Robert FitzRoy fue enterrado en All Saints Church de Upper Norwood el 6 de mayo de 1865. La nota de su suicidio apareció en los periódicos, pero resultó en gran parte eclipsada por la noticia del asesinato de Abraham Lincoln. El funeral fue una ceremonia íntima y familiar. Todos los oficiales del Beagle que aún estaban vivos, con quienes (a excepción de Sulivan) FitzRoy había perdido el contacto hacía mucho tiempo, escribieron al Departamento de Comercio y Exportación para poder asistir al sepelio, pero como el departamento había cerrado, lamentablemente sus cartas quedaron sin respuesta. Sin embargo, Sulivan y Babington fueron por casualidad al departamento el día previo al funeral para buscar sus papeles, y se encontraron con los hermanos de María FitzRoy, que habían ido a recoger las pertenencias del difunto. De ese modo ambos consiguieron una invitación de última hora para asistir al funeral y viajaron a Norwood al día siguiente. Más tarde, Sulivan escribió una carta a Darwin en la que le contó cómo la desconsolada María FitzRoy se había desmayado en el cementerio. Todos los antiguos miembros de la tripulación se sentían unidos por el dolor; el pesar expresado por Darwin, aunque sin duda sincero, era sensiblemente más discreto.
Se supo que Robert FitzRoy estaba en la ruina. Había gastado toda su fortuna, más de seis mil libras (el equivalente a unas cuatrocientas mil libras de hoy día), en costear el erario público en provecho ajeno. Cuando esa información salió a la luz, Sulivan creó la Fundación de Homenaje al Almirante FitzRoy (Admiral FitzRoy Testimonial Fund), para sacar a María y Laura de la indigencia, y consiguió convencer al gobierno para que les devolviera tres mil libras del dinero que FitzRoy había gastado. Darwin contribuyó con cien libras más. La reina Victoria, quizá en agradecimiento por todos los pronósticos meteorológicos privados de que había disfrutado en el pasado, le cedió a María FitzRoy un apartamento para su uso y disfrute en el Hampton Court Palace. Allí falleció serenamente en diciembre de 1889.
Después de la muerte de FitzRoy, destruyeron sus aparatos de aviso de tormenta y de pronóstico del tiempo. Se almacenaron los conos y cilindros de precaución, y se cortaron los hilos telegráficos. A pesar de que María FitzRoy escribió una carta de protesta para expresar su angustia e indignación, el parlamentario Augustus Smith poco más o menos se regodeó de la muerte de FitzRoy en la Cámara de los Comunes. Justo cuando otros países europeos y Estados Unidos empezaban a tomarse en serio el pronóstico del tiempo, la presión política ejercida por personas preocupadas únicamente por sus beneficios económicos condenó la ciencia de la meteorología en Gran Bretaña, el país de su nacimiento, como si se tratara de un disparate. Sin embargo, los dueños de las flotas pesqueras no habían contado con los marineros y pescadores, que consideraban a FitzRoy como un héroe. Las protestas por el desmantelamiento de su sistema de aviso de temporales fueron tales que dos años más tarde, en 1867, la red de FitzRoy se reinstaló. Una década después volvieron a hacerse pronósticos diarios del tiempo.
En cuestiones meteorológicas, FitzRoy fue un hombre insólitamente adelantado a su tiempo. Incluso hoy, la relación que estableció entre las manchas solares y las condiciones meteorológicas sigue siendo, en general, menospreciada por la Oficina Meteorológica Británica. En la actualidad, con toda la tecnología de satélites que tienen a su disposición, nuestros meteorólogos oficiales consiguen acertar el 71 por ciento de los pronósticos de lluvia de las próximas veinticuatro horas: pero la compañía privada Weather Action, propiedad de Piers Corbyn, que utiliza la actividad de las manchas solares como base de los pronósticos, consigue acertar a largo plazo en un 85 por ciento.
Aparte de inventar el pronóstico del tiempo, la contribución de Robert FitzRoy a la historia marítima fue considerable. Sus cartas de navegación de la Patagonia, Chile, las Malvinas y Tierra del Fuego eran tan exactas que han seguido utilizándose hasta hace bien poco: sólo la fotografía aérea ha conseguido mejorar su extraordinaria precisión. Sin duda FitzRoy salvó cientos de vidas, si no miles. Introdujo el sistema de titulación para los oficiales de barcos. Fue pionero en la utilización del pararrayos y la escala Beaufort. Introdujo los términos port (en vez de lardboard, «babor») y dinghy (en vez de jolly-boat, «bote») en el vocabulario de uso de la Marina inglesa. Pero quizá su mayor logro lo constituyeron las hazañas individuales de todos aquellos que navegaron con él en el Beagle. Nunca, ni antes ni después, se ha reunido tanto talento en un solo lugar; nunca se ha llevado a término una misión con tanta devoción. David Stanbury elaboró una lista de las elevadas posiciones que ocuparían los oficiales del Beagle posteriormente, incluidos FitzRoy y Darwin:
Nada menos que cinco oficiales del Beagle alcanzaron el rango de almirante; dos se convirtieron en capitán del Beagle; dos fueron socios de la Real Sociedad. Hubo dos que llegarían a ser gobernador general de Nueva Zelanda y Queensland; un miembro del Parlamento; dos directores del Departamento de Comercio y Exportación y de la Oficina Meteorológica; dos artistas que alcanzaron una fama considerable en su país de adopción; tres doctores; secretarios de la Sociedad Geológica y de la Real Sociedad Geográfica; un inspector de guardacostas; un magnate australiano; un fundador de la colonia británica de las islas Malvinas; seis topógrafos profesionales de alto nivel; cuatro botánicos de suficiente prestigio como para estar a la altura de Hooker en Kew; cinco activos coleccionistas cuyos especímenes serían descritos con entusiasmo por la Sociedad Zoológica y el Museo de Historia Natural; uno de los fundadores de la ciencia de la meteorología; y el autor de El origen de la especies.
Se trata de una lista extraordinaria, tanto más porque hace referencia a la tripulación de un pequeño bergantín de reconocimiento.
Aparte de la obra de Charles Darwin, uno no puede menos de asombrarse por la carrera de Bartholomew Sulivan, que no sólo se distinguió en el campo de batalla, inventó el revestimiento metálico para los barcos, el dragaminas, el fuego de mortero concentrado (anticipando así los bombardeos desde los aviones) y creó la Reserva de Voluntarios de la Marina Real (Royal Naval Volunteer Reserve), sino que también —en una faceta más pacífica—, llevó a Inglaterra la capuchina común (Tropaeolum majus) de Sudamérica. Después de la muerte de FitzRoy, dimitió de su cargo y se retiró a la costa del sur de Inglaterra con su mujer Sofía, donde pasó la mayor parte del tiempo en compañía de sus nietos, poniendo a flote barcos en miniatura. En 1869 se le otorgó el título de sir, y vivió hasta 1890; aunque la muerte de su hijo Tom, que contrajo malaria en Montevideo en 1873, ensombreció sus años de retiro. El hijo de FitzRoy, Robert, tuvo más suerte. Disfrutó de una brillante carrera naval y llegó a vicealmirante en 1894, año en que se convirtió en comandante del Escuadrón del Canal. También a él le concedieron el título de sir.
Vale la pena contar aquí la historia del Beagle y su tripulación tras el retiro forzado de FitzRoy. El tercer viaje, capitaneado por John Wickham, fue una expedición agotadora que tenía la misión de reconocer aquellas costas australianas que había dejado sin cartografiar Phillip Parker King. Tras recordar a sus antiguos compañeros al bautizar un puerto con el nombre de Darwin y un río con el de FitzRoy, la tripulación empezó el reconocimiento del río Victoria a finales de 1839. Allí una partida de guerreros aborígenes los sorprendió mientras hacían una expedición por la costa, y un nativo atravesó al teniente Stokes con su lanza. Lo llevaron a toda prisa al barco, donde Benjamin Bynoe le practicó una operación de urgencia y le salvó la vida. Después de que Wickham, que había sufrido repetidos ataques de disentería, dejara el barco en Sidney para dedicarse al servicio colonial, Stokes tomó el mando del navío y lo llevó de vuelta a casa. El Beagle no volvería a hacerse a la mar, y se convirtió en un buque de vigilancia fondeado en el río Roach, en Essex, y pasó a llamarse WV7. En 1870 se vendió a Murray y Trainer, chatarreros, por 525 libras. Stokes acudió al lugar para despedirse, y se llevó un pequeño trozo de madera, que más tarde talló para convertirlo en una caja redonda de recuerdos; hace pocos años fue exhibida en el Museo Marítimo Nacional. A principios de 2004, un equipo de arqueólogos marinos, utilizando un radar, encontró los restos del Beagle bajo casi tres metros de lodo de marisma, en la orilla norte de Roach. Lo habían despojado de sus preciosos adornos de madera, que con tanto amor había instalado FitzRoy a sus expensas: sólo quedaba el casco. Existe el proyecto de excavar los restos. Stokes llevó a cabo otro reconocimiento de Nueva Zelanda al mando de un barco de vapor, el Acheron, antes de ser nombrado contralmirante en 1864, vicealmirante en 1871 y almirante en 1877.
Las carreras de los oficiales del Beagle palidecen, por supuesto, cuando se las compara con la fama mundial y duradera de su pasajero Charles Darwin. Después de El origen de las especies aún escribió ocho obras de importancia, incluida The Descent of Man (El origen del hombre). Nunca recibió ningún honor del gobierno británico, aunque con el tiempo se concedió el título de sir a tres de sus hijos. Pero cuando él murió en 1882, se celebró un gran funeral en Westminster Abbey, y entre los portadores del féretro estaban Wallace, Huxley y Hooker. Desde entonces la causa de su enfermedad crónica continúa siendo un misterio. Algunos detractores la consideran enteramente psicosomática, pero existe una teoría más convincente, según la cual lo que acabó con la vida de Darwin era el mal de Chagas, una enfermedad debilitante contraída por el contacto con vinchucas, un desagradable parásito que Darwin permitió que le recorriera la piel en gran número cuando estuvo en los Andes. Sería una ironía que lo hubiera matado un insecto que había aprendido como especie a utilizar techos de paja como trampolín para lanzarse sobre sus víctimas dormidas. En cuanto a la enfermedad de FitzRoy, es casi seguro que su locura era un trastorno bipolar sin diagnosticar, pues todavía no se conocía este desorden. Hoy en día se trata con litio; a principios del siglo XIX no era sino una compañía aterradora e inexplicable para aquellas personas —como el mismo FitzRoy— que eran cuerdas normalmente.
Por lo que toca a otros personajes de esta historia, el ayudante de Darwin, Syms Covington, se trasladó a la bahía Twofold en Nueva Gales del Sur, desde donde mandaba a menudo especímenes de la fauna local a su antiguo patrón. Después de pasar un tiempo cribando oro, se convirtió en el administrador de correos de Pambula y abrió una taberna llamada El Retiro; sigue abierta, con su techo rojo de hojalata y sus dos chimeneas que asoman por encima de los árboles que crecen junto a la autopista Princes. Murió en 1861. En cuanto a los dos artistas que viajaron en el Beagle, Augustus Earle regresó a Londres, donde falleció en 1838; Conrad Martens abrió un estudio en Pitt Street, Sidney, y se convirtió en un pintor australiano destacado. Murió en 1878. Su vecino Philip Gidley King se volvió una especie de celebridad australiana en sus últimos años por su relación con Charles Darwin y el Beagle.
El absurdo cirujano Robert McCormick continuó dando tumbos de una expedición a otra gracias a sus buenas relaciones. Navegó al Antártico con el gran sir James Ross, y enfureció tanto al capitán que Ross consagró el resto de su vida a obstaculizar la carrera de McCormick. Más tarde el cirujano escribió su autobiografía, en la que rehusó mencionar los nombres de FitzRoy y Darwin y reconocer que había servido en el Beagle. Sólo admitió que durante un corto período se había encontrado a bordo de «un barco pequeño e incómodo y había vivido una situación comprometida». Injustamente, Robert McCormick alcanzó una edad provecta y murió celebrado y admirado, como un explorador famoso, en 1890.
El reverendo Richard Matthews tuvo un final menos respetable: sus días como misionero en Nueva Zelanda llegaron a un final prematuro cuando se descubrió que había malversado una gran suma de dinero de la misión en Wanganui. Murió en la más pura indigencia, habiendo perdido un ojo. El obispo Wilberforce, Sam el Jabonoso, fue otro clérigo que tuvo un final desgraciado. Falleció en 1873 a causa de las heridas en la cabeza producidas por una caída de caballo. «Por una vez —observó Thomas Huxley—, la realidad y su cerebro habían colisionado, y el resultado fue mortal». El reverendo George Packenham Despard, forzado por la presión de Sulivan a renunciar a su titularidad de la Sociedad Misionera de la Patagonia, fue incapaz, a causa del escándalo de Woollya, de conseguir una posición alternativa en la Iglesia en Inglaterra. Hostigado por los tribunales a causa del despido injusto del capitán Snow, al final también se marchó a Australia.
Tras la dimisión de Despard, el nuevo director de la sociedad en Tierra del Fuego, el reverendo Waite Stirling, recuperó el Allen Gardiner y decidió llevarse a un grupo de fueguinos para educarlos en Inglaterra, igual que había hecho FitzRoy. Zarpó en 1866 con cuatro nativos a bordo, incluido Threeboys. Mientras estaban en Inglaterra les presentaron al reverendo Joseph Wigram, el joven que había educado a sus antepasados en Walthamstow muchos años antes. Ahora era el obispo de Rochester. Como quizá era de prever, el proyecto de Stirling tuvo consecuencias trágicas. Dos de los cuatro pasajeros fallecieron en el viaje de vuelta a casa. Uno, Uroopa, murió de tisis; poco antes de su muerte se lo bautizó como John Allen Gardiner, y está enterrado en el cementerio de Stanley. Threeboys, que ya era un hombre, murió de la enfermedad de Bright, una dolencia del riñón europea desconocida en Tierra del Fuego. A él también lo bautizaron antes de morir con el nombre de George Button. A Waite se le recompensó por sus esfuerzos con el obispado de las islas Malvinas.
El repentino traslado de Despard y la partida de Stirling dejó la misión en manos del hijastro del primero, Thomas Bridges, que al parecer era un hombre más enérgico y voluntarioso que Despard. Valientemente, teniendo en cuenta lo que les había sucedido a Phillips, Fell y los otros, construyó una misión para un solo hombre en la orilla del canal Beagle. Contra todo pronóstico, la misión prosperó. Con el tiempo, su mujer se unió a él y adoptaron a los dos nietos huérfanos de Jemmy Button, con la ayuda económica de varios benefactores de Inglaterra. Al primer niño, que apadrinaba la sucursal de Beckenham de la Sociedad Misionera de la Patagonia, le pusieron el nombre de William Beckenham Button. Al otro lo apadrinaron Sulivan, Darwin, Hamond, Stokes y Usborne: recibió el nombre de Jemmy FitzRoy Button.
Como parte de sus estudios sobre la vida y costumbres de los fueguinos, Bridges hizo un descubrimiento extraordinario: que su lenguaje, que Darwin se había atrevido a considerar como poco más que unos cuantos chasquidos y gruñidos, era insólitamente rico y poético. El vocabulario utilizado por un fueguino adulto llegaba a contener treinta y dos mil palabras (que hay que comparar con las veinte mil palabras, más o menos, que utiliza el europeo medio). Y por cierto, la palabra yammerschooner, que era común en todo el territorio de Tierra del Fuego, no significa «dámelo», sino «por favor, sé amable conmigo».
Un día de 1873, una canoa alikhoolip que había penetrado en lo más profundo del territorio yamana llegó a la misión de Bridges. En la canoa, donde remaban dos jóvenes, iba sentada una anciana enorme y desdentada con un sombrero viejo y maltrecho en la cabeza. Bridges salió a encontrarse con su visitante, flanqueado por sus dos hijos. «Niño pequeño, niña pequeña», dijo la vieja al salir de la canoa. Era Fuegia Basket, que había oído hablar de un hombre blanco solitario que vivía en la costa este del canal y pidió que la llevaran hasta él. Hablaron largo y tendido. Los recuerdos que Fuegia guardaba de Londres eran intensos, y se acordaba de FitzRoy a la perfección y con cariño; sin embargo, por extraño que pudiera parecer, se había olvidado de cómo debía sentarse en una silla. Según les reveló, a York Minster lo habían asesinado; le clavaron una lanza por la espalda los hermanos del hombre que él había matado; ahora tenía un nuevo marido de sólo dieciocho años. Diez años más tarde, en 1883, Bridges le devolvió la visita a Fuegia. Estaba mal de salud, y poco después el misionero se enteró de que había muerto.
La situación idílica de Bridges no podía durar, por supuesto. En el transcurso de los años, las guerras genocidas que había emprendido el general Rosas se fueron acercando lentamente por el continente sudamericano hacia el cono sur. Los araucanos (o mapuches, u hombres oens) habían librado una guerra larga, valiente y desesperada, similar a la de los indios nativos de Estados Unidos, pero su caballería no tenía nada que hacer contra la artillería pesada, y menos contra la recién inventada metralleta. Finalmente, en la década de 1880, fueron masacrados y vencidos, y Tierra del Fuego quedó a merced de los blancos. En septiembre de 1884, cuatro buques de guerra de la Marina argentina llegaron a la misión e informaron a Bridges de que todo su territorio era ahora propiedad del ejército. La misión iba a convertirse en colonia penitenciaria. Al marcharse, dejaron una guarnición de veinte hombres, entre los cuales había uno enfermo de sarampión. La epidemia que provocó se llevó a todos los fueguinos de la localidad, incluidos William Beckenham Button y Jemmy FitzRoy Button. Forzado a abandonar el lugar, Bridges dejó el trabajo de misionero y fundó un rancho al este del canal Beagle, que llamó Harberton, en recuerdo del pueblo de su mujer en Devon. Todavía sigue en pie.
El gobierno argentino decidió dedicar Tierra del Fuego a la ganadería ovina, y aniquiló sistemáticamente toda la población de guanacos, que habrían podido competir con las ovejas por hacerse con el insuficiente pasto. El guanaco, por supuesto, era la base del sustento de los nativos. En consecuencia, sufrieron hambrunas y se convirtieron en un «problema» para los colonos blancos, en especial porque, a falta de guanacos, trataban de cazar ovejas. Pocos años después se decidió que los fueguinos no eran sino chusma, y debían ser erradicados. Cada cabeza de fueguino decapitado se pagaba con una libra. Patrullas de gauchos armados y a caballo descendieron al sur, ansiosos por matar; de hecho, llegaron sangrientos cazarrecompensas de todo el mundo. Un escocés llamado Mclnch, que se hacía llamar el «Rey de Río Grande», consiguió matar y decapitar catorce fueguinos en un solo día. En términos eufemísticos, tan comunes al genocidio colonial, la erradicación de los hambrientos fueguinos fue descrita como una medida humanitaria. En 1908 sólo quedaban en Tierra del Fuego ciento setenta nativos de raza pura; en 1947 la población había descendido hasta alcanzar los cuarenta y tres. Hoy no queda ninguno. La misión de Bridges se ha convertido en la población argentina de Ushuaia.
El hombre que dio comienzo al exterminio, el presidente Juan Manuel de Rosas, anuló la Constitución de Argentina y se autoproclamó dictador de por vida. Impuso «el orden público» en el país por medio de una red de espías y policía secreta y haciendo desaparecer a sus adversarios políticos. Obligó a exponer su retrato en lugares públicos y en iglesias. En el frontispicio de este libro puede leerse la leyenda «… se basa en hechos reales», y así es, pero se trata de una novela, no de un libro de historia, por lo que, allí donde las fuentes eran incompletas, me he sentido con total libertad de rellenar los huecos e inventar conversaciones. No existe ningún documento que registre el discurso de Rosas que tanto impresionó a Darwin; sabemos que éste estaba impresionado porque tenemos su cuaderno, aunque ya sabía lo suficiente de Rosas para revisar su opinión en el momento que se puso a escribir sobre el viaje del Beagle. Al inventarme la autojustificación de Rosas, me he tomado la libertad de repetir las palabras de Tony Blair y algunos de los razonamientos que empleó para defender sus aventuras de política exterior de la mano de George Bush en Oriente Medio y Asia central. Quizá sólo sea un ejercicio, pero las palabras parecen encajar a la perfección. Para ser justo con Darwin, debo decir que no fue testigo directo de las ejecuciones de tres prisioneros; ese privilegio se le concedió a otro viajero europeo que Darwin conoció en esas tierras.
Rosas, como muchos de su ralea, fue al final demasiado lejos en sus aventuras militares. Deseoso de aumentar su territorio, intentó invadir Brasil y Uruguay al mismo tiempo. Fue una guerra cruenta y sin sentido: en un momento dado, ordenó la ejecución a sangre fría de quinientos prisioneros de guerra uruguayos (de origen indio, naturalmente). Pero Rosas había intentado abarcar más de lo que podía, y sus ejércitos acabaron siendo derrotados en la batalla de Caseros. ¿Y adónde se fue el tirano caído? A Inglaterra, por supuesto, donde este cruel asesino de masas fue recibido por el gobierno británico con los brazos abiertos. Se le dio el tratamiento destinado a los dignatarios y se lo instaló en una lujosa casa de retiro en Swaythling, Hampshire, que pagaba el contribuyente, donde acabó sus días en paz en 1884.
La posterior participación colonial de Gran Bretaña en otros territorios que FitzRoy había intentado defender fue igualmente ignominiosa. Cuando en 1843 los franceses invadieron brutalmente Tahití sin que mediara ninguna provocación (todavía no lo han devuelto), los británicos ofrecieron su protección a la reina Pomare, y al principio le dieron cobijo a bordo de un buque de guerra de la Marina real británica. Aunque ella no era guerrera, organizó tenazmente una revuelta armada contra los ocupantes franceses, habiéndose asegurado antes el respaldo británico. El gobierno de París, sin embargo, llegó a un acuerdo con el gobierno de Londres: a espaldas de la reina Pomare, los británicos rompieron el tratado y la entregaron a los franceses a cambio de dinero.
En Nueva Zelanda, con el respaldo oficial (inducido por la New Zealand Company), el nuevo gobernador lanzó una campaña genocida más para exterminar a la población nativa. A George Grey le dieron todas las facilidades que le habían negado a FitzRoy: el doble del salario de su predecesor, el triple de dinero para gastos de explotación, una suma de dinero en efectivo de diez mil libras para llenar el agujero que habían dejado las sospechosas prácticas financieras de la compañía, y, por supuesto, una gran fuerza militar. El tratado de Waitangi se rompió sin contemplaciones, y Grey sumió al país en una guerra. Irónicamente, tuvo la ingeniosa idea de atacar a los maoríes (como se hacen llamar ahora) en domingo, cuando muchos de aquellos que se habían convertido al cristianismo estaban rezando. En las primeras batallas, muchos jefes nativos lucharon en el lado británico porque les habían prometido que, si lo hacían, nadie hollaría sus tierras ancestrales. Era mentira. Al final, Grey consiguió adueñarse de toda la tierra nativa para la New Zealand Company y exterminar gran parte de la población indígena. Se le concedió el título de sir en agradecimiento a su labor.
Si he sido injusto con una persona, ésa es Thomas Moore, el gobernador de las Malvinas. Aunque estas islas se ponen frecuentemente como ejemplo de la rapacidad colonial británica, allí no había ninguna población nativa que someter: cuando se descubrieron las islas, estaban desiertas. Y es seguro que no se las arrebataron a Argentina, un país que ni siquiera existía cuando John Davis llegó allí en barco por primera vez. Thomas Moore, sin embargo, siempre se esforzó por defender los derechos civiles de los nativos fueguinos que llevaban a las islas. Dudo mucho que intentara procesar a Jemmy para ejecutarlo. Aunque es verdad que Smyley secuestró al fueguino, que éste estuvo a punto de ser linchado y que fue acusado de asesinato por Coles, el juicio fue más bien una especie de reunión de una comisión investigadora, y si Moore quería acabar con alguien, era con Despard. Lo más probable es que el gobernador tuviese la intención de soltar a Jemmy al final. Las deliberaciones del jurado y la llegada de Sulivan en el último momento, son, siento decirlo, el único fragmento de pura ficción de esta obra; también el rescate histórico de FitzRoy del Challenger debe mucho a la imaginación, aunque se inspiró en un documento oficial que lo mencionaba.
En otras partes, a veces he refundido acontecimientos por razones de simplificación. Darwin, por ejemplo, hizo más de un viaje con los gauchos, y más de una expedición a los Andes; el Beagle visitó las Malvinas dos veces. En ocasiones he variado la escala del tiempo de los sucesos, y en el caso del hijo de Jemmy he fundido dos personajes: Threeboys es un compuesto de sí mismo y Billy Button, otro hijo, que de una forma confusa lo sustituyó en la misión de Cranmer a mitad de la estancia de los Despard. Por lo demás, los sucesos relatados en este libro son como ocurrieron. El lenguaje empleado, aunque muy recargado a veces, es exactamente como habría sido en la época, y, en aquellos documentos que se conservan, es exactamente como se empleó. La única excepción es la palabra ship («barco») que los marineros del Beagle jamás habrían utilizado para llamar a su pequeño bergantín. En cambio habrían utilizado la palabra boat tanto para el Beagle como para los cúters, balleneras, etcétera; pensé que esa palabra haría que su diálogo sonara un poco confuso para nosotros, si no para ellos.
Hoy, los viajeros intrépidos, o simplemente aquellos que estén interesados en los mapas, encontrarán los nombres de Robert FitzRoy y Charles Darwin en todos los lugares a los que llegó el Beagle. Hay FitzRoy y Darwin en Australia, Tierra del Fuego y las islas Malvinas. Aunque probablemente el dios el humo no hubiera estado de acuerdo, el Chaltén, la montaña sagrada de los araucanos, fue rebautizada con el nombre de monte FitzRoy después de que las tribus patagónicas perdieran la batalla por su supervivencia. En Nueva Zelanda, hay calles FitzRoy en Auckland y Wellington (aunque se pusieron tarde), como también hay calles en honor a Grey, Hobson, el ex presidiario Edward Gibbon Wakefield e incluso el teniente Shortland. En Upper Norwood, que ahora forma parte de Londres, una pequeña calle que da a Church Road ha sido rebautizada con el nombre de FitzRoy Gardens. Quizá lo más significativo de todo sea que, en febrero de 2002, a una zona marítima previamente conocida como Finisterre se le dio el nombre de FitzRoy en honor al hombre que inventó el pronóstico marítimo. Es la única zona del mar que ha recibido el nombre de una persona, lo que sin duda habría encantado al protagonista de este libro.
En cuanto a las pruebas físicas de la historia de FitzRoy, no queda mucho por ver. Los especímenes que coleccionó —aparte de los que reunió Darwin— fueron catalogados finalmente por el British Museum, y forman parte de la «Colección Beagle». Las sucesivas casas de FitzRoy se encuentran ahora en manos privadas, pero Down House, donde vivió Darwin, está abierta al público. Fuera de Inglaterra, el fuerte de Montevideo sigue igual que antes, y las islas Malvinas y las Galápagos apenas han cambiado. Se construyó una carretera desde Mendoza a Santiago que pasa por el puerto de montaña Uspallata, y los restos del bosque petrificado que Darwin descubrió pueden ser contemplados a un lado de la carretera; pero sólo quedan las bases de los troncos: el resto se lo han llevado hordas de cazadores de recuerdos demasiado entusiastas. Los lechos de fósiles de Punta Alta tuvieron menos suerte, al ser destruidos por la Marina argentina cuando se construyó la base naval de Puerto Belgrano. Más al sur, en 1981, el equipo de un barco de reconocimiento chileno subió al monte Skyring: bajo un montón de piedras encontraron los recuerdos que los hombres del Beagle habían dejado allí ciento cincuenta años antes, todavía, por increíble que pareciera, en perfectas condiciones. Y quizá lo más increíble de todo, en el momento de escribir estas líneas, es que la tortuga de Darwin, Harriet, sigue viva y disfruta de un retiro bien merecido en Australia.
La tumba de FitzRoy en el cementerio de All Saints, en Upper Norwood, puede visitarse; es un monumento protegido Grado II, y fue restaurado en 1997. Los visitantes de las Malvinas aún pueden encontrar la lápida del pobre Edward Hellyer en un cabo solitario en Punta Duelos, cerca del puerto de Johnson. Y para los muy aventureros, hay un camino accidentado cerca del estrecho de Magallanes que conduce a una playa agreste y solitaria donde yace el capitán Pringle Stokes, del barco de Su Majestad Beagle, sin cuyo suicidio toda esta extraordinaria historia jamás habría ocurrido.