El trayecto en coche resultó intrigante, pero al menos los tres amigos volvían a estar juntos. Cuando se reencontraron a la salida del tribunal se fundieron en un abrazo fuerte. Era como si por un instante volviesen a una vida normal, a estar a salvo, en una realidad sin alteraciones violentas. Sin embargo, bastaba abrir los ojos para comprender que sería difícil que en su mundo hubiesen llegado nunca a estar tan magullados y asustados como se encontraban en aquel momento.
Álex era el que presentaba peor aspecto. Apenas podía caminar por su propio pie. No parecía haber recibido muchos más golpes que sus compañeros. Al menos no exteriormente. Sin embargo, los dolores internos apenas le permitían caminar recto, y tenía una tos bastante fea. Por suerte, no había perdido su sentido del humor.
—Lo siento, Ray —dijo cuando se separaron de ese abrazo—, espero que podrás perdonarme.
—¿Por qué amigo?
—Bueno, salta a la vista que soy el amigo débil y el más maltratado. Es inevitable que Sara se enamore de mí. —Los tres rieron, más por liberar la tensión que por el verdadero tino del comentario—. ¡Lo digo en serio, es una regla básica de cualquier peli!
—No te preocupes, Álex —dijo Sara al acercarse para besarlo en la mejilla—. Me enamoraré de ti.
El beso fue suave y dulce, pero el mero hecho de inclinarse hizo que Álex soltara un leve quejido. Ray tuvo que forzar la sonrisa ante aquella frase, aunque sabía que era compasiva.
Los hombres trajeados que los habían sacado del tribunal aguardaban ante los dos coches negros con las manos al frente. Uno de ellos se lanzó a abrir la portezuela de atrás en cuanto vio a Black salir del tribunal.
—Buenos días, chicos. Vais a reuniros con el señor Edward H. Sydow —anunció Black mientras bajaba la escalinata—. Dos de vosotros, subid a un coche, el tercero irá conmigo.
Los tres amigos se miraron. Las cosas volvían a ponerse feas.
—Perdone, señor —dijo Ray—, si no le importa nos gustaría no separarnos mientras…
Al pasar junto al grupo, Black agarró a Ray del cuello y tiró de él con la fuerza necesaria como para obligarlo a moverse, aunque sin llegar a hacerle perder el equilibrio.
Lo llevó hasta la portezuela del coche y sofocó sus intentos de volverse hacia sus amigos. Black sí se volvió hacia ellos, empleando a Ray, dentro ya del vehículo, como medida de presión implícita.
—Al coche, por favor —ordenó.
‡ ‡ ‡
Los dos coches atravesaron la ciudad hasta internarse en el bosque, y más allá de este alcanzaron la costa. Los tres chicos conocían bien aquella zona. Era un lugar bastante visitado por los adolescentes. Unos iban a hacer barbacoas y fiestas con los amigos, otros montaban tiendas de campaña y pasaban la noche mirando las estrellas o buscando ovnis, y casi todos, alguna que otra vez, habían aparcado el coche en la zona menos concurrida, junto al viejo faro, para tener un rato de intimidad en pareja.
Todo era tal y como lo habían conocido siempre Sara, Ray y Alex. Todo, salvo que el faro no estaba.
En su lugar se levantaban las instalaciones de Industrias Sydow.
No hicieron ningún comentario. Ni siquiera Álex, bastante afectado por sus magulladuras, lanzó alguna de sus bromas. Pero a los tres les pareció poco tranquilizador cruzar la verja de unos laboratorios custodiados por guardas armados hasta los dientes.
Los coches se detuvieron ante la entrada y los tres amigos volvieron a reunirse. Ray se apresuró a ayudar a Álex, pero Sara le indicó que era cosa suya. Álex caminaba con cierta dificultad. Le dolía el pecho al respirar, y no se apartaba la mano del costado, donde había recibido también un duro castigo. Sara supuso que le habrían roto alguna costilla, quizá algo peor.
Ray intentó hablar con Black. Quería preguntarle qué hacían en aquellos laboratorios, pero ni siquiera pudo terminar su pregunta. El propio Álex le sugirió, más bien le imploró, que no dijese nada. Se limitarían a esperar al siguiente acto de aquella tenebrosa experiencia que estaban viviendo.
Los tres habían superado ya su capacidad de asombro, así que lo que vieron a continuación no les impactó tanto como cabría esperar.
Tomaron uno de los ascensores y bajaron un par de niveles. Al salir accedieron a un elegante pasillo donde todo era madera, de suelo a techo, figuras, cuadros, sillones, tiradores de las puertas… Madera reluciente y con aspecto de ser bien pulida cada mañana.
Pasaron ante una secretaria que sólo necesitó ver a Black para limitarse a sonreír antes de dejarlos pasar. En la puerta de doble hoja los tres chicos pudieron leer un nombre: Edward H. Sydow.
Accedieron a una sala grande, presidida al fondo por una imponente mesa de escritorio y tras ella, en la pared, la imagen corporativa del grupo, el globo terrestre con la inicial de Sydow sobre él. Algunas plantas y varios sillones se alineaban en las paredes. En una de ellas había un ventanal cubierto por un estor que filtraba un poderoso torrente de luz tan intensa que los chicos difícilmente adivinarían que era artificial.
Black cerró la puerta a su espalda y permaneció junto a ella. Los chicos se volvieron sin saber qué hacer, y él les indicó que avanzaran.
—Hay mucho silencio —susurró Sara con cierto temor, como si alguien le hubiera advertido que no debía hablar.
Ray miraba el gran sillón tras la mesa que estaba frente a ellos. También Álex había reparado en él. Estaba de espaldas, lo que hacía suponer que se giraría en cualquier momento para descubrir el rostro del hombre que los había salvado de una experiencia policial dantesca. Y tal vez el hombre que podría explicarles qué estaba sucediendo. Álex llamó la atención de Sara con el codo, y la chica fijó con ellos su atención en el alto respaldo de cuero.
Los tres dieron un respingo cuando un pitido sonó a un lado de la sala al abrirse la puerta camuflada de un ascensor.
—Hola chicos, disculpad mi retraso.
Sydow se frotaba las manos. Saludó a los muchachos con una sonrisa pletórica. Primero a Sara, después a Ray. Dejó para el final a Álex, entre sus dos amigos. Al que dio una suave palmada en el hombro.
—Pobre muchacho, no puedo creer lo que te han hecho.
—¿Qué está ocurriendo? —dijo Sara, tomando la iniciativa.
—¿Qué está ocurriendo? —respondió el magnate, fingiendo sorpresa.
—Sí —intervino Ray—. Algo pasa. Algo… No sabemos aún exactamente qué, pero… Algo ocurre, algo extraño.
Edward Sydow dio un paso atrás y se llevó la mano al bigote para acariciarlo. Forzó una expresión de curiosidad.
—Os referís a algo extraño, claro. ¿Cómo de extraño?
A Sara no le gustó en absoluto la forma en que los trataba Sydow, como si fuesen estúpidos. Les hablaba como a unos críos que acudieran a su padre llorando porque hay monstruos bajo la cama.
—Nos referimos a que todo es igual, pero diferente al mismo tiempo —dijo la chica, con tono desafiante—. La gente es violenta, sin escrúpulos, sin principios. Da igual que sea una ancianita o un oficial de policía.
—O un maldito juez —masculló Alex, cada vez más doblado por el dolor.
—Esto es un laboratorio —dijo Ray—. ¿Cree que habría aquí algún médico que pudiese ver a nuestro amigo?
—¡Desde luego! —respondió Sydow—. Tendedlo ahí, sobre el sofá. Mi propio médico personal se ocupará de él.
Chasqueó los dedos en dirección a su lugarteniente.
—Black, ve a buscar al doctor Rosza. Yo charlaré un rato con nuestros invitados.
Black reaccionó de inmediato. Ray lo observó mientras salía mientras Sydow lo observaba a él.
—Bien, muchachos —dijo, dándoles la espalda. Se alejó del sofá en el que habían recostado a Álex y donde Sara y Ray lo atendían. Se dirigió al centro de la sala—. Permitidme que me presente. Soy Edward Hollister Sydow.
Pronunció su nombre con altivez, como si tras hacerlo esperase el tronar de unas trompetas ceremoniales o el aplauso de una multitud. Pero no hubo nada de eso. La habitación seguía presidida por el silencio y la desconfianza.
—Me han informado del altercado en la cafetería y de vuestras declaraciones a la policía.
—¡No hubo ningún altercado! —estalló Sara, cada vez más preocupada por el estado de Álex y por la seguridad de los tres.
—No, desde luego —susurró Sydow.
Ray se puso en pie despacio.
—Señor Sydow, nosotros… —se volvió hacía sus amigos, y a continuación tomó aire y una buena dosis de valor—. Nos estamos volviendo locos. Si es que no lo estamos ya.
Edward Sydow lo miró fijamente, la cabeza ligeramente inclinada, la ceja izquierda arqueada.
—¿Podría usted ayudarnos a comprender qué está sucediendo? —dijo Ray, con un afligido tono de desesperación.
Sydow observó a los tres amigos. Avanzó lentamente hacia Ray.
—¿Os habéis topado recientemente con un pequeño aparato con media docena de botones? Como un control a distancia.
Ray asintió.
—Pulsasteis el botón central, ¿verdad?
El muchacho se volvió para buscar a Álex. Este hizo una mueca.
—¿Dónde lo encontrasteis?
—En el caserón que hay en la salida este de la ciudad —dijo Ray—, junto a la autopista en construcción. Estaba junto a un cadáver.
—Un cadáver que desapareció —apuntó Álex.
—Desapareció tras apretar el botón, ¿verdad? —preguntó Sydow. Su rostro resplandecía de orgullo.
El poderoso empresario no esperó respuesta, la conocía. Volvió a dar la espalda a los chicos para caminar por el gran despacho.
—¿Qué habéis notado desde entonces? —preguntó.
—Que todo el mundo se ha vuelto detestable —dijo Sara.
—Y peligroso —completó Álex.
—¿En qué sentido? —preguntó Sydow, con ansia de respuestas—. ¿Cómo describiríais que ha cambiado vuestra experiencia tras apretar ese botón?
—Señor, ¿realmente es necesario…?
Ray también tenía urgencia por obtener respuestas, aunque en su caso, de carácter más práctico. Pero Sydow supo hacerlo callar con una mirada tan amable como intimidatoria.
—Por favor —les rogó. Más bien, les recomendó.
—Básicamente todo es igual a como era ayer —dijo Ray—. Algunos edificios han cambiado, como este lugar. Aquí siempre hubo un viejo faro.
—Interesante —musitó Sydow.
—Pero por debajo de lo que se ve, en las calles hay cambios importantes —intervino Sara—. Cambios radicales.
—Internet bajo control férreo… ¡de su empresa! —dijo Álex, con dolor en su costado—. ¡Y los Rolling Stones en mi casa!
—¿Perdón?
—Olvide eso último o no acabaremos nunca —dijo Ray—. Lo importante de verdad es la conducta de la gente. Muchos creen que el ser humano es bueno por naturaleza, pero de pronto es como si esa naturaleza fuese ahora malvada y ruin en esencia.
—La gente siempre es pasota —intervino Sara—, pero desde ayer es demasiado lo que estamos viendo. Les trae sin cuidado que pateen y pisoteen a alguien a su lado. Pero no por miedo, como he visto muchas veces que ocurría, sino por pura indiferencia. Como si…
Sara intentó definirlo pero no lograba focalizarla idea.
—Sí, es como si… —tampoco Ray lo lograba.
—Como si desde ayer el ser humano careciese de escrúpulos, de ética y de moral —dijo Sydow—. Como si su comportamiento se asemejase más que nunca a su naturaleza animal.
Los tres chicos se miraron.
—Algo así —asintió Ray.
—¿Y cuál es la razón? —dijo Álex—. ¿Por qué ocurre todo esto?
La puerta del despacho se abrió y Black entró precedido del enjuto doctor Rosza. Las manos en los bolsillos, como de costumbre.
—¡Aquí está la respuesta a sus preguntas! —dijo Sydow, señalando a su colaborador con mucha ceremonia—. Todo lo que me han contado les ha ocurrido por su causa. Dejen que le presente al doctor Donald Rosza.
Avanzaba con la vista clavada en el suelo y su gesto de aburrida indiferencia habitual. Se detuvo al escuchar su nombre. Miró a Sydow y después a los chicos. Localizó al que necesitaba sus cuidados y fue hacia él.
Se detuvo ante el sofá y mantuvo las manos en los bolsillos. Se tomó su tiempo para observar a Álex de pies a cabeza. Reparó en los moretones y en el gesto de dolor hacia el costado. De vez en cuando sus ojos se cruzaban con los de Álex, que albergaba cada vez menos confianza en aquel médico.
Por fin estiró uno de sus brazos y presionó sin miramientos a la altura de las costillas inferiores. Álex no pudo reprimir un alarido.
—Hay huesos rotos —anunció, girándose hacia Sydow—. Necesito llevarlo a la enfermería.
—Muy bien.
—Si es que quiere que me encargue de él.
—¡Desde luego, doctor, desde luego! Usted no lo sabe, pero estos chicos acaban de resolver nuestros problemas.
—¿Ah, sí? —dijo, el científico con desconfianza—. ¿Y cómo es posible?
—Porque ellos encontraron a nuestro explorador desaparecido.
‡ ‡ ‡
A pesar de que Álex aseguraba que podía moverse por su propio pie, Sydow insistió en que se le trasladase a la enfermería en una silla de ruedas, y Black lo convenció de que no se moviera del sofá hasta que no la trajeran.
El grupo entero fue a continuación hasta la sala de cuidados médicos de la que disponían en aquellas instalaciones.
Mientras Sydow hablaba sin parar sobre su emporio mundial de energía, investigación y desarrollo tecnológico, Ray y Sara no dejaban de observar cuantos detalles podían captar de aquel lugar. Por ejemplo, comprobaron que el viaje en ascensor tuvo una duración extraña con respecto al anterior. Demasiado largo para la altura del edificio, y demasiado corto para haber sido un ascensor express.
Rosza dio las indicaciones a los médicos de la sala para que curasen en primer lugar las heridas, rasguños y moretones de los tres jóvenes, y a continuación verían con más calma el maltratado busto de Álex.
—Señor Sydow, está siendo usted muy amable —dijo Ray, terminando así con un largo monólogo que había durado ya demasiado tiempo—. Pero tiene que comprender que necesitamos respuestas. No sólo no sabemos qué nos está ocurriendo, a nosotros o al mundo que nos rodea, tampoco comprendemos qué hacemos aquí, hablando con usted.
—Tenéis razón, creo que os merecéis saber la verdad. Aunque os adelanto que no os resultará fácil de asimilar.
—Usted pruebe —dijo Sara—. Después de lo que nos ha pasado en las últimas horas, algo más de locura no nos hará daño.
—Muy bien —respondió Sydow, dispuesto a exponer la historia—. Antes me dijisteis que desde ayer veis el mundo que os rodea como siempre, aunque con ligeros cambios.
—Cambios esenciales —apuntó Sara.
—¡Por supuesto! Veréis. Imaginad un espejo: la imagen es exactamente igual al objeto reflejado, salvo por el hecho de que está invertida. La mano derecha se convierte en la izquierda y la izquierda en la derecha. ¿Correcto?
Los chicos asintieron.
—También el alma humana cambia de lado ante el espejo.
—¿El alma? —dijo Álex incorporándose en la camilla—. ¡No fastidie! ¿Ahora resulta que estamos en un remake de La profecía III y que usted es Lucifer camuflado como hombre de negocios?
Sydow sonrió orgulloso.
—Lo cierto es que hay gente que tal vez sí me vea como el mismísimo diablo. Pero no, no es a eso a lo que me refiero. Hablaba del alma humana como concepto que aglutina los principios, la ética o la moral, que distinguen la conducta del ser humano de la de los animales. Son esos principios los que hacen que no nos peleemos en medio de la manada por ser el jefe o por llevarnos a una hembra, que veamos mal que alguien mate a otra persona por un trozo de carne… ¡o por un Rolex de oro! Los que carecen de ese alma social, son detenidos y recluidos.
—Sí, sabemos a qué se refiere —dijo Ray.
—De acuerdo. Pues en este mundo no ocurre así.
—¡¿En este mundo?!
—En este universo paralelo al vuestro, a este lado del espejo, todo es exactamente igual que de donde venís, salvo que aquí… ¿cómo decirlo de manera poética? Aquí los mansos y los puros de corazón jamás heredarán la Tierra. —El propio Sydow se divirtió con su macabro chiste—. Más bien son ellos los que se abrasarían en el infierno.
Sara, Ray y Álex se miraron. La historia era sin duda una locura, pero a decir verdad, daba sentido y encajaba a la perfección con todo lo que habían vivido desde la tarde anterior.
—Pero ¿cómo…? —balbuceó Álex.
—¿Cómo es posible? Eso se lo explicará mejor el doctor Rosza. Por favor, doctor.
Donald Rosza carraspeó y se quitó las gafas. Sacó un pañuelo del bolsillo y las limpió.
—Tras muchos años, décadas de investigación, descubrí un nuevo elemento en nuestro mundo. Un elemento que difícilmente encajaría en la tabla periódica que ustedes conocerán. —Hizo una pausa para colocarse las gafas—. Lo descubrimos un viejo colega y yo. Manejábamos conceptos de materia y antimateria, en la línea de lo que el señor Sydow ha explicado. Apuramos al máximo el límite aceptable de nuestras pruebas, hasta que rompimos una barrera, una barrera que resultó ser una brecha entre dimensiones, una puerta que permite pasar de un plano a otro de la realidad.
Dicho esto, el doctor Rosza volvió a sacar su pañuelo y se sonó la nariz.
Los tres amigos no supieron cómo reaccionar. Si alguno pensó en algo, se lo guardó para sí a la espera de ver si los otros dos tenían una mejor opción. Al final, fue Álex el primero en hablar.
—Ahora sí que parece un capítulo de La dimensión desconocida.
Sydow se limitó a sonreír.
—¿Cuántos universos existen, o planos, o lados del espejo? —preguntó Sara.
—No lo sabemos —respondió Rosza—. Tal vez sólo dos, como dos polos opuestos. Quizás infinitos.
—Es el mayor descubrimiento de la historia —dijo Sydow—. Aunque sólo hemos arañado la superficie. Por eso de momento nadie conoce nada al respecto.
—¿Nadie? —preguntó Ray.
—Nadie —respondió Sydow.
—¿Nada? —insistió Álex.
Y el magnate negó con la cabeza.
Los dos amigos se miraron y compartieron un escalofrío. Dado que aquella aventura se parecía más a cualquier película que hubieran visto que a la vida real que conocían, no era descabellado pensar en términos de ficción. Y cuando un personaje le cuenta a otro algo que nadie sabe… suele ser porque no espera que ese tipo pueda llegar a hablar jamás.
Y dadas las circunstancias, Ray prefirió afrontar la situación de cara.
—¿Por qué nos cuenta todo esto entonces?
—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Acaso vais a ir corriendo a vender el secreto a otra compañía, a contarlo a la prensa?
—No, usted sabe que no —dijo Sara.
—¡Claro que no! —prosiguió Sydow—. Porque sois buenos chicos y queréis volver a vuestra vida cotidiana, ¿no es cierto? Sólo vosotros podéis ayudarme a mí y sólo yo puedo ayudaros a vosotros.
—¿Qué hay de nuestros yo de este universo? —dijo Álex, mientras intentaba ponerse de lado en la camilla con ayuda de Sara.
—¿Cómo dices?
—Es cierto —dijo la chica—. Los tres hemos ido a nuestras casas, pero no nos hemos cruzado con nosotros mismos en este universo. Y en mi caso, por ejemplo, llegué a ver a mi padre, y fotos, y mi dormitorio… ¡Yo vivo en ese piso!
—Claro, por supuesto —respondió Sydow—. Doctor, por favor.
Rosza se pasó la mano por el cráneo mientras pensaba la respuesta.
—No puedo explicar demasiado al respecto de la convivencia de reflejos entre ambos universos porque, como ha dicho el señor Sydow, ha sido un descubrimiento reciente. Pero tras varias expediciones a vuestra realidad, y basándonos en las premisas teóricas que manejamos, es de suponer que, como en un espejo, todo debería ser exactamente paralelo. Si alguien se tira por una ventana en una realidad, esa misma persona morirá de alguna forma en esta otra. No sabemos definir aún los parámetros, pero todo debe suceder de forma similar.
—¡Pero si acaba de decirnos que la forma de ser, o de pensar, o lo que sea, es diferente! —interrumpió Álex, nervioso por no alcanzar a entender—. ¿Cómo se explica entonces que todo sea igual?
—Existen muchos caminos para llegar al mismo punto —dijo Sydow.
—Pero, entonces, ¿dónde están esos reflejos nuestros?
Rosza miró a los chicos y luego a Sydow. Pensó un momento una respuesta para una cuestión que no había tenido la ocasión de analizar a fondo.
—Es probable que hayan pasado de un lado al otro de la realidad sin ni siquiera darse cuenta, como el que va caminando y atraviesa una línea fronteriza que tan sólo está pintada en los mapas.
—¡Oh!, pobre papá —susurró Sara.
En aquel momento la chica recordó el desagradable episodio en el instituto, en el que sus agresivas compañeras la acusaban de haber atacado y golpeado a una de ellas. Sin duda la otra Sara debía de ser un reflejo con el que no convenía cruzarse.
—De acuerdo, ¿qué os parece acabar de una vez con esta locura? —dijo Sydow imprimiendo a sus palabras un tono de ilusión colegial.
—Es lo mejor que he escuchado desde ayer —respondió Álex.
—Lo suponía. Bien, pues es tan fácil como apretar un botón, ya lo sabéis. ¿Me dejáis ver la llave?
—¿La llave? —preguntó Ray.
—Sí, el aparato que encontrasteis.
Ray le mantuvo la mirada a Sydow hasta que la expresión de este comenzó a teñirse de preocupación. Vio cómo Ray se volvía para mirar a sus amigos.
—¿Dónde está, chicos?
—No está aquí —respondió Sara—. Lo deje en casa.
Sydow la miró y ladeó la sonrisa. A Sara no le hizo la menor gracia aquella expresión.
—Pues tendrás que ir a buscarlo —susurró.
—Señor Sydow —dijo Ray—. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Cuál es la aplicación de este descubrimiento? Quiero decir, ¿no cree que podría resultar caótico establecer un puente entre ambos universos?
—Quizás sí —respondió—. O tal vez sea la solución a muchos problemas. Ya os ha explicado el doctor que apenas nos hemos asomado al océano de posibilidades y descubrimientos que deparará este hallazgo. ¿Quién hubiera pensado, cuando se descubrió el átomo, que acabaría salvando millones de vida gracias a los adelantos científicos que permitió?
—También inspiró la bomba atómica —sugirió Ray, expresando en voz alta un pensamiento poco prudente.
Edward Sydow se reafirmó en el sitio y endureció el gesto. Le hizo una señal a Black y este avanzó hasta colocarse tras los chicos.
—Bien, muchachos. La clase de ciencias ha terminado. Vosotros queréis volver a casa y yo quiero mi prototipo. Iréis a buscarlo.
Álex se apoyó en el hombro de Sara para levantarse de la camilla.
—Vamos allá —dijo.
—Tú no —anunció Sydow—. Será mejor que nuestro equipo de médicos te vea esas fracturas. Irán ellos y les esperarás aquí.
—Pero usted no puede…
Ray dio un paso al frente para intentar convencer a Sydow, pero antes de poder acabar la frase o acercarse más, su pecho se estampó contra la mano firme de Black, que se movió con la agilidad de un bailarín y la contundencia de un carro de combate.
—Él os esperará aquí —repitió Sydow, recalcando bien cada palabra. Se hizo a un lado para poder mirar a Sara a los ojos—. Así que espero que recuerdes bien dónde guardaste mi juguete.