A un lado, una señal rectangular de latón, oxidada y con cuatro agujeros que parecían la firma de una escopeta, mostraba el mensaje «Prohibido el paso». Al otro, un carcomido tablón de madera advertía «Propiedad privada. No entrar». La verja, sin embargo, estaba abierta de par en par, con ambas hojas bien sujetas con toscos amarres a cada lado de la alambrada, como si los dueños temieran que algo o alguien pudiera cerrarlas de golpe.
No había nada en los alrededores. La nueva autopista quedaba atrás, a los pies de una escarpada colina, y la urbanización más próxima distaba al menos un par de kilómetros. El polígono industrial no estaba tan lejos, pero los domingos nadie iba por allí.
Los tres jóvenes observaban en silencio el terreno que se extendía más allá de la verja. Varios cientos de metros cuadrados de tierra baldía, con los cadáveres retorcidos de olivos resecos como única memoria de sus días fértiles.
El caserón aguardaba más allá, expectante.
Resultaba imponente aun desde la distancia, con sus dos plantas, sendos torreones a cada lado y al menos tres pabellones diferentes. La fachada tenía pocas ventanas, todas verticales, grandes y alargadas, que acentuaban la majestuosidad de la construcción; todas, salvo dos ojos de buey en la planta superior, que a la luz del atardecer parecían las cuencas vacías de un edificio que llevaba muerto casi tres décadas.
—Acojona un poco, ¿verdad? —dijo Alex señalando a las puertas de la verja.
—¿El qué? —preguntó Ray.
—Que dejen tan claro el mensaje de que no debes pasar y, al mismo tiempo, se aseguren de que tengas vía libre.
—Es como una trampa para ratones —bromeó Ray.
—Sí, ratones como nosotros —murmuró su amigo.
—Si alguien quiere echarse atrás, es el momento —dijo Sara con indiferencia, sin dejar de estudiar la zona, quizás preocupada porque alguno de los chicos le presentara inconvenientes más adelante.
—¿Lo dices por mí?
—No te preocupes por este —intervino Ray—. Alex se asusta con todas estas cosas, pero es precisamente eso lo que le gusta. Es un masoquista del terror. Cuanto más miedo tiene, más disfruta.
—¡Habló Indiana Jones! —respondió su amigo—. ¡No te digo el valiente…!
Sara se volvió hacia ellos mientras guardaba los prismáticos en la mochila.
—Bueno, parece que el sitio está definitivamente abandonado. Al menos desde aquí no se ven coches ni rastro de gente, aunque tendremos que acercarnos más para estar seguros antes de entrar.
—¡Sip! Esa es la regla número tres, confirmar que el edificio está realmente deshabitado.
—Esa es la número cuatro, Ray.
—¡La tres, inepto!
—¡Oídme! —La voz de Sara sonó tan autoritaria como la de cualquiera de sus madres—. Que os quede una cosa clara. Vamos a probar esta vez a entrar juntos, pero como me fastidiéis mucho con tonterías, se larga cada cual por su lado. Lo pilláis, ¿verdad?
—No te enfades, Sara, sólo bromeábamos —se disculpó Ray.
—Es cierto, perdona. Serios a partir de ahora.
Álex pasó la mano por su rostro para dejar al descubierto una mueca severa. A continuación sonrió.
—No te preocupes —insistió Ray, lanzándole un manotazo a su amigo—, confía en nosotros.
—Ya veremos —masculló la chica, intentando mantener a raya un amago de sonrisa.
—De acuerdo, grupo —dijo Ray mientras se colgaba la mochila—. Vamos allá.
Los tres amigos se internaron en la propiedad con la precaución que exigía un acto así. Una de las reglas de la exploración urbana era no ser visto en la incursión, una vez confirmado que el inmueble estaba deshabitado. Esa fue también una de las razones que les llevó a optar por coger el autobús, que paraba muy cerca de allí, en lugar de recurrir al coche, que tal vez podía llamar la atención de alguno de los vigilantes que hacían ronda por el polígono industrial.
El camino que conducía hasta la casa era lo suficientemente largo como para que el edificio fuese adquiriendo una presencia más angustiosa a medida que avanzaban. Aquello no hizo sino acentuar la curiosidad de Sara, cada vez más ansiosa por entrar y descubrir qué secretos encerraba. Para Ray, y sobre todo para Álex, «cinéfilos enfermizos», como los describía el padre del segundo, la imagen de la mansión, creciendo más y más a cada paso, no hacía sino traer a su memoria un sinfín de películas de terror y suspense protagonizadas por lúgubres edificios similares, desde La guarida del terror y Amityville a la imprescindible casa Bates de Psicosis.
Atardecía. Entre compromisos de última hora y la tardanza del autobús, se habían retrasado más de lo previsto en llegar allí aquella tarde, tanto que incluso se plantearon suspender el allanamiento. Al final optaron por continuar, aunque conscientes de que la noche podría sorprenderles dentro de la casa. Eso hacía la experiencia más peligrosa, aunque también más excitante, sobre todo para Ray y Alex.
Ante la entrada de la mansión había una gran fuente de piedra circular que, a modo de plaza, alguna vez sirvió para que los vehículos de motor o de tiro pudieran dar la vuelta al llegar y enfilar de nuevo el camino para cuando fuese el momento de marcharse. Hoy sobrevivía cubierta de musgo, hojas secas y excrementos de pájaros. Junto a ella se detuvieron los tres un instante. Era el momento de pasar la primera gran prueba para todo explorador urbano: encontrar una forma de entrar en el edificio sin forzar ninguna puerta o ventana.
Sara miró la pesada puerta de doble hoja, y se dijo que sería demasiado fácil que estuviera abierta. Observó las ventanas. Ningún cristal roto. Echó a andar sin más hacia la derecha de la casa.
—Yo iré por este lado, chicos —dijo—. Echad un vistazo por aquel otro. Si alguno ve algo, que dé un silbido.
—Hecho —respondió Ray, girando sobre sus talones.
—¿Te das cuenta? —dijo Alex, con una sonrisa orgullosa—. Jamás pensé que una chica me diría eso de «si me necesitas, silba».
—Ella no ha dicho eso, Alex.
—No, pero casi —murmuró, feliz, su amigo.
Sara meneó la cabeza mientras se alejaba. Sabía que Álex se refería a la frase de una peli antigua de Humphrey Bogart, pero el cine clásico no era su fuerte. Cuando se lo dijo así a los chicos días atrás, poco después de conocerlos, Álex le respondió: «No te preocupes, no puedes ser perfecta», y se ruborizó un poco a continuación. Sara aún no sabía si tomarse eso como un cumplido o como una soberana estupidez.
Le eran simpáticos aquellos dos chavales. Algo diferentes, para variar. Pero se preguntó si había sido buena idea ir juntos. Para ella, los allanamientos, como se denominaba en la jerga de los exploradores urbanos a la entrada en los edificios abandonados, eran algo realmente importante, una experiencia íntima, en ocasiones cargada de sentimientos. Por eso actuaba siempre sola, aunque las asociaciones de exploradores urbanos solían desaconsejarlo por los peligros que implicaba.
En cualquier caso, ya estaban allí.
—¿No se abre? —preguntó Álex.
—¡Nop!
Ray saltó de la pila de tablones mientras se sacudía las manos. Dedicó una última mirada a la ventana antes de seguir con el recorrido. Mientras caminaba se ajustó bien la gorra, marrón como su cazadora y sus botas de senderismo, ocultas por sus tejanos azules. Observaba con atención cada ventanal de ambas plantas, así como las sombras creadas entre las cajas, tablones y viejos cacharros amontonados contra la pared. Tal vez alguna de ellas escondiese un hueco por el que poder colarse.
Tras él, Álex caminaba como de costumbre más despreocupado, paseando su mirada por la casa y por los alrededores, dejando volar su imaginación para dar rienda suelta a las historias más disparatadas. De vez en cuando observaba la sobrecamisa verde que llevaba abierta dejando a la vista una camiseta negra. Cuando lo recogió en casa, Ray le había dicho que no creía que fuese vestido de una manera muy adecuada para la ocasión, aunque ya sabía que si había algo que no solía preocuparle a Álex era su indumentaria.
—¡Ese cristal sí que está roto! —exclamó Ray, dándole un manotazo en el pecho a su amigo.
—¡Augh! Macho, ten cuidado.
—Anda, ven aquí y ayúdame. A ver si podemos abrir la ventana.
—Cuidado, Ray, no te cortes.
El chico subió a una de las cajas apiladas con cautela, porque parecía inestable. Introdujo el brazo con mucho cuidado por un agujero en la parte inferior del vidrio, de un diámetro poco más grande que su puño. No le sería fácil maniobrar.
—¡Espera, Álex! No te acerques. No me fío un pelo de estas cajas, y como se vengan abajo me quedo sin brazo. Anda, Bogart, ve llamando a Sara mientras yo intento llegar… hasta… —Ray se inclinó más y más, hasta acabar con el rostro pegado contra el cristal polvoriento—. ¡Mierda, no llego!
Sara tardó sólo unos pocos segundos en aparecer por la esquina trasera de la casa, una vez escuchó el silbido de Álex. Como cabía esperar de él, se emocionó con sus funciones y siguió entonando una marcha militar escuchada en alguna peli de guerra, hasta que Ray le mandó callar.
—¿Qué hay, chicos? ¿Habéis encontrado algo?
—Esta ventana —dijo Ray.
—Pero no podemos abrirla —apuntó Álex.
—Llego a rozar el cierre —explicó el primero—, pero no alcanzo a girarlo. Tendremos que usar algo que nos ayude.
Sara se descolgó la mochila y se puso en cuclillas para rebuscar en ella. No tardó en erguirse al tiempo que extendía hacia Ray un martillo de cabeza fina.
—Prueba con esto.
—¡Fantástico! —dijo Álex.
Ray logró enganchar el cierre con la cabeza del martillo tras sólo un par de intentos, y una vez abierta la ventana, los chicos auparon a Sara para que fuese la primera en entrar. ¡Cualquiera se le adelantaba! Se tomó su tiempo para observar la estancia antes de animar a sus compañeros a que la siguieran.
Desde fuera, ellos no le quitaban ojo de encima. Ninguno lo mencionó, pero a ambos les gustaba compartir aventura con una chica tan lanzada. Era, además, la que iba mejor pertrechada, con unos pantalones y una cazadora azul oscuro, llenos de bolsillos, que sin ser de apariencia militar, sí parecían el uniforme perfecto para ese tipo de experiencias. Ambos habían pensado también que les gustaba el corte con el que llevaba su cabello moreno, lacio y con el volumen justo, enmarcando toda su cara desde la barbilla hasta detrás de las orejas. Era como una cortina que se plegaba y desplegaba, brillante, cada vez que movía la cabeza.
Y mientras los dos amigos pensaban en ella, Sara ordenaba en su mente los detalles de aquella habitación, concluyendo que en su día debió de ser una sala de estar para bastante gente. Había muebles destartalados en las paredes, al menos tres sofás y algunos sillones individuales, o lo que quedaba de ellos, además de un par de largas mesas desvencijadas, sillas y apenas la estructura de un gran aparador. Todos estaban inservibles, desgastados por el paso de los años y los roedores. También había algún cuadro cubierto de telarañas colgado de la pared y un par más descansaban en el suelo. Sara observó rastros evidentes de la visita habitual a la casa de palomas o algún otro tipo de ave que dejaba sus huellas en el polvo y restos de plumas por todas partes.
Decidieron recorrer todo el lugar antes de detenerse con más calma a estudiar cada habitación. Sara suspiró con alivio al comprobar que los vándalos y okupas de costumbre no habían pasado por allí, maltratando el lugar con sus grafitis, sus restos de comida y ese desprecio por el pasado con el que alteraban el recuerdo natural de lugares como ese.
Se asomaron a la sala que se abría a su izquierda y descubrieron la cocina, grande y toda alicatada de blanco. Parecía más propia de un colegio o un hospital.
—Desde luego no era la casa de un soltero —bromeó Alex.
—Aquí vivía una veintena de personas —explicó Ray—. Tal vez antes no fuese así, originalmente, quiero decir.
Satisfecha por el momento su curiosidad, Sara salió de la cocina en dirección a la entrada principal, presidida por una gran escalinata con un robusto pasamanos decorativo.
—¿Qué tal si nos cuentas algo de lo que has averiguado sobre la casa? —le dijo la chica a Ray al pasar junto a él.
—Faltaría más. —Se descolgó la mochila y tomó una pequeña libreta, de la que fue leyendo datos mientras caminaba—. La Hacienda de San Clemente se construyó en la primera mitad del siglo XIX. Perteneció a una familia adinerada que llegó a la ciudad no se sabe bien de dónde ni por qué razón. Estuvieron sobreviviendo con la explotación de estas tierras y otros negocios familiares, hasta que a comienzos del siglo XX se les acabó la buena racha.
—Se quedaron sin un pavo —interrumpió Álex.
—Básicamente, eso es —prosiguió Ray—. Y como lo único que les quedaba de valor era la casa, la alquilaron a una orden religiosa que estableció aquí un sanatorio mental.
—Un manicomio, ¡estupendo! Así que ya sabéis, preparaos para cuando aparezcan los espíritus atormentados de los locos.
—¡Álex, por favor!
—Perdona, Sara.
La chica miró fijamente la escalinata ante ellos. La luz que filtraban las ventanas, tamizada por la suciedad de los cristales y los visillos polvorientos que aún pendían tras algunas de ellas, dotaba a la espaciosa entrada de una tonalidad amarillenta, mortecina. Lo que suponía que no faltaba mucho tiempo antes de que el ocaso en el exterior se tradujera en una peligrosa semioscuridad allá adentro.
Sara observó los dos pasillos en los que se bifurcaba la boca superior de la escalera.
Pero antes de aventurarse en esa dirección decidió volver atrás, rodeando la escalinata. Si no recordaba mal, habían pasado por alto una puerta bajo su estructura.
—Pero, Ray —dijo mientras avanzaba sin dejar de mirar los cuadros, papeles por el suelo y demás vestigios a su alrededor—, esto no tiene pinta de haber sido un hospital mental.
—Es que no lo era —dijo el chico, lanzando una mirada reprobatoria a su amigo por haberlo interrumpido antes—. Iba a explicaros que se trataba de un sanatorio muy exclusivo, para miembros de familias adineradas que no querían pasar por la vergüenza y las molestias de convivir con un hijo o una mujer perturbados, pero tampoco querían arriesgarse a encerrarlos en un manicomio y que alguien lo descubriese. Aquí estaba todo muy controlado, para eso pagaban un dineral. Y si por casualidad alguien lo descubría, siempre podía pasar por ser una mera casa de salud.
—Qué gente tan despreciable —murmuró Sara, mientras probaba a girar el pomo de la puerta que quedaba justo bajo la estructura de las escaleras, en el lateral derecho.
La cerradura se resistió un poco, pero empezó a ceder. No había llave echada, pero tras décadas sin moverse, parecía que los goznes se habían vuelto perezosos.
—Deja que te ayude —dijo Ray, tomando el extremo superior de la puerta.
—Vale, vale —anunció Sara—. Es suficiente. Puedo entrar por ese hueco. Dame la linterna, Ray, por favor.
El chico la localizó rápidamente en una red lateral de la mochila. La cogió y comprobó que funcionaba.
—Toma.
Al entregársela, echó una ojeada al interior del cubículo. Estaba completamente a oscuras. La escasa luz de aquel rincón de la casa apenas permitía otear unos pocos centímetros.
—No te vayas a dar contra la pared —dijo Álex— porque eso tiene toda la pinta de ser un armario.
—¿Para qué te crees que quiero esto?
Sara dijo esas últimas palabras al tiempo que volvía la cabeza hacia atrás, para responder a la broma de Álex con mayor contundencia. Entonces encendió sin mayor atención la linterna, apuntando con ella hacia el inexplorado techo de aquel lugar.
Un ruido ensordecedor se apoderó en cuestión de segundos de toda la casa. Un ruido desagradable, desconcertante, que ponía los pelos de punta. Decenas de murciélagos de horrible expresión comenzaron a batir sus alas para lanzarse en vuelo desesperado hacia el foco de claridad abierto por los tres chicos.
—¡Tapaos la cara! —gritó Álex—. ¡Cuidado con los ojos!
—¡Agáchate, Sara! —dijo Ray, tirando de la mochila de su compañera.
—¡Sí, al suelo todos, dejadles sitio y desaparecerán! —respondió ella.
—¡No debí dejarme en casa el maldito crucifijo! —bromeó Álex.
Los tres, la cabeza oculta entre los brazos, avanzaron poco a poco hasta reunirse y formar juntos una piña en el suelo.
Notaban cómo aquellos seres los rozaban al pasar. Era más desagradable de lo que ninguno hubiera imaginado. Apretaban los dientes y confiaban en que no les arañasen o mordiesen. Desde luego era peor que verlo en las películas.
El silencio volvió a adueñarse del caserón en pocos segundos.
Los chicos tardaron algo más en reaccionar.
—¿Estáis bien? —preguntó Ray, levantándose poco a poco—. ¿Sara?
—Sí, bien.
—¿Álex?
Sara se puso en pie, aún ante aquella puerta que se abría a la oscuridad, pero Álex permanecía en el suelo, en cuclillas, con la cabeza resguardada entre los brazos. Ray se agachó y suavizó el tono de su voz.
—¡Eh, amigo! ¿Estás bien? Vamos, ya pasó.
Poco a poco, Álex levantó la cabeza y Ray pudo ver el pánico en su expresión.
—Lo… lo siento.
—¡Tranquilo! Venga, arriba. Dos episodios más como este y tendrás material para un corto cojonudo, ¿no crees?
—Desde luego.
Mientras ayudaba a su amigo a levantarse, Ray se volvió hacia Sara. Ella esperaba ese gesto. Estaba un poco preocupada tras ver que Álex se había asustado de verdad. Quiso hablar, pero Ray se adelantó a sus pensamientos y le lanzó un guiño, seguido de una mueca para que obviase lo ocurrido. Conocía a Álex y sabía que se repondría enseguida.
—Está bien —dijo Sara, agarrándose al quicio de la puerta—, ahora sí que podemos estar seguros de que no queda nada aquí dentro así que…
Su frase se ahogó con el primer paso que dio, una vez franqueado el umbral. Apenas medio metro hacia el interior, el suelo desaparecía por completo. Por suerte, Ray estaba a su lado y sus reflejos seguían alerta tras el episodio de los murciélagos.
Acertó a agarrar la mochila de Sara cuando la chica ya se encontraba con ambos pies en el aire.
—¡Álex, corre! —gritó Ray.
Pensó en soltar una mano de la mochila, que se le estaba escurriendo, para agarrar mejor a Sara. Pero si fallaba y no era lo bastante rápido, podría precipitar a la chica hacia un destino incierto bajo sus pies.
Por su parte, Sara no dejaba de mover las piernas y los brazos como un pelele, cada vez con más angustia, tratando de encontrar algún punto de apoyo.
—¡Si no dejas de agitarte así se romperán las correas! —advirtió Ray.
—Déjala caer poco a poco —dijo Álex.
—¡No es momento de bromas! —gritó la chica.
—¡Lo digo en serio! —insistió Álex, agachado y extendiendo sus brazos para agarrar a Sara del cinturón—. Ve bajándola, Ray, para que pueda sentarse en el borde.
Así lo hicieron, y resultó.
Los tres crearon un coro de jadeos suaves pero agitados.
—Esta visita está resultando excesiva para mi gusto —bromeó Álex—. Creo que esta chica es demasiado para nosotros.
Ayudó a Ray a ponerse en pie y entre los dos auparon a Sara, cuidando de que no volviese a precipitarse hacia la oscuridad. A continuación, se volvieron hacia el lúgubre vacío que se extendía a sus pies.
—Enfoca allá abajo —dijo Ray.
Sara siguió la indicación, y los tres observaron en el sótano los restos del derrumbe de lo que debió ser el suelo de aquel armario trastero. Travesaños de madera, vigas y ladrillos, amontonados entre numerosos cristales rotos. Aún intacto, a un lado, había un mueble cubierto de polvo con botellas vacías. Probablemente otro similar sucumbió bajo el desplome.
—Hubiese sido una caída muy fea —dijo Álex.
—¡No me digas! —respondió Sara.
La chica se giro, miró a Álex y sonrió.
—Por cierto, gracias —le dijo.
—No hay de qué. Para eso estamos.
—Ya —dijo ella—, eso es lo bueno, que estabas ahí y tuviste la idea de…
—Eh, perdonad que rompa el interludio pasteloso —intervino Ray—, pero ¿te importaría volver a dirigir la linterna más a la derecha?
Sara le lanzó una dura mirada por su comentario y dedicó otra rápida sonrisa a Álex para zanjar el agradecimiento.
—¿Hacia dónde exactamente, señor Agradable?
—Más hacia allá, justo en el extremo de esos maderos —explicó Ray, señalando con el dedo—. ¡Allí! ¿No lo veis?
—Lo que veo es que te vas a caer si te inclinas un poco más —advirtió Álex—, y deberías saber que no creo que pueda contigo.
—Lo digo en serio, ¡mirad!
—¿Qué tenemos que ver? —preguntó Sara.
—¡Una mano!
—¡No jodas! —exclamó Álex.
Este se apresuró a asomarse, empujando con su movimiento a Sara, que no pudo evitar a su vez golpear a Ray. El pie derecho del chico resbaló ante el salto de tres metros largos que había hasta los restos del derrumbe, en el suelo del sótano.
—¡Pero qué hacéis! —gritó Ray—. ¡Decídmelo y ya me tiro yo!
—¡Es verdad, eso es un brazo! Un antiguo manicomio y un cadáver —ironizó Alex—. El plan ideal para cualquier miedica orgulloso de serlo.
—Vamos a tranquilizarnos, chicos, por favor —dijo Sara—. Para empezar, retrocedamos con cuidado y salgamos de este dichoso armario.
Volvieron a la entrada, a los pies de la escalinata. Ray y Álex se sacudieron las manchas de polvo que descubrieron en sus ropas los últimos destellos de luz que se colaban por las ventanas.
—¡Qué bien, y encima de noche! —dijo Álex.
—No te entiendo —dijo Sara—. Si pasas tanto miedo, ¿por qué te has convertido en explorador urbano?
—Porque si se queda en casa se dedica a ver El exorcista y cosas así, y lo pasa peor.
Álex respondió al certero comentario de su amigo con un gesto de resignación, mientras se quitaba sus gafas de pasta negra para limpiarlas.
—De acuerdo, bajemos a echar un vistazo —dijo la chica.
—¡Eh, un momento, Lara Croft! —Ray la detuvo agarrándola de la mochila—. Si lo de ahí abajo es lo que pensamos, habría que llamar a la policía, ¿no crees?
—O a un arqueólogo —respondió ella.
—¿Cómo?
—Pues que desde esta altura y con tantos escombros no se ve bien. Igual son restos de un cadáver que lleva ahí desde… ¿cuándo se cerró este sitio?
—En los años sesenta —respondió Ray—. La orden religiosa decidió liquidar el negocio y la casa siguió perteneciendo a la misma familia, pero como vivían fuera de la ciudad, se olvidaron de ella. —El chico consultó su libreta en busca de un dato que no recordaba bien—. Eso es, fue a comienzos de los ochenta cuando cambiaron la titularidad de las tierras y la casa, pero según los periódicos de la época fue todo una mera maniobra para intentar que se declarase la casa como edificio histórico y cobrar así un buen pellizco para su mantenimiento. Y fijaos qué bien invertido —dijo, señalando a su alrededor el estado ruinoso del lugar—. Histórica parece, desde luego.
—Bueno, ¿pero qué tiene que ver eso con un muerto? —preguntó Álex, ya algo nervioso por la gravedad de la situación.
—Pues que si los dueños de este sitio no pasan por aquí desde hace décadas, a saber desde cuando está aquí ese cadáver.
Ray pensó un instante y meneó la cabeza.
—¡Pues más a mi favor! Además, no seamos ingenuos —dijo—. ¿Acaso no habéis oído hablar de eso que llaman asesinato? Y no suelen hacerlo en medio de la calle, sino en lugares donde nadie vea el crimen. Por ejemplo, casas abandonadas.
—Estoy contigo en eso, Ray.
—Gracias, Álex.
—Lo que ya no es tan habitual es lo de asesinar a alguien a base de saltar sobre el techo para que le caiga encima —dijo la chica—. Vamos, me parece a mí.
Ray se volvió hacia su amigo y se limitó a mirarlo. Sara tenía razón, pero el sarcasmo le fastidiaba.
—Bueno, se hace de noche y estamos perdiendo el tiempo —concluyó ella—. Yo quiero saber algo más de lo ocurrido en este lugar, así que voy a bajar.
—Pues vamos allá —dijo Álex—. Tú también, Ray. Que ya sabes: anocheciendo, un viejo caserón, un cadáver… Quedarse solo es diñarla seguro.
Los tres se pusieron entonces a buscar el acceso al sótano, que no imaginaron demasiado lejos. Repasaron toda la planta baja, pero lo único que encontraron de interés para la causa fueron dos puertas cerradas, una en la cocina y otra bajo la escalinata principal, al lado opuesto del armario.
—Una de las dos esconde la escalera hacia el sótano —dijo Álex, fingiendo la voz—. ¿Cuál escogerán nuestros invitados de esta noche?
—Sea la que sea, está cerrada —aclaró Sara—. Y ya conocéis las reglas. Nada de forzar ningún acceso.
—Pero creo que este es un caso de fuerza mayor —dijo Ray—. Tenemos un cadáver ahí abajo.
—Muy bien, McGyver, adelante —dijo la chica echándose a un lado y dejándole paso franco hacia la puerta cerrada que había en la cocina—. No tengo horquillas, pero igual te apañas con un clip.
—¡Vale! —asintió Ray, reconociendo su incapacidad para forzar una cerradura—. ¿Qué hacemos entonces?
—Al menos un acceso al sótano sí que está abierto —dijo Sara, aunque no del todo convencida de lo que conllevaba su respuesta.
Los tres se volvieron entonces hacia el armario trastero.
De nada sirvió que intentaran convencer a Sara de que no era una buena alternativa, que el suelo podría seguir desmoronándose. Tampoco consiguieron que aceptase que fuese uno de ellos dos quien bajara. La chica preparó la cuerda y coordinó a Ray y Álex (según había aprendido un par de veranos atrás en un campamento de montañismo) para que la ayudaran a bajar. Después de todo, no eran más que unos pocos metros.
Ray se colocó ante la boca del agujero y se pasó la cuerda alrededor de la cintura. Tras él, Álex tomó el otro extremo del cabo. Sara encontró en la mochila de Ray, entre su equipo, un par de guantes que le facilitaron el descenso.
—¡Listo! —gritó al llegar abajo.
Al posar sus pies en el suelo, la chica apenas prestó atención al cadáver, su objetivo principal era dar con la puerta e intentar abrirla para permitir el paso a sus compañeros. Tras un rápido vistazo localizó un acceso en lo alto de una escalera poco fiable. Lo colocó en el mapa de la planta baja que había trazado en su cabeza.
—¡La cocina! —gritó—. ¡Es la puerta de la cocina! Intentaré abrirla.
—¡Vamos para allá! —respondió Ray.
—¡Ten cuidado ahí abajo! —dijo Álex, soltando la cuerda.
La puerta, por suerte, tenía cierre por dentro, por lo que Sara pudo abrirla sin complicaciones. Lo que ya no tenía tan claro era que aquella escalera carcomida aguantase bien el trasiego de subidas y bajadas. Estaba en muy mal estado y crujía en exceso al pisar algunos peldaños.
—Bueno —dijo Álex, cuando los tres estuvieron reunidos alrededor del cadáver—. Pues ya estamos con nuestro muerto.
El brazo que sobresalía de los escombros dejaba al descubierto una cazadora azul marino sobre una camisa de similar tonalidad. Llevaba un reloj digital que parecía bastante actual. No había más detalles a la vista.
—No será fácil remover esos escombros —dijo Ray, señalando los restos que una vez fueron el techo del sótano y que ahora cubrían al cadáver.
—Está claro que este hombre lleva muerto muy poco tiempo —observó Álex, sin asomo alguno de humor en su voz—. Esa mano tiene mejor color de piel que yo mismo.
Sara se agachó y tomó la palma entre las suyas. Ray y Álex se miraron entre ellos, sorprendidos por aquel arrojo.
—No entiendo de estas cosas —dijo Sara—, pero desde luego no está frío. Diría que su temperatura es casi normal. Déjame tu mano Álex.
Pero el chico la apartó rápidamente.
—¿Estás loca? Lávate primero las tuyas.
Los tres sonrieron, y Ray le dio una palmada a su amigo agradeciéndole que ayudase a relajar la tensión.
—¿Y qué me decís de esto? —dijo Álex al agacharse.
Se incorporó con un pequeño artefacto en las manos. Era de color negro, ligeramente alargado, con aspecto de teléfono móvil o de mando a distancia, un poco más voluminoso. Carecía de pantalla. Sólo tenía media docena de botones, sin ninguna leyenda, dispuestos todos en círculo alrededor de un botón central.
Los tres barajaron posibles respuestas en sus cabezas durante un rato, y Sara fue la primera en hablar.
—No tiene marca.
—¿Cómo dices? —preguntó Álex.
—Es verdad —dijo Ray, y cogió la mano de su amigo para girarla y poder ver la parte de atrás del aparato—. No tiene marca. Parece demasiado simple para ser un dispositivo de comunicación y demasiado complejo para ser el mando que accione una puerta o algo así.
—Bueno, sea lo que sea pertenecía al difunto —dijo Sara.
—Y eso lo sabemos por… —planteó Álex, levantando una ceja a la espera de la explicación.
—Por la ausencia de suciedad —respondió Ray. Miró a Sara y esta asintió para darle la razón—. Apenas tiene polvo, probablemente el levantado con el desplome del techo.
—Se lo daremos a policía y que ellos se ocupen —dijo Sara.
—Sí, y cuanto antes lo hagamos, mejor.
—A lo mejor este tipo era un superhéroe y este, el mando de su bat-cueva —bromeó Álex—. Probemos.
No ocurrió nada en los primeros segundos que siguieron a la activación del dispositivo; apenas fueron dos, quizá tres. A continuación, un delgada línea de luz surgió del aparto, extendiéndose un par de metros. La luz comenzó a desplegarse poco a poco hacia ambos lados, en un abanico de claridad cada vez más potente dentro del que quedaron los tres amigos.
—¿Qué has hecho, Álex? —exclamó Ray.
—¡Lo siento!
Sara fue a decir algo pero entonces, al cerrarse el círculo de luz en torno a ellos, un destello lo iluminó todo.
Sintieron una gran presión. Creían que les iba a estallar la cabeza. Los tres se cubrían las sienes con sus manos para intentar aplacar el horrible dolor.
La luz era cegadora.
Y entonces empezaron a caer.
No dejaban de gritar. Y agitaban los brazos. A veces, sus movimientos tapaban el intenso origen de la luz y lograban ver aún el sótano a su alrededor, tan quieto como un tren en la estación. Sin embargo, ellos caían, o eso era lo que les parecía. Era como en esos sueños donde crees que te precipitas al vacío sin remedio.
Se movían vertiginosamente en un plano que ninguno alcanzaba a comprender, ni siquiera a imaginar.
Era una sensación demasiado real. Una sensación aterradora.
—¡Suéltalo, Álex! —gritó Ray.
—¿Qué?
—¡Suéltalo! —repitió Sara.
Álex ni siquiera había sido consciente de que aún tenía aquel aparato en la mano.
Siguió las indicaciones de sus amigos, pero el dispositivo seguía funcionando incluso en el suelo.
Poco a poco los tres comenzaron a acercarse. Se agarraron fuerte de los brazos para unirse en un círculo. Y así, juntos, siguieron cayendo hasta que la luz lo bañó todo sin remedio.
Hasta que los alcanzó la oscuridad y cayeron desplomados sin sentido.
El sótano volvió a la normalidad, con el silencio atronador que selló los gritos de los chicos.
No tardarían en despertar para descubrir que nada había cambiado a su alrededor, aunque en realidad, ahora todo sería diferente.
El cadáver había desaparecido.