Tal vez si escapamos tengamos alguna posibilidad.

Sara volvió a mirar al exterior. En ese momento el conductor caía abatido con un disparo en la pierna. Los motoristas no dejaban de circular en una y otra dirección, mientras Black y su otro hombre devolvían los disparos y se cubrían como podían de las ráfagas enemigas.

—De acuerdo —dijo Sara finalmente—. Black y el otro tipo están por ese lado; salgamos de aquí.

—Tenemos que correr cuanto podamos hacia los árboles. Es nuestra única oportunidad. Hay que correr…

—¿Como si nos fuera la vida en ello?

Ray sonrió a su amiga, y asintió.

Volvió a sonar una explosión, esta vez tan cerca del coche que llegó a zarandear el vehículo.

—¡Vamos de una vez! —dijo Ray—. Sal tú la primera, Sara, nadie lo esperará. Yo iré pegado a ti. Y pase lo que pase, no mires atrás.

Una ráfaga de disparos agujereó la calzada junto a la ventanilla, a pocos centímetros de la mano de Sara.

La chica volvió a mirar a su amigo. El corazón le latía tan fuerte que no podía respirar con normalidad. No miraría atrás, pero esperaba que cuando pudiera hacerlo se encontrase con aquella agradable mirada esmeralda del chico.

—Hasta ahora —dijo Sara, y no pudo evitar darle un beso a Ray en los labios.

Empujó la puerta y salió corriendo.

Ray se había quedado con los ojos como platos y la boca hecha morritos, como si alguien hubiese apretado el botón de pausa de su vida.

Deseaba tener calma, tiempo y un ambiente agradable para poder conocer mejor a aquella chica. Deseaba que la vida de su mejor amigo no estuviese en sus manos. Deseaba no tener que atravesar una lluvia de balas para intentar salvar su pellejo.

Por todo aquello salió del coche impulsado por la rabia, avivando su valor con un grito desesperado con el que no creía que pudiese empeorar las cosas.

Al otro lado del vehículo, Black escuchó el alarido. Giró la cintura para poder tener ángulo para disparar. Sara escalaba con pies y manos el terraplén, ya casi alcanzando los árboles, mientras que Ray aún no había salido del asfalto. Apuntó a la chica, pero aún se debatía entre darle en la espalda o en las piernas cuando una ráfaga de disparos hicieron saltar chispas en el coche a su lado y uno de los proyectiles le arrebató el arma de la mano.

Black miró a su alrededor y comprobó que se había quedado solo. El conductor estaba en el suelo malherido y sus dos pistoleros yacían sin vida, uno de ellos alcanzado de lleno por una de las granadas.

Arrodillado junto al coche, recuperó la pistola. Expulsó el cargador y colocó otro con los potentes cartuchos Magnum. Guiado por su incorruptible sentido de la lealtad, se puso en pie sin comprobar previamente la situación de los asaltantes. Los dos chicos habían escapado y debía dar con ellos.

Salió de detrás del vehículo empuñando el arma. Los tres motoristas se daban a la fuga en dirección al bosque, tras los pasos de los muchachos. Disparó una, dos, tres veces.

El cuarto proyectil alcanzó a uno de los motoristas en el hombro, con tanta potencia que lo desmontó del vehículo. Black sonrió y se lanzó a la carrera. Quería ganar algunos metros antes de volver a apuntar. Sabía que los otros dos volverían a por su compañero. Con lo que no contaba era con que mientras uno lo hacía, el otro se aproximara al borde de la arboleda para lanzar una última granada.

Cuando Black volvió a tener visión clara de sus objetivos, estos ya habían acelerado y se habían perdido hacia el interior del pinar. El lugarteniente de Sydow enfundó su pistola y sacó el teléfono móvil.

—Hemos sufrido una emboscada. Eran fugitivos, señor, renegados.

—¿Qué hay de los jóvenes?

—Escaparon. Estarán en manos de los rebeldes.

—Muy bien, se acabaron las tonterías —dijo Edward Sydow—. En el juzgado tendrán todos los datos de la chica. Consigue la dirección de su casa y tráeme el prototipo.

Black miró a su alrededor. El humo del accidente, de las granadas y de los impactos de bala sobre el arcén y la tierra había creado una tenue nebulosa que cubría la zona. Observó los cadáveres y sopesó las alternativas. Sin más dilación, fue hacia la motocicleta volcada, aún en marcha, del asaltante que había derribado al comenzar la refriega.

‡ ‡ ‡

Durante un buen rato Ray perdió todo sentido de audición. Corría mirando a Sara, delante de él, y no escuchaba nada a su alrededor. Sólo se escuchaba a sí mismo respirar, jadear más bien, avanzando frenéticamente por salvar su vida. Poco a poco comenzó a escuchar el ruido de las ramas y la hojarasca al crujir bajo sus pies. Y sólo pasado un tiempo alcanzó a oír los motores.

Las motocicletas no tardaron en darles alcance. Una les adelantó por la derecha y dos por la izquierda. El conductor de una de ellas iba inclinado hacia delante, con abundante sangre cubriéndole el hombro.

Se detuvieron ante Sara, cortándole el paso, era absurdo correr en otra dirección.

Vestían ropas de camuflaje y los cascos, con cristal tintado, impedían que se les vieran los rostros.

Uno de ellos desenfundó una pistola y apuntó a Sara.

—Tú, sube detrás de mí, y tú irás en esa moto.

Señaló con el cañón hacia el compañero herido.

—¿Sabes montar en moto? —masculló dolorido.

—Sí —dijo Ray.

Le mostró una pistola con su mano sana.

—Pues me llevarás como paquete, y cuidado con hacer tonterías —dijo alzando la voz, para que se le escuchase bien a través del casco.

Sara y Ray se miraron. Estaban paralizados por la tensión.

—¡Vamos de una vez, si no queréis que esa mala bestia os dé caza! —dijo el tercero.

Sin bajarse de la moto, le propinó a Ray una patada en el trasero que lo lanzó contra el motorista herido, haciéndolo caer a sus pies.

—De acuerdo —dijo el primero dando gas a la moto—. ¡Vámonos!

‡ ‡ ‡

Edward Sydow entró en el laboratorio y se dirigió a la mesa de trabajo de su principal colaborador. Estaba sentado ante las diversas pantallas de ordenador recalculando los parámetros de la prueba, listo para cuando le llegase el prototipo y pudiese tomar muestras de la configuración.

—¿Cómo está nuestro paciente, doctor?

—Se recuperará. Me han dicho que eran sólo un par de costillas rotas.

—Quiero tenerlo repuesto cuanto antes.

—No hay problemas —respondió Rosza sin apartar la vista de la pantalla.

—Y sométalo al proceso, podría ser necesario.

El científico dejó entonces de teclear y levantó la mirada.

—¿Está seguro?

—Ellos se lo han buscado. Proceda, doctor.

—Muy bien.

Donald Rosza devolvió toda la atención a su trabajo. Mientras, el magnate dueño del emporio empresarial más poderoso de aquel mundo salió del laboratorio con las manos a la espalda, silbando una agradable melodía, cavilando sobre la inevitable proximidad de su triunfo.