Church Road, Upper Norwood
30 de abril de 1865
A la mañana siguiente, FitzRoy despertó cuando el reloj de caja dio las seis. Mientras se le acostumbraban los ojos a la penumbra y la mente luchaba por hacerse una composición de lugar, María se movió.
—¿No tendría que haber venido a despertarnos la criada? —murmuró FitzRoy.
—Es domingo, cariño —respondió María sin abrir los ojos—. Hoy no tenemos prisa para desayunar. —Se dio media vuelta, y él cerró los ojos otra vez.
Mientras permanecía inmóvil en la fúnebre oscuridad, los acontecimientos del día anterior se le echaron encima fríamente. Debería, quizá, sentirse inquieto o incluso desesperado, pero no lo estaba; en lugar de eso sentía calma. Debió de perder y recobrar la conciencia un par de veces, pues no parecía que hubiese pasado una hora entera cuando el reloj dio las siete. Hetty los llamó unos veinte minutos después, y FitzRoy se enderezó apoyándose en un codo.
—Querida —murmuró.
—Mmm —respondió su mujer, adormilada, desde algún lugar de debajo de las colchas.
—Quiero que sepas que desde el día que nos casamos, has sido la compañera más leal, devota y atenta que habría deseado cualquier hombre. Te estoy eternamente agradecido por todas las atenciones que me has dispensado. Sólo lamento no haber sido tan buen esposo como habrías merecido.
—Mmm —protestó María, estirando los dedos para entrelazarlos con los de él.
—Gracias, querida, por todo.
Tras soltarse de la mano de su mujer suavemente, se levantó y fue a la pequeña habitación donde dormía Laura, cuyo sueño no habían perturbado las campanadas del reloj ni la llamada de Hetty. Besó en la frente a su hija una vez, luego entró en su vestidor y cerró la puerta tras de sí. Habían llenado una palangana de agua; todo estaba preparado para su afeitado matinal. Un aguamanil limpio descansaba encima del lavamanos, y su cuchilla de afeitar estaba colocada ordenadamente y en línea paralela al borde del tocador de mármol. La sacó de su funda de cuero y la abrió, e inspeccionó la hoja, como hacía todas las mañanas para comprobar si estaba afilada. Sumergió las manos en el agua helada, deteniéndose un momento para observar la palidez que adquiría la piel, lo cadavéricamente blanca que se veía a través del prisma del claro líquido. Entonces pensó en Edward Hellyer, su rostro de ópalo flotando entre el quelpo que se mecía con la corriente. ¿Acaso Dios castigaba a aquellas pobres almas que habían decidido desobedecer a una autoridad superior, incluso si la suya era una acción sincera y meditada? ¿Era un acto de valentía hacer el mal por buenas razones, o era un acto de debilidad? Ahuecó las manos y se echó agua fría a la cara, para intentar aclararse la mente. Quería que sus pensamientos fueran lo más lúcidos posible, que nada perturbara su equilibrio.
Trató de hacer examen de conciencia, escudriñando el paisaje cognitivo en busca de señales de irregularidad. Todo estaba en orden, por supuesto. Hacía mucho tiempo que había aprendido que el simple proceso de preocuparse por la inestabilidad mental era una garantía de que no había tal. Sólo cuando se permitía a sí mismo volverse complaciente, su condición aparecía sin avisar, y la complacencia se tornaba una certeza funesta y errada. Esa mañana, tal como advirtió, apenas estaba ya seguro de nada.
Se inspeccionó en el espejo, que estaba firmemente incrustado en su marco de caoba decorado con volutas y emblemas sobre el tocador. En el centro del rectángulo biselado, un hombre demacrado de pelo gris le devolvió la mirada; a unas pocas semanas de cumplir sesenta años, sus facciones delataban una vida de trabajo duro, extenuante y autoimpuesto. Pensó que había vivido el tiempo suficiente para empezar a sentir la decepción que lleva consigo el cambio. «Una ilusión habitual, que amortigua el aguijonazo de la muerte». A menudo los hombres viejos y cansados se consuelan así al final de su vida: ¿cuánto más fácil es abandonar el mundo si sientes que ya no perteneces a él? Pero ¿acaso él necesitaba consuelo? No. Era más valiente que todo eso.
Había nacido en otro siglo, o casi; en un mundo de mesones de posta y barcos de vela, en el cual se tardaban días para viajar de Londres a la costa. Ahora el hombre se había vuelto extraordinariamente poderoso, no en un plano individual, sino colectivo, y había empezado a atacar los baluartes de la naturaleza. Con el tren de vapor se tardaba sólo dos horas en llegar a la costa. Las noticias procedentes de Norteamérica arribaban a Inglaterra en cuestión de minutos. Todo había sido mecanizado, desde la muerte hasta la producción de ropa interior. El hombre había comenzado a desmantelar la tierra virgen, anotando y catalogando sus partes constituyentes, erradicando su miedo a lo desconocido, y al hacerlo, se había puesto en contra de Dios. Él, Robert FitzRoy, había actuado en connivencia con el proceso como cualquiera; pero, aunque él había ayudado a crearlo, aquél ya no era su mundo.
Al menos, algunas cosas no habían cambiado. La lucha incesante del bien contra el mal seguía siendo encarnizada. El amor de Dios estaba enfrentado a la avaricia, el odio y el egoísmo. Había transcurrido toda una vida, y Trafalgar Square aún estaba sin acabar. Pese a todos los cambios que había acarreado el conocimiento, el hombre era, en el fondo, la misma criatura que había sido siempre: perezosa, corrupta, astuta, desconsiderada y egoísta. Entonces, quizá no fuese el hombre el que había cambiado, ni siquiera la sociedad, sino él mismo. Sí, en efecto. Era él, y no el mundo, el que había cambiado. Ya no creía. Oh, todavía creía en Dios, pero ya no estaba seguro de que tuviese algún sentido intentar frenar la marcha ciega de la humanidad hacia las metas inextricablemente unidas del progreso y la autodestrucción. Ya no creía que un hombre solo pudiese hacer nada. ¿Era eso lo que había advertido el capitán Stokes, hacía tantos años, en la playa helada de Puerto del Hambre? ¿O en la raza sólo sobrevivían los fuertes, y Stokes no era más que un ser débil?
«Cuando yo era joven —pensó FitzRoy—, era un viajero que atravesaba mares desconocidos; el dueño de mi propio destino. Quizá me azotaran el viento y las olas, pero yo luché contra ellos, y descubrí nuevas costas y mundos desconocidos. Más tarde me convertí en parte de una máquina, una pieza del mecanismo nada más. Me arrebataron mi libertad, mi independencia. Pero al menos mi trabajo servía para allanar el camino a otros viajeros que seguían mis pasos. Ahora hasta me han quitado ese pequeño consuelo. La solución está clara. Debo viajar a un lugar donde ellos no puedan encontrarme. Debo viajar una vez más, a la costa más lejana. Debo emprender el último viaje. Un viaje para el que no se requieren mapas».
Nadie le había dado permiso para emprender un viaje de esas características, por supuesto. En puridad, sería un pecado marcharse. Una vez que se hubiera ido, no habría vuelta atrás. Una vez que hubiera llegado, su única posibilidad de redención sería reclamar la misericordia retroactiva de una autoridad superior. ¿Estaría Mary esperándolo allí, bañada en la luz dorada de esa lejana orilla? ¿Estaría allí Jemmy también, y Musters, y Hellyer, y su padre, y el viejo Skyring, y su querido amigo Johnny Wickham? ¿O Darwin tenía razón y él era sólo un mono más, demasiado desarrollado para su propio bien? Sólo había una manera de averiguarlo.
Sintió la fría cuchilla contra el cuello.