Puerto del Hambre, Patagonia
1 de agosto de 1828
Un viento helado enfiló el estrecho de Magallanes desde el oeste, y a su paso fue aporreando las paredes del acantilado y batiendo las rocas impetuosamente. Tras recorrer trece mil millas de océano abierto, buscaba con furia los glaciares en que había nacido. Mientras la sucia luz de las últimas horas de la mañana anunciaba el crepúsculo de un breve día del sur, el viento se precipitó por el estrecho en York Road, antes de girar a la izquierda a toda velocidad e irrumpir en la bahía del Puerto del Hambre. Dando rápidos bandazos mientras buscaba un blanco, eligió la figura solitaria y arrodillada del capitán Pringle Stokes, a quien zarandeó de mala manera y tiró de la ropa y la rala melena. Traspasó el empapado abrigo de lana; al capitán se le puso la piel de gallina y se le congeló la sangre en las venas.
Se estremeció. «Estoy tan flaco —pensó con amargura—, que casi puedo sentir cómo mis omóplatos se tocan entre sí». Al cambiar el peso de pierna, una nueva ráfaga furiosa estuvo a punto de tirarlo al suelo. Las rodillas entrechocaron en la fría gravilla. La vaina de gala, el distintivo de su rango, arañó inútilmente las suaves piedras. En un insignificante e inútil acto de vanidad, intentó colocar los mechones húmedos en su sitio, pero el viento los agarró de nuevo y los apartó a un lado con desdén. «Este lugar —pensó—. Este lugar constituye toda mi proeza. Este lugar es todo lo que significo. Este lugar es todo lo que soy».
Un poco más abajo en la playa, Bennet y sus hombres, calados de cintura para abajo, se encontraban todavía afanados en empujar el cúter a tierra; unas hormigas ocupadas en sus tareas irrelevantes al servicio de un monarca indiferente que se hallaba a medio mundo de distancia. «Maldita Su Majestad —pensó Stokes—, y maldito el gobierno de Su Majestad», por culpa de quienes ahora se encontraban abandonados a su suerte en ese lugar espantoso. Mientras los observaba, le pareció que las figuras encorvadas y hoscas estaban ganando su minúscula batalla. Probablemente estarían preguntándose adónde había ido su capitán. Había aprendido que la curiosidad era una de las pocas emociones que el aburrimiento no podía matar. En cuanto Bennet tuviera bien amarrado el bote, subirían por la playa de guijarros en su busca. No le quedaba mucho tiempo.
Había concebido su plan semanas atrás, pero lo llevaría a cabo ese mismo día. ¿Por qué ese día? Aquella costa no se diferenciaba en nada de cualquier otra. Era igual de horripilante que las demás. Y precisamente por eso aquél era el día apropiado. Se había dado cuenta de ello, de pronto, al bajar del barco. «Hoy es el día».
Stokes alzó la vista hacia el cielo, como si quisiera infundirse ánimos. Como siempre, su mirada se topó con una inaccesible pared de roca negra envuelta en una neblina plomiza. En algún lugar por encima de su cabeza, oculto, estaba el espolón coronado de nieve de Point St. Ann, bautizado así por uno de sus predecesores —Carteret, o tal vez Byron— en un intento de conferir al lugar una familiaridad espiritual, la sensación de la proximidad de Dios. Aunque si Dios había abandonado alguna vez un lugar, sin duda era ése. El escarpado hayedo sobre la línea de la costa permanecía en silencio. No había animales que se asustaran al oír pasos inesperados, ni pájaros que remontaran el vuelo, ni siquiera insectos. En el lugar reinaba una profunda desolación. Él y los hombres a su mando estaban completamente solos.
El único hombre con el que la ética naval le permitía conversar, ese cretino del comandante King, estaba por lo menos a un par de millas de distancia, otro miserable punto en medio de la nada. King había pasado el invierno recorriendo la costa este de cabo a rabo en el Adventure. Al menos allí el sol brillaba alguna vez. En cambio, él se hallaba en un lugar donde sin duda «el alma de un hombre muere dentro de él». Pues si ni siquiera el espigón de St. Ann era capaz de horadar la claustrofóbica capa de nubes, ¿qué posibilidades tenían los seres humanos de vivir y hasta de respirar en esos confines? Maldito King, y maldito también Otway, ese payaso gordinflón.
Había llegado el momento. Con dedos helados, débiles y descarnados tras largos meses de escasez, empuñó una de las dos pistolas que colgaban de su cinturón. Habían sido cargadas a bordo, por supuesto, antes de realizar cualquier incursión en la costa, siguiendo las órdenes del Almirantazgo. Ni siquiera podía cagar sin obedecer al pie de la letra las órdenes del dichoso Almirantazgo. Se preguntó si a sus superiores les afectaría su acción, si se quedarían impresionados en secreto o se sentirían ofendidos. ¿O ya los habían olvidado, a él y a sus hombres, junto con sus fútiles esfuerzos destinados a perderse para siempre en el libro mayor de algún funcionario mediocre y tísico del Almirantazgo?
La pistola pesaba mucho, y por primera vez ese día sintió los nervios a flor de piel. Temblando, buscó durante un momento un reflejo reconfortante en el bronce del cañón, pero aun el pálido brillo le negó ese consuelo. En lugar de eso sólo le ofreció un reflejo del pasado, de una tarde soleada de septiembre a ocho mil millas de distancia, en que se encontraba a las puertas de la armería Forsyth, en Leicester Street, número 8. Ese día, el arma que sostenía en la mano brillaba en todo su esplendor, y le hablaba de viajes al extranjero y de un apasionante porvenir, antes de que el camino de su vida se estrechara y lo dejara tirado en la cuneta. El dependiente había salido a la calle para enseñarle el revolucionario sistema de percusión de cápsula fulminante. Al fingir que apuntaba con (debía admitirlo) un toque de teatralidad, el elegante y joven capitán atrajo las miradas admirativas de los transeúntes, o por lo menos eso le pareció. ¿De qué le valían ahora esas atenciones? Aquella arma era el doble de fiable que la pistola de chispa, según había dicho el dependiente de la armería. Bueno, pues ahora necesitaría esa fiabilidad.
Stokes respiró hondo, apoyó con cuidado el cañón en sus incisivos y rodeó el gatillo con un dedo esquelético. Los labios, de pronto resecos, se cerraron dolorosamente en torno al metal helado. Un escalofrío de miedo le recorrió las entrañas. Otra ráfaga de viento le tiró burlona del pelo, retándolo a que siguiera adelante. Tenía que hacerlo, sin duda, si era hombre. Dar marcha atrás ahora sería el colmo del fracaso. «Así que hazlo. Hazlo ya». Le tembló la mano. Tres. Dos. Uno. Ya.
Stokes nunca sabría por qué razón la mano se le desvió de golpe: si es que cambió de idea en el último instante o sufrió un ataque de pánico. Un segundo antes de que la pólvora explotara y la bola de metal le destrozara el paladar, la mano empujó el cañón a un lado.
Y de repente el viento dejó de soplar. El ruido de las olas que golpeaban la piedra cesó. Las nubes se dispersaron, y la brutal crudeza del invierno de la Patagonia se esfumó y fue reemplazada por la más pura e intensa agonía. Entonces, en algún lugar remoto de su cerebro, fue tomando forma un pensamiento: que si podía sentir ese dolor con una nitidez deslumbrante y ser consciente de ello, es que aún estaba vivo.